El tónico familiar (4-2)

El tónico familiar (4-2)


EL TÓNICO FAMILIAR.

CAPÍTULO CUATRO.
SEGUNDA PARTE.

  A eso de las once de la mañana me despertó el contacto de una mano en mi hombro. Al abrir los ojos vi a mi madre inclinada sobre la cama, perfectamente vestida y peinada, con sus pantaloncitos tejanos y una camiseta blanca de tirantes.
—Venga, despierta, que ya es hora.
  Sonreí, le agarré el brazo y tiré de ella, obligándola a tumbarse sobre mí. Se resistió y apenas conseguí darle un beso en la mejilla. El breve contacto bastó para añadir varias magnitudes de dureza a mi empalme mañanero.
—¡Carlos, joder! ¿Y si nos ve tu abuela? —me amonestó, en voz muy baja—. Olvídate de lo de anoche y no hagas estupideces.
—¿Que me olvide de lo de anoche? —pregunté, entre sorprendido y burlón—. No te entiendo. ¿Qué paso anoche?
—Muy gracioso. Ya hablaremos.
  Dicho esto salió de la habitación. Me vestí, fui al baño y a desayunar. Me sorprendió no encontrar a nadie en la cocina. Ver a mi abuela y sus abundantes curvas junto a la encimera era algo que me alegraba las mañanas. Me concentré en las tostadas frías que me habían dejado en la mesa y diez minutos después escuché su voz detrás de mí.
—Buenos días, dormilón. Ya era hora.
  Me giré en la silla y la miré de arriba a abajo, sin disimulo. Me sorprendió que no llevase la ropa de faena sino un atuendo más formal. Vestía una blusa verde parecida a la que había usado en nuestra cena, pero de manga larga. La holgada prenda no conseguía disimular ni por asomo el exagerado volumen de sus pechos, aunque la llevaba abotonada hasta el cuello. Las anchas caderas se ocultaban bajo una sobria falda negra que la cubría hasta un poco más abajo de las rodillas, y calzaba unos zapatos también negros, de tacón bajo y con una pequeña hebilla plateada en la cinta que cruzaba el empeine. Llevaba los rizos pelirrojos perfectamente colocados y unas gafas distintas a las habituales, más discretas y de montura metálica.
—Pero qué guapa estás, abuela. ¿Es que vas a bajar al pueblo? —pregunté, sin dejar de admirar su estampa.
—Pues claro, cielo. Es domingo —dijo, como si eso lo explicase todo.
—Este no sabe ni en que día vive, Feli —intervino mi madre, que había aparecido como por arte de magia junto al fregadero y limpiaba unas tazas.
  La abuela rió, se acercó y me dio un beso en la frente. Se había puesto colonia, y aunque era una agradable fragancia de flores y cítricos, eché de menos su aroma natural. Mi mente confusa al fin consiguió abrirse camino entre todas las explícitas escenas sexuales que me sugerían las dos mujeres presentes.
—Ah, claro. Vas a misa —deduje al fin.
—Sí. A misa de doce —añadió ella.
  No la acompañaba al culto desde que era muy pequeño. Yo no era creyente, y además el ambiente rancio de la iglesia pueblerina me daba ganas de ahorcarme en el campanario. En cuanto a mi madre, se definía como “católica no practicante”, una forma de decir que creía en Dios por si acaso pero que pasaba de ir todos los domingos a escuchar a un cura soltando estupideces. Ese dato, unido a su informal atuendo, indicaba que no tenía intención de acompañar a su suegra al templo.
  La situación me planteaba un interesante dilema. Podía quedarme en la casa, a solas con mamá durante más de una hora, e intentar como mínimo repetir lo ocurrido por la noche. O podía ganar puntos con la abuela llevándola al pueblo, y quizá convencerla para jugar un rato en los asientos traseros del Land-Rover. No tuve que pensar mucho, ya que mi madre decidió por mí.
—Carlos, ¿por qué no te pones algo decente y la llevas en coche? —dijo, apoyada en el borde del fregadero.
  El brillo malicioso en sus ojos me decía que se había anticipado a mis intenciones. Me conocía demasiado bien. Me molestó que no quisiera estar conmigo a solas, pero quizá era por prudencia, ya que no sabíamos a qué hora llegaría mi padre y si nos sorprendía haciendo algo indecoroso su reacción no sería agradable para ninguno de los dos. O a lo mejor solamente quería fastidiarme, dejar claro que a pesar de lo ocurrido nuestras relación no había cambiado en lo fundamental y que su voluntad siempre estaría por encima de mis deseos. Por otro lado, ella no sabía que meterme en un espacioso vehículo con mi atractiva y sexualmente activa anfitriona podía terminar de una forma que ni siquiera imaginaba. Así que le seguí el juego, le devolví la mirada y sonreí como si fuera un santo inmune a cualquier clase de lujuria.
—No hace falta, hija. No me importa ir andando —dijo mi abuela, ajena a nuestro silencioso duelo.
—Anda ya, no te vas a ir andando con el calor que hace teniendo aquí a un chófer particular —insistió mi madre.
—Claro que sí —dije yo, como si fuese la mejor idea de la historia—. Me visto en un segundo y nos vamos.
  Estimulado por la idea de estar a solas con ella, fui a mi habitación. Me puse los tejanos, una camiseta presentable y me peiné. De camino a la puerta principal, pasé por la cocina, donde mi madre recogía los restos del desayuno. El culito apretado bajo la tela de sus shorts atrajo mi mirada como la sangre a los tiburones.
—¿Y la abuela? —pregunté.
—Te está esperando fuera.
  Me acerqué a ella y apreté una de sus nalgas con la mano, sintiendo su firmeza durante un segundo, antes de que me apartase el brazo de un manotazo y me mirase furiosa.
—¡Carlos, joder! Tu padre puede llegar en cualquier momento. Déjate de tonterías.
—Vale, tranquila. Ya hablaremos tú y yo —dije, burlándome de una de sus frases favoritas.
  Salí al exterior y en efecto mi abuela me esperaba junto al Land-Rover, junto a la montaña de desperdicios que habíamos sacado del garaje con tanto esfuerzo. Se rió cuando le abrí la puerta y la ayudé a subir al asiento del copiloto, como todo un caballero. Salimos a las irregulares carreteras de tierra que rodeaban el pueblo. Los numerosos baches hacían botar sus tetazas bajo la ligera camisa y me costaba mantener la atención en el volante. Al sentarse, la recatada falda había subido un poco, dejando a la vista las rodillas y el comienzo de los muslos.
—¿Me echaste de menos anoche? —le pregunté, dedicándole una sonrisa nada inocente.
—Carlitos... No empieces con eso —se quejó.
—¿Qué ocurre? Aquí no nos escucha nadie —la tranquilicé—. Me habría gustado hacerte una visita, pero mi madre durmió en mi habitación y no quería que sospechase algo si no me veía en mi cama.
—Hiciste bien. En la piscina casi me da un infarto... Haciendo eso con ella allí al lado.
—Bah, sabía que no se daría cuenta. Por cierto, fue la mejor paja que me han hecho nunca —mentí, ya que la sorprendente destreza de mamá ocupaba el primer puesto.
—Fue una locura. Al final siempre te sales con la tuya, tunante.
  Intentaba mantenerse seria pero podía ver una tímida sonrisa en la comisura de sus labios rosados. Eso me animó a quitar una mano del volante y acariciarle la rodilla, subiendo un poco por la suave piel del muslo todo cuanto me permitió la falda. Se me puso tan dura que me arrepentí de haberme puesto los tejanos.
—Coge bien el volante, cielo, no sea que tengamos un accidente —dijo, aunque no parecía realmente molesta por mis caricias.
—Tengo una idea. ¿Y si pasas de la misa y vamos a dar una vuelta por el campo? —propuse.
—Tengo que ir a misa —afirmó, esta vez con total seriedad.
  Por su tono y su expresión pude deducir lo que le ocurría. Había cometido un grave pecado, nada menos que dejarse llevar por la lujuria y yacer con su propio nieto. A ojos de Dios, eso debía ser uno de los premios gordos en la quiniela de la condenación eterna. Necesitaba ir a la iglesia para limpiar su alma, cosa que no entendía pero respetaba. Hasta cierto punto.
—Dime, ¿te vas a confesar? —pregunté.
—Claro que sí. Me confieso todos los domingos —dijo con cierto orgullo, cosa que también es pecado, por cierto.
—¿Todos los domingos? ¿Pero qué tienes tú que confesar tanto, con lo buena que eres?
—Todos tenemos nuestros pecadillos, hijo —dijo, con aire resignado.
—¿Le vas a contar al cura lo que hicimos? —pregunté, quizá en un tono demasiado malicioso.
  Eso la hizo removerse un poco en el asiento. Suspiró y miró por la ventanilla, evitando mis ojos curiosos. No terminaba de hacerme gracia que el padre Basilio, el cura del pueblo, estuviese al tanto de mi vida sexual, por pecaminosa que fuese.
—Qué remedio —dijo mi abuela, mezclando las palabras con un suspiro.
—Dijiste que no te arrepentías de haberlo hecho.
—Y no me arrepiento, cielo... Pero... No es lo mismo, ¿entiendes?
  No, no lo entendía en absoluto, y francamente creo que ella tampoco tenía demasiado claro como funcionaba todo ese rollo de los pecados, la confesión y el perdón divino.
—Sigo pensando que deberíamos dar un paseo por el campo, tu y yo solos, y añadir algún pecado más a la lista —dije, volviendo a acariciar su pierna.
Esta vez si me apartó la mano. Cuando me miró su semblante pretendía ser severo pero no pudo evitar sonreír.
—Anda, deja las manos quietas que estamos llegando.
  En efecto, ya estábamos en el pueblo. Aparqué cerca de la iglesia y acompañé a mi devota y moralmente confusa abuela hasta la puerta, que daba a la plaza del pueblo. Allí habría unas treinta personas, la mayoría ancianas, muchas de ellas tan decrépitas que usaban bastón o caminaban tan encorvadas como si buscasen setas en el empedrado. Comparada con ellas, mi madura acompañante era una jovencita. La única que llamó mi atención fue una cincuentona alta y delgada, a la que reconocí ya que era la esposa del alcalde. Vestía de forma más sofisticada que las pueblerinas y su rictus desabrido indicaba que no le entusiasmaba verse rodeada por esa chusma.
  Dejé a la abuela presumir un rato de nieto con sus amigas, si es que realmente podía considerar sus amigas a ese grupúsculo de viejas beatas, en nada parecidas a ella. Todas comentaron lo mucho que me parecía a mi difunto abuelo y lo mucho que había crecido (mis cojones si que han crecido, pensé). Por fin entraron al románico templo y la retuve un momento para hablarle.
—Voy a dar una vuelta. Si cuando salgas no estoy aquí mira en el bar.
—Muy bien, tesoro.
—Y dale recuerdos al padre Basilio de mi parte.
  No le hizo demasiada gracia esa última broma pero no dejó de sonreír, fue hasta la puerta de la iglesia y desapareció dentro mientras echaba un vistazo furtivo a sus bamboleantes nalgas de pecadora. Como había dicho di un paseo por las escasas calles que formaban aquel villorrio. Pasé por el estanco, que por ser domingo estaba cerrado, y me pregunté cuantas veces habría gozado la antipática Sandra del mastodóntico cipote que calzaba el tonto del pueblo.
  Aburrido y muerto de sed, orienté mis pasos hacia la calle donde estaba Casa Juan 2, el mejor y único bar del pueblo. No preguntéis el por qué de ese “dos” ni dónde estaba el Casa Juan original, porque es una historia larga y aburrida. Estaba a punto de llegar cuando alguien me llamó con un chistido desde un callejón solitario. Era un tipo mayor de sesenta años, alto y corpulento, con una desaliñada mata de pelo canoso en su macizo cabezón. Me resultaba familiar, así que me acerqué sin temor a pesar de su extraña actitud.
—Buenas —saludé.
—Sí, sí, buenas. Ven, que no nos vean —dijo, haciendo gestos con la mano para que me adentrase más en el callejón.
  El viejo no tenía pinta de ladrón. Era el típico campesino con algo de dinero que llevaba pantalones de pana y un reloj caro. Tampoco era probable que quisiera violarme o que fuese un asesino en serie, así que lo seguí. Se tranquilizó cuando estuvimos lo bastante resguardados de miradas ajenas y me miró de arriba a abajo con unos ojos pequeños y enrojecidos, propios de alguien que le pega a la botella más de lo recomendable.
—Eres el nieto de Doña Felisa, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, soy Carlos. ¿Y usted? Me suena su cara, pero...
—Soy Ramón Montillo, el padre de Monchito —dijo el tipo.
  Entonces lo reconocí. Al igual que mi abuela, los Montillo vivían en las afueras del pueblo, solo que en una propiedad mucho más grande, en la que criaban cerdos. Eran una familia sórdida y huraña, poco queridos en la localidad. Monchito era el único de ellos que bajaba al pueblo a diario, para pasarse la jornada deambulando, más que nada porque en la finca familiar no le hacían caso y se sentía solo. En cuanto el criador de cerdos nombró a su hijo me puse en guardia e intenté aparentar calma.
—¿En qué puedo ayudarle, Don Ramón? —pregunté.
—Mi hijo me ha dicho que el otro día le diste no se qué brebaje, ¿es verdad?
  Me maldije a mí mismo por mi estupidez. Tenía que haber previsto que el retrasado terminaría contándole a alguien lo del tónico. El tipo se rascó su bulbosa y roja nariz, esperando mi respuesta.
—No sé de qué me habla. Creo que se confunde de...
—No me vengas con cuentos, chaval. Mi hijo se anda jodiendo a la nuera del estanquero, y ese tarado no es capaz de follar si no le pago una puta.
—¿Habla de Sandra? ¿Está seguro? —dije, para ganar tiempo.
—Sandra, sí, la rubia. Dice que se la ha jodido varias veces, y si lo dice es verdad porque mi hijo nunca miente. Es tan tonto que no sabe. Y además anda tan caliente que lo tengo que vigilar para que no se chusque a alguna de las cerdas. Hasta a sus hermanas y a su madre ha intentado meterles el cipote de caballo ese que tiene. A bastonazos en el lomo tuve que quitarle la idea.
—Vaya... Lo siento. Pero no entiendo que tiene todo eso que ver conmigo —dije, poniendo cara de inocente.
—No te hagas el tonto, que ya te lo he dicho. Dice que le diste algo que lo puso verraco.
  El Montillo no estaba dispuesto a salir del callejón sin aclarar el tema. No parecía enfadado, la brusquedad que mostraba era su forma de hablar habitual, pero noté que comenzaba a impacientarse. Aunque fuese viejo, el tipo podía partirme en dos como si fuese una barra de pan, así que decidí que era mejor para mi salud decir la verdad. O parte de ella.
—Bueno... Es cierto que le di un traguito de licor y le aconsejé que hablase con Sandra, porque me di cuenta de que la chica le gustaba, pero yo no sabía que estaba casada. El trago debió darle confianza, si como usted dice consiguió llevársela al huerto.
Mi historia, en gran parte cierta, no convenció al tosco padre de Monchito ni por asomo.
—¿Qué confianza ni qué hostias? Mi hijo bebe como un cosaco desde que hizo la primera comunión y nunca se ha atrevido a hablarle a una moza. Y ya te dije que ni dándole de garrotazos se le pasaba la calentura, así que de licor nada. Eso no era un licor corriente como que me llamo Ramón.
  El viejo no era fácil de engañar, y mucho menos después de haber sido testigo de los efectos del tónico. Pensé a toda velocidad, intentando encontrar la forma de satisfacer su curiosidad sin revelarle todo el secreto.
—Está bien... Tiene usted razón, no es un licor normal —dije. Me acerqué un poco más a él y miré a los extremos del callejón, con aire conspirador—. Es una fórmula que preparan en secreto en una botica de la ciudad. Es cara y difícil de conseguir, pero yo tengo un contacto. Eso es todo lo que puedo decir. Si se enteran de que lo voy contando me puedo meter en problemas.
  El porquero me miró fijamente unos segundos, rascándose su abultado vientre. Recé a ese dios en el que no creía para que se hubiese tragado la historia. Lo que dijo a continuación me sorprendió.
—Quiero probarlo.
—¿Quiere probarlo?
—Eso es, quiero catar ese licor o fórmula o lo que sea. Verás... —Esta vez fue él quien se acercó y me habló en voz baja—. Te voy a hablar en confianza, chaval. Mi mujer se queja de que ya no cumplo como antes, y me saca de quicio. La hija de puta es vieja y está gorda como el muñeco de Michelín, pero la culpa es mía por lo visto. Me llama impotente y cosas por el estilo y claro, le tengo que zurrar. Si le echo un par de buenos polvos a lo mejor me deja tranquilo una temporada, ¿me entiendes?
—Le entiendo —dije, asintiendo.
—Además —continuó Don Ramón—. Tengo una amiguita en el pueblo de al lado. Un pimpollo de veinticinco años con unas tetas y un culito que... En fin, también se queja de que aguanto poco cuando jodemos, y a esta no le puedo zurrar porque no estamos casados. Vamos, que me vendría bien el licor ese para cumplir en casa y fuera de casa, como debe ser.
—Le entiendo. Pero verá, como ya le dije, es difícil de conseg...
—¿Cuanto quieres, eh? —interrumpió.
  Saco del bolsillo una desgastada billetera de cuero y la abrió, dejando a la vista una buena cantidad de billetes. La visión del dinero me hizo replantearme mi actitud. Mi economía dependía de la exigua paga semanal que mis padres me daban como si fuese una limosna, que apenas me llegaba para el tabaco, la birra y el costo. Estaría bien manejar algo de panoja para variar. El viejo sacó de la cartera una cantidad en pesetas que hoy en día equivaldría a unos doscientos euros. Debía estar bastante desesperado para ofrecer tanto. Suspiré, como si aceptar el dinero fuese una molestia, y me metí los billetes en el bolsillo.
—Está bien, le traeré un poco. Pero ni una palabra a nadie, ¿entendido?
—Descuida, chaval. No soy de los que se van de la lengua. El chivato de mi hijo ha salido a su madre.
—Espere aquí. Vuelvo en diez minutos.
  Salí del callejón y respiré aliviado. No me había llevado una paliza pero me había visto obligado a confesar gran parte de mi secreto, lo cual no me agradaba en absoluto a pesar del dinerito fresco en mi bolsillo. Quería terminar cuanto antes con el turbio negocio así que aceleré el paso hacia el bar.
  Era el típico bar de pueblo, con su olor a vino rancio, colillas por el suelo y un expositor de tapas con ensaladilla rusa de aspecto ominoso. Varios paisanos de avanzada edad jugaban al dominó en una de las mesas y otros se apoyaban en la barra, detrás de la cual estaba el barman y propietario de Casa Juan 2, quien curiosamente se llamaba Pedro. Me caía bien y en circunstancias normales habríamos charlado un rato, pero no lo eran.
—Buenas, Pedro —saludé.
  El barman, un calvo y orondo cincuentón, se giró sonriente y se colocó en el hombro con soltura el trapo amarillento con el que limpiaba la barra.
—¡Hombre, Carlos! Dichosos los ojos. ¿Qué te pongo?
—¿Me puedes vender un par de quintos? Nos hemos quedado sin cerveza en casa y hoy no hay nada abierto —dije.
—Claro que sí. Para eso estamos.
  Se giró y sacó los dos pequeños botellines de una nevera. Los puso frente a mí y le pagué con la calderilla que llevaba en los bolsillos. Los agarré y me dispuse a irme.
—¿No quieres una cañita? Una para el camino, hombre. Invita la casa.
—Eh... No, gracias, de verdad. Me está esperando... Mi abuela —me excusé.
—Ah, bueno, pues nada. Salúdala de mi parte, que hace mucho que no la veo.
—Y de mi parte también —intervino un vejestorio con cara de sátiro que bebía vino en la barra—. Dile que cada día está más guapa y más lozana.
—Deja al chaval, Venancio. Te he dicho mil veces que Doña Felisa es mucha mujer para ti —dijo Pedro, en el tono elevado de quien le habla a un sordo.
  Algunos parroquianos se echaron a reír y entendí lo que decía mi abuela sobre sus ancianos y rijosos pretendientes. Aproveché para salir del bar y fui a paso ligero hasta el Land-Rover. En la parte de atrás, saqué la botella de tónico de la que había bebido Monchito. Destapé uno de los quintos usando la base de mi mechero, con cuidado de no doblar la chapa. Me bebí la cerveza de un trago, eructé y la sacudí para vaciarla bien. Vertí dentro un poco de tónico, apenas dos dedos, y volví a tapar el botellín con la chapa.
  De vuelta en el callejón, encontré a mi cliente fumándose un grueso puro. Miré a todas partes como si fuese a pasarle heroína y le tendí el botellín. Lo levantó frente a sus ojillos porcinos y torció la boca.
—¿Solo esto? —se quejó.
—Solo hay que tomar una cucharada, como si fuese jarabe. Con eso tiene para un tiempo —expliqué, aunque aún no estaba seguro de la dosis adecuada.
—Bueno, a ver si es verdad. —Se quitó el puro de la boca y me señaló con él, amenazante—. No se te ocurra intentar estafarme, ¿eh?
—Claro que no —repliqué, indignado—. Si no funciona le devuelvo el dinero. Pero funciona, se lo aseguro.
—Ya veremos. Y ni una palabra a nadie, ¿estamos?
—Lo mismo le digo.
  Ramón Montillo desapareció por el extremo del callejón con su reciente adquisición en el bolsillo, soltando grandes bocanadas de humo. Si ese palurdo no conseguía complacer a su mujer y a su querida tendría problemas, pero conocía demasiado bien la efectividad del “Tónico recostituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya” como para preocuparme demasiado. Además, tenía pasta en el bolsillo y mi vida sexual era aún más interesante que la de ese criador de cerdos.
  Sacié mi sed con el segundo quinto de cerveza, otro brebaje que nunca fallaba, y esperé a mi abuela en la plaza. Cuando salió de misa, tan rubicunda y suculenta como había entrado, se paró a charlar un buen rato con algunas de las lugareñas. Me moría de ganas por salir del pueblo, pero no quería importunarla durante su escasa vida social, así que esperé como un buen chico junto al coche. Me sorprendió verla hablar amistosamente con la elegante y espigada alcaldesa, quien apenas dirigía la palabra a las demás mujeres. Otra prueba de que Doña Felisa valía demasiado para ese pueblucho.
  
  Una vez en el Land-Rover, levantando polvo por las precarias carreteras rurales, la miré de arriba a abajo. Parecía más relajada y risueña que en el camino de ida.
—¿Has estado en el bar? —preguntó.
—Sí, he ido a saludar a Pedro —dije. Hice una pausa y la miré con aire socarrón—. Por cierto, Venancio te envía saludos.
—Buff, ese viejo verde, qué pesado es —se lamentó—. ¿Ves por qué apenas bajo al pueblo?
—Deberías plantarles cara. Si les pegas un buen corte seguro que no te molestan más. No son más que unos viejos inofensivos.
—Hijo, ya sabes que yo no soy así. No me gusta discutir con la gente.
  La consolé con una cariñosa caricia en la rodilla y decidí cambiar de tema.
—Dime, ¿te has confesado?
—¿Ya estás otra vez con eso, Carlitos? Sí, hijo, me he confesado y he comulgado, como siempre —dijo, en tono cansado.
—¿Se lo has contado?
—¿El qué?
—Ya sabes el qué. Nuestros pecados en tu cama y en la piscina.
  Suspiró y miró por la ventanilla. El paisaje montañoso era bonito, desde luego, pero ella lo tenía muy visto y me molestaba que lo usase como excusa para no mirarme.
—No. No se lo he contado. ¿Contento? —dijo al fin.
—Si tu estás contenta yo también.
  Eso la hizo sonreír de nuevo. Se inclinó para darme un sonoro beso en la mejilla y también mejoró mi estado de ánimo.
—Tengo una idea. ¿Y si paramos un momento en...?
—No. Déjate de ideas —me interrumpió, severa pero aún sonriente—. Vamos derechos a casa, que hay que hacer la comida. ¿No tienes hambre?
—Tanto que te comería entera.
—¡Carlitos!
  Entre bromas y caricias furtivas llegamos al familiar garaje. Cuando aparqué el coche volvimos a ser, a ojos de los demás, nada más que una abuela y su nieto. No podía parar de pensar en lo que pasaría esa noche, cuando mis padres se fuesen y volviésemos a estar solos. Mis fantasías eran tan placenteras que apenas me molestó la inquietud provocada por la otra idea que rondaba mi cabeza: el tónico ya no era un secreto, y eso podría traerme problemas.
 

CONTINUARÁ...


relato


  NOTA del AUTOR: Sí, ya se que en esta parte no ha habido sexo. Ello se debe a que el editor de posts no acepta textos muy largos y he tenido que dividir el capítulo. Pero tranquilos, en el próximo habrá fornicio y guarreo de sobra.

milf

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