En los Alpes con mi hermano

Año 1878. Vivimos en esta cabaña, mi hermano y yo, en medio de las montañas nevadas de los Alpes. Nuestra relación se construyó sobre una amistad profunda y sincera. Nos quedamos solos en la casa de nuestros abuelos. Me encuentro a mí misma, una mujer de 30 años, contando nuestra historia, pues en los secretos de mi corazón se esconden los misterios de lo que nunca me atreví a decir en voz alta. En ocasiones, el temor a la palabra nos sumerge en un diálogo solitario, donde nuestros susurros se convierten en ecos perdidos en el vacío del silencio.
La cabaña, humilde y acogedora, es nuestro refugio. Él, un hombre de 38 años, alto y fornido, trabaja en el campo, encontrando en la tierra un solaz para su alma. Yo, 30 años, de estatura media, morocha con ojos marrones y pechos normales, no me creo gran cosa. Me dedico a las tareas del hogar, hallando en los quehaceres cotidianos un sentido de propósito.
Pero bajo la aparente sencillez de nuestra vida, anida un conflicto silente que amenaza con romper la armonía que hemos construido con tanto esmero. Me he enamorado de él, y el miedo al rechazo me paraliza, manteniendo mis sentimientos ocultos en lo más profundo de mi ser. ¡Es mi hermano! Trato de no caer, traté de no pensar, pero no puedo. Es así que, determinada a derribar esa barrera invisible, comienzo a tejer una telaraña de seducción, enredando mis miradas con deseos y pronunciando palabras cargadas de significados velados.
Los días pasan y nuestros diálogos se vuelven cada vez más intensos, impregnados de una tensión latente. Él, ajeno a los secretos que oculto, responde con una amabilidad inocente, sin entender los anhelos que yacen detrás de mis ojos. Sin embargo, otro conflicto emerge en mi corazón. La sombra de la inseguridad se cierne sobre mí, convenciéndome de que soy fea y aburrida, incapaz de capturar su atención de la misma manera que él cautiva la mía.
Mis pensamientos se entrelazan con los susurros del viento que atraviesa las rendijas de nuestra morada. Me pregunto si alguna vez podré reunir el valor necesario para abrir mi corazón y revelarle la verdad. Las palabras se atascan en mi garganta mientras sigo tratando de descifrar las señales que él, inconsciente de mi lucha interna, envía al universo.
En aquellos tiempos, la vida en los Alpes se caracterizaba por el aislamiento y la crudeza de la naturaleza que nos rodeaba. La nieve cubría los paisajes, creando un velo blanco que aislaba nuestras almas de los tumultos del mundo exterior. Cada día, enfrentábamos el desafío de sobrevivir en un entorno hostil, donde el frío penetrante se convertía en nuestro más feroz enemigo. Sin embargo, en medio de esa lucha diaria, se forjaban conexiones profundas y verdaderas entre las personas que compartíamos esos territorios inhóspitos.
Nuestra cabaña se erguía como un bastión de calidez y seguridad en medio de la vastedad blanca. Las paredes de madera crujían suavemente, como si fueran guardianas de nuestros secretos más íntimos. Cada objeto en su lugar, cada rincón cuidadosamente adornado, era un testimonio de nuestro afán por crear un hogar en aquel paraje desafiante.
En las mañanas, despertábamos al abrazo gélido del alba, cuando el sol apenas se asomaba sobre las montañas. Desayunábamos juntos, compartiendo tazas de café caliente y pan recién horneado. Él, con sus manos ásperas y fuertes, había labrado la tierra para proveernos de alimento. Yo, en cambio, me dedicaba a las labores domésticas, encontrando consuelo en el orden y la limpieza que reinaban en nuestro hogar.
Conforme avanzaba el día, el trabajo en el campo reclamaba su atención y él partía hacia las faenas diarias. Mientras tanto, yo me entregaba a las tareas de la casa, intentando que cada detalle estuviera perfecto para su regreso. Limpiaba, cocinaba y preparaba su comida favorita, con la esperanza de conquistar su corazón a través de sus sentidos.
Y así, al caer la tarde, esperaba su regreso con un palpitar agitado en el pecho. Me cambiaba de ropa, optando por prendas más provocativas, anhelando que mis nuevos atuendos despertaran su atención y despierten en él los mismos anhelos que habitaban en mí. Cuando escuchaba sus pasos acercarse a la cabaña, mi corazón se aceleraba y mi respiración se entrecortaba.
Él entraba en la cabaña, exhausto y cubierto de nieve, y yo le daba la bienvenida con una sonrisa. Sin decir una palabra, me acercaba a él, ofreciéndole mi ayuda para desprenderse de su abrigo cargado de la jornada. Mis manos temblaban ligeramente mientras deslizaba los botones de su camisa, permitiendo que mis dedos rozaran su piel. El contacto nos envolvía en una tensión palpable, una corriente eléctrica que trascendía las palabras y nos sumergía en un océano de emociones prohibidas.
En una noche especialmente fría, mientras la ventisca azotaba las ventanas de la cabaña, nos encontramos acurrucados juntos en la misma cama. El frío se había infiltrado con tenacidad, y ambos buscábamos en el calor de nuestros cuerpos un refugio contra la gélida realidad. Allí, envueltos en mantas y abrazados por la oscuridad, nuestros corazones latían al unísono, en un ritmo que parecía trascender el tiempo y el espacio.
Esa noche, mientras el viento susurraba su canción de invierno, él, estando dormido, me abrazó por atrás. Uno de mis pechos se escapaba por el escote de mi camisa y él lo tomó con su mano. Nunca me sentí tan tensa y feliz. La nieve caía afuera, ajena a nuestro íntimo encuentro, mientras el fuego crepitaba en la chimenea, testigo mudo de mis sentimientos. Finalmente caí dormida con su mano en mi seno.
La vida en la cabaña se regía por el ritmo lento y pausado de las estaciones. Durante el invierno, nos aferrábamos a la calidez del hogar, compartiendo momentos íntimos y llenos de complicidad. La leña crepitaba en la chimenea, proyectando sombras danzantes en las paredes. El aroma del pan recién horneado inundaba el aire, invitándonos a disfrutar de su sabor reconfortante. En esas noches de invierno, las estrellas brillaban con una intensidad sobrenatural, como si quisieran guiarnos hacia nuestros destinos entrelazados.
En otra fría noche volvimos a dormir juntos y volvió a pasar lo mismo. Solo que al despertar su mano seguía allí, pero ahora jugando con mi pezón. No supe qué decir e hice como que me despertaba. Él retiró su mano.
Y así, en medio de la quietud y la soledad, nos sumergíamos en una danza delicada de deseos y secretos compartidos. Cada gesto, cada mirada, era una pequeña chispa que encendía el fuego de nuestra pasión. Pero en aquel momento, mientras dormíamos juntos por el frío, nuestros cuerpos se acercaban cada día más.
Era en esos momentos íntimos, en los que la oscuridad se desvanecía y solo quedábamos nosotros dos, cuando podía vislumbrar un futuro en el que nuestras almas se liberaran de las cadenas del miedo y el rechazo. Una promesa tácita se había tejido entre nosotros, una promesa de explorar juntos los senderos inciertos del amor.
Sin embargo, el destino es caprichoso y los secretos, aunque guardados con celo, siempre amenazan con salir a la luz. ¿Podría reunir el coraje suficiente para desvelar mis verdaderos sentimientos?
El invierno se extendía ante nosotros, y en los días por venir, tendría que encontrar las respuestas que habitaban en lo más profundo de mi corazón.
Una noche de mucho frio y viento en la que la puerta parecía partirse, decidí ir más allá y me acosté desnuda. En la oscuridad pude sentir su cuerpo detrás de mí. Él puso su mano en mi pecho y empezó a jugar. Estiré mi mano hasta sentir su miembro por vez primera. Era grande y grueso. Como lo imaginaba. Se subió encima de mí y me penetro mientras me besaba.
A partir de aquel momento, nuestra relación floreció en una pasión incontenible. Los días se convirtieron en una sucesión de momentos compartidos, donde las risas y las caricias se entrelazaban con las palabras susurradas al oído. Descubrimos el amor en su máxima expresión, explorando los rincones más profundos de nuestro ser y encontrando en el otro un refugio de ternura y complicidad.
Cada día nos amamos mas y mas y aprendí todo sobre él y el todo sobre mí.
La cabaña, que una vez fue testigo de nuestras miradas cargadas de secretos, se convirtió en el escenario de un amor desenfrenado. El fuego de la chimenea nos acompañaba en nuestras noches de pasión, mientras las llamas danzaban al compás de nuestros cuerpos entrelazados.
Las estaciones pasaron, y el invierno dio paso a la primavera. Nuestro amor floreció como las flores en los prados alpinos, llenando nuestros días de colores vivos y fragancias embriagadoras. En aquel rincón mágico, lejos del bullicio del mundo exterior, encontramos un paraíso donde el tiempo se detenía y solo existíamos él y yo.
Ahora solo quiero tener su miembro en mi boca. Todavía no me animo a pedírselo. No quiero que deje de respetarme y necesito sentirlo adentro mío todas las noches. A veces tengo la suerte de que me despierte con su enormidad dentro de mí y me siento llena y plena. Soy feliz.
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En este relato intenté indagar en las ilustraciones del entorno, tratando de que sea ese entorno un personaje fundamental.

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