El vapor flotaba sobre el agua como una sábana perezosa. Las termas, en lo alto de la sierra, parecían un refugio de otro mundo. Aquel grupo de familias —amigos de toda la vida, con sus hijos ya adolescentes o jóvenes— se había instalado en las cabañas de madera cercanas, escapando del calor del valle y buscando un descanso merecido.
Clara tenía 19 años y estaba más hermosa que nunca. Su cuerpo recién florecido tenía curvas que le costaba ocultar, y un fuego interno que nadie sospechaba. Hija única, rebelde en secreto, se aburría con los chicos de su edad. La noche anterior había coqueteado con uno de los hijos de los amigos de su padre, pero su atención se desvió por completo en la mañana siguiente.
Bajó temprano, mientras los demás aún dormían, envuelta en una toalla corta y con un bikini diminuto debajo. Quería nadar sola en las aguas humeantes, disfrutar del silencio. Pero al acercarse a la piscina natural, lo vio.
Alejandro.
El mejor amigo de su padre.
Tendría unos cuarenta y tantos. Alto, corpulento, espalda ancha, cabello oscuro salpicado de canas, una sombra de barba, y un cuerpo trabajado sin exageración, pero con fuerza evidente. Estaba de pie dentro del agua, solo, con los ojos cerrados, respirando el vapor con placer. Y estaba completamente desnudo.
Clara se detuvo tras un arbusto de helechos. Su corazón latía como loco. Algo en ese hombre la había intrigado siempre: su voz grave, su modo de mirar a todos sin urgencia, su confianza tranquila. Pero lo que ahora tenía ante los ojos le cambió el cuerpo para siempre.
Su erección era bestial.
Emergía del agua como una lanza, gruesa, tensa, vibrante. Él no la tocaba, no se movía, simplemente la llevaba con una naturalidad animal, como si no le importara el mundo. Clara tragó saliva. Sintió un temblor recorrerle el abdomen. Se apretó las piernas, sintiendo la humedad caliente entre ellas que no tenía nada que ver con las termas.
Se quedó allí, espiando, hasta que él finalmente se sumergió y salió caminando por una de las piedras. El agua le goteaba por el pecho, bajaba por los abdominales, y su miembro seguía ahí, orgulloso, balanceándose entre sus piernas. Nunca la vio. Ni una mirada. Ni una señal.
Pero Clara ya no era la misma.
Esa noche, en la cabaña, apenas pudo dormir. Imaginó su pene rozándole la boca, las tetas, entre los muslos. Imaginó que la agarraba con esa fuerza serena y la penetraba sin aviso, sin palabras. Mordió la almohada. Se metió la mano entre las piernas y se masturbó como nunca antes, pensando en él. Alejandro. El amigo de su padre.
Al día siguiente, se puso un bikini más pequeño, de color rojo fuego, y bajó sola a las termas. Sabía que él solía ir temprano, así que fingió sorpresa cuando lo encontró allí.
—¿Tan temprano, Clara? —dijo él, amable, sin malicia.
—No podía dormir —respondió ella, bajando los ojos, pero dejando que su cuerpo hablara. Se metió al agua despacio, dejando que sus tetas rebotaran bajo la tela mojada, y se sentó cerca. Muy cerca.
Él no la miraba. Hablaba de trivialidades. Del paisaje. De las montañas.
Pero Clara decidió no rendirse. Lo quería. Lo iba a provocar hasta que lo hiciera suyo.
Volvió a acercarse, nadando como una sirena.
—¿Y tu esposa? —preguntó de pronto, con voz suave.
Él parpadeó, sorprendido.
—¿Qué?
—Tu esposa… ¿no vino?
—Nos separamos hace un año —respondió él, sin rodeos.
Clara sintió una chispa en el pecho.
—Lo siento —dijo, aunque no era verdad.
—No hay por qué. Fue lo mejor.
Se hizo un silencio.
Él se puso de pie. La sombra de su cuerpo volvió a imponerse, y aunque el short le cubría, Clara pudo notar el bulto. No tan evidente como aquel primer día, pero presente.
—Voy a prepararme un café. ¿Quieres uno?
—Sí —dijo ella enseguida, aprovechando para caminar detrás de él al salir del agua.
Subió la roca, mojada y resbaladiza. Fingió un tropiezo. Cayó, justo contra su espalda.
—¡Uy! Perdón… —murmuró, riendo. Su cuerpo tocó el de él por completo. El calor de su piel, la firmeza de sus músculos, el roce de su trasero contra su muslo. Por un segundo, él no se movió.
Luego se apartó con cuidado.
—Tranquila. ¿Estás bien?
—Sí —susurró, mirándolo a los ojos por primera vez, de cerca.
Él la sostuvo la mirada… pero solo por un segundo.
Y bajó la vista.
—Vamos.
El resto del día, ella se dedicó a provocarlo de lejos. Pasaba frente a su cabaña en toalla, se agachaba demasiado cuando recogía cosas, le hablaba con un tono más bajo que a los demás. Alejandro no reaccionaba. Pero tampoco huía.
Parecía esperarla. Medirla. Dejarla jugar con fuego para ver si se quemaba sola.
Clara estaba al límite.
Esa noche, mientras todos cenaban en la mesa larga bajo el toldo de madera, ella se acercó y se sentó junto a él, apretándose a su brazo al hablar. Su padre, unos puestos más allá, reía con los demás, sin notar nada.
Clara lo rozó “sin querer” con su pecho mientras pasaba una copa. Luego con su pierna bajo la mesa.
Él no dijo nada. Pero la miró. Por fin. Una mirada larga. Profunda.
Y Clara sintió que algo se encendía dentro de él.
Tal vez no pasaría nada aún. Pero la caza había comenzado.
La noche estaba templada, cargada de humedad y olor a pino mojado. El grupo seguía bebiendo alrededor de la fogata, riendo con historias viejas, ajenos a todo. Clara no había probado ni una gota de alcohol. No quería perder el control. Quería tomarlo.
Alejandro se había ido a su cabaña después de las diez, con una taza de té en la mano. Había saludado con esa sonrisa tranquila, discreta, y nadie pareció notarlo. Nadie excepto Clara.
Esperó unos minutos y también se levantó. Fingió que iba al baño, pero en vez de cruzar hacia el módulo común, caminó descalza, con una remera ligera y un short blanco que dejaba sus piernas al aire, rumbo a la puerta de la cabaña de él.
Tocó una vez. —¿Sí?
—Soy yo —dijo ella, segura. Silencio.
Luego, la puerta se abrió lentamente.
Él estaba sin camiseta, solo con un pantalón de pijama suelto, el cabello húmedo por la ducha. Un olor limpio, masculino, llenó el aire.
—Clara, ¿pasa algo?
—No. Solo… quería hablar —murmuró, bajando los ojos—. ¿Puedo pasar?
Dudó. Pero se hizo a un lado.
Ella entró, despacio. La cabaña era pequeña, con una luz cálida. El lecho deshecho, el vapor aún en el aire. Cerró la puerta tras de sí.
—¿Y de qué querías hablar? —preguntó él, apoyándose en el marco, cruzado de brazos.
Ella se acercó. Lenta. Sus pies descalzos no hacían ruido sobre la madera.
—No sé cómo decirlo —susurró—. Pero creo que ya lo sabes.
Lo miró a los ojos. La tensión era eléctrica. Alejandro respiró hondo.
—Clara… —dijo, con voz grave—. No deberías estar aquí.
—Pero estoy. Y entonces lo hizo.
Sin previo aviso, sin vacilación, lo tocó.
La palma de su mano fue directo al bulto que colgaba bajo el pantalón. Caliente, pesado, creciendo. Lo agarró con decisión, como si lo hubiera estado deseando por años.
Él apretó la mandíbula, pero no la detuvo.
—Clara… no jodas… —murmuró, cerrando los ojos, tenso.
—¿No joda? —susurró ella, acercándose más, su cuerpo pegado al de él—. Te vi. Allá abajo, en las termas. Estabas duro como una piedra y no había nadie. Solo tú… y yo, mirando. Desde los arbustos. ¿Pensás que me olvidé?
Su mano seguía allí, acariciando, midiendo el grosor, notando cómo crecía bajo sus dedos.
Alejandro respiraba fuerte. Pero no decía nada más.
—No soy una nena, Alejandro. Tengo 19. Y me muero por sentirlo. Por verte desnudo otra vez. Por tocarte sin ropa. Por abrir las piernas y…
—¡Basta! —dijo él de pronto, agarrándole la muñeca con firmeza.
Pero no era rechazo. Sus ojos la quemaban.
Su erección era brutal bajo el pantalón, palpitante.
Ella lo miró, desafiante, sin miedo.
—No me detengas si también lo deseás.
Se quedaron en silencio. Ella, jadeando apenas. Él, con el pecho agitado.
—Andate —dijo él finalmente, con voz ronca, soltando su muñeca—. Si te quedás un segundo más, no respondo de mí.
Clara sonrió. Y se fue.
Pero lo último que hizo, antes de cruzar la puerta, fue lamerse la palma. La misma que lo había tocado.
Como si fuera un manjar.
Esa noche, Clara no durmió.
Tendida sobre su cama, con el short mojado de deseo, no pensaba en otra cosa que en él. En cómo tembló cuando le tocó el bulto. En cómo la miró, encendido, luchando contra algo que estaba por reventar.
A las tres de la mañana, el silencio era absoluto. Las demás cabañas apagadas, la montaña dormida. Clara se levantó, desnuda, y se miró al espejo. Sus pezones estaban duros, oscuros, como esperando lengua. Su concha, húmeda y palpitante.
No iba a esperar más.
Se puso solo una bata corta, sin nada debajo, y caminó descalza hasta la cabaña de Alejandro. Tocó, una vez.
Silencio. Tocó de nuevo.
La puerta se abrió. Él tenía los ojos somnolientos, el torso desnudo, y el mismo pantalón de pijama flojo. Pero apenas la vio —solo la bata, su respiración acelerada—, frunció el ceño.
—Clara… ¿otra vez?
Ella no respondió. Empujó la puerta y entró.
—Te dije que no vengas —murmuró, pero su voz ya no era firme. Estaba rasposa. Tentada.
Clara se detuvo en medio del cuarto.
Se abrio la bata. La dejó caer al piso.
Quedó completamente desnuda frente a él. Su piel tibia, suave, expuesta. Los pezones erguidos. El vello recortado. Las piernas separadas apenas. Su mirada fija en él.
—¿Querés que me vaya? —preguntó en voz baja—. Entonces mirá esto antes.

Se sentó en el borde de su cama, con las piernas abiertas. Una mano fue directo a sus labios vaginales, separándolos con descaro. La otra subió a sus tetas, amasando el pezón.
—Mirá cómo estoy por vos… —susurró.
Metió dos dedos en su concha, gimiendo bajo, y luego se los llevó a la boca, chupándolos lento.
Alejandro no se movía. Pero sus ojos eran fuego. Su respiración, agitada. Y el bulto bajo el pantalón ya no podía ocultarse.
—Soñé contigo anoche —siguió ella, masturbándose sin miedo, jadeando con cada roce—. Que me agarrabas fuerte, que me rompías con esa pija enorme. Que me hacías tuya, sin parar, hasta llorar de placer…
Alejandro dio un paso. Luego otro.
Cuando estuvo frente a ella, le tomó la muñeca con fuerza.
—No sabés en lo que te estás metiendo, Clara.
—Claro que lo sé —jadeó ella—. Estoy lista.
Entonces él se inclinó. Sus labios atraparon los de ella en un beso salvaje, caliente, desesperado. La tumbó en la cama de un solo movimiento, y sus manos fueron animales: tetas, cintura, muslos, boca, todo a la vez. Se bajó el pantalón, liberando su erección. Ella lo miró, devorándolo con los ojos.
—Es más grande de lo que recordaba —susurró, temblando.
Él la abrió de piernas sin delicadeza, frotó la punta de su pija contra sus labios mojados, y la miró fijo.
—No hay vuelta atrás —dijo él.
—Cogeme —gimió ella—. Ahora.
Y él la penetró de una embestida profunda, entera, brutal.
Clara arqueó la espalda, gritando de placer.
El silencio de la montaña se quebró por fin.
El primer empujón fue una descarga eléctrica.
Clara lo sintió todo: el grosor, la dureza, la forma en que la abría como ningún chico lo había hecho jamás. Alejandro no tenía prisa, pero tampoco piedad. La miraba con los ojos oscuros, dominantes, y cada movimiento suyo era preciso, salvaje, inevitable.
—¿Esto era lo que querías? —murmuró él, empujando hasta el fondo de su concha, mientras la tenía de las muñecas.
—¡Sí! —gritó ella, con la espalda arqueada, las piernas abiertas, temblando—. Más… más fuerte…
Alejandro se inclinó, chupándole el cuello, bajando a sus tetas. Su boca atrapó un pezón y lo succionó como si quisiera vaciarla. Su lengua lo rodeó mientras ella se sacudía debajo de él, sin poder contener los gemidos.
—Tenés unas tetas hermosas, nena —susurró contra su piel—. Te las voy a dejar llenas de mi saliva.
Chupó ambos pezones, los mordió, los acarició con la palma mientras bombeaba su pija dentro de ella, cada vez más profundo.
Clara lo sentía hasta el fondo del vientre.
Pero él no se detuvo ahí.
Se apartó de pronto, dejando su pene palpitante, goteando deseo. La tomó de la cintura y la puso boca abajo. Le levantó las caderas y le separó las nalgas con las manos. Su boca bajó sin aviso.

—¡Ah! —jadeó Clara cuando sintió su lengua recorrerle el culo y luego el clítoris, húmeda, precisa, brutal.
Alejandro la devoró desde atrás, metiéndole la lengua entre los labios vaginales, lamiendo lento y profundo, acariciándola con la barba.
Ella se retorcía, gimiendo contra la almohada.
—Me vas a hacer acabar con la lengua…
—No —respondió él, levantando la cabeza, con la boca brillante—. No tan rápido.
La giró de nuevo y la hizo arrodillarse frente a él.
—Ahora chupámela vos.
Clara se lo metió en la boca con hambre. Su mano en la base, la boca hasta el fondo, haciendo sonidos húmedos, mirándolo desde abajo.
Alejandro gemía, con la cabeza hacia atrás, sujetándole el cabello.
—Así… tragátela toda… —gruñía—. Sos una puta deliciosa…
Ella gemía con la pija en la boca, más caliente que nunca.
Él la sacó de pronto, empapada.
—Dame el culo —ordenó, sin rodeos.
Clara lo miró, entre asustada y excitada.
Él escupió sobre su mano y le lubricó la entrada.
—Te voy a hacer mía por completo, Clara. Y no vas a poder olvidar esta noche.
Ella asintió, jadeando.
La tomó despacio al principio, luego más profundo. Ella gritaba, gemía, se aferraba a las sábanas mientras él la poseía desde atrás, agarrándole el cuello, los pechos, las caderas.
La cogió con las piernas al hombro. La sentó encima de su pija y la dejó rebotar mientras se masturbaba el clítoris. La puso de lado, de espaldas, con las piernas abiertas. La llenó de besos, de gemidos, de órdenes sucias.
Clara acabó dos veces, temblando, llorando del placer.
Y él, al final, le acabó en las tetas, jadeando, derramando su semen caliente sobre sus pezones.
Ambos quedaron exhaustos.
Ella se acurrucó contra su pecho, aún con el cuerpo tembloroso.
—Quiero más —susurró, sonriendo.
Él la besó en la frente.
—Esto recién empieza, nena.
El sol de la mañana iluminaba las termas, llenando el aire de vapor y risas. La familia y amigos se relajaban, chapoteando, charlando despreocupados, mientras Clara y Alejandro intercambiaban miradas cargadas de promesas.
Él la miraba desde lejos, con esa sonrisa apenas visible, el ceño levemente fruncido como si quisiera retarla sin decir palabra. Ella respondía con una leve inclinación de cabeza, mordiendo el labio inferior, jugando a que nadie notara el fuego que ardía en sus pupilas.
Durante el almuerzo, las bromas y las charlas llenaban la mesa, pero entre ellos había un lenguaje secreto. Un roce accidental de manos al pasarle la sal. Una risa ahogada cuando los ojos se cruzaban de reojo. Pequeñas caricias en la espalda que parecían casuales, pero no lo eran.
Cuando la familia se dispersó para descansar, Clara buscó a Alejandro con la mirada. Lo encontró en la cabaña, con la puerta entreabierta, dejando escapar un poco del calor y el aroma a piel.
Sin dudar, entró. Sus cuerpos se encontraron con un abrazo urgente, el beso fue breve pero eléctrico.
—No podemos seguir así —susurró Alejandro, tocando su mejilla—. Pero no puedo dejar de quererte.
—Entonces tenemos que escondernos —respondió Clara con una sonrisa traviesa—. Y hacer que cada momento valga la pena.
Se miraron, sabiendo que eran un secreto guardado en la sombra de la montaña.
Los encuentros se volvieron furtivos y apasionados. En la ducha común, con el vapor cubriéndolos como un manto protector. En el bosque cercano, donde el rumor del río ocultaba sus suspiros. En la oscuridad de la cabaña, con la puerta cerrada, pero sin un solo sonido que denunciara su amor.

Cada roce, cada caricia, cada gemido era una declaración silenciosa de su deseo imparable.
Y así, entre miradas cómplices y encuentros secretos, sus vacaciones se transformaron en un juego de pasión y deseo que solo ellos entendían.
Las últimas horas en las termas se sentían como un suspiro que se escapa demasiado rápido. Clara y Alejandro sabían que el regreso a la rutina se acercaba, pero ninguno quería dar por terminada la llama que los consumía.
Esa noche, solos en la cabaña, la atmósfera estaba cargada de electricidad. Se miraron con hambre y ternura, conscientes de que esta sería su última noche juntos, al menos por un tiempo.
Alejandro la tomó en brazos y la llevó a la cama sin prisa, pero con la urgencia de quien sabe que el tiempo se acaba.
Sus cuerpos se encontraron en un baile frenético: besos que quemaban, manos que exploraban cada rincón, respiraciones entrecortadas. Clara mamada su pija con determinación, hasta dejarla babeada, se subió a la cama, arqueó la espalda, poniendose en cuatro ofreciendo su concha y su culo, cada parte de sí misma, entregada y deseada.

Él se la metió en el culo y la cogio salvaje, se la sacó y le penetró la concha, dandole duro.
—Prométeme que no será un adiós —susurró ella mientras él la penetraba profundo, firme, con la fuerza de todo lo que habían contenido.
—Te buscaré —respondió Alejandro, mirándola a los ojos—. Te lo juro.
Fueron embestidas llenas de fuego y desesperación. Entre gemidos y suspiros, alcanzaron el clímax juntos, un estallido que parecía detener el tiempo.
Cuando finalmente quedaron exhaustos, abrazados, el mundo exterior parecía lejano, insignificante.
Las vacaciones terminaban, pero algo comenzaba.
Clara tenía 19 años y estaba más hermosa que nunca. Su cuerpo recién florecido tenía curvas que le costaba ocultar, y un fuego interno que nadie sospechaba. Hija única, rebelde en secreto, se aburría con los chicos de su edad. La noche anterior había coqueteado con uno de los hijos de los amigos de su padre, pero su atención se desvió por completo en la mañana siguiente.
Bajó temprano, mientras los demás aún dormían, envuelta en una toalla corta y con un bikini diminuto debajo. Quería nadar sola en las aguas humeantes, disfrutar del silencio. Pero al acercarse a la piscina natural, lo vio.
Alejandro.
El mejor amigo de su padre.
Tendría unos cuarenta y tantos. Alto, corpulento, espalda ancha, cabello oscuro salpicado de canas, una sombra de barba, y un cuerpo trabajado sin exageración, pero con fuerza evidente. Estaba de pie dentro del agua, solo, con los ojos cerrados, respirando el vapor con placer. Y estaba completamente desnudo.
Clara se detuvo tras un arbusto de helechos. Su corazón latía como loco. Algo en ese hombre la había intrigado siempre: su voz grave, su modo de mirar a todos sin urgencia, su confianza tranquila. Pero lo que ahora tenía ante los ojos le cambió el cuerpo para siempre.
Su erección era bestial.
Emergía del agua como una lanza, gruesa, tensa, vibrante. Él no la tocaba, no se movía, simplemente la llevaba con una naturalidad animal, como si no le importara el mundo. Clara tragó saliva. Sintió un temblor recorrerle el abdomen. Se apretó las piernas, sintiendo la humedad caliente entre ellas que no tenía nada que ver con las termas.
Se quedó allí, espiando, hasta que él finalmente se sumergió y salió caminando por una de las piedras. El agua le goteaba por el pecho, bajaba por los abdominales, y su miembro seguía ahí, orgulloso, balanceándose entre sus piernas. Nunca la vio. Ni una mirada. Ni una señal.
Pero Clara ya no era la misma.
Esa noche, en la cabaña, apenas pudo dormir. Imaginó su pene rozándole la boca, las tetas, entre los muslos. Imaginó que la agarraba con esa fuerza serena y la penetraba sin aviso, sin palabras. Mordió la almohada. Se metió la mano entre las piernas y se masturbó como nunca antes, pensando en él. Alejandro. El amigo de su padre.
Al día siguiente, se puso un bikini más pequeño, de color rojo fuego, y bajó sola a las termas. Sabía que él solía ir temprano, así que fingió sorpresa cuando lo encontró allí.
—¿Tan temprano, Clara? —dijo él, amable, sin malicia.
—No podía dormir —respondió ella, bajando los ojos, pero dejando que su cuerpo hablara. Se metió al agua despacio, dejando que sus tetas rebotaran bajo la tela mojada, y se sentó cerca. Muy cerca.
Él no la miraba. Hablaba de trivialidades. Del paisaje. De las montañas.
Pero Clara decidió no rendirse. Lo quería. Lo iba a provocar hasta que lo hiciera suyo.
Volvió a acercarse, nadando como una sirena.
—¿Y tu esposa? —preguntó de pronto, con voz suave.
Él parpadeó, sorprendido.
—¿Qué?
—Tu esposa… ¿no vino?
—Nos separamos hace un año —respondió él, sin rodeos.
Clara sintió una chispa en el pecho.
—Lo siento —dijo, aunque no era verdad.
—No hay por qué. Fue lo mejor.
Se hizo un silencio.
Él se puso de pie. La sombra de su cuerpo volvió a imponerse, y aunque el short le cubría, Clara pudo notar el bulto. No tan evidente como aquel primer día, pero presente.
—Voy a prepararme un café. ¿Quieres uno?
—Sí —dijo ella enseguida, aprovechando para caminar detrás de él al salir del agua.
Subió la roca, mojada y resbaladiza. Fingió un tropiezo. Cayó, justo contra su espalda.
—¡Uy! Perdón… —murmuró, riendo. Su cuerpo tocó el de él por completo. El calor de su piel, la firmeza de sus músculos, el roce de su trasero contra su muslo. Por un segundo, él no se movió.
Luego se apartó con cuidado.
—Tranquila. ¿Estás bien?
—Sí —susurró, mirándolo a los ojos por primera vez, de cerca.
Él la sostuvo la mirada… pero solo por un segundo.
Y bajó la vista.
—Vamos.
El resto del día, ella se dedicó a provocarlo de lejos. Pasaba frente a su cabaña en toalla, se agachaba demasiado cuando recogía cosas, le hablaba con un tono más bajo que a los demás. Alejandro no reaccionaba. Pero tampoco huía.
Parecía esperarla. Medirla. Dejarla jugar con fuego para ver si se quemaba sola.
Clara estaba al límite.
Esa noche, mientras todos cenaban en la mesa larga bajo el toldo de madera, ella se acercó y se sentó junto a él, apretándose a su brazo al hablar. Su padre, unos puestos más allá, reía con los demás, sin notar nada.
Clara lo rozó “sin querer” con su pecho mientras pasaba una copa. Luego con su pierna bajo la mesa.
Él no dijo nada. Pero la miró. Por fin. Una mirada larga. Profunda.
Y Clara sintió que algo se encendía dentro de él.
Tal vez no pasaría nada aún. Pero la caza había comenzado.
La noche estaba templada, cargada de humedad y olor a pino mojado. El grupo seguía bebiendo alrededor de la fogata, riendo con historias viejas, ajenos a todo. Clara no había probado ni una gota de alcohol. No quería perder el control. Quería tomarlo.
Alejandro se había ido a su cabaña después de las diez, con una taza de té en la mano. Había saludado con esa sonrisa tranquila, discreta, y nadie pareció notarlo. Nadie excepto Clara.
Esperó unos minutos y también se levantó. Fingió que iba al baño, pero en vez de cruzar hacia el módulo común, caminó descalza, con una remera ligera y un short blanco que dejaba sus piernas al aire, rumbo a la puerta de la cabaña de él.
Tocó una vez. —¿Sí?
—Soy yo —dijo ella, segura. Silencio.
Luego, la puerta se abrió lentamente.
Él estaba sin camiseta, solo con un pantalón de pijama suelto, el cabello húmedo por la ducha. Un olor limpio, masculino, llenó el aire.
—Clara, ¿pasa algo?
—No. Solo… quería hablar —murmuró, bajando los ojos—. ¿Puedo pasar?
Dudó. Pero se hizo a un lado.
Ella entró, despacio. La cabaña era pequeña, con una luz cálida. El lecho deshecho, el vapor aún en el aire. Cerró la puerta tras de sí.
—¿Y de qué querías hablar? —preguntó él, apoyándose en el marco, cruzado de brazos.
Ella se acercó. Lenta. Sus pies descalzos no hacían ruido sobre la madera.
—No sé cómo decirlo —susurró—. Pero creo que ya lo sabes.
Lo miró a los ojos. La tensión era eléctrica. Alejandro respiró hondo.
—Clara… —dijo, con voz grave—. No deberías estar aquí.
—Pero estoy. Y entonces lo hizo.
Sin previo aviso, sin vacilación, lo tocó.
La palma de su mano fue directo al bulto que colgaba bajo el pantalón. Caliente, pesado, creciendo. Lo agarró con decisión, como si lo hubiera estado deseando por años.
Él apretó la mandíbula, pero no la detuvo.
—Clara… no jodas… —murmuró, cerrando los ojos, tenso.
—¿No joda? —susurró ella, acercándose más, su cuerpo pegado al de él—. Te vi. Allá abajo, en las termas. Estabas duro como una piedra y no había nadie. Solo tú… y yo, mirando. Desde los arbustos. ¿Pensás que me olvidé?
Su mano seguía allí, acariciando, midiendo el grosor, notando cómo crecía bajo sus dedos.
Alejandro respiraba fuerte. Pero no decía nada más.
—No soy una nena, Alejandro. Tengo 19. Y me muero por sentirlo. Por verte desnudo otra vez. Por tocarte sin ropa. Por abrir las piernas y…
—¡Basta! —dijo él de pronto, agarrándole la muñeca con firmeza.
Pero no era rechazo. Sus ojos la quemaban.
Su erección era brutal bajo el pantalón, palpitante.
Ella lo miró, desafiante, sin miedo.
—No me detengas si también lo deseás.
Se quedaron en silencio. Ella, jadeando apenas. Él, con el pecho agitado.
—Andate —dijo él finalmente, con voz ronca, soltando su muñeca—. Si te quedás un segundo más, no respondo de mí.
Clara sonrió. Y se fue.
Pero lo último que hizo, antes de cruzar la puerta, fue lamerse la palma. La misma que lo había tocado.
Como si fuera un manjar.
Esa noche, Clara no durmió.
Tendida sobre su cama, con el short mojado de deseo, no pensaba en otra cosa que en él. En cómo tembló cuando le tocó el bulto. En cómo la miró, encendido, luchando contra algo que estaba por reventar.
A las tres de la mañana, el silencio era absoluto. Las demás cabañas apagadas, la montaña dormida. Clara se levantó, desnuda, y se miró al espejo. Sus pezones estaban duros, oscuros, como esperando lengua. Su concha, húmeda y palpitante.
No iba a esperar más.
Se puso solo una bata corta, sin nada debajo, y caminó descalza hasta la cabaña de Alejandro. Tocó, una vez.
Silencio. Tocó de nuevo.
La puerta se abrió. Él tenía los ojos somnolientos, el torso desnudo, y el mismo pantalón de pijama flojo. Pero apenas la vio —solo la bata, su respiración acelerada—, frunció el ceño.
—Clara… ¿otra vez?
Ella no respondió. Empujó la puerta y entró.
—Te dije que no vengas —murmuró, pero su voz ya no era firme. Estaba rasposa. Tentada.
Clara se detuvo en medio del cuarto.
Se abrio la bata. La dejó caer al piso.
Quedó completamente desnuda frente a él. Su piel tibia, suave, expuesta. Los pezones erguidos. El vello recortado. Las piernas separadas apenas. Su mirada fija en él.
—¿Querés que me vaya? —preguntó en voz baja—. Entonces mirá esto antes.

Se sentó en el borde de su cama, con las piernas abiertas. Una mano fue directo a sus labios vaginales, separándolos con descaro. La otra subió a sus tetas, amasando el pezón.
—Mirá cómo estoy por vos… —susurró.
Metió dos dedos en su concha, gimiendo bajo, y luego se los llevó a la boca, chupándolos lento.
Alejandro no se movía. Pero sus ojos eran fuego. Su respiración, agitada. Y el bulto bajo el pantalón ya no podía ocultarse.
—Soñé contigo anoche —siguió ella, masturbándose sin miedo, jadeando con cada roce—. Que me agarrabas fuerte, que me rompías con esa pija enorme. Que me hacías tuya, sin parar, hasta llorar de placer…
Alejandro dio un paso. Luego otro.
Cuando estuvo frente a ella, le tomó la muñeca con fuerza.
—No sabés en lo que te estás metiendo, Clara.
—Claro que lo sé —jadeó ella—. Estoy lista.
Entonces él se inclinó. Sus labios atraparon los de ella en un beso salvaje, caliente, desesperado. La tumbó en la cama de un solo movimiento, y sus manos fueron animales: tetas, cintura, muslos, boca, todo a la vez. Se bajó el pantalón, liberando su erección. Ella lo miró, devorándolo con los ojos.
—Es más grande de lo que recordaba —susurró, temblando.
Él la abrió de piernas sin delicadeza, frotó la punta de su pija contra sus labios mojados, y la miró fijo.
—No hay vuelta atrás —dijo él.
—Cogeme —gimió ella—. Ahora.
Y él la penetró de una embestida profunda, entera, brutal.
Clara arqueó la espalda, gritando de placer.
El silencio de la montaña se quebró por fin.
El primer empujón fue una descarga eléctrica.
Clara lo sintió todo: el grosor, la dureza, la forma en que la abría como ningún chico lo había hecho jamás. Alejandro no tenía prisa, pero tampoco piedad. La miraba con los ojos oscuros, dominantes, y cada movimiento suyo era preciso, salvaje, inevitable.
—¿Esto era lo que querías? —murmuró él, empujando hasta el fondo de su concha, mientras la tenía de las muñecas.
—¡Sí! —gritó ella, con la espalda arqueada, las piernas abiertas, temblando—. Más… más fuerte…
Alejandro se inclinó, chupándole el cuello, bajando a sus tetas. Su boca atrapó un pezón y lo succionó como si quisiera vaciarla. Su lengua lo rodeó mientras ella se sacudía debajo de él, sin poder contener los gemidos.
—Tenés unas tetas hermosas, nena —susurró contra su piel—. Te las voy a dejar llenas de mi saliva.
Chupó ambos pezones, los mordió, los acarició con la palma mientras bombeaba su pija dentro de ella, cada vez más profundo.
Clara lo sentía hasta el fondo del vientre.
Pero él no se detuvo ahí.
Se apartó de pronto, dejando su pene palpitante, goteando deseo. La tomó de la cintura y la puso boca abajo. Le levantó las caderas y le separó las nalgas con las manos. Su boca bajó sin aviso.

—¡Ah! —jadeó Clara cuando sintió su lengua recorrerle el culo y luego el clítoris, húmeda, precisa, brutal.
Alejandro la devoró desde atrás, metiéndole la lengua entre los labios vaginales, lamiendo lento y profundo, acariciándola con la barba.
Ella se retorcía, gimiendo contra la almohada.
—Me vas a hacer acabar con la lengua…
—No —respondió él, levantando la cabeza, con la boca brillante—. No tan rápido.
La giró de nuevo y la hizo arrodillarse frente a él.
—Ahora chupámela vos.
Clara se lo metió en la boca con hambre. Su mano en la base, la boca hasta el fondo, haciendo sonidos húmedos, mirándolo desde abajo.
Alejandro gemía, con la cabeza hacia atrás, sujetándole el cabello.
—Así… tragátela toda… —gruñía—. Sos una puta deliciosa…
Ella gemía con la pija en la boca, más caliente que nunca.
Él la sacó de pronto, empapada.
—Dame el culo —ordenó, sin rodeos.
Clara lo miró, entre asustada y excitada.
Él escupió sobre su mano y le lubricó la entrada.
—Te voy a hacer mía por completo, Clara. Y no vas a poder olvidar esta noche.
Ella asintió, jadeando.
La tomó despacio al principio, luego más profundo. Ella gritaba, gemía, se aferraba a las sábanas mientras él la poseía desde atrás, agarrándole el cuello, los pechos, las caderas.
La cogió con las piernas al hombro. La sentó encima de su pija y la dejó rebotar mientras se masturbaba el clítoris. La puso de lado, de espaldas, con las piernas abiertas. La llenó de besos, de gemidos, de órdenes sucias.
Clara acabó dos veces, temblando, llorando del placer.
Y él, al final, le acabó en las tetas, jadeando, derramando su semen caliente sobre sus pezones.
Ambos quedaron exhaustos.
Ella se acurrucó contra su pecho, aún con el cuerpo tembloroso.
—Quiero más —susurró, sonriendo.
Él la besó en la frente.
—Esto recién empieza, nena.
El sol de la mañana iluminaba las termas, llenando el aire de vapor y risas. La familia y amigos se relajaban, chapoteando, charlando despreocupados, mientras Clara y Alejandro intercambiaban miradas cargadas de promesas.
Él la miraba desde lejos, con esa sonrisa apenas visible, el ceño levemente fruncido como si quisiera retarla sin decir palabra. Ella respondía con una leve inclinación de cabeza, mordiendo el labio inferior, jugando a que nadie notara el fuego que ardía en sus pupilas.
Durante el almuerzo, las bromas y las charlas llenaban la mesa, pero entre ellos había un lenguaje secreto. Un roce accidental de manos al pasarle la sal. Una risa ahogada cuando los ojos se cruzaban de reojo. Pequeñas caricias en la espalda que parecían casuales, pero no lo eran.
Cuando la familia se dispersó para descansar, Clara buscó a Alejandro con la mirada. Lo encontró en la cabaña, con la puerta entreabierta, dejando escapar un poco del calor y el aroma a piel.
Sin dudar, entró. Sus cuerpos se encontraron con un abrazo urgente, el beso fue breve pero eléctrico.
—No podemos seguir así —susurró Alejandro, tocando su mejilla—. Pero no puedo dejar de quererte.
—Entonces tenemos que escondernos —respondió Clara con una sonrisa traviesa—. Y hacer que cada momento valga la pena.
Se miraron, sabiendo que eran un secreto guardado en la sombra de la montaña.
Los encuentros se volvieron furtivos y apasionados. En la ducha común, con el vapor cubriéndolos como un manto protector. En el bosque cercano, donde el rumor del río ocultaba sus suspiros. En la oscuridad de la cabaña, con la puerta cerrada, pero sin un solo sonido que denunciara su amor.

Cada roce, cada caricia, cada gemido era una declaración silenciosa de su deseo imparable.
Y así, entre miradas cómplices y encuentros secretos, sus vacaciones se transformaron en un juego de pasión y deseo que solo ellos entendían.
Las últimas horas en las termas se sentían como un suspiro que se escapa demasiado rápido. Clara y Alejandro sabían que el regreso a la rutina se acercaba, pero ninguno quería dar por terminada la llama que los consumía.
Esa noche, solos en la cabaña, la atmósfera estaba cargada de electricidad. Se miraron con hambre y ternura, conscientes de que esta sería su última noche juntos, al menos por un tiempo.
Alejandro la tomó en brazos y la llevó a la cama sin prisa, pero con la urgencia de quien sabe que el tiempo se acaba.
Sus cuerpos se encontraron en un baile frenético: besos que quemaban, manos que exploraban cada rincón, respiraciones entrecortadas. Clara mamada su pija con determinación, hasta dejarla babeada, se subió a la cama, arqueó la espalda, poniendose en cuatro ofreciendo su concha y su culo, cada parte de sí misma, entregada y deseada.

Él se la metió en el culo y la cogio salvaje, se la sacó y le penetró la concha, dandole duro.
—Prométeme que no será un adiós —susurró ella mientras él la penetraba profundo, firme, con la fuerza de todo lo que habían contenido.
—Te buscaré —respondió Alejandro, mirándola a los ojos—. Te lo juro.
Fueron embestidas llenas de fuego y desesperación. Entre gemidos y suspiros, alcanzaron el clímax juntos, un estallido que parecía detener el tiempo.
Cuando finalmente quedaron exhaustos, abrazados, el mundo exterior parecía lejano, insignificante.
Las vacaciones terminaban, pero algo comenzaba.
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