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4📑Habitación 307

Lucía se miró en el espejo del baño del hotel con una mezcla de resignación y nerviosismo. La camisa blanca ajustada que usaba como parte del uniforme le marcaba los tetas tensas, y la falda negra no lograba disimular el leve temblor de sus piernas. Afuera, el pasillo olía a desinfectante barato y a sudor seco. Era miércoles, el día de la limpieza profunda… y de pagar una parte más de la deuda.

Trabajaba en el Hotel Imperial desde hacía ocho meses, desde que su ex la dejó con una hija y la cuenta del alquiler sin pagar. El dueño, Don Gregorio, era un hombre obeso, sudoroso, con manos húmedas y ojos como de reptil, que la miraba desde el primer día como si ya la hubiese desnudado.

—No hace falta que te vayas —le dijo hace dos meses, cuando llegó la notificación de desalojo—. Podemos llegar a un acuerdo.

Ella sabía lo que eso significaba. Lo supo desde antes de que él cerrara la puerta de la oficina, bajara las persianas, y se desabrochara el cinturón sin pudor alguno.

Desde entonces, cada semana, subía a la habitación 307. No por placer, sino por supervivencia. Pero en algún rincón de su cuerpo, escondido entre la vergüenza y el asco, también había un cosquilleo que no podía ignorar.

Golpeó dos veces. Él abrió en bata, con una sonrisa lasciva. El aire olía a perfume barato y a deseo rancio.

—Pasa, preciosa. Hoy has tardado.

Lucía no dijo nada. Entró. Dejó el carrito de limpieza junto a la pared y se quitó lentamente la camisa, sabiendo que sus tetas grandes y pezones duros llamaban la atención de ese cerdo que ya se tocaba bajo la bata.

—¿Así me recibes? Qué rica estás hoy…

Ella se acercó, bajó de rodillas como él quería. Le abrió la bata, le acarició la panza redonda, lo miró a los ojos con rabia disfrazada de entrega. Él gimió cuando lo besó. Tenía la pija gruesa, húmeda, de esas que no parecen merecer el placer que dan. Pero Lucía sabía mover la lengua. Sabía tragar chupar penes. Era su boleto a otro mes sin amenazas.

Luego, él le alzó la pollera, le bajó la tanga y la tomó por detrás sobre la cama sin hacerle preguntas, apretando sus nalgas con fuerza su pene duro y baboso entrando en su concha . Su peso la hundía en el colchón, y cada embestida era un grito mudo en su garganta. Pero algo dentro de ella, entre el asco y la resistencia, empezó a calentarse. ¿Era resignación, era poder? ¿O era simplemente su cuerpo traicionándola?

Don Gregorio acabó como un animal satisfecho. Se dejó caer a un lado, sudando, jadeando.

—Eres una joyita, Lucía. Si te portas así, quizá te quite la deuda completa…

Ella se levantó despacio, recogió su ropa interior del suelo. Se vistió en silencio, pero al salir, se detuvo en la puerta, lo miró con una mezcla de odio y deseo, y dijo:

—La próxima vez, quiero que me lamas primero. No soy tu esclava.

Y cerró la puerta con un portazo seco, dejando al viejo en la cama con la boca abierta y el pene flácido.


La semana siguiente, Lucía no esperó la llamada. A las once en punto, subió por el ascensor al tercer piso. No llevaba ropa interior. Sentía la humedad entre las piernas como un recordatorio sucio de lo que haría… y también de lo que había empezado a disfrutar.
Tocó la puerta de la 307. Esta vez, entró sin pedir permiso.

Don Gregorio estaba echado en la cama, con la bata apenas entreabierta, el pecho velludo cubierto de sudor. Se incorporó con lentitud, sus ojos clavados en ella como si viera un banquete.

—¿Tú otra vez? Pensé que estabas enojada…
—. Y esta vez quiero hacerlo a mi manera.

Se acercó con paso felino, y cuando él fue a tocarla, lo detuvo. Lo empujó con fuerza hacia la cama, dejando al viejo recostado, torpe, pero completamente fascinado.

Lucía se desnudó y subió a la cama. Se sentó sobre su cara, sin darle tiempo a protestar.
—Dijiste que soy una joyita —susurró—. Entonces cómeme como si fuera tu tesoro.

Don Gregorio gimió sorprendido, pero obedeció. Su lengua, torpe al principio, se volvió voraz al sentir el sabor caliente de la concha de ella. Lucía gemía, se movía despacio sobre su boca, lo usaba. Cada lamida era un latigazo de placer que le abría la garganta.

—Así… más… —jadeaba ella, apretándole la cara contra su vagina —. Hazlo bien o no me vengo.

El viejo chupaba con desesperación, las manos temblorosas aferradas a sus nalgas . Lucía sintió cómo el orgasmo se le subía por la columna como una marea hirviendo. Gritó sin pudor, se corrió temblando sobre su boca, mientras él tragaba como un perro hambriento.

Pero no había terminado.

Se giró, le saco la bata, y lo montó con furia. Se metió todo su pene de golpe, concha mojada, abierta, ardiente. Se movía como una bestia, cabalgándolo con una mezcla de rabia, placer y poder. Sus pechos rebotaban, sus uñas le arañaban el pecho.

—¿Te gusta esta puta endeudada, eh? —le gritó—. Pues mírame bien, porque es la última vez que me vas a tener gratis.

Él intentó hablar, pero no pudo. Jadeaba, se sacudía bajo ella como una gelatina sudorosa.
Lucía se vino otra vez, más fuerte. Y eso bastó. Don Gregorio eyaculo, como un animal vencido, temblando todo el cuerpo, con lágrimas en los ojos.

Ella se bajó despacio, se vistió con calma, sin decir nada. Caminó hacia la puerta.

—¡Lucía…! —balbuceó él, casi con súplica—. Joder… Nunca… nadie me hizo sentir eso.

—Entonces recuérdalo.

—Te cancelo la deuda. Toda. Y desde hoy… ganas el doble. El triple si vuelves el viernes.

Ella sonrió, apenas.
—Dame una suite. Y una tarjeta llave. Si voy a seguir usando este hotel… prefiero elegir yo con quién me acuesto.

Y salió, dejando al viejo jadeando entre sábanas sudadas, con la verga flácida… y una sonrisa de idiota extasiado en el rostro.

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