El mucamo.

Salí muy orondo del Registro Civil con mi flamante esposa colgando del brazo. Tener a mis 52 años una mujer tan joven y hermosa era motivo de orgullo. Ella tenía apenas 19. Una niña casi. Bella por donde se la mire, alta, fina, elegante y con un cuerpo escultural. Yo era dueño de una obra de arte. Me sentía como esos millonarios que poseen un valioso cuadro y lo exhiben envanecidos ante sus selectas amistades. Luego de un corto viaje de bodas, viviríamos en mi lujosa residencia de Barcelona. Le compraría los más elegantes vestidos y organizaría festejos para lucirme con ella del brazo.

Pero la realidad fue distinta. Me avergüenza contarla, pero ella insiste en que debo dar testimonio de mi degradación y yo…, sencillamente obedezco. La misma noche de la boda, tras un breve festejo entre los más íntimos, nos refugiamos en la habitación del hotel. Partiríamos por la mañana a Tailandia. Perdidamente enamorado, le dije.

— Cariño, te contrataré una mucama para tu servicio personal. ¿Qué te parece?

— Mejor un mucamo, cariño, joven, fogoso y bien dotado… ¡Contrátalo cuánto antes!

La respuesta me dejó anonadado. Quise creer en una broma algo desvergonzada, pero el fuego de su mirada me llenó de terror. Comprendí que no lo era.

— ¿No te parece suficiente con tu marido?

— ¿Contigo? ¡Qué va! No puedo exigirte tanto. Terminarás agotado y yo viuda. Te cuidaré para devorarte lentamente. Me servirás hasta que termine contigo.

— ¿Cómo harás para conseguir un mucamo que reúna tus exigencias…?

— Te ocuparás de eso, cariño.

— ¿Crees que te obedeceré en todo lo que digas?

— Por supuesto, cariño. Ni bien te conocí supe de tu condición de esclavo. Me casé contigo para dominarte, utilizarte en mi beneficio y devorarte. ¿Creíste que era por amor? ¡Claro que sí! ¡Amor a mi misma! Tu tarea será saciar mis apetitos…, que no son pocos… ni baratos.

Las ansias de convertirme en esclavo de una mujer dominante era una fantasía que bullía en mi interior desde la adolescencia. Nadie lo sabía. De golpe, muchos puntos oscuros de nuestra relación se hicieron transparentes.

— ¿Me has engañado? ¿Te has acostado con otros hombres?

— Por supuesto, cariño, fuiste cornudo desde siempre y lo seguirás siendo. No es que te haya engañado, por usar esa palabra, sino que he sido fiel a mi apetito de semen masculino. Serás mi sirviente personal. ¡Acércate! ¡Échate a mis pies como un perro! ¡Huele y besa mis zapatos!

Ella estaba sentada en el sofá con una pierna cruzada sobre la otra. El afilado tacón de su stiletto se movía provocativamente. Aún vestía el traje de novia. Lo llevaba recogido y la desnuda vagina movía sus labios con todo descaro. Todo, hasta los sensuales stilettos que engalanaban sus hermosos pies, lo había pagado de mi bolsillo. Un pensamiento me cruzó por la mente… ¿se habrá follado algún invitado mientras yo seguía creyendo que poseía una joya?

En pocos segundos fui despojado de mi voluntad. Su personalidad, mucho más fuerte, me avasalló por completo. Una irresistible calentura se apropiaba de mi persona… y nada podía hacer para evitarlo. Sería dominado el resto de mi vida. Obedecí su orden. Me acerqué reptando hasta quedar bajo el pie que se balanceaba sensualmente, mientras besaba el que estaba a mi lado. Olían a cuero nuevo, a piel de mujer poderosa, invencible y dominante. No era un juego de roles. En esa noche de bodas, doblegado mi orgullo, me sometí a sus deseos de por vida.

— Esta será tu pose favorita, cariño. Me obedecerás en todo. Elige un buen mucamo. Lo quiero esta misma noche y nos lo llevaremos de viaje. Le pagarás un sueldo y yo me ocuparé de quitárselo… ¿Qué es eso? ¡Ya la tienes dura! ¡Que gusano eres! ¡Cómo te calienta ser cornudo!

— Sí, cariño. Me calienta. No puedo resistirte.

— ¡Alégrate, putito! Servirme te hará feliz como un perro a su ama. Siendo mi esclavo y cornudo encontrarás tu destino. Ya no puedes retroceder. Entérate que mientras tú te baboseabas luciéndome, yo me follaba a tus amigos en el lavabo. ¡Despídete de ellos, cornudo mío!…Y ahora… ¡humíllate y mastúrbate a mis pies…!

Una descomunal calentura me poseía. Ella tenía razón, en servirla estaba mi destino. La

tendría siempre dura de solo sentir su mirada, sus tacones o el hálito de su poder. En silencio, me volteé boca arriba y me masturbé en su presencia mientras le besaba los stilettos. Ella aplastó con la suela el esperma derramado en mi traje de boda. Allí está desde entonces.

Perdida toda vergüenza llamé a la administración del hotel y conseguí el teléfono de dos agencias de taxi boys. Contraté a uno que estaba dispuesto a viajar al día siguiente. Lo cité en el bar del hotel para explicarle su tarea y las instrucciones para satisfacer a mi flamante esposa. Fue una buena elección, ella me felicitó y permitió que durmiera abrazado a sus stilettos.

Por la mañana desayunamos los tres. El mucamo, siguiendo mis indicaciones,se metió bajo las cobijas para chuparle el coño mientras yo le servía el desayuno. Ella gozaba a lo loca. Sus orgasmos eran interminables. Nunca quedaba conforme. Pedía más y más. Luego de desayunar, nos cabalgó por turno. Le gustaba montar sobre el hombre. Así se paseaba la polla por donde mas le gustaba, decía. Esa misma mañana nos fuimos de luna de miel.

Fue el primer mucamo. Vendrían otros. No le duraban mucho. No paraba de follarlos. A mi me cuidaba porque era su esposo. En cambio, con los mucamos se mostraba salvaje y demoníaca a más no poder. Los exprimía hasta dejarlos secos y los echaba sin remordimiento alguno.

Fueron incorporados a nuestra vida. Nos acompañaban a todas partes… por si le venían las ganas. Asumí mi fama de cornudo sin vergüenza ni disimulo. Estaba tan aplastado por la personalidad de mi esposa que hasta me valía de su potencia sexual para desafiar a algún jactancioso. Ya verás lo que es bueno cuando te coja mi mujer.

Acudíamos a frecuentes reuniones sociales. Ella ingresaba conmigo de un brazo y el mucamo del otro. Yo llevaba el estigma del cornudo. Mis amigos la seguían por todas partes para ser ordeñados. Ella se calentaba viéndolos comportarse como perros alzados… Se los montaría cuando le apeteciera. Mientras tanto se follaba al mucamo. Yo, un auténtico pelele, iba tras de mi mujer, haciéndole de telón y lamiendo el semen ajeno. O bien conducía nuestra limusina mientras ella se revolcaba en la parte trasera.

— Detente, cariño, compra preservativos.

— Detente, cariño, quiero algo de comer.

— Detente, cariño, compra algún gel perfumado

— Detente, cariño, necesito pilas para el consolador.

En los restaurantes el mucamo debía pajearla mientras ella comía o charlaba conmigo. Luego le pisoteaba la polla con sus zapatos hasta hacerlo eyacular y entonces me hacía lamer la suela. Yo chupaba todo lo que ella me pusiera en la boca. Así es como se calentaba. Luego, en casa, se nos echaba encima. Me tocaba el primer turno. Lo hacía para cuidarme, pero también para calentarse más. Mi ordeñada era rápida y sencilla. A ella le gustaba verme oficiar de ayudante del mucamo. Al pobre lo cabalgaba hasta cansarse. Yo debía recortar, limar y lubricar mis uñas para meterle el dedo en el culo mientras galopaba. No se conformaba con una o dos eyaculaciones. Exigía más y más. Yo debía asistirla en cualquier capricho que se le ocurriera. Por ejemplo, me pedía que le hiciera huevos fritos y se los diera de comer en la boca mientras estaba cabalgándolo. Le gustaba juntar sensaciones opuestas. Sus gritos resonaban en toda la residencia. Los sirvientes conocían mi estigma y el desaforado apetito de ella.

Cuando el mucamo no tenía ni una gota de leche, ella me pedía el arnés consolador. Un modelo para cada ocasión. Entonces nos hacía el culo. Yo le calzaba el arnés, lo untaba de vaselina y se lo introducía al mucamo. Luego, éste me lo metía a mí. Puestos de rodillas, mirábamos en el espejo como nos montaba hasta quedar satisfecha…, pero no saciada. Siempre le queda apetito para una follada más. Nosotros creíamos que la cosa había terminado y nos quedábamos dormidos de inmediato. Pero ella, enardecida de sadismo, nos visitaba subrepticiamente en nuestras habitaciones y nos abría las piernas para penetrarnos con salvaje brutalidad. Amanecíamos tan doloridos que ese día no podíamos usar el culo… para nada.

Así fue nuestro matrimonio. A pesar de su juventud era experta en debilidades masculinas… que son muchas. No vacilaba en coger a un tipo por los huevos y estrujárselos, aún en mi presencia. Habilísima en abrir una bragueta, en segundos podía tener una polla en sus manos. Los infelices se dejaban hacer. Ella los ordeñaba con sus afiladas uñas color escarlata. La severa expresión de su bello rostro no dejaba lugar a dudas. Debía ser obedecida en el acto. Los sementales entregaban la leche aun sin habérselo propuesto. Ella, con su larga lengua, la pescaba en el aire.

Las humillaciones fueron in crescendo. Yo mismo las pedía. Era un círculo vicioso. A mayor servidumbre mía, más calentura de ella y… así sucesivamente. Lo que más la excitaba, decía, era verme tendido a sus pies y bebiendo sus fluidos. Ella pedía las cosas con un por favor cariño, pero era implacable. Su mirada se imponía sobre mi débil personalidad. Nunca interrumpía un clímax… ni aunque me estuviera desangrando. Yo le contaba que alimentaba la fantasía de morir en medio de sus orgasmos. Ella no se detenía por eso y me miraba con tal desprecio…, que me la ponía durísima. Quería tenerme siempre empalmado para usarme cuando se le antojara.

Yo la asistía en todo momento y sobre todo cuando estaba por salir. Debía satisfacerla, calentarla, vestirla y calzarla. Usaba esas pantis ajustadas y abiertas en la entrepierna para follar. Cualquier fetiche era bueno para dominar y exprimir a los hombres. Yo me volvía loco de verla ataviarse tan provocativamente. ¡Estaba tan a la vista que iba a follar!

También atendía el teléfono. Un móvil con cámara. A mí no me llamaba nadie, todos eran para ella. Yo permanecía a la expectativa por si me hacía señas que le chupara el coño mientras se divertía, insolente y desenfadada, riéndose y seduciendo a su interlocutor.

—… Mira como me corro en la boca de mi marido. Me está chupando el clítoris… ¡Prepárate tú! ¡Afila la lengua, que me fregaré en la tuya!

Enfocaba la cámara y se corría descaradamente. Sus amantes se volvían locos… y yo también. Luego se enardecía con mi servilismo.

—…¡Qué gusano eres! ¡Te usaré para una corrida de las gordas!

Me apretaba contra la pared frotándose el clítoris desnudo en mi cara. Yo seguía chupando. Sentía como los labios vaginales me cacheteaban la cara. Algo iba a suceder. Abría la boca. La vagina se oprimía más fuerza contra mis labios y ella comenzaba a mear. Yo respiraba con la nariz. Sabía como tragarlo todo. Cuando el líquido caliente me llenaba la boca, ella interrumpía el chorro, yo tragaba… y vuelta a empezar hasta que se vaciaba en mi interior. No por eso dejaba de correrse. En cada tragada sentía los estertores del orgasmo de vagina. Segura de mi servilismo se refocilaba desvergonzadamente. A veces, cuando yo estaba vestido para hacerle de chofer, ella se apartaba para mearme por fuera. Se enloquecía de placer fregándose sobre mi cara

mientras la meada se derramaba sobre mi ropa y sus medias. Gritaba como una posesa.

— No me cambiaré las medias. Lámelas, putito, límpiame con la lengua, lame los zapatos. Tú conducirás así, meado… Mientras yo me despacho en el asiento trasero. ¡Pajéate ahora!

Yo eyaculaba a la orden. Le gustaba tenerme amansado. Jamás olvidaba pisotear mi esperma. Así salíamos de casa. Ella aspiraba el olor de mi ropa y… ¡y ya la tenía dura de nuevo!

No siempre me llevaba de chofer. A último momento, me dejaba en casa y salía taconeando fuerte… pero yo le iba detrás, arrastrándome por el suelo tras sus stilettos.

— Limpia todo, putito, arregla mi ropa y tenme lista una cena ligera. Échate en el suelo así te despierto al abrir la puerta. En premio te tragarás todo lo que haya dentro de mi coño.

Mi suegra, a quien yo tomé por una mujer seria, fue quien le enseñó todo. Al principio no me di cuenta de nada. Parecía un hogar normal. Luego fueron cayendo las máscaras. Ella y su abyecto marido, el padre de mi esposa, eran un matrimonio bajo el poder omnímodo de la mujer. En la segunda visita no disimularon nada. También había un apuesto mucamo. El padre era un esclavo total. La madre y la hija abofeteaban al padre y lo obligaban a lamer el suelo donde pisaban. Las pollas masculinas estaban siempre duras de solo ver en acción a estas dos arpías. El mucamo andaba desnudo con la endurecida polla a la vista. Las descaradas mujeres se la meneaban al pasar… sin importarles nuestra presencia.

Supuse en mi ingenuidad que el hombre era el padre de mi esposa. Pero con estas mujeres nadie puede estar seguro. Miren lo que hizo mi propia esposa cuando quiso tener un hijo. Contrató un útero de alquiler y lo inseminó con un óvulo propio y el esperma recogido de tres individuos seleccionados, entre los que yo, el legítimo marido, no estaba incluido. Igual tuve que hacer de asistente durante la extracción del esperma. Los sementales aguardaban turno en una sala lindera. Ella, vestida de dominante tailleur, medias y zapatos negros permanecía sentada y con las piernas cruzadas. Yo debía quitarle un zapato y sostenérselo en la boca y la nariz de uno de los sementales mientras ella le sobaba el pene con sus habilísimas uñas color escarlata. En segundos era ordeñado y el semen depositado en un frasquito que yo mismo le alcanzaba. Ella sacaba su larga lengua de entre los labios carmesí y se enroscaba golosamente en la polla húmeda para chupar los restos de esperma. Terminado con uno, yo debía ponerle el zapato en la cara del siguiente. Así ordeño a los tres.

La escena era tan excitante que el mismo médico de la Clínica de Reproducción Asistida, presente en la extracción, estaba cada vez mas acalorado. Descontrolado y fuera de sí, se puso en la fila. Yo le coloqué el zapato mientras mi esposa lo ordeñaba. Ese día juntó cuatro frascos de esperma. A mí no me tuvo en cuenta. Yo no pude resistir la calentura de verme tan humillado y sin proponérmelo, eyaculé dentro del zapato que aún tenía en la mano. Ella, por toda respuesta, me ordenó calzarla y se puso de pie triunfante sobre el esperma de su legítimo esposo. En ese momento sentí lo que una cucaracha al ser aplastada.

Otra de sus pasiones era hacerles el culo a los hombres y penetrarlos hasta lo más profundo. Desnuda y calzada con sus infaltables stilettos, le hacía el culo a su padre, a mí, al mucamo, al médico o cualquiera de sus esclavos. La escena me producía una erección incontrolable. Ella dominaba a todos. Mi suegra no demoró en hacerme el culo con el consentimiento de su hija.

— ¿Lo sientes dentro, cariño? Aflójate. En casa te espera más de lo mismo.

Mi suegro y yo hacíamos las tareas más humillantes. Debíamos entrenar a los mucamos y acudir al lavabo ni bien ellas lo usaban para limpiar y perfumarlo todo. Los domingos dejábamos la casa reluciente y cocinábamos para toda la semana. Ellas se refocilaban con los mucamos.

Con mi suegro compartíamos información sobre la lujuria de nuestras mujeres e inventábamos fantásticas formas de humillarnos para ser premiados con una meada. El máximo trofeo a que podíamos aspirar era chuparles la regla mezclada con la leche de los mucamos. Esto sucedía cuando ellas decidían no usar preservativo y extraían el esperma con los músculos de la vagina.

Paulatinamente se fue adueñando de todo, de mis cuentas bancarias, de la casa y de mi empresa. Ni siquiera me avisaba de sus planes. Me obligaba a firmar con un dedo metido en mi culo. Dejé de trabajar para ocuparme exclusivamente de ella.

También se apropiaba del sueldo de los mucamos. Los esclavizaba con suma facilidad. Esto lo hacía de malvada nomás. Se hacía poner el dinero en los zapatos para luego meterles el afilado tacón en el culo. Ellos recogían los que caían al suelo. Ese era el sueldo.

Nuestros pantalones estaban recortados y no debíamos usar calzoncillos para que ella pudiera penetrarnos en cualquier momento y lugar.

Pasaron cinco años de feliz matrimonio. Ella, alimentada a leche de hombre, está cada día más alta, hermosa y dominante. Ahora tiene dos mucamos. Yo ya no salgo de casa. Estoy devorado, escuálido y enfermo. Como un perro viejo, me acuesto a dormir a los pies de mi ama. Así espero el final. Ella espera también. Dice que el negro le sienta bien.

2 comentarios - El mucamo.

kramalo
muy bueno..!! bastante bizarro!,... bah!, es cuestión de gustos.....ja!! Yo, los gustos me los doy en vida, dijo una vieja, y se chupaba los mocos...jaja!!