Mi nueva vida con Amanda [01]

CAPÍTULO 1
Mi nueva vida con Amanda [01]


“¡Amanda se irá a coger con otro! ¡Ahora mismo mi mujer se irá a coger con otro, y yo no puedo hacer nada al respecto, porque sé que, en el fondo, todo es mi culpa, mi puta culpa! Pero… ¿se acostará con él? ¿O es que simplemente estoy alucinando?” Pensaba Josué mientras veía cómo su amada esposa se arreglaba y se perfumaba para otro hombre. 
¡MIERDA!
¡MIERDA!

¡MIERDA!

Su nombre era Josué Estrada, de 34 años, complexión mediana, de algunos 1:75 de estatura, blanco de piel, y de pelo cobrizo. Vivía en Cuernavaca, en el estado de Morelos, y en ese preciso momento estaba viendo cómo su esposa se preparaba para irse con otro hombre que no tardaba en llegar por ella.

Todo comenzó una noche, hace poco más de un año, cuando Amanda, su esposa, salió a cenar con unas amigas que tenían en común porque una de ellas cumplía años. Estaba haciendo tanto frío, que Josué le dijo a su mujer que mejor se quedara en casa, que ya habría otras fechas para celebrar.

Pero Amanda tenía ilusión de salir con las chicas a un salón de baile y se marchó.

Pasada la medianoche Amanda le habló a Josué por teléfono, diciéndole que si podía recogerla en el salón de baile porque había tomado demasiado y no se sentía segura para conducir el coche.

—Vente en Taxi, Amanda, que ya estoy acostado.

—Por favor, Josué, ven tú por mí, que no encuentro taxi por ningún lado, y te digo que el coche no lo puedo conducir.

—Pues tendré que ir en la moto, y a ver si no me da un resfriado, con el frío que está haciendo.

—Vamos, enojón, sólo ven por mí, te prometo que cuando lleguemos a casa haremos muchas cositas guarras.

Josué sonrió. Pensó que la negociación era justa. Cuando Amanda se ponía en plan guarra en la cama, la habitación del matrimonio ardía. Por eso Josué fue por el casco y luego por la moto, que estaba aparcada en el edificio de apartamentos donde vivían, que era un complejo de cinco pisos con muchas viviendas.

Iba somnoliento, pero quería llegar pronto por su esposa para llegar lo más pronto posible a casa y hacer esas cosas guarras que ella le había prometido.

A Josué se le hizo fácil acelerar la moto y salir como rayo del aparcadero del edificio, sin prever que otro auto iba entrando al estacionamiento sin que él pudiera frenar.

El resultado fue un accidente fatal que sólo por la gracia de Dios no lo mató. Aunque a veces Josué pensaba que habría sido preferible la muerte, ya que el accidente lo dejó muy adolorido, con las costillas rotas y con serias contusiones en la cabeza. Lo peor fue que sufrió golpes en los testículos (no supo nunca cómo sucedió), y esos golpes lo dejaron temporalmente impotente. Y quien sabe, quizá hasta estéril.

La depresión que sufrió Josué durante los siguientes meses fue tal que casi terminó con su matrimonio. Josué se volvió amargado, ofendía a Amanda de cada cosa que no le parecía, y si a eso añadía sus dolorosas rehabilitaciones, y el dolor moral, se empeoraba todo.

Josué trabajaba como pintor de casas, y sus jefes no pudieron hacer nada por él ya que ni siquiera lo tenían registrado en el seguro social. Así que perdió el empleo, y Amanda tuvo que redoblar sus esfuerzos como contable, buscando nuevos contribuyentes, y trabajando horas extras.

El causante del accidente de Josué fue un tal Milton, el nuevo vecino, un psicoanalista cuarentón, alto y bien parecido que vivía en el mismo edificio que ellos, apenas un mes antes del accidente, y que, por fortuna para Amanda (pero no para Josué) se hizo cargo de los gastos de hospitalización y su posterior rehabilitación.

Como es de suponerse, Josué desde el principio odió a ese hijo de la gran puta por lo que le había hecho, aun si todo mundo decía que el culpable era él, por conducir la motocicleta de manera imprudencial.

Josué le prohibió a su esposa Amanda, entre gritos, que ese imbécil se acercara a él nunca más. Sabía que ella tenía contacto con Milton porque él le pasaba una pensión mensual para sus gastos. Aun así, Josué se sentía humillado y desmoralizado: además haberlo dejado impotente, ahora el tal Milton los mantenía a él y a su mujer, desvalorizándolo como hombre.

Lo peor es que no podía prohibirle a su esposa Amanda que hablara con Milton, pues necesitaban el dinero, muy a su pesar. Aun así, Josué nunca dejó de aborrecer al causante de todos sus males.

Pero lo que más le dolía a Josué era su impotencia, justo después de que Amanda hubiera comenzado a ir con la ginecóloga para que les hiciera un proyecto de fertilidad, a fin de tener un bebé tras siete años de matrimonio en que su prioridad había sido hacerse de un patrimonio antes de ser padres.

Lo peor de todo es que llegó un tiempo en que Josué responsabilizaba a Amanda por el accidente, y eso comenzó a desestabilizar aún más su relación:

—Mira, Amanda, si no me hubieras pedido que fuera por ti esa  noche a esa maldita fiesta de tu estúpida amiga, ahora yo no estaría así, y tú no me reprocharías que no puedo darte un hijo (y no sé si alguna vez podré hacerlo).

—¡Yo nunca te lo he reprochado, Josué! —lloraba ella con amargura—. ¡Y jamás te lo reprocharé! Esto fue producto de un lamentable accidente en el que nadie tuvo la culpa. Jamás te he acusado de absolutamente nada.

—¡Me miras con lástima, Amanda! ¡Jamás me perdonarás si ya no puedo darte un hijo!

—¡Estoy resignada, Josué, te lo digo de verdad!

—Me lo reprochas, Amanda. Lo haces con tu mirada, con tus actitudes tan distantes. La amargura de tus ojos cada vez que me miras me recuerda que soy un poco hombre.

—¡Tú no eres ningún poco hombre, nunca lo he pensado, jamás lo he dicho siquiera, Josué! ¡Tienes que calmarte, por Dios, que nos estás destruyendo!

Amanda lloraba amargamente, sentada junto al lado de la cama donde Josué yacía postrado.

—¡En este matrimonio el único que lo está padeciendo soy yo, Amanda, el impotente, el que está incapacitado de satisfacerte sexualmente y quién sabe si también incapacitado para procrear!

—¿Eso es lo que piensas, Josué, que yo la estoy pasando de maravilla, sabiéndote postrado, teniendo que trabajar por los dos para mantenernos, mientras tú te estás dejando vencer, ahí en la cama? ¡Ni siquiera aceptas ir a terapias con el doctor Milton!

—¿Cómo mierdas esperas que vaya a terapia con el responsable de haberme dejado así, como un castrado? —le respondía un furioso Josué, que no cabía en su indignación.

Y a Josué le dolía terriblemente que ella lo defendiera:

—El doctor Milton no tuvo la culpa de nada, Josué, fuiste tú el que condujo con imprudencia y a gran velocidad por la cochera en tu moto, cuando él iba entrando. Los peritos dijeron que…

—Los peritos son una mierda que se ponen en contra de los afectados. Ahora resulta que soy el culpable de que ese psicoanalista de mierda me haya atropellado.

—Aquí no hay culpables, Josué. El doctor Milton ha sido muy amable en darte toda la ayuda económica que has requerido en estos meses, que bien pudo habernos mandado a la mierda y listo. ¿Es que no lo entiendes? Los resultados periciales determinaron que tu accidente fue un acto imprudencial de tu parte. Si el doctor Milton hubiera sido otro, jamás te habría ofrecido la ayuda que te ha dado durante estos últimos meses. Una ayuda que nos ha servido a los dos, después de todo.

—¿Ahora tengo que estar agradecido con él, entonces, Amanda? ¿Ya te convenció ese hijo de puta, ya te convenció de que él es el bueno y yo el malo?

—De lo que me convenció es de que tú y yo debemos de atendernos, carajo, Josué. Él es psicoanalista, ¡él nos ofrece su ayuda pero tú la rechazas!

—Bastante tengo con la humillación de tener que aceptar su ayuda económica mientras me recupero, como para encima pedirle más favores. Así que no… no lo acepto… no acepto tener que ir a consulta y que me diga dos o cuatro disparates sobre lo desdichada que es mi vida, y que debo resignarme a no darte hijos nunca en la vida. ¡No lo acepto, Amanda!

Entonces mi esposa Amanda se levantó de la cama. Se llevó las manos a la cabeza y le gritó:

—¡Te estás pasando conmigo, Josué! ¡Te estás pasando mil pueblos! ¡Estoy harta de ti, harta! ¡Por amor te he tenido toda la paciencia del mundo, pero tú no me dejas ayudarte! Así que… si no quieres que arreglemos nuestro matrimonio y no pones de tu parte tendremos que separarnos.

Esa noche fue un punto de inflexión en el matrimonio de Amanda y Josué, principalmente porque él se dio cuenta de que era él quien la estaba cagando. No Amanda ni el puto psicoanalista de mierda que lo había atropellado. Era él, y su constante actitud depresiva lo que estaba haciendo mierda su relación.

—Amanda, no tenemos que tomar decisiones tan precipitadas —le dijo Josué a su mujer más tarde, esa noche, pero ella hizo como que no lo oía.

Allí Josué supo que amaba a Amanda con locura,y que no imaginaba su vida sin ella. Lo tuvo que descubrir precisamente esa noche en que su esposa amenazó con dejarle, con irse de su lado. Ahí Josué entendió que para él no habría una vida después de ella. Habían sido novios tantos años, tanto tiempo… y ahora siete de casados que se había acostumbrado completamente a ella y a su compañía.

Amaba todo lo que Amanda representaba, incluso sus errores. “¿Cómo apartarme de su vida? ¿Cómo permitir que todo se vaya a la mierda si la amo tanto?”

 

Su mujer se llamaba Amanda Castro, y tenía 33 años de edad. Estaba en su mejor momento. Amanda era Licenciada en contaduría, y con tres amigas había montado un despacho contable que era con lo que actualmente subsistían, hasta que Josué se recuperara completamente para poder ejercer su oficio de pintor.

Amanda siempre fue una mujer amorosa, simpática, y a veces con un carácter un poco fuertecito. Ella era alta. Mediría algunos 1:73 de estatura, y tenía una complexión carnosa que causaba mucha hambre a la vista.

Como toda mujer latina, los mayores atributos de Amanda eran sus caderas pronunciadas, sus nalgas fuertes y redondas, sus pechos grandes y abultados, sus labios gorditos y mullidos, y su melena pelirroja.

Amanda era blanca como la leche, como toda su familia, y tenía un par de ojos grandes, grises que tiraban a verde y azul, según el entorno donde se pusiera, con una mirada coqueta e inocente que, a pesar de los años, a Josué le seguía excitando.

Para Josué era una verdadera suerte tener una mujer nalgona y tetona como esposa, aunque ello conllevara que todas las miradas estuvieran puestas siempre en ella, a pesar de sus celos.

De cariño Amanda solía decirle a Josué gordi, porque antes del accidente las cervezas ya le habían hecho una panza chelera que se había propuesto a bajar. Un hombre con una mujer tan sensual como la suya no podía darse el lujo de descuidarse. Sin embargo, después del accidente había quedado muy delgado y flácido, aunque esperaba recuperar su complexión en cuanto recobrara su rutina.

El pene de Josué mediría algunos 15 centímetros, ni más ni menos, aunque después del accidente su miembro se había encogido tanto que parecía una horrenda y pequeña tripilla arrugada que a él mismo le daba vergüenza y terror mirar.

El sexo entre Amanda y Josué había sido de lo más excitante durante su matrimonio. Ella se adaptaba en la cama muy bien a las posturas que le proponía su marido. Ver a Amanda desnuda era un espectáculo. Cuando cogían, los pechos de su mujer solían oscilar en su torso como dos gordas ubres. Sus pezones se ponían duros como piedras en medio de sus oscuras areolas, y los gestos obscenos que hacía, mordiéndose el labio inferior y sacando la lengua para recogerse la saliva que supuraba de su boca ardiente, lo volvían loco.

Su voluptuosa mujer era muy apasionante en la cama, a pesar de lo recta que solía ser en su vida diaria. A Josué le gustaba ver y sentir cómo rebotaba el culo de su esposa contra sus muslos cuando la empotraba a cuatro patas. Le gustaba hundir sus dedos en las carnes de su mujer y dejarlas rojas cada vez que le daba nalgadas en el culo.

Amanda gemía poco, (quizá porque la verga de Josué no era tan grande como querría para causarle mayor placer) pero le gustaba sentir cómo su esposa se mojaba de la concha y la forma deliciosa en que abrazaba su pene desde adentro, y eso para él significaba que al menos la hacía calentar.  

A Josué poco le gustaba que su esposa lo cabalgara, porque a veces se le salía el pene de la vagina y resultaba algo bochornoso, aun así, Amanda era una mujer extremadamente cachonda, que adoraba fornicar con él al menos dos veces por semana.

Josué extrañaba eso; la intimidad de pareja, la forma en que Amanda se deslizaba entre sus sábanas a mitad de la noche y de forma espontánea abría las piernas para él cuando estaba hambrienta de sexo.

Esos instantes de lujuria entre los dos ahora eran parte de recuerdos remotos, y por eso a Josué le preocupa que hubiesen pasado tantos meses sin satisfacerla. Amanda tenía sus necesidades, y a Josué le angustiaba y le daba mucha pena tenerla que dejar así… con ganas. 

Algunas veces, durante las últimas noches, Josué la había sorprendido a mitad de la noche gimiendo con recurrentes «¡Aahg!» «¡Ohhh!» «¡Mmmm…!» y algunos movimientos serpenteantes en la cama que daban a entender que ella se estaba tocando con sus dedos.

Josué, entre avergonzado y un sentimiento de deshonra, fingía dormir mientras los discretos movimientos y jadeos de su esposa le recordaban constantemente que él ya no servía ni siquiera para eso.

*
Antes de terminar postrado en esa maldita cama, Josué había sido un tipo de carácter avispado, ingenioso y divertido. Ahora estaba amargado, al grado de llegar a esa conversación que tuvo con Amanda esa noche que por poco los rompe por completo como matrimonio.

La verdad es que Josué tuvo mucho miedo de que ella lo abandonara de verdad, como consecuencia de tantos meses de hostigarla y hacerla sentir culpable de algo por lo que ella, realmente, no tenía culpa.

Por eso, un par de días después de la discusión, Josué había tomado una decisión que creyó serviría para componer su relación. Durante la comida, un sábado al mediodía, después de que Amanda extendiera un sobre en la mesa con la mesada mensual que les daba el tal Milton, Josué le dijo muy seriamente a su mujer:

—Amanda, no quiero que nos divorciemos. No quiero que nos separemos. Más bien quiero que me perdones por todo lo que te he hecho padecer últimamente. Te prometo que haré que todo lo posible para que nuestra relación vaya mejor sin reproches ni acusaciones.

Amanda lo miró con escepticismo y cierto recelo, y le respondió:

—No basta con prometer, Josué, se necesitan acciones de tu parte. Acciones sólidas.  Acciones de verdad.

Josué tuvo que tragarse su orgullo, por los dos, cuando le dijo:

—Para que veas que lo que digo es cierto… vida mía, he tomado la decisión de que te dejaré ir a las consultas con el psicoanalista. Con el tal doctor Milton ese, con la promesa de que no te lo reprocharé más adelante.

Amanda se sorprendió con la preposición, y peinándose sus cabellos pelirrojos detrás de la oreja, le dijo un poco inquieta:

—Pues muchas gracias, en verdad, no me lo esperaba. Pero dime, Josué, ¿Tú no vendrás? A ver, querido, agradezco mucho tu cambio de postura y tus esfuerzos por cambiar verdaderamente, pero toma en cuenta que ir a terapia solamente yo, sin ti, no servirá de nada.

Josué permaneció en silencio un momento para pensar en una respuesta contundente que lo excusara de ir con ese sujeto. No le hacía gracia tener que ir a consulta con ese cabrón. Además consideró que Amanda lo estaba queriendo sobreexplotar. Ya era una concesión muy importante haber accedido a que el tipo ese la tratara psicológicamente. Ella debería de ser consciente de eso y tomarlo en cuenta, no exigirle mucho más.

—Mira, Amanda, yo también iré con un psicólogo o con un psicoanalista, te lo prometo, pero no con él. No con Milton. Tienes que entender que bastante humillación siento ya de que nos esté dando esta cuota mensual, lo que me hace sentir un verdadero inútil que ni siquiera puede mantener a su propia mujer.

—Pero Josué, por Dios… —le reprochó su pelirroja no muy convencida de la respuesta.

—Por favor, Amanda, al menos sé condescendiente conmigo con esa decisión. Tal vez… más adelante decida acompañarte e ir los dos con Milton. Pero ahora no. Sólo te pido eso, paciencia. Dame tiempo.

Y para sorpresa de Josué, su esposa Amanda, luego de sopesarlo un buen rato, aceptó la propuesta.

—Gracias, Josué, verás que todo irá de maravilla de ahora en adelante. Te amo infinitamente, y he sufrido mucho durante los últimos meses tanto por tu accidente como por tu posterior actitud. El simple hecho de que pongas de tu parte me hace sentir feliz. ¡Te adoro, mi gordi hermoso!

Amelia le dio un beso en la boca a Josué después de tanto tiempo de no tener esa clase de intimidad, y desde ese día ella comenzó a ir a consultas con el psicoanalista todos los martes y jueves, a las cinco de la tarde, en un consultorio que tenía a tres cuadras de nuestro edificio.

Josué estuvo muy contento los primeros días. Amanda volvía a ser la misma esposa amorosa y abnegada de siempre. Por la mañana iba al despacho y por la tarde aparecía en casa y consentía a Josué como si en lugar de su marido fuese su hijo. 

Lo que pasó después… gracias a esa idea, fue una tortura psicológica en Josué que desgraciadamente ya lo tenía al borde del colapso.

Y quién sabe… quizá también de excitación.

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