Cuadro de putas 13 (final)

El final de la historia. Cómo le va a cada uno de los personajes
               Volviendo al capítulo uno.
Aquí estoy en el sofá de mi cuarto, frente a la televisión, mientras me huelo el dedo, recién sacado del culo de mamá y me toco la polla que la zorra acaba de mamarme y todavía está dura. Mi padre, en el pasillo de al lado, golpea la puerta del baño, donde la putilla se está acicalando. El viejo le grita que se dé prisa, que tienen que salir. Ahora lo tenemos full time en casa, se rompió el menisco y está de baja. Y la cosa va para largo, porque la rehabilitación, con lo gordo que está, se va a prolongar un tiempo, seguro. A mí y a la zorra nos importa un huevo, dado que tenemos el piso de arriba y el viejo sigue con su inveterada costumbre de vivir a base de televisión y los atracones que procura darle mi madre, para que su sedentarismo se mantenga en los niveles necesarios (para que nosotros podamos hacer nuestras guarrerías, se entiende...). De hecho, casi resulta divertido hacerle crecer la cornamenta casi en sus narices. De vez en cuando, apalancados en el sofá, mientras babea medio dormido tras la cena, nos pegamos lotes de escándalo, tapaditos por una ligera mantita. En cualquier caso, tampoco es que vayamos con retraso en lo de follar. Creo que en los últimos dos años, ya hemos hecho todo lo que nos resultaba humanamente posible. No me quejo. Y si ahora, en algún momento, tenemos alguna cortapisa no nos preocupa demasiado, siempre nos queda La Parroquia para desahogarnos.
Bebo un trago de cerveza y escucho las llamadas del cornudo, cada vez más impaciente. Y sonrío, pensando en cómo han cambiado las cosas en los últimos dos años, desde que comenzó todo.
               Ha llegado el momento de recapitular y, para finalizar con esta historia, contaré que tal le va la vida a cada uno de los protagonistas.
               Mis socios, el Moja y Óscar, se han convertido respectivamente en la mano derecha e izquierda del negocio. Hacen que todo rule a la perfección, que las chicas estén contentas y que se mantenga el orden (y la paz) en el local. E, incluso cuando han tenido que intervenir en el exterior, como cuando tuvimos que ir a arreglar el lío en el que se había metido la petarda de mi tía Fina, han actuado con eficacia y precisión (teniendo en cuenta que no son ningunos genios...)
               El Moja, sigue encoñado con su madre, aunque ésta tampoco es que le haga mucho caso y le anda buscando una novia por ahí, para ver si consigue que deje de incordiarla. En el trabajo, se ha convertido en el colaborador más fiel, ¡quién iba a decirlo! Y se puede contar con él para casi cualquier cosa, siempre que no se nos distraiga con alguno de los chochitos que pululan por La Parroquia...
Fátima, que ya era una profesional antes de que empezase todo, se comporta como tal y se centra en el trabajo y en consolidar su posición en la vida: liquidar la hipoteca e ir ahorrando un dinerillo para montarse, en el futuro, un negocio por su cuenta. Me alegraré cuando alcance sus objetivos, como no podía ser menos, pero no negaré que la echaremos de menos. Fue fundamental en los comienzos de La Parroquia y, si al final nos deja, siempre tendrá un rinconcito de nuestros corazones reservado... ¡Y, siempre que venga a vernos, también una buena ración de polla, claro!
               Óscar estuvo un tiempo con la tía Fina, pero luego se cansó y prefirió explorar nuevos objetivos. Estuvo picoteando por ahí. Primero, mojando el churro con una hermana de su padre de 54 tacos que acababa de separarse y se había ido a vivir a la misma finca de sus padres.
Estuvo trajinándosela un tiempo, hasta que se dio cuenta de que lo mejor lo tenía en casa y, siguiendo la estela del negocio, empezó a tirarle los tejos a su madre, que, aunque ya tenía 55 tacos y era una madura del montón, más bien gordita, seguía teniendo un polvete, sobre todo por el morbo de la relación familiar entre ambos.
Cuando me lo contó, le pregunté que cómo es que no se le había ocurrido antes. Por la confusa explicación que obtuve, parece que Óscar todavía conservaba algo de moralidad y no se había convertido en un cínico irrespetuoso como yo. Por ello, era incapaz de ver a su madre como un objetivo sexual apetecible. Simplemente ese pensamiento estaba fuera de sus esquemas.
Venancia, que así se llamaba la buena mujer, era, además, abuela (Óscar tenía dos hermanas mayores que ya estaban casadas). Vestía con ropas anticuadas y batas de estar por casa. Toda esa panoplia antilujuria que evitaba que pareciese una hembra deseable (aunque para algunos pervertidos, entre los que me cuento, si la jaca lo merece, ese tipo de ropa acentúa el morbo de la hembra...). Y, además, siempre tenía a uno o dos nietos en casa, que le dejaban sus hijas para cuidarlos. Por último estaba la omnipresente presencia, en el minúsculo piso, del padre de Óscar, ya jubilado.
               A raíz de una contractura en la espalda que afectó a Venancia, precisamente por levantar a los nietos a destiempo o algo así, el médico le recomendó reposo, y friegas en la espalda con una pomada de la farmacia. Óscar, que había realizado en sus tiempos un cursillo de quiromasaje, se vio obligado a hacerle las “curas” a su madre: las hermanas trabajaban prácticamente todo el día y nunca tenían tiempo. Sólo aparecían para soltar a los nietos. Y el padre, no estaba precisamente para dar masajes...
Así que, cada tarde, volviendo de La Parroquia camino de su apartamento, Óscar hacía una escala en el piso de sus padres. Y, ya el primer día, su padre le indicó que su madre ya le esperaba. Pasó a la habitación de sus padres y se encontró a la jamona boca-abajo en la cama matrimonial, desnuda de cintura para arriba y con las tetazas desparramándose por los lados. Gordita, pero apetecible. Llevaba una faldita fina, en la que se le transparentaban unas bragas anticuadas que cubrían su culazo y, bajo la falda, se intuían dos piernas gordezuelas y hermosas. Al entrar en la habitación, a Óscar le impactó la escena y tras colocarse a horcajadas sobre el enorme culo de su progenitora, extendió la pomada por su blanca espalda y le dio un masaje que dejó a la mujer tiritando. Al mismo tiempo, olvidando los lazos familiares, no pudo evitar restregar su erección por el culazo materno. Aunque Óscar tuvo la duda de sí su madre se habría dado cuenta, tiempo después ella le confirmó que, efectivamente, fue bien consciente de que la sensación de dureza que percibió en su gordo pandero, era la polla enhiesta de su vástago. Y ese hecho sería uno de los factores que propiciaron su comportamiento de los siguientes días.
Venancia, que, como he dicho, tampoco era tonta, se dio cuenta del asunto, pero en lugar de cortarle el rollo, al día siguiente, a pesar de que lo de espalda ya lo tenía superado, le volvió a pedir que le diese un masaje, sólo que esta vez ya lo hizo sin la falda. “Estoy más cómoda, hijo”, le dijo.
Óscar, al encontrarse con el panorama de su madre en bragas, se sorprendió, pero ésta insistió en lo de que así estaba más cómoda y que tranquilo, que el masaje del día anterior le había ido muy bien. Además se había puesto unas bragas de encaje, gigantes, pero de encaje, que ella debía considerar sexis. Y aunque en realidad el aspecto de la mujer oscilaba entre lo cutre y lo hortera, al bueno de Óscar, que de reflejos (sexuales) andaba más que sobrado, la polla se le puso rígida al instante por la morbosa situación. Un detalle que a su, hasta entonces, santa madre, que lo miraba a través del espejo del armario, no le pasó desapercibido. Ahí se retroalimentaron tanto el orgullo materno, como el deseo de mujer, y fue cuando Venancia quemó sus naves y decidió dejar que la cosa se desmadrase.
El chico, al escuchar el “Estoy más cómoda, hijo”, entendió las palabras como una aprobación a sus avances y, más osado que el día anterior, decidió prolongar el masaje a sus tetas desparramadas e ir bajando hacia el culo y los muslos... Obviamente, esta vez, la erección ya era más que evidente, y, sin cortarse un pelo, se sacó el rabo por la bragueta y dejó que su madre notase el calor de la polla por el pandero. Aunque, por esta vez, ni se pajeó, ni intentó ninguna aproximación más...
Al tercer día, su madre, que ya se estaba mostrando más pegajosa, zalamera y cariñosa de lo habitual en cuanto entró en el piso, le volvió a pedir friegas en la espalda. Y eso que se veía perfectamente que, de la espalda, nada de nada, porque se la veía fresca como una lechuga. A Óscar ya no le cupo ninguna duda de que lo que la mujer necesitaba era una buena ración de rabo. Supuso (y acertó) que su madre debía tener una vida sexual bastante precaria, así que le pareció lógico.
Al entrar por tercera vez en la habitación, esta vez su madre, que le precedía, se quitó la bata, quedándose en bragas, igual que el día anterior. Por primera vez se pudo fijar en su cuerpo. Aunque su madre se giró rápido, antes de tumbarse en la cama, Óscar pudo observar, a través del espejo del armario, el rechoncho, pero macizo, cuerpo de su progenitora, con dos tetazas bien grandes y caídas, que se desparramaban por su incipiente barriga. Y al fondo, la braguitas de encaje del día anterior, que dejaban escaparse algunos pelillos. Por detrás, se las había remetido hacia el culo, formando una especie de tanga cutre que a nuestro protagonista le pareció una delicia y se la puso dura al instante. Además, para redondear la jugada, le pidió que cerrase la puerta con el pestillo. “Para que no venga ninguno de los niños a incordiar...”, lo nietos estaban en la habitación contigua con el abuelo, viendo dibujos.
Óscar vio el cielo abierto y esta vez entró a matar. Dejo los detalles a vuestra imaginación. Sólo os digo que fue un polvo cañero, pero bastante clásico. Y con el fondo musical de los dibujos animados de la televisión que estaba al otro lado de la pared. Los amantes procuraron no hacer mucho ruido. No hubo sexo oral, anal, ni posturas raras. Su madre todavía no estaba preparada para conocer los gustos de su hijo. Pero los “masajes” continúan y, poco a poco, Óscar está introduciendo a su madre en todas las prácticas sexuales que a él le gustan. Aunque, por lo que me ha contado, todavía es pronto para incluirla en la plantilla del club de La Parroquia... pero no descarta nada.
Rosa, la antigua suegra de Óscar, se ha convertido en uno de los puntales del negocio. Entre ella y nuestra adorable ex-monja, Teresa, se llevan a la mitad de los clientes. Son unas entusiastas del puterío. Aunque con Rosa suele ir con cuidado y siempre se preocupa de ver el aspecto de los clientes antes de cepillárselos. Teniendo en cuenta que sigue “felizmente” casada, no quiere que ninguna indiscreción ponga sobre la pista de sus infidelidades a su marido policía. En casa, nadie sospecha nada, y Rosita, su hija, tras superar la traumática ruptura con nuestro Óscar, ha entablado relaciones con un compañero joven de su padre, también policía. Un chico serio y formal, pero al que la zorra de Rosa ya le ha echado el ojo y, según le contó a mi madre, ya había hecho una apuesta con su compinche Teresa a que, antes de dos semanas se lo iba a estar follando. Conociéndola un poco, estoy seguro de que lo logrará. Menuda arpía está hecha.
En cuanto a mi tía Fina, lo más destacado es que a la muy gilipollas no se le ocurrió una idea más brillante que la de recuperar su relación con el chulo de su yerno, el capullo de Gustavo, al que habíamos asustado entre mis colegas y yo.
Me enteré de chiripa y me puso de muy mala ostia. Era un día entre semana por la mañana, un martes, creo. Y en cuanto me llegó el soplo, lo primero que hice fue llamar a mi madre a mi despacho de La Parroquia. Acudió pronto, en aquel momento no tenía que atender a ningún cliente. Al verla entrar, vestida con el traje de faena (medias de rejilla, taconazos, liguero y corsé sin sujetador, bien pintarrajeada en plan zorra...), me puso cachondo, como solía ocurrirme habitualmente. Pero ese día no estaba para chorradas, así que la embestí directamente:
-Oye, mamá ¿sabes si la gilipollas de tu hermana está currando hoy?
Ella se sorprendió con la agresividad de la pregunta, pero ya estaba acostumbrada a no contrariarme cuando estaba cabreado, así que contestó concisa y neutramente:
-Sí, Marcos, ahora está con un cliente... ¿pasa algo?
-Pues sí, sí que pasa... resulta que me he enterado que la muy estúpida ha vuelto a liarse con el imbécil de su yerno... ¿tú sabías algo?
Mi madre me miró sorprendida, era evidente que no sabía nada del asunto:
-No... no... – balbuceó – No sabía nada... ¿quieres que la llame y le pregunte?
-¡Quiero que la llames y le digas que venga para aquí cagando leches!
Mamá, viendo mi cabreo, salió corriendo, meneando el culazo como un flan, en busca de la tía Fina. Cinco minutos después entraban las dos. La tía, que acababa de atender al cliente, entró sudorosa y con el pelo pegajoso, supongo que con leche seca. Al girarse a cerrar la puerta pude ver sus nalgas enrojecidas. Imagino que acababan de nalguearle el culo a base de bien. El sujetador de encaje, que acababa de ponerse, apenas podía esconder sus tetazas y, sonrojada, porque mamá la había puesto sobre aviso, agachó sumisa la cabeza y se dispuso a aguantar el chaparrón.
Empecé a gritarle como un poseso y ella siguió así, con la cabeza gahca, mientras dos gruesos lagrimones corrían por sus mejillas, mezclándose con el rímel corrido y el esperma reseco que tenía esparcido por la jeta. Mamá, mientras tanto permanecía callada a su lado, sujetando a su pobre hermanita del brazo, cuando ésta empezó a sollozar desconsoladamente.
Finalmente, me ablandé un poco y decidí preguntarle que por qué coño había vuelto con el gilipollas de su yerno.
Y ella, embarulladamente, y entre llantos empezó con una confusa explicación. De lo que pude deducir de su perorata, saqué varias cosas en claro.
En primer lugar, Óscar, que había sido el presunto “héroe” del rescate de la extorsión a la que estaba siendo sometida, se cansó de su excesivo ardor. Y dejo de darle la cantidad de rabo que necesitaba. Después, hablando con él, me enteré que lo que pasó en realidad es que Óscar había encontrado a otra zorra separada, la hermana de su padre de 54 tacos, de la que hablé antes, que estaba como un queso y le consumía casi todas sus energías, pero, como dije antes, eso es otra historia.
El caso es que a la tía Fina, no le bastaba con los rabos del puticlub o algún rollete esporádico que se llevaba a casa “para aprender informática”, como todavía le decía al buenazo del tío Blas. Seguía añorando algo de “cariño”. Cariño tal y como lo entendía ella, claro. Bueno, en el fondo era una sentimental: buscaba una buena ración de rabo en sus orificios, aderezada con bastante agresividad, y recibir después de su amante un par de besitos cariñosos y emoticonos de whatsapp con corazoncitos para desearle las buenas noches... ¡En fin, una cursi del copón! El caso es que la pobre se empezó a encontrar que las humillaciones de su yerno tampoco estaban tan mal. Si era capaz de controlarlas y obtener después un mínimo de respeto del maromo. A fin de cuentas, estaban condimentadas con unas buenas dosis de polla dura y litros de esperma. Y, casi sin darse cuenta, empezó a echarlo de menos.
Cuando había encuentros familiares, se arrimaba a él, tratando de hacerle reaccionar. Pero el capullo de Gustavo había quedado bien escarmentado después del trepe que le pegamos para obligarle a dejar de follarse a la jamona de mi tía, así que la rehuía como la peste... Tampoco era ajeno a ello el hecho de que había empezado a tirarle los tejos a una vecina, también madurita de su finca. La mujer de un militar, de unos cuarenta tacos, con hijos adolescentes y el marido destinado en otra provincia. O sea, un chollo... siempre y cuando el cornudo no se enterase y/o alguna intempestiva huelga de estudiantes hiciese que los hijos apareciesen por casa antes de tiempo. Por lo demás, era comodísimo. La puta tenía las mañanas libres: el marido fuera y los niños en el instituto. Así que nuestro héroe, tras cambiar el turno en el trabajo, sólo tenía que bajar un par de pisos y empezar a meter la picha en caliente.
Pero, bueno, me estoy yendo por las ramas. Así que sigamos con el tema que nos ocupa. La tía Fina, cuando el chocho le hace agua es bastante persistente, y tanto se arrimó al yerno que éste, al final, correspondió a sus achuchones y le volvió a sobar el culo. Lo hizo tímidamente, sin saber si se iba a llevar una hostia o un polvo. Afortunadamente (para él) obtuvo lo segundo. Y, a partir de entonces, volvieron las visitas diarias al salir del trabajo al piso de su suegra “para enseñar informática”, ante la pasividad del tío Blas. Parece mentira que el buen hombre nunca se cuestionase como es que, después de tantas clases de informática y tantos y variados maestros, a su mujer no se le ocurriese nunca encender el ordenador por iniciativa propia y hacer algo por su cuenta. De hecho, lo único que sabía era entrar en Youtube, para buscar los vídeos musicales que ponía de fondo en las sesiones de “aprendizaje” con sus múltiples maestros.
Gustavo, muy en el papel de yerno perfecto, en ocasiones, incluso se traía al bebé, que tenía ya unos meses, y se lo dejaba al abuelete con su carrito en el salón, mientras se iba, raudo y veloz a rellenar el ojete de la tía Fina. Y ésta sólo le hacía caso al niño cuando tenía sus necesidades satisfechas: toda una abuelaza.
Esta vez, la relación entre ambos tomó otros derroteros, y, al ser ella la que controlaba el cotarro, la cosa difícilmente podía irse de madre. Aunque con la espabilada de la tía Fina, nunca se sabe. La cornamenta del tío Blas crecía a un ritmo sostenido, pero está claro que no iba a llegar a los extremos que había planeado Gustavo, de hacerle ver alguna exhibición de sexo acrobático (o no) prácticamente delante de sus narices.
Como mucho, se llegaba a las humillaciones habituales de la tía Fina, pero a las que el cornudo ya estaba acostumbrado: pasear casi en pelotas y con chupetones por su cuerpo o manchurrones sospechosos en la cara o en el pelo (ante lo que el cornudín se veía obligado a hacerse el tonto, como buenamente podía), toqueteos, apenas disimulados, del rabo del yerno, como quien no quiere la cosa, o acompañar a éste, abrazada a su cintura, y con la manaza de Gus sobándole el culazo, pasando a un metro del impertérrito esposo. Amén de los berridos habituales cuando follaban con la puerta abierta o los morreos babosos cuando se despedían en la entrada de casa, ante los que el marido subía el volumen y procuraba no despegar la vista del televisor.
Gustavo, no obstante, supongo que acojonado por nuestra embestida del año anterior, y temeroso de que el tío Blas pudiese decir algo, procuraba mantener un perfil bajo y saludar siempre educadamente a su suegro... aunque en el instante en el que pronunciase “Buenos días, señor Blas” tuviese el dedo dentro del culo de Fina, mientras avanzaba camino de la habitación de la niña. La educación, siempre por delante.
El caso es que, mientras la tía Fina me contaba toda esa historia, entre lágrimas y con el apoyo tácito de su hermanita querida que la acariciaba quedamente, no pude por menos que sentir una cierta compasión por la pobre, y decidí perdonarle sus faltas. A fin de cuentas, qué más da lo que hiciese, si seguía trabajando tan bien y con tanta dedicación en La Parroquia. Así que, tras una mamada a dúo en desagravio por parte de las hermanas, absolví a la cabra loca de mi tía de sus pecados y le dije que hiciese lo que le diera la gana, pero siempre y cuando fuese ella la que cortase el bacalao y que no se dejase mangonear por el espabilado de su yerno.
Y, de momento, parece que la cosa les funciona.
En cuanto a mi madre, que ahora se debe estar arreglando para salir, con una ropa bastante más recatada que la que yo le obligo a llevar, está radiante desde que, hace ahora dos años, empezamos a follar y comencé el proceso de emputecimiento que tanto le gusta. Un proceso, dicho sea de paso, que es como una evaluación continua, ha de mantenerse en el tiempo y, con pequeños desafíos que den un cierto aliciente a nuestra vida sexual. Como la visita de la entrañable Sor Teresa el otro día o la orgía que organizamos hace poco con las furcias veteranas de La Parroquía y sus respectivos machos.
Un día, mamá, tan zorra ella, tuvo una ocurrencia especialmente morbosa: organizar el día de los cornudos. El plan era simple: organizar una cena de todas las guarras con sus respectivos esposos cornudos, las que los tuviesen, y sus respectivos machos, hijos, sobrinos o conocidos. La idea era dormir a los cornudos con algún somnífero durante la cena, colocarlos en sus sillas y poner a todas las guarras a follar hasta decir basta, ante los pichaflojas dormidos, como convidados de piedra. “Hasta que las cornamentas nos les dejen pasar por la puerta”, me llegó a decir entre risas... Por supuesto, colocaríamos cámaras para filmar la escena.
Al final, aunque el plan me parecía supermorboso, le bajé las expectativas y organicé una orgía algo más convencional el pasado fin de semana, en un chaletito con piscina, bastante aislado, que alquilamos. A ella acudieron sólo algunas de las putas (mamá, por supuesto, la tía Fina, Fátima, Rosa, Teresa y la tía de Óscar, éste no quiso invitar a Venancia, su madre, a la que estaba empezando a follarse para no asustarla antes de tiempo...). En cuanto a los chicos estaba Jorge, el sobrino de Teresa, Óscar, el Moja, el nuevo novio de la hija de Rosa, un tal Carlos al que ésta ya ha empezado a follarse y yo mismo, con mi mecanismo, por supuesto. Pasamos de invitar a Gustavo, a pesar de la insistencia de la plomiza de la tía Fina.
Supongo que cada una de las guarras inventaría su respectiva excusa para su cornudo. En nuestro caso, al pichafloja de papá, mamá y yo le contamos que tenía que llevarla un viernes por la tarde a unos ejercicios espirituales con algunas señoras de la parroquia y que yo aprovecharía para pasar el fin de semana en Andorra y la recogería el domingo por la tarde a la vuelta.
Este ha sido nuestro fin de semana, y el espectáculo que hemos montado daría para un par de capítulos que tal vez cuente en un futuro. Ha sido memorable. Seis jacas maduras, todo el fin de semana en pelotas o en ropa interior dentro y fuera de la casa, chorreando babas de lo cachondas que estaban y siendo folladas a discreción durante un intenso fin de semana de sexo, rock’n’roll... y litros y litros de cerveza, para entonar a la tropa.
El show se fue completando con diversas coreografías por todo el chalet. Con cabroncetes diablillos que porculizaban zorras a cuatro patas, con extrema saña, mientras ellas se iban morreando con la guarra que tenían enfrente y todo tipo de shows de esa calaña. Todo muy puerco y lujurioso. Una gang bang de proporciones bíblicas. Muy del estilo de lo que nos mola.
Yo creo que todas las bocas probaron mi rabo y todos los coños y culos de las jamonas recibieron, en un momento u otro algo de mi semen... por eso al final, cuando ayer, domingo por la tarde, llegamos a casa, teníamos una pinta de perros apaleados, lo que hizo exclamar al cornudo:
-¡Joder, vaya facha que traéis los dos! ¡Menudas ojeras!
-Yo no sé lo que habrá hecho éste –dijo mi madre, dirigiéndose rauda al baño, para lavarse el chocho que acababa de rellenarle en el coche minutos antes, como fin de fiesta –Mis ojeras son de rezar todo el tiempo...
-Bueno... –contestó papá, volviendo la vista a la tele – Si tú lo dices...
Yo miraba el pandero de mamá, oculto por la falda plisada que acababa de ponerse en el parking, tras cambiarse el vestidito de putón que llevaba en el coche, y flipaba con su desfachatez a la hora de mentir, pero, en el fondo, me sentía orgulloso por haber contribuido a convertirla en algo así.
-Papá, yo me voy a la cama, también –añadí-. Ha sido un finde muy pesado, de excursiones y tal...
-Vale, vale. –dijo el cornudo – Que descanses, pero dile a tu madre, antes de que se acueste, que mañana me tiene que acompañar a la mutua por la tarde, para lo del menisco.
-Claro, claro, ahora se lo digo.
Así que me acerqué al baño donde estaba mamá, y piqué cuatro veces seguidas, que era la señal para que supiese que era yo, y no el cornudo, y abriese la puerta. Acababa de mear y se estaba limpiando el chochete, ya había tirado la falda plisada en un rincón. Yo la miré con deseo, pero, con el tute que llevaba, no estaba para muchas virguerías sexuales, así que me limité a transmitir el mensaje del presunto hombre de la casa. Ella asintió y me prometió que, ante llevárselo a la Mutua, se pasaría para verme por el piso de arriba.
Y vaya si lo ha hecho. A media mañana se ha plantado aquí, hasta que ha venido a buscarla el cornudo. Menuda guarra está hecha, no se cansa de rabo. ¡He creado un monstruo! Je, je, je...
En fin, esta es la historia que quería contar. Una historia puerca, lujuriosa, carente de moralidad y que no es precisamente un ejemplo para nadie. ¿O tal vez sí?
FIN

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