Martín vivía solo desde hacía años, en un barrio tranquilo donde nada cambiaba… hasta que llegó ella.
Sofía, su nueva vecina, se mudó una tarde de verano. Jovencita, curvas perfectas, labios carnosos y una mirada atrevida. Usaba shorts diminutos y tops que apenas cubrían sus pechos firmes. Cada vez que salía a regar sus plantas, Martín tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no quedarse mirándole el culo.
Una noche, cerca de las 11, golpearon su puerta.
—¿Tenés azúcar? —preguntó Sofía, vestida con una bata corta y nada debajo.
Martín le alcanzó el azúcar, pero ella no se movía.
—¿Vivís solo, no? —preguntó, dando un paso más cerca.
—Sí…
—¿Y no te aburrís?
Martín la miró. Ella se relamía los labios. Era obvio lo que quería.
Sofía se acercó más y le tomó la mano. La llevó a su cintura, y luego más abajo, hasta su entrepierna.
—Estoy mojada desde que te vi ayer lavando el auto —susurró.
Martín ya no resistió. La besó con fuerza, cerró la puerta, y la levantó en brazos. Sofía rió, colgándose de su cuello, excitada.
En el sillón la desnudó por completo. Su cuerpo era una obra de arte: tetas erguidas, cintura angosta, piel caliente. Se arrodilló frente a ella y le besó la vagina hasta hacerla temblar.

—¡Así! ¡No pares! —gritaba ella, mientras se retorcía de placer.
Se bajó el pantalón y le metió la pija dura de lleno, ella gritó como una fiera. Lo montó con fuerza, como si hubiera esperado ese pene toda su vida. Gritaba, gemía, le arañaba el pecho. Martín no podía creer la energía sexual que tenía esa vecina.
—¡Me encanta tu pija! ¡Dámela toda! —gritaba mientras se venía.
Él acabó dentro de ella, jadeando, con el corazón explotando en el pecho.
Minutos después, Sofía lo miró con una sonrisa maliciosa.
—Me mudé sola… pero no pienso dormir sola esta noche.

Desde aquella noche, Sofía no dejaba de buscar excusas para tocar la puerta de Martín. A veces pedía hielo, otras azúcar, y otras… solo entraba sin decir nada, con esa sonrisa de viciosa que lo volvía loco.
Esa tarde, él estaba en el sillón, recién bañado, con una toalla en la cintura. Sofía apareció en la puerta, con un short minúsculo y sin corpiño. La camiseta blanca pegada a su piel dejaba ver que no llevaba nada debajo.
—¿Molesto si entro? Estoy caliente... y no por el clima.
Martín abrió sin decir palabra. Ella cerró la puerta, se acercó y sin aviso se arrodilló frente a él. Aflojó la toalla y dejó al descubierto esa pija que tanto le había gustado.
—La extrañaba —murmuró antes de metérsela en la boca.
La chupaba con hambre, saliva corriendo por el tronco, lengua girando alrededor del glande. Lo miraba desde abajo, con esa mirada traviesa y los labios rojos empapados.
—No pares —jadeó él, agarrándola del pelo.
Pero ella se detuvo, se subió a su cuerpo, y se bajó el short. Ya estaba mojada. Lo montó de una, gimiendo mientras entraba hasta el fondo.
—¡Así, sí! ¡Dame toda esta pija! —gritaba mientras cabalgaba fuerte.
Rebotaba sobre él con ritmo salvaje, el cuerpo sudado, el pelo suelto, las tetas saltando con cada movimiento. Martín la agarraba de la cintura y la embestía desde abajo, haciéndola chillar.
—¿Querés más? —preguntó ella, jadeando.
Se inclinó, lo besó profundo, y susurró al oído:
—Quiero sentirte atrás también…
Lo guió hacia el cuarto, se puso en cuatro, y Martín le fue dando espacio, con paciencia y lubricación. Ella apretaba los dientes, excitada, mientras lo sentía entrar lentamente.
—¡Ahh... sí, así! —gimió con intensidad—. ¡Me encanta! ¡Más fuerte!

Martín embestía su culo con fuerza mientras le agarraba las caderas. Sofía se retorcía, disfrutando cada centímetro, mordiéndose los labios con los ojos cerrados.
Cuando él estuvo a punto de acabar, la giró de espaldas, la dejó acostada, y terminó sobre sus tetas, jadeando, mientras ella sonreía, cubierta y satisfecha.
—Esta vez no te dejo dormir solo —le dijo, lamiéndose los labios.
Sofía, su nueva vecina, se mudó una tarde de verano. Jovencita, curvas perfectas, labios carnosos y una mirada atrevida. Usaba shorts diminutos y tops que apenas cubrían sus pechos firmes. Cada vez que salía a regar sus plantas, Martín tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no quedarse mirándole el culo.
Una noche, cerca de las 11, golpearon su puerta.
—¿Tenés azúcar? —preguntó Sofía, vestida con una bata corta y nada debajo.
Martín le alcanzó el azúcar, pero ella no se movía.
—¿Vivís solo, no? —preguntó, dando un paso más cerca.
—Sí…
—¿Y no te aburrís?
Martín la miró. Ella se relamía los labios. Era obvio lo que quería.
Sofía se acercó más y le tomó la mano. La llevó a su cintura, y luego más abajo, hasta su entrepierna.
—Estoy mojada desde que te vi ayer lavando el auto —susurró.
Martín ya no resistió. La besó con fuerza, cerró la puerta, y la levantó en brazos. Sofía rió, colgándose de su cuello, excitada.
En el sillón la desnudó por completo. Su cuerpo era una obra de arte: tetas erguidas, cintura angosta, piel caliente. Se arrodilló frente a ella y le besó la vagina hasta hacerla temblar.

—¡Así! ¡No pares! —gritaba ella, mientras se retorcía de placer.
Se bajó el pantalón y le metió la pija dura de lleno, ella gritó como una fiera. Lo montó con fuerza, como si hubiera esperado ese pene toda su vida. Gritaba, gemía, le arañaba el pecho. Martín no podía creer la energía sexual que tenía esa vecina.
—¡Me encanta tu pija! ¡Dámela toda! —gritaba mientras se venía.
Él acabó dentro de ella, jadeando, con el corazón explotando en el pecho.
Minutos después, Sofía lo miró con una sonrisa maliciosa.
—Me mudé sola… pero no pienso dormir sola esta noche.

Desde aquella noche, Sofía no dejaba de buscar excusas para tocar la puerta de Martín. A veces pedía hielo, otras azúcar, y otras… solo entraba sin decir nada, con esa sonrisa de viciosa que lo volvía loco.
Esa tarde, él estaba en el sillón, recién bañado, con una toalla en la cintura. Sofía apareció en la puerta, con un short minúsculo y sin corpiño. La camiseta blanca pegada a su piel dejaba ver que no llevaba nada debajo.
—¿Molesto si entro? Estoy caliente... y no por el clima.
Martín abrió sin decir palabra. Ella cerró la puerta, se acercó y sin aviso se arrodilló frente a él. Aflojó la toalla y dejó al descubierto esa pija que tanto le había gustado.
—La extrañaba —murmuró antes de metérsela en la boca.
La chupaba con hambre, saliva corriendo por el tronco, lengua girando alrededor del glande. Lo miraba desde abajo, con esa mirada traviesa y los labios rojos empapados.
—No pares —jadeó él, agarrándola del pelo.
Pero ella se detuvo, se subió a su cuerpo, y se bajó el short. Ya estaba mojada. Lo montó de una, gimiendo mientras entraba hasta el fondo.
—¡Así, sí! ¡Dame toda esta pija! —gritaba mientras cabalgaba fuerte.
Rebotaba sobre él con ritmo salvaje, el cuerpo sudado, el pelo suelto, las tetas saltando con cada movimiento. Martín la agarraba de la cintura y la embestía desde abajo, haciéndola chillar.
—¿Querés más? —preguntó ella, jadeando.
Se inclinó, lo besó profundo, y susurró al oído:
—Quiero sentirte atrás también…
Lo guió hacia el cuarto, se puso en cuatro, y Martín le fue dando espacio, con paciencia y lubricación. Ella apretaba los dientes, excitada, mientras lo sentía entrar lentamente.
—¡Ahh... sí, así! —gimió con intensidad—. ¡Me encanta! ¡Más fuerte!

Martín embestía su culo con fuerza mientras le agarraba las caderas. Sofía se retorcía, disfrutando cada centímetro, mordiéndose los labios con los ojos cerrados.
Cuando él estuvo a punto de acabar, la giró de espaldas, la dejó acostada, y terminó sobre sus tetas, jadeando, mientras ella sonreía, cubierta y satisfecha.
—Esta vez no te dejo dormir solo —le dijo, lamiéndose los labios.
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