El auto de Paula se detuvo a mitad de la ruta, bajo la lluvia, en medio de la nada. El capó echaba humo y su celular no tenía señal. Maldijo, frustrada, mojada, en su blusa blanca, que ya dejaba ver sus pezones endurecidos por el frío.
A los diez minutos, una camioneta vieja se detuvo frente a ella. Bajó un hombre con jeans sucios, brazos tatuados y una camiseta ajustada. Alto, moreno, con una barba de dos días. Tenía los ojos más intensos que había visto en su vida.
—¿Necesitás ayuda? —preguntó con voz grave.
—Parece que se calentó el motor —dijo ella, temblando.
Él no habló más. Abrió el capó y se puso a trabajar con rapidez. Paula lo observaba mientras él se movía bajo la lluvia, mojado, los músculos marcándose bajo la ropa mojada.
—Soy Leo —dijo, sin mirarla—. Tengo un taller a cinco minutos de aqui. Puedo remolcarte. Ella aceptó.
En el taller, él le ofreció una toalla, una camiseta vieja, y un café. Paula fue al baño a cambiarse. Se quitó la ropa mojada, se secó lo mejor que pudo, y se puso su camiseta: le llegaba a mitad de los muslos, olía a él, a grasa y a hombre. Se miró al espejo. Hacía mucho que no se sentía así: deseada, viva.
Al salir, Leo la observó en silencio. Su mirada recorría cada centímetro de piel expuesta. Ella también lo miró, sin disimulo.
—¿Y qué vas a hacer mientras espero? —preguntó ella.
—Estoy pensando en vos —respondió él, directo.
Paula se acercó, el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Y qué pensás?
Leo no dijo más. La tomó por la cintura y la besó con furia contenida. La levantó con facilidad y la sentó sobre la mesa del taller. Ella jadeaba mientras él le subía la camiseta. Sus pezones estaban duros, su cuerpo mojado, caliente por dentro.
—Estás tan jodidamente rica —gruñó Leo, besándole el cuello, bajando por sus tetas, chupando cada una con hambre.
—Quiero que me tomes —susurró ella, con las piernas abiertas—. Toda.

Él se arrodilló frente a ella y lamió su concha, lento, profundo, con la lengua firme y precisa. Paula se arqueaba, gemía, se aferraba a su cabeza con desesperación. Él la llevó al borde varias veces, hasta que se vino contra su boca, temblando.
Leo se paró, bajó el cierre y liberó su erección. Enorme, dura. Ella la miró con hambre y se la chupó despacio, sintiendo el poder de tenerlo temblando entre sus labios. Él la detuvo antes de correrse.
—Quiero acabar dentro tuyo.
La penetró de un solo empuje, profundo, mientras ella gritaba de placer. La cogía duro, agarrándola de la cintura, con un ritmo brutal y delicioso. Cada embestida la hacía gemir más alto. La mesa crujía. El taller olía a sexo, a lluvia, a piel mojada.
—¡Sí! ¡Dame más! —gritaba ella.
Se vinieron juntos, gritando, con los cuerpos sudados y los corazones acelerados. Él la abrazó fuerte después, besándole el cuello con ternura.
—No sos como las otras —dijo, acariciándola—. Quiero volver a verte.
Ella le sonrió, aún jadeando.
—Yo también.
Semanas después, Paula vendió su auto y volvió al taller. No por problemas mecánicos, sino por amor. Se instaló en el pueblo, abrió un café a la vuelta, y todas las noches, después del cierre, Leo la esperaba con los brazos abiertos… y la mesa del taller lista para volver a hacerla suya.
El café de Paula se volvió un pequeño éxito en el pueblo. La gente entraba por curiosidad y se quedaba por el aroma, el ambiente cálido… y porque todos querían ver a la mujer que había domado al solitario del taller. Leo pasaba cada mañana por un café y un beso robado en la cocina. A veces, la empujaba contra la mesada y le metía los dedos entre las piernas mientras ella intentaba no soltar un gemido delante de los clientes.
Las noches, sin embargo, eran suyas.
Esa noche, el taller ya estaba cerrado. La lluvia golpeaba el techo de chapa. Paula llegó con una botella de vino y sin ropa interior bajo el abrigo. Cuando él la vio, cerró la puerta con llave y la levantó en brazos sin decir palabra.
La besó con desesperación, como si hubiera pasado una eternidad. La llevó al depósito y la apoyó sobre una vieja moto cubierta por una lona. Abrió su abrigo y la contempló desnuda, mordiéndose el labio.

—Mirá lo que me hacés… —gruñó.
Se arrodilló y devoró su concha otra vez, con la misma hambre que el primer día. Paula se estremecía, se agarraba del manubrio, movía las caderas, desesperada.
—¡Leo, por favor…! —gimió—. Me vas a volver loca…
Él la alzó de nuevo y la llevó hasta una mesa. Le separó las piernas y la penetró, duro, mientras ella gritaba de placer. Le mordía los labios, el cuello, le hablaba sucio al oído:
—Esta conchita es mía. Solo mía. ¿Entendés?
—¡Sí! —gritaba ella—. ¡Toda tuya! ¡Cogeme más!
La cogió de pie, chupando sus tetas, la puso de espaldas, con una mano en su cuello y la otra en su cintura. Cada embestida la hacía chocar contra la mesa. Luego la tiró al suelo, entre herramientas, y se la cogió en el piso, como un animal, con la pija golpeandole la concha, jadeando.
Después del sexo, siempre venía el silencio dulce. Se abrazaban, se besaban largo. Leo le acariciaba el cabello, le decía cosas que nunca antes había dicho.
—No pensé que me iba a pasar esto —confesó una noche—. Estoy enamorado de vos.
Paula lo miró con ojos brillantes.
—Yo también, Leo. Desde el primer día, aunque no quise aceptarlo.
Se mudó con él. Empezaron a dormir juntos cada noche. Hacían el amor lento, otras veces rápido, otras sucio, otras tierno. Se conocían en todos los rincones: la ducha, el banco de trabajo, la cama vieja, la cocina.

Una madrugada, después de una sesión larga y húmeda, con las piernas aún temblando, Paula lo miró y dijo:
—Quiero tener una familia con vos.
Leo sonrió. La abrazó con fuerza.
—Vamos a construir algo hermoso, nena. De verdad.
Meses después, Paula seguía con el café y Leo expandió el taller. Habían reformado la casa, pintado las paredes, comprado una cama nueva.
Un día, al volver del mercado, ella lo encontró en la entrada, con una caja de terciopelo en la mano.
—No necesito nada más que esto —dijo él, arrodillándose—. ¿Querés casarte conmigo?
Ella lloró. Lo besó. Lo abrazó con fuerza.
—Sí. Sí, mil veces sí.
Y esa noche, se amaron como la primera… y como si fuera la última.
Solo que esta vez, el orgasmo vino con lágrimas, promesas, y un amor que ardía más allá del cuerpo.
A los diez minutos, una camioneta vieja se detuvo frente a ella. Bajó un hombre con jeans sucios, brazos tatuados y una camiseta ajustada. Alto, moreno, con una barba de dos días. Tenía los ojos más intensos que había visto en su vida.
—¿Necesitás ayuda? —preguntó con voz grave.
—Parece que se calentó el motor —dijo ella, temblando.
Él no habló más. Abrió el capó y se puso a trabajar con rapidez. Paula lo observaba mientras él se movía bajo la lluvia, mojado, los músculos marcándose bajo la ropa mojada.
—Soy Leo —dijo, sin mirarla—. Tengo un taller a cinco minutos de aqui. Puedo remolcarte. Ella aceptó.
En el taller, él le ofreció una toalla, una camiseta vieja, y un café. Paula fue al baño a cambiarse. Se quitó la ropa mojada, se secó lo mejor que pudo, y se puso su camiseta: le llegaba a mitad de los muslos, olía a él, a grasa y a hombre. Se miró al espejo. Hacía mucho que no se sentía así: deseada, viva.
Al salir, Leo la observó en silencio. Su mirada recorría cada centímetro de piel expuesta. Ella también lo miró, sin disimulo.
—¿Y qué vas a hacer mientras espero? —preguntó ella.
—Estoy pensando en vos —respondió él, directo.
Paula se acercó, el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Y qué pensás?
Leo no dijo más. La tomó por la cintura y la besó con furia contenida. La levantó con facilidad y la sentó sobre la mesa del taller. Ella jadeaba mientras él le subía la camiseta. Sus pezones estaban duros, su cuerpo mojado, caliente por dentro.
—Estás tan jodidamente rica —gruñó Leo, besándole el cuello, bajando por sus tetas, chupando cada una con hambre.
—Quiero que me tomes —susurró ella, con las piernas abiertas—. Toda.

Él se arrodilló frente a ella y lamió su concha, lento, profundo, con la lengua firme y precisa. Paula se arqueaba, gemía, se aferraba a su cabeza con desesperación. Él la llevó al borde varias veces, hasta que se vino contra su boca, temblando.
Leo se paró, bajó el cierre y liberó su erección. Enorme, dura. Ella la miró con hambre y se la chupó despacio, sintiendo el poder de tenerlo temblando entre sus labios. Él la detuvo antes de correrse.
—Quiero acabar dentro tuyo.
La penetró de un solo empuje, profundo, mientras ella gritaba de placer. La cogía duro, agarrándola de la cintura, con un ritmo brutal y delicioso. Cada embestida la hacía gemir más alto. La mesa crujía. El taller olía a sexo, a lluvia, a piel mojada.
—¡Sí! ¡Dame más! —gritaba ella.
Se vinieron juntos, gritando, con los cuerpos sudados y los corazones acelerados. Él la abrazó fuerte después, besándole el cuello con ternura.
—No sos como las otras —dijo, acariciándola—. Quiero volver a verte.
Ella le sonrió, aún jadeando.
—Yo también.
Semanas después, Paula vendió su auto y volvió al taller. No por problemas mecánicos, sino por amor. Se instaló en el pueblo, abrió un café a la vuelta, y todas las noches, después del cierre, Leo la esperaba con los brazos abiertos… y la mesa del taller lista para volver a hacerla suya.
El café de Paula se volvió un pequeño éxito en el pueblo. La gente entraba por curiosidad y se quedaba por el aroma, el ambiente cálido… y porque todos querían ver a la mujer que había domado al solitario del taller. Leo pasaba cada mañana por un café y un beso robado en la cocina. A veces, la empujaba contra la mesada y le metía los dedos entre las piernas mientras ella intentaba no soltar un gemido delante de los clientes.
Las noches, sin embargo, eran suyas.
Esa noche, el taller ya estaba cerrado. La lluvia golpeaba el techo de chapa. Paula llegó con una botella de vino y sin ropa interior bajo el abrigo. Cuando él la vio, cerró la puerta con llave y la levantó en brazos sin decir palabra.
La besó con desesperación, como si hubiera pasado una eternidad. La llevó al depósito y la apoyó sobre una vieja moto cubierta por una lona. Abrió su abrigo y la contempló desnuda, mordiéndose el labio.

—Mirá lo que me hacés… —gruñó.
Se arrodilló y devoró su concha otra vez, con la misma hambre que el primer día. Paula se estremecía, se agarraba del manubrio, movía las caderas, desesperada.
—¡Leo, por favor…! —gimió—. Me vas a volver loca…
Él la alzó de nuevo y la llevó hasta una mesa. Le separó las piernas y la penetró, duro, mientras ella gritaba de placer. Le mordía los labios, el cuello, le hablaba sucio al oído:
—Esta conchita es mía. Solo mía. ¿Entendés?
—¡Sí! —gritaba ella—. ¡Toda tuya! ¡Cogeme más!
La cogió de pie, chupando sus tetas, la puso de espaldas, con una mano en su cuello y la otra en su cintura. Cada embestida la hacía chocar contra la mesa. Luego la tiró al suelo, entre herramientas, y se la cogió en el piso, como un animal, con la pija golpeandole la concha, jadeando.
Después del sexo, siempre venía el silencio dulce. Se abrazaban, se besaban largo. Leo le acariciaba el cabello, le decía cosas que nunca antes había dicho.
—No pensé que me iba a pasar esto —confesó una noche—. Estoy enamorado de vos.
Paula lo miró con ojos brillantes.
—Yo también, Leo. Desde el primer día, aunque no quise aceptarlo.
Se mudó con él. Empezaron a dormir juntos cada noche. Hacían el amor lento, otras veces rápido, otras sucio, otras tierno. Se conocían en todos los rincones: la ducha, el banco de trabajo, la cama vieja, la cocina.

Una madrugada, después de una sesión larga y húmeda, con las piernas aún temblando, Paula lo miró y dijo:
—Quiero tener una familia con vos.
Leo sonrió. La abrazó con fuerza.
—Vamos a construir algo hermoso, nena. De verdad.
Meses después, Paula seguía con el café y Leo expandió el taller. Habían reformado la casa, pintado las paredes, comprado una cama nueva.
Un día, al volver del mercado, ella lo encontró en la entrada, con una caja de terciopelo en la mano.
—No necesito nada más que esto —dijo él, arrodillándose—. ¿Querés casarte conmigo?
Ella lloró. Lo besó. Lo abrazó con fuerza.
—Sí. Sí, mil veces sí.
Y esa noche, se amaron como la primera… y como si fuera la última.
Solo que esta vez, el orgasmo vino con lágrimas, promesas, y un amor que ardía más allá del cuerpo.
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