Caricias perversas - Parte 6

Caricias perversas - Parte 6



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Caricias perversas - Parte 6


Louis Priène


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
6
 
Habíamos vuelto a nuestras obligaciones desde hacía unos días y, como habitualmente, el tiempo discurría de forma apacible y monótona, cuando la mañana del viernes papá recibió el telegrama siguiente: «Del señor Villandeau al señor Rebidard, en Z… Stop. Hija Émilienne llegará a su casa hoy 4 horas…Solicito le entregue informe confidencial del asunto X… Stop. Si puede alojarla,regresará sábado en su compañía. Stop. Saludos. Villandeau. Stop».
El hecho de que el señor Villandeau enviara a su hija mayor a buscar un informe que nosotros mismos le hubiéramos podido llevar el sábado no dejaba de ser sorprendente. La explicación reside en que la muchacha, que no había salido nunca de su pueblo natal, se había servido de este pretexto secundario para tener así la ocasión de conocer una ciudad que, por poco importante que fuera, presentaba un cierto interés a los visitantes. Además, la señorita Émilienne declaró posteriormente que, desde el primer contacto en la escalinata de la iglesia de X…, había experimentado una franca simpatía por nuestra familia, y se sentía muy atraída por todos nosotros. Nos dijo también que no paró hasta que su padre había consentido…
Llegó a primera hora de la tarde. En Z…, durante nuestros breves encuentros, con la mente ocupada por las peripecias ya sabidas, yo no le presté demasiada atención. Pero, al verla de nuevo, me pareció encantadora, una chica adorable verdaderamente: bien proporcionada, silueta esbelta, la tez pálida y tímida como la flor de invernadero que era. Una voz cantarina y dulce y unos ojos grandes que miraban con candidez y confianza…
Aunque ya superaba la veintena, en tres o cuatro años, calculo, era ésa la primera vez que abandonaba a sus padres y su pueblo. Hasta el punto de que ese simple viaje le parecía una aventura fabulosa que le llenaba de emoción e incluso temor. Se notaba que necesitaba que la tranquilizaran y protegieran…Debo decir que, al verla, me parecía cada vez más bonita, y que la devoré con la mirada durante toda la cena. Al término de ésta mi padre, a quien el señor Villandeau había dicho que su hija recitaba muy bien, le pidió que nos declamara unos versos… Naturalmente, hubo que rogar y hasta insistir, de tan asustada como estaba… Al fin accedió. ¡Oh, que voz suave! Quedé en cierto modo hechizado. La tenía a mi izquierda… ¡Oh, qué perfil tan dulce y elegante! Y tan próximo… ¡Qué tentación para mí, ahora ya despierto en parte! Tan grande fue, que no pude contenerme. Deslizando una mano bajo el mantel, la coloqué, como por azar, sobre… una rodilla redonda y rolliza, enfundada en una seda crujiente. ¡Dios! ¡Qué sobresalto al notar ese atrevido contacto! Detuve la mano enseguida, pero sólo durante unos instantes, porque la tentación era demasiado intensa, la ocasión demasiado hermosa… Subí la mano discretamente, con lentitud, hasta que, después de la seda, sentí la carne…, una carne tierna y blanda al tacto…
¡Dios, cómo palpitaba la muchacha! ¡Qué violenta situación la suya!…Estrechaba los muslos, pero su emoción era tan grande, que empezó a temblarle la voz, y en un momento dado, mientras recitaba, me dirigió una mirada en la que pude leer todas las súplicas terrenales… ¡Había llegado el momento! Acababa de alcanzar la entrepierna. Tenía la mano adentro de su bombacha… La voz, que hasta entonces temblaba, se quebró bruscamente. Yo acababa de apresar su montículo y, con un dedo prontamente, busqué el botoncito… ¿Botoncito? ¡Ni hablar! Era grande… ¡Jesús, qué pubis tan abundante! Me ocupaba toda la mano. Era fláccido y suave, y muy velludo… Sonrojada, con las mejillas ardiendo, ella prosiguió con esfuerzo hasta que le falló la voz —iba por el último verso— y sobre mi dedo se contrajo en breves sacudidas aquel sexo novedoso que segregaba sobre mi mano un licor superabundante…, el primero, sin duda… ¡Qué fracaso!…¡Qué derrota!… Émilienne se derretía. Rígida, espiraba lo más discretamente posible. Mi padre, a quien no pasó por alto este insólito estado, lo atribuyó al cansancio de ese primer viaje y la invitó a retirarse a su habitación.
—Sí —dijo ella con dificultad—, la verdad es que estoy muy cansada, señor.
Y fue digno de ver, al pronunciar estas palabras, la mirada de cierva herida que me dirigió. Una mirada llena de reproche, pero de la que no pudo excluir una especie de ternura irreprimible que ella experimentaba en ese momento hacia su agresor, tal y como me confesó posteriormente…
Entonces di muestras de una audacia que me sorprendió a mí mismo… Me levanté y, mientras la acompañaba hasta el pie de la escalera que conducía a los dormitorios, le susurré apresuradamente al oído:
—No cierre con llave… La amo… A medianoche vendré a verla…
¡Dios, qué sobresalto! Y qué mirada despavorida me lanzó… Como si, de repente, hubiese visto ante sí al diablo en persona…
—¡Ooh! —exclamó, escandalizada…
Y huyó presa de una emoción tal, que tropezó en la escalera… Y sin embargo, no me había dicho que no… Se pueden imaginar, estimulado por aquel preludio prometedor, cuál sería mi impaciencia esperando la llegada de la medianoche, qué proyectos rumiaba y qué placeres me prometía una vez en la cama de aquella providencial invitada… La quería convertir en una víctima afligida y agradecida a la vez… Había cogido a Jeanne y a mamá, pero ésta era virgen —al menos, no lo dudaba en ningún momento—, y la imaginaba temblorosa, desconsolada pero vencida, sumisa bajo mis maniobras… Sí, la quería sacrificar…
Al fin, llegó la medianoche. En puntas de pie, tras abrir la puerta, entré en su habitación, donde la distinguí en la penumbra…, acurrucada, muda, con una mirada asustada… ¿Me esperaba? Avancé en silencio y ella, horrorizada, escondió la cabeza bajo las sábanas… Una protección inútil que superé, y me acomodé a su lado. Ella trató de interponer una mano como protección, pero yo encontré enseguida sus labios, que, al sentirlos abrirse bajo mi lengua con tanta desidia, comprendí que sería mía con toda certeza, a poco que precipitara los acontecimientos. Cosa que hice, por medio de una mano que se deslizó bajo el largo camisón y pasó de un pezón al otro.
Y, luego, más abajo, al mismo tiempo que ella, sin atreverse a interpelarme, estrechaba los muslos. Pero yo les hice caso omiso y excité, rozándola con un dedo, la piel blandísima, satinada, de un vientre que la emoción hacía palpitar… Yo palpaba… Palpaba un cuerpo exuberante, con una audacia cada vez mayor… Le palpaba las nalgas… Los senos grandes, al principio un poco fláccido, muy pronto desnudados, se endurecieron bajo mi lengua. Yo la excitaba con mil toqueteos… Sin fuerzas, ella me rechazó.
—Oh, no…, no…, está mal…, muy mal… No…, no abuse de…, de mi debilidad.
Sí, su debilidad era mucha. Porque, al notar mi glande asaltando su nido, se contrajo y, después…, ¡oh!, muy ligeramente, se abrió.
—No…, no…, saquela… —suspiró.
Yo tenía el glande bien situado. Ella luchaba, pero en silencio, sabedora de que tarde o temprano sería devorada. ¡Oh, vanos esfuerzos! ¡Oh, dulce lucha! Ese cuerpo casi desnudo que temblaba, que trataba de zafarse, que se resistía y cedía. Porque, en efecto, ella cedía al abrir las piernas un poco más, dejándose penetrar por el obstinado glande.
—¡Ooooh! Ooh, nooo, señor Jacques…
Pero, poco a poco, yo seguía insistiendo… Ella se estremecía.
—¡¡Ooooh!! ¡Noooo, señor Jaaaaacques!
Yo había penetrado hasta la mitad, la carne cedía. Ella, angustiada, temblaba… Pero el placer llegaba también…
—¡Ah! ¡Aaah!… ¡Basta!… Basta. ¡Me hace daaaño! ¡¡¡Basta!!!
Su sexo era estrecho, y un obstáculo me impedía el paso. Adivinarán qué era: atacaba su virginidad. Con el miembro estrechamente enfundado, empujé fuerte y… la rompí. ¡Se oyó un grito! La concha se abría.
—¡¡Aah, qué dolor!! Maaamá… ¡Ya está!
Sí, ya estaba. Y ella estaba tan caliente, que su lamento no tardó en convertirse en una música tan dulce…, tan dulce, que yo la remataba sin temor. Ella quería…
—¡Ah, qué…, qué bueno!… ¡Querido! ¡¡¡Qué buenoooo!!! —exclamó, al fin satisfecha.
Y después, vencido el pudor, dominada por un placer que ya no pudo disimular por más tiempo, abandonándose al deleite que la invadía, ella me atrajo con fuerza, aferrándome por las nalgas con ambas manos, calcando mi ritmo, esbozando incluso, ¡oh, delicia de las primeras audacias!, algunas tímidas embestidas… Poco después, ella gozó por el culo. No necesité nada más para alcanzar el cielo. ¡Como jadeaba!
—¡¡¡Aaaaaah!!!…
Ella se extasiaba, mientras yo soltaba, en su estuche tan suave, un espeso chorro que la hizo sollozar… ¡Qué expresión de agradecimiento!
Más tarde, me levanté para regresar a mi cuarto… Entonces ella, ocultándose el rostro con una mano, sumida en una adorable confusión, me retuvo con timidez.
—¡Oh, Jacques!… ¡Quedese!… ¡Quedate!… Quiero más… —después, sonrojándose, susurró:
—Quedate… Te amo…
—¡Oh, querida!… Sí, quiero quedarme…, pero me gustaría verte desnuda…
Enrojecida, ella se sacó el camisón, y volví a cogerla…
 
Cuando, por la mañana, ella bajó a desayunar, mostraba un rostro radiante, pero con una palidez aún más marcada que el día anterior, que no hacía sino acentuar más sus grandes ojeras oscuras, consecuencia del prolongado placer al que se había entregado sin medida…
—¿Pasaste una buena noche, Émilienne? —preguntó papá.
La respuesta, espontánea, salió del corazón:
—¡Oh, sí, señor!
Seguramente, la respuesta más hermosa que yo hubiese podido desear.
Pero esta declaración destinada a mí la llenó de una confusión tal, que cuando nuestras miradas se encontraron ella no la pudo sostener y púdicamente, bajó los ojos.
Aquel desayuno fue de los más alegres que se puedan imaginar. Porque, a la nueva felicidad de Émilienne se sumaba la exaltación de las mujeres, a las que la perspectiva de la inminente partida confería una locuacidad tan grande que aquello parecía una pajarería… Papá estaba complacido, creyendo que aquella alegría era pura. Estaba tan convencido de eso que, bromeando, pronunció unas palabras que, sin quererlo, alumbraban las perspectivas de ese segundo viaje. Fueron poco más o menos éstas, teñidas con una simplicidad fanfarrona:
—Entonces, señorita Émilienne, parece ser que usted reside en una tierra de pícaros. ¡Oh, oh! ¡Es espantoso! Y sin embargo, el pasado domingo registré el bosque en vano, con lo que me hubiera gustado toparme cara a cara con uno de ellos… Entonces le habría enseñado cómo las lleva un notario… Pero,¡bah!, no hay allá más pícaros que en nuestro comedor… Estas damas se burlaron de eso durante toda la semana… ¡Ah! ¡Qué extraños son los campesinos, con sus relatos imaginarios! ¡Jo, jo, jo! ¡Me muero de risa!…
Y, efectivamente, se rio hasta las lágrimas, sujetándose la barriga con ambas manos… Y agregó:
—¡Ah! Es una lástima que esta vez no pueda acompañarlos, pero alguien tiene que hacerse cargo del bufete. Suzanne, así como la ven, arde en deseos de medirse con uno de esos sinvergüenzas. —Al oír esto la tía, sonrojada, bajó los párpados—. Entonces, tendré que sacrificarme… Pero les recomiendo: ¡prudencia, prudencia! ¡Ji, ji, ji!… ¡Ja, ja, ja! Y rían mucho…
Con ese humor concluyó el desayuno, y acto seguido empezaron los preparativos para el viaje.
Unos preparativos que me brindaron la ocasión de saciar un deseo que me atormentaba desde hacía una semana…
Sucedió en la escalera, en el momento en que yo iba hacia mi cuarto y Henriette venía del suyo. Yo subía, ella bajaba. En la escalera de caracol levanté la cabeza y… ¿qué fue lo que vi seis peldaños más arriba? Las piernas de mi hermana…, las piernas y algo más, porque ella tenía, por así decirlo, las rodillas a la altura de mi nariz. Era ella a quien tanto deseaba desde que la había visto dejarse coger por Justin y Héctor en el cobertizo. La ocasión me pareció tan propicia, que el deseo me atenazó la garganta. Cuando ella llegó hasta mi altura, la empujé hacia el rincón y, verga en mano, la deslicé por debajo de su vestido… Sin soltar un grito, Henriette separó los muslos y mi glande notó inmediatamente su desnudez, ya que la muy cerda no llevaba bombacha. Mejor así. Mientras yo, un poco nervioso, buscaba a tientas entre la mata, ella, agarrándome el miembro con mano firme, lo introdujo en su hendidura y, echando el vientre hacia delante, con un golpe seco, lo insertó hasta la empuñadura. «¡¡¡Aaaah!!!». A continuación, estrechándome entre sus brazos, pegando sus labios a los míos y acariciándome los cabellos, con varios embates bruscos alcanzamos el éxtasis… Gozamos al mismo tiempo, apretados uno contra otro, sofocando nuestros gemidos de placer. Porque, a menos de diez pasos, en el comedor, la familia estaba reunida. ¡Qué locura cometíamos!
Cuando nos separamos, ella me susurró al oído:
—Cuando volvamos…, vení una noche a mi cama… y lo haremos otra vez.
—Sí…, sí, iré.
Un momento después, ella entró en el comedor, canturreando como si nada hubiera pasado. ¡Qué viciosa! A sus quince años, yo era ya su cuarto amante…


CONTINUARÁ...

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