El tónico familiar (11-2).

El tónico familiar (11-2).




EL TÓNICO FAMLIAR.




CAPÍTULO ONCE.
SEGUNDA PARTE.




  Bárbara hizo una pausa para tomar aliento y descansar la mandíbula, dolorida especialmente por el inusual diámetro de Pedro, que a duras penas le entraba en la boca. En ese momento Manolo la agarró del brazo y la obligó a levantarse, mirándola a la cara con un rictus de intensa malicia. Conociendo a su esposa, la antipática Sandra, no pude evitar preguntarme cómo sería un día normal en la vida de aquel matrimonio, y qué pasaría si cada uno llegase a enterarse de que el otro le ponía los cuernos.
—¿Qué pasa? ¿No lo estoy haciendo bien?
  La actitud de mi tía era desafiante y socarrona. Pensaba que había recuperado el control de la situación y ya no mostraba miedo o inseguridad.
—Lo estás haciendo muy bien, guapa. Tan bien que como premio te voy a follar —afirmó Manolo, secundado por las perversas risitas de sus compañeros.
—¿Qué? De eso nada. Os la chupo y ya está. Ese era el trato —se quejó ella, de nuevo enfadada.
—¿Qué trato ni que hostias? Que yo sepa no hemos hecho ningún trato. —Manolo giró la cabeza de nuevo hacia mí— ¿Hemos hecho algún trato, Carlos?
—No. Ninguno —dije, sin dudarlo un segundo.
—Ya hablaremos tú y yo... Carlitos —me amenazó Bárbara, pronunciando el diminutivo como si fuera un insulto.
  Solté un par de carcajadas y le di un buen trago a mi cerveza. Manolo le hizo un gesto a sus dos compañeros, quienes sujetaron a la mujer por los brazos y la levantaron hasta sentarla en el borde de una mesa. Ella forcejeó, chillando e intentando darle una patada al marido de la estanquera, quien le agarró los tobillos, la obligó a separar las piernas y la penetró sin más ceremonias. El tipo llevaba los pantalones por los tobillos y pude ver sus pálidos glúteos contrayéndose con cada enérgica embestida, a las que mi tía reaccionaba con breves gritos que pronto se transformaron en gemidos. Por mucho que fingiese resistirse, a ella también le había hecho efecto el tónico y aquello estaba lejos de ser una violación. Sobra decir que, si realmente lo hubiese sido, la habría ayudado aunque me hubiesen molido a palos. Puede que Bárbara me cayese mal pero no soy tan hijo de puta.
—Uff... Tienes la almeja chorreando, zorra... ¿A quien quieres engañar, eh? —dijo Manolo, dándole cada vez más duro.
—No... No te corras dentro... O te juro que... —jadeó ella.
—Tranquila. Para eso ya tengo el coño de mi mujer. A ti te voy a dar cremita en la cara... ¿O prefieres tragártelo? Tienes pinta de ser de las que se lo tragan, perra.
—Cerdo... Cabronazo... Hijo de...
  A pesar de los insultos, no podía negar que estaba disfrutando con cada una de las fuertes embestidas. Pedro y Mohamed la soltaron y quedó tumbada sobre la pequeña mesa, con la cabeza casi en el aire y las carnosas pantorrillas sobre los hombros de Manolo, que la agarraba por los muslos y empujaba sin descanso. El barman y el marroquí apartaron las sillas y rodearon la mesa para colocarse a ambos lados de la cabeza, acercaron las pollas al rostro y no necesitaron darle ninguna indicación. Por iniciativa propia, Bárbara volvió a chupar y pajear las dos trancas, estirando el cuello y respirando con fuerza por la nariz.
  Tras un buen rato de entusiasta matraca, Manolo hizo una pausa y dio un paso atrás, luciendo su picha erecta empapada en fluidos. Mohamed se percató de la oportunidad e intentó ocupar su lugar, cosa que el autocoronado macho alfa le impidió con un empujón.
—¿Dónde vas tan rápido, morito? Los hombres primero.
  Riendo a carcajadas, Pedro rodeó la mesa y se colocó entre las piernas de mi tía, a la que penetró lentamente, sujetándola por las caderas. El marroquí acató la jerarquía, de mala gana, y regresó al lugar anterior para recibir de nuevo las atenciones orales y manuales de Bárbara, atenciones que tardaron en llegar pues a ella le costaba concentrarse en algo que no fuese el grueso instrumento del barman dilatando su solicitado coño.
—Joder, Pedrito... Me vas a partir en dos, cabronazo... Que calladito te lo tenías...
—Te tengo... ganas desde hace... años, Barbi —dijo Pedro, que jadeaba y sudaba como un luchador de sumo en una sauna—. Cuando te veo... con tu marido pienso... qué suerte tiene...
—Sí, que suerte estar casado con un putón —bromeó Manolo, quien también intentaba que se la chupase.
  No sabría explicar lo que ocurrió a continuación. Quizá a el propietario de Casa Juan 2 no le caía muy bien el hijo del estanquero, o a lo mejor el corpulento barman además de fantasear con Barbi andaba enamorado de ella, o puede que mi cóctel hubiese aumentado la agresividad de ambos. El caso es que a Pedro no le hizo ninguna gracia que llamasen putón a la mujer casada que se estaba empotrando sobre una de las mesas de su bar.
—A lo mejor... no eres el más indicado... para llamar putón... a la mujer de otro, Manuel —dijo el barman, sin dejar de taladrar a buen ritmo la raja del susodicho putón.
—¿Qué coño quieres decir con eso, eh? —graznó Manuel, dejando de estrujar una de las mullidas tetazas para encararse con el otro macho.
—Yo... Yo no digo nada... Pero aquí en el bar... se escuchan cosas...
  Sin darse cuenta de lo mucho que estaba enfureciendo a Manolo, Pedro aumentó el ritmo de sus empujones y el volumen de los gemidos de mi tía, que se retorcía de gusto mientras pajeaba y le daba algún que otro lametón distraído al pollón de Mohamed, quien no se enteraba muy bien de qué iba la discusión y no le prestaba demasiada atención. Rojo de ira por las insinuaciones del tabernero, Manolo se lanzó sobre él y lo apartó de un rabioso empujón, interrumpiendo el placentero coito. La verga de Pedro, más grande de lo que me había parecido en un principio y de un diámetro que no he vuelto a ver en un pene humano, se balanceó hacia los lados cuando su propietario trastabilló hacia atrás con un gruñido de sorpresa. Por suerte, en lugar de bajarse los pantalones se había sacado el trasto por la bragueta y no llegó a caerse.
—¿Pero qué... coño pasa? ¡Estaba a punto de correrme, me cago en Dios! —se quejó Bárbara, despatarrada sobre la mesa con las piernas alzadas en el aire.
—Tú no preocupes. Yo follo —dijo el voluntarioso Mohamed, con su característico acento, alfanje en mano.
  Manolo había agarrado a Pedro por las solapas de su camisa blanca, que llevaba abierta, dejando al aire el vientre abultado y tan velludo como el pecho. Lo empujó hasta la barra y le habló acercando tanto el rostro que sus narices se tocaron.
—¿Qué tienes tú que decir de mi mujer, mamón? ¿Qué es eso que escuchas?
  Al sudoroso gnomo, más bajo que el otro pero también más fuerte, no le costó liberarse de su presa y empujarlo contra una pared, donde lo inmovilizó poniéndole el brazo en el pecho, con el rostro enrojecido transformado en la máscara de un demonio barbudo que habló en tono malicioso.
—Dime... ¿Te has fijado que últimamente no se ve a Monchito por el pueblo? —preguntó Pedro, resistiendo sin problema el forcejeo de su adversario.
—¿Y a mi qué me cuentas? ¿Por qué nombras al subnormal ese? —ladró Manolo.
—Bueno... No lo digo yo, pero hay quien comenta que Montillo no le deja salir de la finca porque se andaba jodiendo a tu mujer, y no quiere líos con tu familia.
  Al escuchar el malintencionado rumor, un rumor cuya veracidad yo habría podido confirmar, el cabreo del ultrajado marido alcanzó su cenit. Consiguió liberarse y ambos se enzarzaron en un torpe intercambio de golpes, tan violento que me vi obligado a intervenir. Dejé mi cómodo puesto de observación y me deslicé como pude entre sus cuerpos, separándolos a base de gritos y empujones, a riesgo de llevarme alguna de las poco precisas hostias que se lanzaban.
—¡A ver! ¡Estaos quietos, copón! —exclamé, cuando conseguí separarlos.
  Se quedaron de pie, mirándose con saña y jadeando. Ninguno de los golpes había dado en el blanco y no hubo que lamentar ojos morados o narices rotas.
—¿Pero tu has oído lo que dice este desgraciado? —preguntó Manolo, dirigiéndose a mí pero sin apartar los ojos de su rival.
—Eso son gilipolleces, hombre. Aquí la gente se aburre mucho y se inventa tonterías —afirmé. En mi cabeza escuchaba los gritos de placer de Sandra cuando Monchito le metió hasta los huevos su verga de caballo—. Piénsalo, joder. ¿Cómo va a dejar un pibón como tu mujer que se la meta el tonto del pueblo?
—¿Un pibón? ¿Es que te gusta? —me espetó el cornudo, en un arranque paranoico de celos.
—No la tomes ahora conmigo, coño. Lo que digo es que es un chisme que alguien se ha inventado a mala idea. ¿Cómo va a ser eso verdad?
  Manolo respiró hondo y se tranquilizó un poco, al igual que Pedro, que aprovechó para refrescarse apurando el hielo derretido de uno de los vasos que había en la barra.
—Perdona, compadre... No se por qué he dicho eso. Ya se que no son más que inventos de algún hijoputa que te tendrá envidia —se disculpó el barman. A pesar de todo, su imponente polla continuaba totalmente erecta, al igual que la de su compadre.
—Está bien... No pasa nada. Ya me enteraré de quien va rajando de mi mujer y le partiré el lomo. Por mis muertos que...
—Una cosita, compadres —interrumpí, mientras regresaba a mi puesto en la barra—. Mientras andáis de cháchara el moro se está poniendo las botas.
  En efecto, aprovechando la absurda pelea, Mohamed disfrutaba sin molestias del curvilíneo cuerpo de mi tía. El joven se había sentado en una silla, completamente desnudo, y Bárbara cabalgaba su largo miembro, con los pies en el suelo y las manos en los hombros de su amante, poniéndole las tetas en la cara. Las caribeñas nalgas subían y bajaban a buen ritmo, dejando que la lanza moruna se clavase hasta la empuñadura en su caliente cuerpo, a esas alturas brillante por el sudor.
—Así, así... cómeme las tetas, Moha... eso es...
  Moha obedecía y le chupaba los pezones como un lactante que no hubiese mamado en una semana, apretando con ambas manos o hundiendo la cara entre los tersos volúmenes de aquellos pechazos. Los dos españoles de raza blanca ya habían firmado una tregua y no iban a consentir que el marroquí disfrutase mucho tiempo de un privilegio del que ellos se sentían más dignos, a pesar de que se trataba de la esposa de un tercer español blanco que no se encontraba allí. Pedro decidió al fin quitarse los pantalones y la camisa, y Manolo le imitó. Salvo yo, que mantenía a raya mis ganas de participar en la orgía, todos estaban ahora desnudos.
  El barman arrastró una silla cerca de la otra, se sentó y le dio un par de palmadas en el culo a mi tía para llamar su atención. Ella sonrió al ver la gruesa verga al alcance de la mano, descabalgó el pincho moruno y pasó una pierna sobre el cuerpo de Pedro, quedando en la misma postura que antes pero sobre una montura distinta. Bajó las caderas despacio y, ayudándose con la mano, introdujo en su cuerpo el morcón del tabernero, soltando un largo suspiro de satisfacción. Tomé nota de que le gustaban las pollas gordas, y me pregunté cual sería el diámetro de la de mi tío David, y si tal vez sus continuas discusiones se debían a que su marido no conseguía “llenarla” en la cama.
—Eh... Yo no acabado —se lamentó Mohamed, perdiendo por primera vez su ancha sonrisa.
—Tu a callar. Tienes suerte de que te hayamos dejado metérsela —dijo Manolo, colocándose detrás de la amazona.
  Bárbara cabalgaba cada vez más deprisa, gimiendo escandalosamente con cada rebote, un poco inclinada hacia atrás para que Manolo le sobase a gusto las tetas. Todavía molesto por la interrupción, Mohamed se quedó de pie cerca de la silla, y mi tía fue tan amable como para masturbarle y doblar el cuerpo para chupársela con rápidos movimientos de cabeza que hacían ondear su coleta, cosa que devolvió la sonrisa al joven.
  Pasado un rato, mi tía cambió el movimiento vertical por una serie de frenéticos golpes de cadera adelante y atrás, con la tranca de Pedro hundida en su voraz coño. No tardó mucho en correrse, retorciéndose y empapando los huevos y los muslos del tabernero, gritando de tal modo que Manolo le tapó la boca con una mano, temiendo que pudiese despertar a los vecinos de la silenciosa calle donde estaba el bar. A ella no le importó en absoluto, y disfrutó del largo orgasmo con apagados gemidos y suspiros nasales. Cuando acabó continuó cabalgando, más despacio que antes, besando los labios y el rostro del barbudo barman.
—Joder... Cómo me gusta tu polla, Pedrito... Me vuelve loca...
—Pues cuando quieras... ya sabes dónde estoy...
  Mientras Pedrito y Barbi intercambiaban cumplidos, Manolo se agachó para sobar a gusto las turgentes nalgas que ondulaban lentamente frente a él. Las separó para ver mejor el oscuro ojete que ocultaban, se chupó el dedo corazón y entró sin llamar por la puerta trasera, metiéndolo casi entero.
—¿Qué coño haces? ¡Déjame el culo en paz! —chilló mi tía, girando la cabeza tanto como le permitía la postura.
—No me pienso ir sin probar este culito, así que relájate, princesa —dijo Manolo.
  Esta vez Mohamed captó al instante lo que sucedía y su sonrisa se volvió maliciosa. A lo mejor estaba molesto por haberse visto reemplazado en la gozosa cabalgada, o simplemente también quería experimentar los placeres del sexo anal, pero no dudó en ayudar a su racista compañero agarrando las nalgas de la hembra para mantenerlas separadas y facilitarle la labor. Manolo acercó el rostro al culamen y escupió en el prieto esfínter. Al dedo corazón se unió el índice, y nuevos quejidos retumbaron en las paredes del local.
—¡Auh! ¡Me haces daño, imbécil! ¡Para ya!
  Intentó revolverse pero el barman traicionó a su querida Barbi y la sujetó con fuerza, con la polla aún enterrada en su chorreante coño le agarró los brazos y le impidió girarse o defenderse a manotazos. A mi no me importaba que le diesen por el culo. Es más, me excitaba la idea de que la sodomizasen hasta hartarse, pero no parecían dispuestos a tener paciencia y no quería que le hiciesen un destrozo, así que tomé cartas en el asunto. Fui detrás de la barra, busqué una de las pequeñas aceiteras que usan en los bares para las tostadas y me acerqué con ella al sudoroso cuarteto.
—Toma, usa esto —le dije a Manolo, entregándole la aceitera de cristal.
—¡Eso! ¡Tú encima ayúdales! —me recriminó mi tía, fulminándome de nuevo con sus ojos oscuros.
—Te acabas de correr como una loca, tita. Corta el rollo y deja que te follen de dos en dos, así acaban antes —me burlé, mientras regresaba a la barra.
—¿Sabe tu madre que eres un degenerado? —preguntó, intentando cabrearme.
—¿Sabe la tuya que te comes los rabos de tres en tres? —respondí.
  Los tres hombres rieron y ella soltó un bufido de rabia. Con la ayuda del olivarero lubricante, en pocos minutos Manolo dilató el palpitante ojete lo suficiente como para introducir tres dedos sin dificultad. Mohamed contribuyó introduciendo un cuarto dedo, y a pesar de la distancia que me separaba del grupo pude ver cómo el elástico anillo se rendía a los intrusos sin sufrir daños. Por mucho que se quejase, estaba claro que no era la primera vez que alguien entraba por la puerta trasera de mi tía. Cuando juzgó que el ojete estaba listo para pasar a cosas más serias, el hijo del estanquero se levantó y le dio una palmada en el hombro al marroquí, dejando en su piel huellas de aceite.
—Venga, tú primero, Mustafá. Para que no digas que aquí en España no os tratamos bien —dijo, ufano.
  Al joven se le iluminó la cara de puro júbilo. Puede que le explotasen trabajando como un animal a cambio de una miseria, que lo discriminasen y tratasen como a escoria solo por su nacionalidad y clase social, pero al menos iba a ser el primero en petarle el culo a la mujercita adúltera de un respetable ciudadano español. Algo es algo. Mohamed se agarró el moreno ariete, flexionó las piernas y empujó despacio, invadiendo centímetro a centímetro el estrecho túnel.
—¡Auauauauuu! ¡Más despacio, joder! —se quejó ella, con exageradas muecas de dolor.
  Manolo, de pie junto a la silla, se carcajeó y azotó con la palma de la mano las prietas nalgas de Mohamed, cuyas atractivas formas no me pasaron desapercibidas.
—Eso es, chaval... Dale duro... Fóllale bien el culo...
  A todo esto, Pedro continuaba con la verga enfundada en el coño, disfrutando de los movimientos provocados por la sodomía y chupándole las tetas con deleite. Manolo se acercó un poco más, la agarró por la base de la coleta y le dio un largo y baboso beso al que ella respondió con profusión de saliva y obscenos movimientos de lengua dentro y fuera de la boca. Acto seguido, el tipo le tiró con fuerza del pelo para que gritase, y cuando abrió la boca le escupió dentro, riendo con lasciva crueldad.
—Qué pena que vivas en la ciudad, puta... Lo pasaríamos muy bien si vivieses aquí —dijo Manolo, sin soltarla.
—Para puta del pueblo... ya está tu mujer... que se la folla hasta el tonto —replicó mi tía, con la voz temblorosa por las embestidas anales del marroquí, demostrando por si había dudas lo bocazas que podía llegar a ser.
  El polémico tema enfureció de nuevo al cornudo, quien levantó la mano abierta, dispuesto a abofetearla. Me puse en tensión y di un paso al frente. La deslenguada se merecía una buena hostia, sin lugar a dudas, pero no podía permitir que le marcasen la cara. Por suerte, el ofendido se lo pensó mejor. En lugar de pegarle apretó los dientes, esbozó una sonrisa diabólica y apartó de un empujón a Mohamed, quien al verse de nuevo interrumpido soltó una ristra de quejas e insultos en un idioma ignoto.
—Te vas a enterar, putón.
  Agarrando aún con fuerza la negra coleta, Manolo se puso en posición y la enculó de un rápido empujón, bufando y resoplando, dejándola dentro unos segundos antes de acometer una rabiosa follada anal que hizo temblar la silla y los cuerpos de sus dos ocupantes. Los agudos quejidos de mi tía se fundieron en un único e interminable gemido sincopado, como si tuviese en la garganta un violín sin afinar. Tenía la boca muy abierta, los párpados apretados, y se aferraba con ambas manos a la maciza cabeza de Pedro, quien no dejaba de lamerle los temblorosos pechos.
  El marido de la estanquera no aguantó mucho tiempo tan frenético ritmo. Cuando se la sacó pude ver por un instante el castigado ojete, tan abierto que habría podido meter un lápiz sin que tocase los bordes del dilatado esfínter. Con un gruñido animal, la arrastró de la coleta hasta hacerla caer al suelo de rodillas, postura que ella corrigió rápidamente poniéndose de nuevo en cuclillas, porque una cosa era llegar a casa borracha y otra llegar a casa borracha con las rodillas enrojecidas. Ajeno a sus quejas, Manolo la obligó a mirarle a la cara y se masturbó enérgicamente con el capullo rozando su barbilla.
—Venga... Abre esa boquita... Ábrela, que te la voy a llenar de leche...
—Y una mierda —dijo ella. Cerró los ojos y apretó los labios.
—La abres o te la parto de una hostia, cerda.
  De nuevo me puse en guardia, seguro de que Manolo era capaz de cumplir su promesa. Por suerte Bárbara solo fingía reluctancia. Tenía su gracia que a esas alturas aún intentase guardar las apariencias para que no la tomasen por una viciosa. Dos segundos después de escuchar la amenaza abrió la boca y sacó la lengua, manteniendo los ojos cerrados y las manos apoyadas en las rodillas. Manolo aumentó la velocidad de su pajeo, bramó mirando hacia abajo y descargó varios chorros de semen dentro de la boca de mi tía, apoyando el glande en su lengua. Cuando el hombre terminó y dio un paso atrás, jadeante y satisfecho, ella retuvo la espesa leche en la boca unos segundos. En lugar de tragársela o de escupirla, la dejó salir separando un poco los labios. La yougurienta mezcla de lefa y saliva resbaló por su barbilla, viscosa y abundante, cayendo sobre su pecho sudoroso.
—Joder... Pero qué guarra eres... —dijo Manolo, en un tono que podía ser tanto el de un insulto como el de un cumplido.
  Los otros dos tipos se habían acercado y se masturbaban a escasa distancia de ella, siguiendo el ejemplo de su líder y estimulados por la escena. Mohamed fue el segundo en correrse, con media docena de certeros disparos que pintaron de blanco traslúcido la mejilla, la nariz y la frente de su objetivo, quien sonreía con la boca abierta, moviendo la punta de la lengua arriba y abajo. Poco después fue Pedro quien vació sus grandes huevos. Se agachó un poco para que su grueso manubrio quedase sobre el pecho de Barbi y adornó las tetas que tanto le gustaban con una lenta y abundante descarga que ella recibió apretando sus mamellas una contra otra y elevándolas un poco.
  Los tres hombres ocuparon una silla cada uno, recuperando el aliento en silencio. Mi tía se quedó sentada en el suelo, contemplando con una mezcla de satisfacción y asco la sustancia que manchaba su bronceada piel desde la frente hasta el ombligo. Decidí que ya se había divertido bastante por esa noche, me acerqué a ella y la levanté del suelo sujetándola por el brazo, con cuidado de no mancharme.
—Pedro, ¿tienes manguera en el patio de atrás? —le pregunté al rubicundo y sudoroso tabernero.
—Claro que si, hombre —respondió.
—¿Es que me vas a lavar a manguerazos, como a un perro? —exclamó Bárbara, indignada.
—Si no te gusta la idea puedes hacer como los gatos, y limpiarte tu misma a lametones —repliqué.
  Manolo y Pedro celebraron mi ocurrencia con carcajadas y Mohamed sonrió, más por integrarse que porque hubiese entendido la broma. Conduje a la enlechada hembra hasta la puerta que había al final de la barra, puerta que llevaba a el oscuro pasillo en el que estaban los aseos. El pasillo terminaba en otra vieja puerta que daba a un pequeño patio en cuyo centro había un desagüe. Alrededor se amontonaban barriles de cerveza, cajas de refrescos, un par de plantas y algunos trastos, como sombrillas polvorientas o utensilios de limpieza que el propietario no usaba tanto como debiera.
  Localicé la manguera de goma empalmada a un grifo que salía de la pared y la desenrrollé con calma. Mi tía estaba de pie en el centro del patio, mirando al cielo estrellado y disfrutando del aire fresco, fresco en comparación con el viciado interior del local pues la noche era tan calurosa como de costumbre. Cuando me acerqué, sus ojos oscuros se clavaron en los míos.
—No le contarás a tu tío nada de esto, ¿verdad? —preguntó, con seriedad.
—Claro que no —respondí—. Pero no olvides que ahora me debes una.
—Así que te debo una, ¿eh? —Su voz se volvió insinuante y sus labios se curvaron en una media sonrisa lasciva—. ¿Y cómo piensas cobrártela, Carlitos?
  Dio un paso al frente y echó mano a mi entrepierna. No le costó demasiado localizar y agarrar mi verga, casi totalmente erecta bajo la tela de mis pantalones. Rodeó sin problemas el tronco y movió un poco la mano arriba y abajo, abriendo los ojos en gesto de sorpresa.
—Joder, sobri... La tienes casi tan grande como el moro.
—Suelta eso, anda —le ordené.
—¿Qué pasa? ¿Es que no te gusto? —Sacó pecho para realzar el volumen de sus tetas y se acercó tanto que casi mancha mi camiseta de con el semen de sus amiguitos—. No disimules... Me he dado cuenta de cómo me miras, desde hace años... Sobre todo cuando estamos en la piscina. Seguro que te has hecho pajas pensando en mí... ¿a que sí?
  Puse las manos en sus hombros, una de las pocas zonas limpias de su anatomía, y la aparté de un empujón, cosa que la hizo soltar una exclamación de sorpresa y disgusto. No estaba acostumbrada a que un hombre la rechazase, y la expresión de su cara fue casi tan placentera como echarle un polvo.
—¿Pero qué coño pasa contigo? —se quejó, mientras recuperaba el equilibrio sobre los tacones.
  Cuando iba a responder escuché un ruido detrás de mí. Me giré y vislumbré en el sombrío pasillo el corpachón de Pedro, desnudo y sonriente. Su rolliza polla estaba erecta, apuntando hacia adelante. O se le había vuelto a levantar muy deprisa o no se le había bajado ni un ápice después de correrse. Me acerqué a ver qué carajo quería el tabernero, aunque ya lo imaginaba.
—Eh... ¿Qué hacéis? Tráela de vuelta, que le vamos a dar otro repaso —dijo Pedro, mirando a mi tía por encima de mi hombro con los ojos brillando de puro deseo.
—Espera. No hemos acabado —dije.
  La sonrisa del barman se ensanchó y se volvió aún más rijosa cuando acercó el barbudo rostro a mi oreja.
—Ah, vale, vale... No pasa nada. Te la quieres trincar aquí sin que te moleste nadie, ¿eh? —dijo, con aire cómplice. Solo le faltó darme golpecitos con el codo.
—No, joder. Es mi tía —me indigné, como si trincarme a alguien de mi propia familia fuese un acto deplorable. Creo que no he sido tan hipócrita en toda mi vida.
—Bah, no pasa nada, hombre. No sois parientes de sangre. Y mira qué buena está, uff... Yo que tú no me lo pensaba.
—Esperad fuera. Enseguida salimos —dije, dando por zanjada la conversación.
  Pedro desapareció por el pasillo y yo volví junto a mi tía, quien ahora me miraba con una mezcla de recelo y malicia. La miré de arriba a abajo y tuve que darle la razón al barman. Era insoportable, pero qué buena estaba la hija de puta. Me coloqué frente a ella, con actitud autoritaria y la manguera de goma en la mano.
—Agáchate —ordené.
—Vaya, vaya... ¿Has cambiado de idea, sobri? Lo sabía.
—No me llames “sobri” ni “Carlitos”, me pone enfermo. Agáchate de una vez.
  Asombrada por mi actitud dominante, flexionó las piernas y se puso en cuclillas, una postura en la que por algún motivo se sentía muy cómoda. Intentó bajarme los pantalones de chándal para dejar a la vista mi más que evidente erección pero se lo impedí enérgicamente.
—Las manos quietas. Abre bien la boca y cierra los ojos —le dije.
  Soltó una risita pero obedeció al instante. Mirando hacia arriba, abrió la boca de par en par, sacó la lengua y cerró los ojos con fuerza. Yo fui hasta el grifo, un par de pasos detrás de mí, abrí la llave al máximo y le metí en la boca el extremo de la manguera. Se apartó sobresaltada, atragantándose y escupiendo agua. Se quedó sentada de culo sobre el desagüe y me miró, furiosa, entre toses y jadeos.
—Serás... hijo de...
  Interrumpí las lindezas que me tenía preparadas con el potente chorro de agua fría, que arrastró de su piel la pegajosa mezcla de semen, saliva y sudor. Cuando intentaba hablar le enchufaba el chorrazo en plena jeta, y empujándola con el pie la obligué a ponerse a cuatro patas para limpiarle bien el coño y el culo, ambos dilatados y enrojecidos. Una vez limpia y reluciente, corté el agua y la dejé ponerse en pie, bufando de rabia y tiritando a pesar de la cálida temperatura.
—¿Pero qué... coño te pasa? ¿Por qué me tratas así? —gritó, encarándose conmigo de tal forma que noté su aliento en el rostro.
—¿Que por qué te trato así? He tenido que venir a buscarte porque te comportas como una niñata. Eres una borracha, una egocéntrica, maleducada, vulgar y, por si fuera poco, una zorra infiel. Le faltas el respeto a mi tío, a toda mi familia, y has hecho llorar a mi abuela. ¿Te parece poco?
  Reconozco que aproveché la ocasión para desahogarme y soltarle todo lo que pensaba de ella desde hacía tiempo, y fue todo un desahogo. Pensaba que mis palabras le afectarían de alguna forma, pero lo que hizo fue poner los brazos en jarras y hablarme en tono burlón, intentando ser sarcástica.
—¡Vaya por Dios! El nene está enfadado porque he hecho llorar a su abuelita. ¿Es que ahora resulta que no puedo discutir con mi marido? Si a esa santurrona le molesta que se tape los oid...
  No la dejé terminar la frase. Le di una sonora bofetada que la hizo trastabillar sobre los tacones y casi la hace caer otra vez de culo, algo que impedí agarrándola por la coleta y atrayéndola contra mi cuerpo, pegando mi boca a su oreja.
—Escucha bien, no vuelvas a faltarle el respeto a mi abuela, ¿estamos?
  Esta vez no dijo nada. Solo asintió, temblando de pies a cabeza, asustada por mi repentina demostración de fuerza. Aflojé un poco mi presa, sin soltarla del todo, y no pude resistir la tentación de sobarle un poco las tetas, que resultaron ser tan agradables al tacto como a la vista. Me estaba poniendo muy cachondo y decidí terminar cuanto antes.
—Me da igual lo que hagáis en vuestra casa, pero no vas a volver a discutir con mi tío cuando estéis en casa de su madre. Cuando lleguemos le vas a pedir perdón, y mañana a tu suegra. Pórtate bien y no tendré que contarle a nadie lo que ha pasado aquí esta noche, ¿me has entendido?
  Asintió y la solté. Coloqué la manguera en su sitio y le indiqué a mi tía con un movimiento de cabeza que volviese al bar. En apenas segundos, se había vuelto tan sumisa que casi tropieza y se cae, ansiosa por obedecerme.
—Ponte la ropa y nos vamos. Esos tres ya han follado bastante —dije, acompañándola por el pasillo.
  Lo que encontré cuando regresamos al local no me lo esperaba en absoluto. A pesar de la ausencia de la única hembra, la orgía continuaba, o algo parecido. Mohamed estaba tumbado bocabajo sobre una mesa, con los pies en el suelo y las piernas separadas. Detrás de él, Manolo lo agarraba por la cintura y lo sodomizaba sin piedad, con fuertes golpes de pelvis que resonaban como palmadas sobre el murmullo de la música. El joven marroquí tenía los dientes apretados y los ojos húmedos, pero no se resistía, y su polla erecta se balanceaba al ritmo de la enérgica enculada. Pedro estaba cerca de ellos, meneándosela despacio, como si esperase su turno. Bárbara se paró en seco y soltó un par de carcajadas al contemplar la escena.
—¡Ja ja! ¡Pero qué hacéis, mariconazos! —exclamó, divertida.
—Uff, ya era hora... ven aquí, preciosa, que te voy a poner fina... —dijo Pedro, verga en mano.
—No. Nosotros nos vamos —dije, muy serio.
—¿Qué? ¡Venga ya! —se lamentó el barman.
—Quedaos... un rato más... —añadió Manolo, sin dejar de darle matraca a Mohamed.
—Es muy tarde, y si no la llevo a casa va a venir mi tío a buscarla —aventuré, aunque dudaba mucho que mi tío tuviese intención de hacer tal cosa.
  La posibilidad de enfrentarse a un marido celoso hizo que no insistieran más, sobre todo si ese marido era mi tío, quien podía partirles la cara a ambos sin esfuerzo. Bárbara buscó por el local sus minúsculas prendas y se embutió en ellas. Incluso consiguió arreglar con un nudo el maltrecho tanga. Mientras tanto yo observaba la escena gay con curiosidad casi científica, maravillándome de lo que era capaz de hacer el tónico, efectivo hasta el punto de transformar a tres tipos que diez minutos antes eran (o parecían) totalmente heterosexuales. El hijo del estanquero penetraba el ojete masculino con evidente deleite, sobándole las prietas nalgas o dándole azotes de vez en cuando. Pedro se masturbaba junto a la mesa, acariciando con la otra mano la suave espalda o el atractivo rostro del joven, quien se aferraba a la mesa, la verga todavía erecta entre los muslos, con una expresión que cada vez estaba más cerca del placer que del dolor.
—Déjame a mi un rato —dijo Pedro, dándole unas palmadas en el brazo a Manolo.
—¿Pero qué dices... compadre? Si le metes eso... lo revientas. Y no tengo... ganas de llevar al morito a urgencias. Que te la chupe, que en la boca... seguro que le cabe.
  De mala gana, el barman rodeó la mesa y se colocó frente a la cabeza de Mohamed, hundió los dedos entre sus espesos rizos y presionó el glande contra los labios cerrados. Tras resisitirse un poco y decir varias frases en su idioma, al fin cedió y dejó entrar en su boca el grueso tronco de carne hasta la mitad. Sin apartar la vista del peculiar trío, abrí la puerta principal del local y le indiqué a mi tía que saliese.
—Hasta otro día, chicos. Que lo paséis bien —se despidió, agitando la mano y las caderas con coquetería.
  Los chicos ni siquiera la miraron, y la sonrisa de sus carnosos labios desapareció rápido. Pude intuir que estaba celosa del muchacho y que no le hubiese importado quedarse toda la noche y ejercer como cubo de esperma para aquellos tres tipos. La saqué a la calle presionando la parte baja de su espalda y me despedí de ellos con un lacónico “buenas noches”. Aunque mi plan había salido a la perfección y el tónico me mantenía vigorizado (y empalmado como un mono), me dolía la cabeza y me moría de ganas por llegar a casa, cascarme una buena paja con el abundante material acumulado durante la jornada y acostarme.
  Los taconazos de Bárbara resonaban en el empedrado de la desierta calle y no me quejé cuando se colgó de mi brazo, igual que hacía mi madre, para mantener el equilibrio. No estaba muy borracha pero las irregularidades del vetusto suelo no combinaban bien con su calzado. La calidez de su cuerpo pegado al mío contribuyó a mi calentura, y el baño con manguera le había dejado un agradable aroma parecido al de la tierra mojada. Cuando nos acercábamos al Land-Rover, se detuvo un momento y miró hacia la plaza, preocupada.
—¿Y el coche de tu tío? ¿Lo vamos a dejar aquí? —preguntó.
—Mañana vendremos a por él. No le va a pasar nada.
  Conforme con mi explicación, me siguió y subimos a mi fiel vehículo. Se sentó con las rodillas juntas y las piernas estiradas hacia adelante, sin preocuparse de que la faldita dejase a la vista la tela amarilla de su tanga. No hablamos apenas durante el camino, y al cabo de unos minutos comenzó a removerse en el asiento, cruzaba las piernas, las descruzaba y volvía a cruzarlas, restregando las nalgas en el asiento y suspirando.
—¿Tienes ganas de mear, tita? —pregunté, socarrón.
—Qué tonto eres.
—¿Qué te pasa entonces? —insistí.
—¿Qué me va a pasar? Estoy cachondísima, joder... —Apretó los muslos con fuerza, rozando las pantorrillas una contra la otra, con las manos aferradas al borde del asiento—. ¿De verdad no me quieres echar un polvo? Podemos parar por aquí y hacerlo en la parte de atrás.
  Obviamente me planteé en serio la posibilidad de aliviar su fiebre vaginal. Después de lo ocurrido, podría haber hecho lo que quisiera con aquel deseable cuerpo, contando con su total sumisión. En mi entrepierna, noté fuertes palpitaciones en mi polla, como si votase a favor de añadir a Bárbara a la lista de familiares penetradas. A duras penas, conseguí contenerme. Pensé que el trato que había hecho con ella sería más efectivo si no accedía a sus deseos. Además, ya le habían puesto suficientes cuernos a mi tío por una noche, y sería aún más humillante si su propio sobrino le colocaba el cuarto par de astas.
—¿Qué? ¿No dices nada? Venga... La tienes tiesa desde que empecé a bailar en el bar, no te creas que no me he dado cuenta. Para un momento y echamos uno rápido, porfa... —suplicó, mientras su mano acariciaba mi muslo.
—Espera a que lleguemos —dije. Le aparté la mano y la coloqué sobre su propia pierna—. ¿Te acuerdas de lo que hemos hablado? Le vas a pedir perdón a tu marido, y después te lo vas a follar como si no hubiese un mañana.
—Sí claro... Con tu abuela en la habitación de al lado —se quejó, cruzando los brazos como una niña caprichosa.
—Mi abuela no se entera de nada cuando duerme —mentí, pues tenía muy buen oído y el sueño ligero—. Mientras no te pongas a gritar como una loca no pasa nada.
  Soltó un resoplido pero se conformó, y por suerte dejó de insistir, pues estuve muy cerca de ponerla a cuatro patas en la parte de atrás y sembrar mi nabo en el orificio que habían dilatado sus amigos del bar. Me di cuenta de lo mucho que me estaba cambiando mi relación con mamá y con la abuela, tanto por la abundante actividad sexual como por la parte afectiva. Un par de semanas antes, si mi tía me hubiese ofrecido echar un casquete le habría metido el rabo a la velocidad de la luz.
  Una vez en la parcela, aparqué y le dije a mi acompañante que se quitase los zapatos para no hacer ruido y que se estuviese calladita hasta entrar en el dormitorio. El interior de la casa estaba oscuro y silencioso. Nos despedimos en el pasillo, donde le pellizqué la mejilla como un mafioso de peli antigua y la miré con maliciosa seriedad.
—Te vas a portar bien a partir de ahora, ¿verdad? —susurré.
—Te lo juro, Carlit... Carlos —dijo ella. Nunca la había escuchado hablar tan bajo y su voz me sonó distinta, incluso agradable.
—Buena chica.
  Le di un suave azote en la nalga y observé cómo entraba en la habitación de invitados, con los zapatos en la mano y de puntillas, lo que resaltaba las formas de sus pantorrillas. Me quedé de pie en la penumbra unos segundos, arrepintiéndome un poco por no haberle dado matraca durante el camino.
  Después de una ducha rápida, durante la cual repasé mentalmente todo lo ocurrido en el coche de la alcaldesa, en el cine, el el motel y en el bar, salí al pasillo más empalmado que antes, vestido solo con unos boxers. Ya solo restaba pajearme un rato con una de las revistas que me había traído de casa y dormir cuanto pudiese. Pero antes de entrar en mi habitación, llegaron a mis oídos una serie de interesantes sonidos que perturbaban la paz de la silenciosa casa.
  No tuve que acercarme mucho al dormitorio que compartían mis tíos para identificar de forma inequívoca los ruidos. Los ya conocidos gemidos de placer de mi tía se mezclaban con los chirridos de la vieja cama y con unos apenas audibles gruñidos masculinos. La insaciable Barbie no había perdido un segundo para obedecerme. Me pregunté qué pensaría mi tío si supiese que, su ahora complaciente mujercita, ya había encajado tres vergas antes de cumplir con sus deberes maritales. Al menos ninguno se había corrido dentro, y sus soldaditos pelirrojos no tendrían que batallar con ejércitos ajenos.
  Justo a mi izquierda estaba la puerta del dormitorio principal. Me lo pensé unos segundos, escuchando el creciente frenesí sexual de mis tíos, y no pude resistirme a abrir muy despacio y entrar, cerrando tras de mí. Mi abuela estaba aún despierta, tumbada de costado. Cuando me vio se incorporó y se sentó en la cama, con las piernas flexionadas frente al pecho y las manos en las rodillas. Me miró con una expresión entre alegre y expectante cuando me acerqué a ella.
—Bueno... No ha sido fácil pero ya he traído de vuelta a la “señora” —dije, en voz muy baja.
—Ya lo veo, ya... Ya lo escucho, mejor dicho —dijo, con una sonrisita pícara.
—No han tardado mucho en reconciliarse, ¡Ja ja!
  La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por la luz de la luna que entraba por la ventana, suficiente para que pudiésemos vernos las caras y, sobre todo, los cuerpos. Caí en la cuenta de que no llevaba camiseta, pero con tan poca luz y sin sus gafas era poco probable que descubriese los arañazos de mi espalda. Ella llevaba uno de sus camisones cortos de dormir, ligero y muy escotado, sobre todo en esa postura, y unas conservadoras bragas blancas. Me senté en el borde de la cama, junto a ella, y devoré con la mirada las rotundas formas de sus piernas y el apretado canalillo, la dulce sonrisa en los labios rosados y el brillo amoroso en sus ojos verdes. Las vulgares formas caribeñas de Bárbara desaparecieron al instante de mi imaginación, desterradas por una hembra que la superaba en todos los sentidos.
—Muchas gracias, cielo... No se que haría sin ti —susurró, antes de darme un beso en la mejilla y acariciarme el costado.
—Bah, no ha sido nada. Pero mi tío debería espabilar un poco y echarle huevos. Esa es de las que gritan mucho pero se le quita el genio si la tratas con mano dura.
—¿Mano dura? No le habrás pegado a la pobre, ¿no? —dijo mi abuela. Que a pesar de todo se preocupase por su díscola nuera es un buen ejemplo de lo buena que era.
—¡Ja ja! Claro que no. Solo le he cantado las cuarenta. Ya verás como mañana está más suave que un guante.
—¡Hay que ver! —exclamó, admirada ante mi actitud orgullosa y viril—. Estás hecho todo un hombrecito, cariño.
—¿Hombrecito?
  Sonriendo con picardía, me saqué el cipote por la abertura delantera del bóxer, mostrándoselo en todo su erecto esplendor. Ella torció el gesto y miró hacia la puerta, nerviosa.
—Carlitos... No hagas el tonto, ¿eh?
  Intentó volver a meter la serpiente en su cueva con la mano, pero lo único que consiguió fue excitarme más. Besándole el cuello y esa parte de la oreja que tanto le gustaba, la hice recostarse sobre los cojines y le hablé al oído.
—Venga... Solo un poco.
—Quedamos en que... nada de hacer estas cosas cuando... hubiese más gente en casa, ¿es que no te acuerdas? —me recriminó, aunque por su respiración era evidente que comenzaba a excitarse.
  Puede que ya estuviese caliente antes de que yo llegase, debido a los sonidos que llegaban con claridad desde el dormitorio de invitados, pared con pared con el suyo. En ese momento, los gemidos de Bárbara eran largos y agudos, y los crujidos de la cama fuertes pero espaciados, como si mi tío le estuviese administrando lentas y profundas embestidas.
—Esos dos no se van a enterar de nada. ¿No oyes lo ocupados que están? —dije.
  Mis caricias le levantaron el camisón hasta la cintura, le bajé uno de los tirantes y besé con ansia la amplia superficie de uno de sus pechazos pecosos. Ella me acariciaba la nuca con una mano y con la otra intentaba, sin demasiado empeño, mantener en su sitio la delicada prenda.
—Carlos... Por favor... No puede ser...
—Solo un poco...—Me recosté sobre ella de forma que mi polla rozaba uno de sus muslos —. ¿Me vas a dejar así? No voy a poder dormir... y mañana madrugo.
  Conseguí liberar por completo una de las ubres y me amorré al sabroso pezón como un ternero. Eso la obligó a soltar un agudo suspiro. Conseguí meter la mano bajo sus bragas, deslicé los dedos por el sedoso vello de su pubis y encontré los acogedores pliegues de su carnoso coño.
—Ay, Dios mío... Siempre te... sales con la tuya, tunante —dijo, ruborizada ya como si hubiese corrido los cien metros lisos—. Pero que sea rápido, ¿eh? Y estate... atento a tus tíos. Si paran te vas corriendo a tu cuarto... ¿estamos?
  Asentí con la boca llena de teta y metí dos dedos en la raja que ya comenzaba a estar húmeda. No sabía cuanto aguante tenía mi tío David en la cama, pero esperaba que fuese suficiente como para poder desfogarme con la voluptuosa viuda. Por si acaso, no debía perder mucho el tiempo. Interrumpí el banquete mamario y busqué sus labios, saboreando su lengua mientras le bajaba las bragas a tirones.
—Espera... no seas bruto.
  Ella misma se las bajó, se las sacó por los tobillos con un ágil movimiento y las escondió bajo la almohada. No entendí muy bien ese gesto, ya que si alguien entraba de repente y nos pillaba con las manos en la masa del incesto no importaba mucho dónde estuviese su ropa interior. Sin quitarme los boxers, por si tenía que salir por patas, le levanté el camisón hasta el ombligo y me coloqué sobre ella, sin dejar de besarla y de recibir sus pausadas caricias. Nuestros apasionados vecinos no daban muestras de cansancio y aproveché uno de los gemidos de Barbi para metérsela a mi abuela hasta la empuñadura, de un único empujón, sin violencia pero con energía. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito y sentí su cuerpo estremecerse bajo el mío.
—Ten cuidado... por favor
—¿Te he hecho daño?
—No, cielo... Pero no seas tan bestia... Que no podemos hacer mucho ruido.
  Iba a costarme seguir su consejo teniendo en cuenta lo caliente que estaba, pero lo intenté. Comencé a bombear muy despacio, entrando y saliendo con calma de su acogedor cuerpo. Me abrazó y levantó una de sus piernas de forma que notaba las redondeces de su pantorrilla en la parte baja de la espalda. Me besaba sin parar, tanto los labios como el cuello y los hombros.
—Así, cielo... Despacito... Eso es... Así... —susurraba, con un agudo hilo de voz.
  A medida que el recién reconciliado matrimonio aumentaba la intensidad, yo incrementaba también la velocidad de mis estocadas. Cuando hacían una pausa, la dejaba dentro y acariciaba el muslazo o los pechos temblorosos de mi amante. Una de las pausas fue tan larga que abrió mucho los ojos y se quedó muy quieta, mirando la puerta y lista para lanzarme al suelo de un empujón si hacía falta. Por suerte, mis tíos reanudaron el fornicio con renovado ímpetu, y nosotros les imitamos.
  Reconozco que esa noche fui bastante egoísta con mi abuela y me desahogué sin preocuparme de que ella disfrutase de un merecido orgasmo, pero me juré que se lo compensaría con creces cuando estuviésemos solos. Animado por el ahora ya escandaloso e indecente concierto sexual de mis tíos, el deseo febril y el efecto del tónico, aceleré el ritmo y la fuerza de mis embestidas y en pocos minutos descargué dentro del acogedor coño una buena cantidad de semen, apretando mi cuerpo contra el suyo con convulsiones contenidas y esforzándome por mantenerme en silencio. Ella, generosa como ninguna, me animaba con más besos, caricias y susurros.
  La saqué y me tumbé en la cama, recuperando el aliento sin hacer ruido. En la habitación de al lado los gritos y gemidos, tanto masculinos como femeninos, eran tan exagerados que no pudimos evitar reírnos por lo bajo.
—Qué barbaridad... Esta chica me lo mata —dijo mi abuela, bromeando, ya que no temía realmente por la integridad física de su robusto hijo.
—¡Ja ja! Parece que con el calentón se han olvidado de que estás aquí. ¿Quieres que les pegue unos golpes en la puerta?
—Ay, no, tesoro... Qué vergüenza. Déjalos que disfruten, que a mi no me molestan.
  Dicho esto, se giró hacia mí, me dio un largo beso en la mejilla, me acarició el abdomen y guardó mi herramienta dentro de mis gayumbos con facilidad, pues ya había perdido parte de su dureza.
—Venga, cielo, vete a la cama. Hoy no puedes dormir aquí —me dijo, pronunciando la última frase con cierta tristeza.
Me bajé del lecho de un salto y antes de irme me incliné sobre ella y obtuve una última ración de juguetona lengua, acompañada por un breve magreo de tetas.
—Ya verás cuando nos quedemos solos. Te vas a enterar. —prometí.
—Tu si que te vas a enterar, granuja —dijo ella, dándome un pícaro cachete en la nalga cuando me giré.
  Salí al pasillo y caminé sin preocuparme del sigilo, ya que mis tíos seguían a lo suyo y no hubiesen escuchado ni una estampida de búfalos. En mi habitación, encendí el último cigarro de la jornada y me tumbé en la oscuridad. Había sido un día largo. Largo, extraño y magnífico. Tenía la sensación de que ese viernes de Junio había durado más de un mes, y desde luego las experiencias habían sido tantas como las que, antes de encontrar el tónico, no habría tenido ni en todo un año. ¿Sería el día siguiente igual de movido o aquel sorprendente verano me daría un respiro?




CONTINUARÁ...





relato

2 comentarios - El tónico familiar (11-2).

Donald696969 +1
Como dicen uds. Sos la mera OSTIA. Me encanta tu cuento. Wowww
guverdo +1
Excelente cuento muy bien redactado y sin flatas de ortografia, te felicito, a ver cuando continuas!