Clases de verano con Sarita I

Por Ramírez:
Sarita es algo así como la niña mimada del pueblo, no en el mal sentido, sino por el hecho que todo el mundo la quiere mucho. Todos la conocen y la tratan como si fuera su propia hija. Será porque es tan bondadosa y cariñosa con todos. Siempre quiere ayudar y nunca le falta una sonrisa en el rostro.
 
Yo la conozco bien, desde siempre, aunque no es extraño ya que se lleva bien con todos los chicos y chicas del pueblo. Todos le tenemos mucho cariño, no sólo por su forma de ser sino también porque se expresa mucho mediante el contacto físico. Cuando saluda a los vecinos por la calle siempre es muy afectuosa, generosa dando besos y abrazos a todos por igual.
 
Todos los chicos de barrio que conozco han estado perdidamente enamorados de ella en algún momento. Y no puedo negarles el mal gusto, porque es que para colmo Sarita es todo un bomboncito. Sus cabellos son lisos y oscuros como la noche, y siempre los recoge en algún tipo de coleta o trenza, según el día. Su carita transmite toda la dulzura que tiene en su interior. Y en plena adolescencia, su pequeño cuerpecito apunta muchas maneras, con una forma de moverse que hipnotiza a cualquiera.
 
Yo nunca pensé en ella de esa manera, porque me llevo varios años con ella. Yo la veía algo más como la hermana pequeña que nunca tuve. Y la verdad, me fijaba más en mis compañeras de universidad, con las que había tenido algún que otro rollo desde que empecé la carrera.
 
Ese verano sus padres me pidieron que le ayudara a reforzar las mates, ya que al parecer había un profesor nuevo en la escuela que les daba mucha caña y Sarita tenía un poco de dificultad a seguir el ritmo.
 
Yo acababa de licenciarme, y tenía bastante tiempo libre mientras esperaba a que comenzaran las clases del máster de ingeniería que estoy cursando. Así que sin duda acepté el trabajito y empecé a ver a Sarita tres o cuatro veces por semana.
 
No teníamos una hora fija, y dependía un poco del horario de la madre. Normalmente le daba clases o por la mañana temprano, o por la tarde antes de la cena. A mí me gustaba más por las mañanas, ya que por las tardes el calor se hacía insufrible y era difícil concentrarse. Lo único bueno de esas horas era que Sarita a menudo estaba en bañador después de haberse pasado el día en la piscina.
 
Aunque en realidad no se me ocurría que algo pasara con ella, simplemente era un regalo para la vista ver su esbelta figura tan de cerca. Además, era un placer sentir el contacto de su piel cuando llegaba a su casa y me recibía con un cálido y largo abrazo, acompañados de un par de besos. Y si el más mínimo atisbo de duda y tentación me cruzaba la cabeza, se veía reducido a nada rápidamente ya que su mamá nunca nos dejaba solos, y siempre le daba las clases en el comedor en pleno centro de la casa.
 
Eso era hasta ese día; el día en el que todo empezó a cambiar.
 
Su madre me había pedido si podía ir más pronto esa mañana, ya que le había surgido algo en el trabajo de última hora pero aún así no quería que Sarita se quedara sin su clase.
 
Me presenté a unas dolorosas siete y media de la mañana a mediados de Julio. Cuando me abrió la mamá pude sentir enseguida lo estresada que estaba. No entendí los motivos en su totalidad, pero parecía que alguna compañera de trabajo se había echado atrás y gracias a eso ella tenía una gran oportunidad para hacerse cargo de algo importante.
 
Excusándose un millón de veces, me dijo que tenía que irse incluso más pronto de lo que había previsto y prácticamente estaba ya saliendo por la puerta. Me hizo pasar al comedor donde Sarita devoraba un bol de cereales con leche. Estaba aún en “pijama”, o lo que supuse hacía función de ello, que consistía en una camisetita blanca de tirantes que se apretaba contra sus incipientes senos, y las típicas braguitas de algodón.
 
—¿Tú has desayunado algo, corazón? —me preguntó la madre luciendo generosidad, aunque su voz denotaba su alto nivel de estrés.
 
—No se preocupe por mí, señora, que ya vengo desayunado —contesté intentando transmitir la mayor calma posible—. ¿Necesita usted que la ayude en algo?
 
—Es muy amable por tu parte. Solamente cuida que Sarita se acuerde de tomarse el medicamento a las ocho en punto —y entonces dirigiéndose a ella dijo—. ¿Te acordarás cariño? Y no te olvides que tienes la natación a las diez, ¿de acuerdo?
 
—Sí, mami, no te preocupes… que ya no soy una niña… —respondió Sarita.
 
—¡Hay, cariño! Tú siempre serás mi niña pequeña… ven aquí.
 
Las dos se dieron unos cuantos besos y achuchones justo antes de que la madre desapareciera definitivamente por la puerta, dejándome a solas con Sarita por primera vez en mi vida.
 
Me quedé observándola un minuto, se la veía igual de perdida que yo. Nos habíamos visto docenas de veces esas últimas semanas, y aún así parecía que éramos completos desconocidos. Le dije que terminara de desayunar tranquilamente mientras sacaba mis libretas y me instalaba en la mesa.
 
No nos dirigimos la palabra mientras ella se tomaba las últimas cucharadas y recogía su desayuno. Al dirigirse a la cocina con sus platos sucios, me fijé en su culito apenas cubierto por esas escasas braguitas blancas y en el movimiento natural que columpiaba sus nalguitas.
 
Cuando volvió un par de minutos más tarde ya venía con su libreta, lista a empezar la clase.
 
—Bueno, ¿dónde lo dejamos…? —dije mientras ella se acomodaba al otro lado de la mesa.
 
Secretamente intentaba estudiar sus pechos que se marcaban a la perfección bajo la fina tela de ese top. Se le notaba un pezón abultadito, y la transparencia de su prenda me estaba poniendo muy nervioso.
 
Me costó un poco, pero conseguí reconducir mis pensamientos a las matemáticas. Sarita volvía a parecer la de siempre, y su eterna sonrisa me tranquilizaba. Avanzamos según el plan que había previsto para ese día bastante rápidamente, y es que además es buena estudiante.
 
Estábamos en pleno debate sobre cómo resolver de la mejor manera un problema trigonométrico, cuando Sarita me sorprendió con un grito repentino.
 
—¡Oh no! ¡El medicamento!
 
Miré la hora y efectivamente ya eran las ocho y cuarto.
 
—Bueno… solo pasan quince minutos, no pasa nada —la tranquilizé.
 
—Me lo tengo que tomar a las ocho en punto para que me haga efecto antes de la clase de natación. Es muy importante… —dijo saliendo disparada hacia el pasillo.
 
La esperé repasando algunos de los apuntes que me había preparado para la clase. A los cinco minutos me pregunté cuánto se podía tardar para tomarse una pastilla y un vaso de agua. Quizá había aprovechado el momento para cambiarse o ir al baño.
 
Antes de poder conjeturar por más tiempo, Sarita reapareció en el salón, aunque por alguna razón venía hacia mí muy despacio y cabizbaja. Se paró justo a mi lado y pude ver que estaba extremadamente ruborizada e intentaba decir algo sin apenas mover los labios.
 
—¿Qué pasa Sarita? —dije algo preocupado—. No te entiendo…
 
Entonces, sin poder mirarme, levantó la mano mostrándome el famoso medicamento. Se me heló la sangre cuando ví que se trataba de un supositorio.
 
—Lo he intentado yo sola, pero es que no consigo que se quede… —siguió balbuceando.
 
—Esto… yo no… —no sabía muy bien qué decir—. Mejor que lo veas con tu madre más tarde… ¿no?
 
—Se enfadará si no lo tomo… es un tratamiento muy estricto de tres semanas y si no me lo pongo se echará a perder y tendré que empezar de cero…
 
Estaba insinuando que yo se lo pusiera… ¡Quería que yo le pusiera un supositorio!
 
—Yo es que no… tampoco lo he hecho nunca… —dije nervioso.
 
—Bueno… yo puedo ponérmelo, y luego tú solo tienes que ayudarme para que n..se...mm..se..ga… —acabó la frase a tan poco volumen y sin articular que apenas se le oyó.
 
—¿Cómo…? ¿Yo tengo que hacer qué…?
 
—Aguantarlo para que no se me salga —dijo al fin tajante.
 
Me quedé en blanco un instante, sin poder reaccionar.
 
—Lo siento… es que yo pensaba que podría… pero ya he malgastado dos supositorios y mi madre se va a enfadar si no… —hablaba mirando al suelo, completamente enrojecida y muy nerviosa.
 
Me dió un poco de pena, porque estaba claro que Sarita estaba avergonzada y no me lo pediría si no tuviera otra opción.
 
—Bueno, no le demos más vueltas —dije en un tono comprensivo—. No te preocupes, que no pasa nada. No quiero que te sientas mal, son cosas que pasan, ¿vale? Para eso somos amigos.
 
Su sonrisa volvió al fin, y me hizo sentir un poco mejor, aunque algo preocupado por lo que tenía que hacer a continuación.
 
No sabía muy bien cómo o dónde quería que la ayudara, y creo que ella tampoco lo tenía demasiado claro. Al final se dirigió a uno de los sofás del salón y se sentó. Yo la seguí, y quedé de pie justo en frente suyo esperando instrucciones.
 
—¿Puedes girarte mientras…?
 
—Por supuesto, yo no sabía… —balbuceé mientras me giraba obediente.
 
Pasaron unos segundos que se me hicieron eternos, mientras oía como Sarita se movía detrás mío.
 
—Es que… es que no llego bien… —dijo con un hilo de voz, temblorosa—. ¿Me… me ayudas porfa?
 
Al fin me giré, y creo que mi corazón se saltó un par de pálpitos cuando la ví. Estaba encogida sobre sí misma con las piernas un poco abiertas e intentando llegar a tocarse el recto con una mano, aunque la posición que había adoptado no parecía ser la más idónea y su antebrazo quedaba bloqueado por su muslo. Podía ver su coñito, recubierto de una fina capa de vello adolescente. Y es que tenía las braguitas bajadas como a un palmo, impidiéndole que pudiera abrir más las piernas y crear más espacio para ejecutar la maniobra.
 
La chica sería nadadora, pero estaba claro que contorsionista no era, porque se había hecho un lío ella sola. No pude evitar que se me escapara una carcajada.
 
—¡Eeeh…! —exclamó, medio riendo también—, no te rías, que me da mucha vergüenza…
 
—Lo siento, Sarita, lo siento… —dije aguantándome la risa—, es que te lo haces más complicado de lo que es.
 
—¡Bueno, calla y ayuda, que se me está saliendo!
 
Me acerqué arrollidándome en frente suyo. Efectivamente pude ver que el escurridizo supositorio estaba más afuera que adentro, sobresaliendo de entre sus nalgas que aún estaban bastante cerradas al no poder abrir mucho sus piernas. Temblando como un imbécil, acerqué un dedo y empujé, intentando introducirlo de nuevo. Lo hice de la manera más “profesional” y “clíinca” posible. Fui apretando haciéndome paso entre esas blanditas nalgas hasta que noté la presión de su esfínter en la punta del dedo.
 
Aguanté ahí, sin dejar que el supositorio saliera. Y de paso me quedé hipnotizado por la visión de esa magnífica rajita, formada por unos labios mayores gruesos que escondían y guardaban una cavidad que se me antojaba cálida y rosada, inundada de un suculento néctar exprimido por las manos de la mismísima Venus en toda su deidad.
 
—¡Eh! ¿Me oyes? ¡Que se me sale!
 
Los gritos de Sarita me devolvieron a la realidad. Efectivamente, la presión que yo ejercía no era suficiente, y el maldito supositorio se estaba deshaciendo en pedacitos que acabaron escurriéndose entre sus nalgas.
 
—Es que tienes que apretar más, mi madre lo… —y continuó volviendo a un tono más tímido—, mi madre lo mete más a dentro…
 
Me quedé ahí parado mientras Sarita se limpiaba el culo con una toallita húmeda que había traído, previsora.
 
—Ven, lo haremos igual que hago con mi madre —dijo luego levantándose, y la seguí pasillo abajo hasta lo que supuse era su habitación.
 
Se había dejado las braguitas medio bajadas, lo que me permitía ver sus nalgas desnudas al andar. Al llegar sacó otro supositorio de una caja que guardaba sobre su mesita de noche. Me lo entregó, y sin demora se subió a su cama dejando su culito en pompa a un palmo de mí. Empecé a sudar como un cerdo cuando, poco a poco, descendió las braguitas hasta sus rodillas. Esta vez todos sus íntimos orificios quedaron expuestos ante mí completamente.
 
No había nada más que decir, me tocaba hacer mi parte. Saqué el supositorio de su envoltorio y me propuse a aplicárselo. Con un par de dedos lo guié hasta su arrugado anito y con poca dificultad empecé a presionar.
 
—Está vez tienes que empujar más a dentro… que si no se sale… —dijo Sarita con una voz que me pareció muy dulce.
 
Para facilitar la tarea, tuve que separar un poco más sus nalgas con la mano que tenía libre. Al hacerlo, sin querer, también provoqué que su sexo se abriera un poco ante mí. Pude vislumbrar un interior de tonos rosas, que ante mi asombro tenía un brillo inconfundible. Sarita estaba húmeda.
 
Yo nunca había estado más excitado. A medida que mi dedo empujaba el supositorio, mi mano se acercaba inevitablemente a esa rajita, y empecé a notar el calor que desprendía. Cuando el supositorio entró completamente, raso a la altura de su ano, Sarita insistió con voz nerviosa:
 
—Adentro, mételo más adentro…
 
Nunca en mi vida había profanado el culo de una chica, ni siquiera con un dedo, a pesar de las novias que había tenido. La ganas de probar siempre las había tenido y la tentación estuvo cerca, pero no llegó a consumarse nunca. Y ahí estaba yo, y en tan solo unos segundos mi dedo iba a estar clavado en el culito de Sarita.
 
Casi estallo dentro de mis pantalones al sentir su esfínter presionar contra mi dedo, como si me estuviera probando un anillo de una talla demasiado pequeña. Fui lo más despacio que pude, sintiendo a cada milímetro su ardiente interior. Casi me quemaba cuando ya no pude ir más lejos, como si hubiera clavado mi dedo en un pastel recién salido del horno.
 
No podía impedir que mi mano rozara sus labios mayores, y pude sentir la suavidad de sus pelitos casi recién crecidos. Me hubiera gustado acercarme más y probar ese manjar. Su coñito me pareció más hinchado y rojizo que antes, y se abría con más facilidad ante la presión de mi mano contra sus nalgas. Me fijé con detenimiento, y pude ver cómo se formaba una gota de humedad en el umbral de su entrada vaginal. Como si se tratara de una lágrima, esa gota recorrió toda su rajita hasta acabar cayendo sobre la sábana, estirándose viscosa como si se tratase de un poco de miel. Me pregunté si sería igual de dulce.
 
No sé cuánto tiempo pasó, puede que apenas unos segundos, o puede que varias horas. Solo sé que me habría quedado viviendo en ese instante por una eternidad.
 
—Creo que ya está… —dijo Sarita quebrantando el hechizo.
 
—¿Estás segura? —pregunté, por si acaso.
 
Entonces Sarita, como queriendo comprobar si el supositorio estaba bien metido, contrajo su esfínter. Lo sentí comprimirse alrededor de mi dedo, y se me escapó un exhalado “joder” mientras repetía una serie de contracciones cortas y ritmadas.
 
—Sí, creo que ya está… —dijo al fin.
 
Poco a poco fui retirando mi dedo de su interior, evitando ser demasiado brusco. Al salir del todo vi como su esfínter se volvía a cerrar completamente quedando su anito otra vez pequeño y arrugadito.
 
Me levanté y Sarita hizo lo propio, aunque se dejó las braguitas a la altura de sus rodillas. Sin verlo venir, se abrazó a mí como solía hacer, aunque ya nada volvería a ser como antes.
 
Me dijo que podía usar su baño para lavarme las manos si quería, cosa que acepté. Ella, sin pudor alguno, acabó de sacarse las braguitas completamente antes de darme tiempo a salir. Cuando terminé de lavarme y accedí de nuevo a su habitación, la vi de espaldas a mí poniéndose un bañador de una pieza con cierta dificultad.
 
Con discreción me dirigí de nuevo al salón. Cuando llegó se disculpó por haber tardado y me comentó que así ya estaría lista para la natación. El bañador era verde pastel, y se pegaba tanto a sus pechos que se notaba la dureza del pezón a través de la tela. Y calculé que era quizá una talla por debajo de la suya, ya que la vulva también se le marcaba como la huella de un camello.
 
Sin poder rebajar mi excitación, hice todo lo posible para terminar la clase, aunque cada sonrisa, cada comentario o cada roce de Sarita ya no me parecían pura amabilidad e inocencia, sino un invitación a idolatrarla y venerarla como la diosa del amor y la belleza que realmente era.
 
Solamente pude desahogar mis bajos instintos horas más tarde, cuando por fin volví a casa. No sin dejar de sufrir un dolor bastante agudo en ciertas partes que solo los que lo han vivido son capaces de entender.
 
La mamá de Sarita me llamó a la noche siguiente, otra vez con mil disculpas y muy agradecida por haber podido seguir adelante con las clases.
 
—Muchísimas gracias… —repetía al otro lado de la línea—. ¡Las buenas noticias son que me han ascendido! Llevaba años esperando una oportunidad como ésta… —dijo muy emocionada.
 
—Me alegro mucho, señora. ¡Felicidades! —dije yo.
 
—Gracias, corazón… grácias —continuó—. Lo único es que a partir de mañana ya no podré estar presente en las clases de Sarita, tendréis que apañároslas vosotros solos.
 
—Vaya, qué pena… —mentí.
 
—Sí… Es pero que no te importe tener que ocuparte de ella… aunque al fin y al cabo Sarita ya no es una niña… ¿verdad?
 
No. No lo era.
Continuará..

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