Siete por siete (162): Sandy, su armario y la hermana (fin)




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Compendio I


Roland es un verdadero asno. Mientras almorzábamos ayer con Hannah, tuvimos la mala fortuna que se sentara detrás de nosotros.
Como podrán imaginar, tras los lamentables eventos en Alemania, aprovechó la oportunidad de mostrar su malestar por el personal extranjero, con comentarios despectivos a sus compañeros de oficina.
Según su orgullosa visión, los problemas en Francia, Alemania, la costa sur europea y el mismo “Brexit”, tendrían una “Fácil solución”, si las políticas de ingreso de inmigrantes fueran más estrictas, para impedir que “la escoria llegara a mendigar”.
A Hannah le preocupaba que yo fuese a reaccionar mal, dado que sus ataques iban dirigidos particularmente a mí. Pero en realidad, me causaba más lastima Armando, el mozo argentino que le tocó atenderle.
En faena, son pocos los latinoamericanos que han llegado a tomar cargos administrativos. De hecho, soy el único al que se la ha dado una jefatura. Pero más allá de méritos personales, sé bastante bien cuántos “malos tragos” deben aguantar los inmigrantes para mantenerse acá, incluyendo atender con la mejor disposición a déspotas como esa sabandija.
Tal vez, si realmente hubiese querido armar un problema, podría haberle grabado en el celular y marchar tranquilamente a Recursos Humanos, donde como mínimo, le habrían dado una amonestación por discriminador.
Pero lo que me hizo actuar fue la sonrisa resignada de Armando, como si me dijera “es uno de esos días”, tras lo cual, decidí confrontarle al limpiar mi bandeja.
Siempre manteniendo el respeto (lo que le descolocó desde el principio), le dije que estaba parcialmente de acuerdo con él: que si la llegada de inmigrantes significaba el ingreso de personas que buscaban llevarse “la vida fácil” y explotar al sistema, las políticas debían ser más severas.
Sin embargo, si eran personas de esfuerzo, que buscaban un trabajo honesto y aceptaban labores que el australiano común consideraba como “mal pagadas” y eran felices de hacerlas, deberían darles mayores facilidades.
“Además, para ti, como australiano, las cosas son muchos más fáciles que para mí.” Le dije, haciendo que se hinchara en su ego. “Por ejemplo, si tú quisieras cambiarte de trabajo, renunciarías, te darían un finiquito y buscarías un nuevo empleo.”
Ante mi aparente “debilidad”, Roland observaba con satisfacción a Hannah, que permanecía en silencio a mi lado, preocupada porque no fuese a pelear y le esquivaba la mirada, ya que la sigue deseando.
“En cambio para mí, las cosas son mucho más difíciles.” Proseguí, sin darle importancia. “Si yo quisiera cambiarme de trabajo, la administración no aceptaría mi “advertencia de 2 semanas”… porque tú sabes, no muchos australianos están capacitados para hacer mi trabajo.”
Su creciente indignación era una delicia para mí…
“Lo más seguro es que me ofrecerían un aumento de sueldo, vacaciones pagadas y tal vez, un nuevo cargo o una reubicación, para mantenerme en la compañía… que realmente, a mí no me interesa aceptar, porque estoy feliz trabajando acá.”
Y al ver la jubilosa sonrisa de mi rubia compañera, le rematé…
“E incluso, si remotamente aceptaran que me cambiara de empleo, ¿Crees honestamente que podría encontrar una novia tan bonita como Hannah?”
Recordé ese comercial de las tarjetas de créditos, porque su mirada de frustración no tenía precio…
E incluso, el vaso de jugo de durazno, que gentilmente me cedió Armando por la tarde, “Por cuenta de la casa”, no era tan dulce como la satisfacción de humillar a un pedante como Roland.
En fin, esa tarde de miércoles andaba caliente por Sandy. Como les mencioné, la amiga de mi esposa era la menos sexy y la que parecía más inexperta, pero que me había dado una mamada fenomenal y tenía curiosidad si sería tan buena en la cama.
Ella, por su parte, no paraba de mirar mi hinchado apéndice, sonriendo con timidez, al ver que ni siquiera había bajado.
Pero fue cuando conversábamos, para disimular nuestra desnudez (y donde no parábamos de darnos las gracias, por los cariños que nos habíamos dado), que ella me explicó del misterio de su armario.
Resulta ser que cuando ella vivía en aquella casa, se reportaron algunos asaltos con violencia, donde los bandidos se metían por forados en el techo.
Debido a esto y para prevenir tanto secuestros o quedar atrapados por algún incendio o catástrofe, astutamente su padre decidió armar ese pasadizo secreto que conectaba las habitaciones de sus hijas y que durante sus años de infancia, resultaron en horas interminables de entretención.
“¡No, Nat! ¡Detente!” escuchamos repentinamente la voz alterada de Danielle, a través de las paredes.
Rápidamente, nos deslizamos por el armario y el pasadizo, para presenciar la acción.
“¡Te he dicho que no quiero! ¡Es doloroso!” se quejaba la muchacha, tratando en vano de arrancar de su captor.
Pero lejos de escuchar sus suplicas, la mirada de Nat era más maliciosa.
“¿Cómo lo sabes, nena?... Tal vez, lo disfrutas.”
La tenía agarrada de la cintura y por la manera que le levantaba la falda, era evidente que Sandy y yo presenciaríamos la desfloración anal de su hermana.
“¡Por favor, Nat! ¡Eso no! ¡Ni siquiera a Leon le he dejado hacerlo!” le imploró, con lágrimas de desesperación.
Su enfoque no se rompía del agujero entre las nalgas de Danielle y porque el largo, endurecido y prominente aparato de Nat, punzante como un aguijón, sabía que no habría vuelta atrás.
Admito que por un par de segundos, sentí envidia del delgado pene de Nat, en el sentido que para mí nunca ha sido fácil ensartarla a la primera y es uno de los principales motivos porque no tengo tanto “sexo rudo” con mi esposa, ya que si emboco por uno de sus estrechos agujeros, resulta en un descalabro monumental para mí.
“¡No lo hagas! ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!” repetía la pobre muchacha, con el temor de una sentenciada a muerte.
Y el quejido que dio, cuando Nat se la clavó de golpe, fue sobrecogedor.
“¡No! ¡Por favor! ¡Duele! ¡Duele! ¡Detente!” suplicaba Danielle, pero a Nat poco le importaba.
Ese fue el momento que paré de sentir envidia por Nat, ya que a pesar de ser más delgado que el mío, igual el avance era torpe y lento y lo que era mucho peor para mi agrado, que nada disfrutaba su compañera.
“¡Estás tan estrecha, perra!” le decía Nat, enterrándola con perfidia. “¡Leon es un verdadero idiota!”
“¡No digas eso!” le respondió cortante y enfadada, pero se notaba que empezaba a gustarle. “¡La de él es más gorda que la tuya!”
Eso enardeció más a Nat, que empezó a meterla y sacarla con mayor violencia.
“¡Sí, así! ¡Métela más, bastardo! ¡Eres su mejor amigo! ¿Cómo te atreves?” le incitaba Danielle, contoneándose gozosa mientras que el agarre de su captor no la soltaba de su cintura.
“¡Es tu culpa, zorra!” respondía Nat, dándole poderosas nalgadas que Danielle disfrutaba bastante. “¿Quién fue la perra que me llevó al baño para chuparla en el club?”
“¡Porque no me la parabas de restregar cuando bailábamos!” le respondía ella en éxtasis.
“Y ahora dices que no te gusta…” Decía Nat, ya enterrándola hasta el fondo.
“¡No!... la tuya es patética…” respondía ella, sobándose los pechos. “La de Leon… es gorda… poderosa… no como la tuya…”
La indignación de Nat alcanzaba niveles sobrenaturales…
“¡Eres una puta! ¡Una puta asquerosa! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!”
Las palmadas que Nat le daban parecían verdaderos latigazos.
“¡Sí, estúpido! ¡Golpéame y fóllame! ¡Golpéame, como la sucia novia de tu mejor amigo!” le arengaba ella, más y más.
La acabada que Nat le dio fue terrible, dado que una vez más, empezó a bufar a lo loco, apretando fuertemente los dientes y enterrando el ano de Danielle más y más a la cama, colapsando una vez a su lado.
Transpirada y todavía agitada, ella aún buscaba pelea, mientras que su amante removía el pene de su chorreante ano.
“¡Lo único que tienes… es que te corres más veces!... pero en todo lo demás… Leon es mejor…”
Una vez más, estaba empalmado y los ojos de Sandy eran enormes, que no paraban de atisbar hacia la cama de su hermana.
Le pedí que se moviera y su primera reacción fue mirar a mi falo, que parecía un cañón de artillería pesada, a escala.
Mientras emergía del otro lado del armario, le pregunté.
“Sandy, de verdad no eres virgen, ¿Cierto?”
“¡Ya te lo dije, Marco!” respondió ella, con honestidad. “Tuve un novio… a los 14… y fue mi primera vez…”
Me lo había contado cuando le pregunté por qué no buscaba novio, pero aun así, seguía sin creerle.
“¿Por qué? ¿Por qué quieres saberlo?” consultó, mirándome desafiante tras salir del armario.
“¡Porque quiero hacerlo contigo!” confesé sin rodeos.
Ella enrojeció al instante.
“¡Qué cosas dices!” decía ella, haciéndose la esquiva. “¡Eres el esposo de mi amiga!”
Pero por la manera de sonreír y de mirar ocasionalmente mi erección, sabía que no le desagradaba la idea.
“¡No será nada serio!” Le expliqué. “Hasta tengo preservativos, si tanto te preocupa. Pero necesito descargarlo, porque con esto, no podré salir de la casa tranquilo.”
Ella miraba mi falo, medio mordiéndose el labio inferior.
“Pero Mari… ¿Se dará cuenta?”
“¡Por supuesto que no!” tuve que mentirle. “Incluso, trataré de hacerlo sin que te duela… si eso te preocupa tanto.”
Le pedí que se sentara al borde de la cama. Estaba húmeda y avergonzada, más todavía al exponerse al esposo de una de sus amigas. Pero no lo suficiente para rehusarse a mis peticiones.
“¿Q-q-qué haces?” preguntó, al verme arrodillándome ante ella.
Le sonreí.
“¡Estás húmeda! Pero si quiero meterla mejor, necesito que lo estés más…”
“P-p-pero… ¿Qué vas a hacer?”
Su respiración agitada era una clara confirmación de su inexperiencia en la cama...
“Te voy a lamer, como lo hizo Nat con tu hermana. ¿No te molesta?” consulté, con un tono de absoluta naturalidad.
“¡N-n-no!” respondió ella, disimulando su confusión.
Deslicé suavemente mi lengua entre sus muslos, sin siquiera rozar su pubis, o su botón y aun así, tuvo un pequeño orgasmo.
La fui besando por los muslos, disfrutando de sus cariñosos quejidos y cuando rocé con la punta de mi lengua, lenta y someramente la superficie de sus labios vaginales, su respiración se cortó brevemente y una vez más, volvió a brotar de su manantial.
Empecé a aproximarme paulatinamente, lamiendo con mayor superficie de mi lengua, tanto su hendidura como su botoncillo rosado e impregnándome con el aroma de mujer, que de ella empezaba a manar.
Habrán pasado unos 10 minutos para cuando terminé con la cara completamente húmeda. La miré y ella estaba felizmente relajada, como si hubiese despertado un domingo pasado el mediodía y luego miró mi inflamado falo, con leve vergüenza.
“¡Ponte de pie!” le dije, ofreciéndole mi mano.
No con mucha alegría, aceptó que la levantara. Aun así, no le desagradó del todo que la abrazara por la cintura.
“¡Por favor, apóyate en el borde de la cama!” Le pedí con mucha calma.
Su cara se veía muy preocupada…
“No me harás… lo que hizo Nat… ¿Verdad?” preguntó con un tono de bastante nerviosismo. “Porque Mari siempre dice… que le haces eso... y lo mucho que les gusta.”
Era la segunda vez que me descolocaba y que fue el motivo por el que terminé increpando a mi esposa, cuando volví a casa.
Porque no me importa que Marisol hable de nuestra intimidad con chicas con novios. Pero chicas como Sandy y Jess, que son tan tímidas e inocentes como era mi ruiseñor, creía que no necesitaban saberlo.
Sin embargo, mi esposa me daría un convincente “revés” cuando volviera…
“¡No!” Le dije, calmándola con una caricia en la cintura. “Lo hago así, para que la penetración no sea completa.”
Fui deslizando mi pene entremedio de sus piernas, buscando su hendidura y sorpresivamente, ella fue disfrutando del roce, como si fuera cabalgándolo.
“¿Puedes encajarlo tú?” le pedí, cuando ya perdía el contacto táctil con mi miembro, a causa de su cintura.
Ella suspiraba contenta, teniéndola entre sus labios.
“¡Lo haré lento, porque no has tenido sexo en mucho tiempo!” le expliqué, sintiéndome como aeromozo para vuelos transoceánicos. “Si sientes dolor o alguna molestia, avísame y me detendré al instante.”
Y fui forzando suavemente la entrada. Como me esperaba, estaba incluso más estrecha que mi esposa, al punto que el avance tardaba 3 veces más de lo habitual.
Pero a medida que empezaba a deslizar más y más en su interior, su respiración se empezaba a agitar suave y plácidamente, por lo que no me esperaba muchos reproches.
Además, trataba de mantener mi equilibrio lo mejor posible, para que no se fuera cansando. La experiencia, obviamente, fue muy agradable para mí.
Pero la verdad es que veía esa colita virgen y no paraba de tentarme. Porque de espaldas y en esa posición, Sandy se veía sexy: unos muslos planos, pero igual carnosos; una cintura delgada y unos hombros suaves.
Y estaba muy tentado de al menos, deslizar mi meñique en ese agujero. Pero le había dado mi promesa que no lo haría.
“Además, ya estoy dentro de ella. El resto es solo gula.” Pensaba yo, más que nada disfrutando del movimiento.
Hasta que sentí algo extraño en su interior…
“¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!” empezó a quejarse.
“¡Lo siento! ¿Quieres que pare?” pregunté, sinceramente tratando de frenar mis caderas.
“¡No! ¡No!... ahhh… ¡Es que algo duele en mí!”
Era una sensación extraña. Como si un tejido me frenara por un costado…
¡No podía ser! ¡Tenía que ser el himen!
Pero ¿Cómo? Sandy no me iba a mentir con que se había metido con otro sujeto. ¿Cuál sería el sentido?
Entonces, pensé no se rompió completamente durante su primera vez.
“¡Sandy, va a doler por un poco más, pero te sentirás bien!” le dije, empezando a sentir que empezaba a ceder más y más.
Lo forcé y lo forcé, hasta que definitivamente cedió y el avance fue mucho mejor, pudiendo deslizarme hasta la mitad.
Y para ella, eso era más que suficiente, por la manera en que se sacudía y se quejaba. Sus caderas empezaron a moverse por su propia cuenta, favoreciendo mis embestidas con bastante energía y el dolor parecía amainar.
Aunque la penetración no era completa como frente a frente, el hecho que pudiera azotar sus nalgas con mi pelvis ya era un beneficio y eventualmente, me terminé corriendo en su interior.
Para esas alturas, Sandy estaba agotada y tendida completamente en la cama y dado que yo seguía pegado a ella, tuve que ponerme de rodillas con ella.
Lo malo fue que cuando la pude sacar, aparte de la tremenda bolsa que se me hizo con el preservativo, mi erección seguía parada.
Cansada y temerosa, me vio preparar el segundo preservativo.
“¿No te importa si voy otra vez?” pregunté, con arrepentimiento, ya que sencillamente, no tenía otra opción.
“P-p-pero… tú… arriba…” dijo ella, atragantándose levemente, al ver cómo la metía una vez más, muy hinchada.
Lo bueno fue que, dado que era la segunda vez, entró con mayor facilidad y aunque no nos besamos y solamente me preocupé de afirmarme de sus caderas, ella se afirmaba y suspiraba muy contenta, abrazada a mis hombros.
“¡Ni una palabra a Mari de todo esto!” Dijo muy seria, mientras esperaba despegarme.
Pero por la manera que sonreía y lo colorada que estaba, sabía bien que no estaba arrepentida y que probablemente, lo volvería a hacer otra vez.
“¿Y no has pensado en hablar con Leon?” le pregunté, mientras esperaba mi acostumbrado despegue.
“¿Qué?”
“Si acaso no has pensado decirle a Leon que te gusta…”
“¡Estás loco!... a mí no me gusta Leon…” confesó con mucho bochorno.
Pero yo sabía la verdad…
“¡Es normal! La hermana de Marisol también estuvo un tiempo enamorada de mí…”
“¿Marisol tiene una hermana?”
Y eso me descolocó, ya que sus amigas saben la manera en cómo hacemos el amor, sin embargo no saben que mi esposa tiene hermanas.
“Pero ya has visto a Danielle…” comentó, desganada. “Yo no soy tan bonita…”
“Pero si Leon es un sujeto normal, ya te habrá visto.” Traté de animarle. “Además, no está bien que lo juzgues, sin saber lo que piensa. Hasta hoy, yo no creía que fueras tan sexy o habilidosa en la cama y sin embargo, aquí estamos, los 2 acostados.”
Me encantan este tipo de chicas que no están acostumbradas a que les digan sexy…
“Y aunque no me quieras creer, hay muchachos que prefieren chicas con cuerpos menudos, a mujeres exuberantes, porque les da la ilusión que pueden aprovecharse de un cuerpo virgen e inexperto, como él que tú ya tienes…”
Por ese motivo, cuando pudimos despegarnos, su sonrisa era más optimista y no paraba de mirarme y sonreírme mientras nos vestíamos.
Afuera, en la calle, estaba oscuro. Revisé mi reloj en el teléfono y marcaban las 7:22 de la tarde, por lo que ya estaba atrasado.
El problema fue que cuando me pude sacar el segundo preservativo, estaba casi tan relleno como el primero y afortunadamente, ella se ofreció a deshacerse de ellos, dado que para mí era más vergonzoso y complicado.
Mientras avanzábamos con sigilo por el pasillo, repentinamente se abrió la puerta del dormitorio de Danielle, que salió cubierta por una sábana blanca.
“¡Vaya, hermanita! ¡Veo que tienes visitas!” dijo, observándome de pies a cabeza.
“¡Sí! ¡Ya te dije que tenía que hacer un trabajo!”
“¿Tan tarde?...” preguntó Danielle, sin comprar el embuste de su hermana. “¿A oscuras, en tu habitación?”
Abochornada, pero sin rendirse, igual le respondió.
“¡Sí! El esposo de Mari me estuvo ayudando…” me terminó presentando.
“¿Este es el esposo de Mari, que tanto me has hablado?” preguntó Danielle, con bastante sorpresa.
Y nuevamente, llenándome de intriga sobre qué es lo que habla Marisol con sus amigas.
“¡Sí, este es él!”
“Es más lindo de lo que decías…” comentó Danielle, con una mirada coqueta.
“¿Y Leon se quedará a cenar con nosotros?” preguntó Sandy, con un rostro más molesto, incomodando al instante a su hermana.
“No… él está descansando ahora…” respondió ella, mirándome con nerviosismo. “¡Tú sabes cómo son los chicos! Un buen revolcón y se duermen…”
“Bueno… acompañaré a Marco a la estación y compraré la cena, para que le preguntes si se quedará, por favor.”
“¡Así lo haré!”
Y diciendo eso, me despedí. El camino a la estación fue silencioso y Sandy se veía molesta, más que nada con su hermana.
Pero justo antes que deslizara la tarjeta sobre el torniquete, me dio las gracias y un repentino beso, muy cerca de los labios, para marcharse muy apresurada y roja de vergüenza….
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Posteriormente, cuando le terminé de contar a mi esposa, ya más calmado y tras haber repetido un buen par de las cosas que hice y vi durante la tarde, le volví a preguntar sobre lo que ella hablaba con sus amigas, de una manera más amable.
Sin embargo, ella dio un suspiro, sonrió y tras darme un beso suave y maravilloso, me dijo…
“¡Ay, amor! Supongo que para ti, ni siquiera se te ha pasado en la cabeza que todo fue a propósito, ¿Cierto?”
“¿De qué hablas?”
Ella volvió a sonreír, ante mi confusión.
“Es que piénsalo un poquito de esta manera, corazón: ¿Por qué una chica te llevaría a un armario, a solas, para espiar a otra mujer, teniendo sexo? ¿Tú le encuentras sentido?”
“La verdad, no…” admití.
Marisol volvió a sonreír una vez más.
“En cambio yo, si hubiese sabido que eso te pondría caliente y te habría hecho saltarme encima, cuando tú y yo éramos amigos…” me dio una sonrisa tierna y coqueta. “…Yo lo habría hecho también.”
Sus palabras, me habían dejado perplejo. Y lo único que me vino a la cabeza, antes de dormir, era ese antiguo refrán que alguna vez escuché.
“Cuídame, Dios, del agua mansa. Que de la turbulenta, me cuido yo.”


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1 comentario - Siete por siete (162): Sandy, su armario y la hermana (fin)

pepeluchelopez
Excelente forma de terminar el relato, pues muy interesante todo te envidio jaja, saludos
metalchono
¡Animo, amigo! También tuve mis ratos amargos, pero con un poco de actitud y confianza, se logra hacer el cambio. Además, todos tenemos nuestros "5 minutos de fama", pero tenemos que estar atentos a cuando sucedan.