Una peculiar familia 6



CAPÍTULO VI

Viki había mostrado aquella noche sus primeros síntomas de debilidad. El recio muro que parecía haber existido entre nosotros, empezaba a convertirse en débil panderete. Hasta se dignó celebrar con risas mis ocurrencias, simples estupideces fruto de la incontenible euforia que me dominaba. Por fin, aunque pudiera tratarse sólo de suposiciones mías, creía entrever cierta luz al otro lado del túnel.

El calor ambiental, unido al calor corporal, me impedía conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas en la cama, buscando una postura adecuada que no era capaz de encontrar. Y entre vuelta y vuelta, como grabado en mi mente, siempre el rostro de Viki: Viki mirándome, Viki sonriéndome, Viki haciéndome guiños, Viki pidiéndome con un dedo que me acercara a ella... Viki, Viki, Viki, mi obsesión, mi sueño imposible...

Me parecía oír su llamada en el silencio de la noche: «Ven, cariño, ven». Seguro que tampoco ella podía dormir y pensaba en mí con tanta fuerza como yo pensaba en ella. Eso supuse, o quise suponer, y su reclamo cada vez sonaba en mis oídos con mayor insistencia: «Ven, cariño, ven». Era como un susurro, como una suave brisa formando palabras, y a mi me retumbaba en los tímpanos.

Maquinalmente salté de la cama y salí hasta el pasillo. Todo era paz y quietud en la casa. Sólo el sibilante roncar de mi padre rompía aquella calma total. Al menos en apariencia, todos dormían. Todos menos yo y, muy posiblemente, Viki.

Di un par de zancadas y me detuve de nuevo. Las primeras dudas me asaltaron. ¿No sería que mi imaginación me estaba jugando una mala pasada? Ahora no escuchaba absolutamente nada. Podría ser que aquellas llamadas sólo existieran en mi mente, pero también podría ocurrir que Viki supiera que ya acudía a su encuentro y por eso callaba.

Otro par de pasos y nueva parada. Los ronquidos de mi padre habían cesado y alguna de las gemelas, posiblemente Barbi, había mascullado algo ininteligible. Los nervios empezaron a apoderarse de mí. ¿Qué ocurriría si todo era un error? Mi padre jamás me perdonaría que yo hubiera irrumpido en la habitación de Viki y Dori, cuando se suponía que ambas dormían, con quién sabe qué perversas intenciones. En estos casos, siempre se piensa lo peor y generalmente se acierta.

¿Cómo estar seguro de que Viki me esperaba realmente? De no ser así, en el caso de que Viki se hallara dormida, podía despertarse y, asustada por mi presencia, lanzar un grito de terror que alertara toda la casa. Porque, pese a ser la mayor de mis hermanas, Viki era con diferencia la más miedosa.

Hecho un mar de dudas, me quedé no sé cuanto tiempo detenido en el pasillo, a mitad de camino entre mi habitación y la que compartían Viki y Dori. El silencio era ahora tan absoluto que podía escucharse el tic—tac del reloj de la cocina. Mi corazón me impulsaba a seguir adelante y mi razón a echar marcha atrás. La emoción del momento me había dejado seca la boca y pegajosa la lengua. Hasta me dolía la garganta al querer tragar una saliva inexistente y el corazón parecía querérseme salir del pecho.

Recordé una frase de Bea y ello acabó de decidirme. «Debes ser atrevido, sin pecar de insolente —me había dicho—. A las mujeres nos agradan más los hombres arrojados que los pusilánimes. En el fondo, por mucho que alardeemos de querer ser independientes, a todas nos gusta sentirnos protegidas».

Salvé los últimos metros que me separaban de la habitación de Viki y nuevas zozobras me asaltaron al llegar a la puerta, que se hallaba abierta de par en par. Viki ocupaba la cama más próxima a la ventana, también igualmente abierta de par en par con la vana esperanza de que algún leve soplo de brisa ayudara a aligerar el sofoco reinante.

El resplandor lunar se filtraba a través de los inmóviles visillos, bañando con su incierta luz buena parte del ansiado cuerpo de mi hermana; o, más bien, buena parte del bulto que bajo la sábana hacía el cuerpo de mi hermana. Y es que, costumbre que nunca he llegado a entender, Viki jamás dormía al descubierto aunque los termómetros superaran los cuarenta grados centígrados. «Si no me arropo, me parece que no estoy acostada», era su argumento.

En la cama de al lado, fiel también a su costumbre, Dori dormía de costado, hecha un cuatro, con ambas manos escondidas entre sus muslos, quién sabe si en actitud protectora. Viki también parecía dormir plácidamente, o lo fingía. Estaba boca arriba, con las manos sobre el pecho, en posición que hubiera podido calificarse de cadavérica si no fuera porque mantenía sus piernas separadas. La sábana la tapaba hasta el busto y sólo los brazos quedaban fuera de su cobijo. Aunque su rostro no se hallaba dentro de la franja de luz que proyectaba la luna, podía distinguir con todo detalle sus facciones. Parecía más guapa de lo que realmente era.

—Viki, soy yo —susurré a su oído—. Ya estoy aquí.

Ni se inmutó. Volví a repetir las mismas palabras con igual resultado y empecé a acariciar su redondo hombro con las yemas de mis dedos. Fui dibujando la curva de su cuello, me interné por su mejilla y rocé, casi sin tocarlos, sus carnosos labios. Ella gesticuló con la boca, murmuró algo y recobró de nuevo su quietud y silencio.

Mi mano fue descendiendo por su garganta, siguiendo la dureza de su esternón hasta alcanzar el inicio del surco de sus adorables senos. Con la misma suavidad, intenté deslizar el borde de la sábana, pero sus brazos la mantenían aprisionada con firmeza. Sin forzar demasiado, aumenté la intensidad del movimiento hasta que la tela empezó a ceder.

Aunque mis manos ardían, aún noté el calor de sus pechos, que acaricié en todo su contorno antes de proseguir retirando la sábana y descubriendo su desnudez. Si no estaba dormida, Viki lo disimulaba de maravilla. Mi excitación ya era máxima en el momento de alcanzar su entrepierna y enredar mis dedos en aquel boscaje de vellos rizados y espesos, suaves como hilos de seda.

Al entrar en contacto directo con la blandura de su vulva, tuve la impresión de que sus abultados labios se me abrían de manera inconsciente, como invitándome a penetrar en sus interioridades. Viki se removió ligeramente y su adormilada voz se dejó oír:

—¿Eres tú?

—Sí, soy yo.

—¿Por qué has tardado tanto?

Sin molestarse en abrir los ojos, extendió ambos brazos buscando a tientas mi cabeza. Le facilité el trabajo y, ante mi asombro, atrayéndome hacia ella, me regaló uno de esos apasionados besos que sólo Dori hasta entonces me había prodigado. Entretanto mi mano seguía escarbando, cada vez profundizando más, en los entresijos de su vagina, de la que empezaron a fluir las primeras muestras de placer humedeciendo mis dedos y facilitando la intromisión en su más cara intimidad.

Viki flexionó y juntó sus piernas, aprisionando mi antebrazo entre sus muslos, rogándome tácitamente que no interrumpiera mi trabajo. Empecé con un dedo y acabé penetrándola con tres, mientras con el pulgar buscaba el creciente relieve de su clítoris.

Aunque todavía mis pies continuaban apoyados en el suelo, ya prácticamente estaba echado sobre ella, en posición ideal para que mi boca pasara a degustar las delicias de sus tetas. Cada vez más fuera de su sopor y más dentro de su excitación, Viki ya no era capaz de estarse quieta. Movía sus encogidas piernas de un lado a otro y sus manos recorrían incansables mi espalda, clavando a veces las uñas de sus dedos en mi piel y dejando escapar los más variados murmullos de gozo.

La humedad de su coño aumentaba por instantes y era evidente que ya mis dedos no eran suficientes para calmar sus ardores. Viki no decía nada; sólo murmuraba y gemía. Acabé de tumbarme sobre ella, cubriéndola enteramente con mi cuerpo y proseguí excitando su clítoris, ahora con la ya más que baboseante punta de mi falo y sin dejar de succionar sus túmidos pezones.

Su primer orgasmo no se hizo esperar y, con voz plañidera, la súplica brotó espontánea de su garganta:

—Por favor, hazme tuya ya.

—Aún no. Juguemos un poco más.

Y empecé a aplicar sobre Viki algunas de las enseñanzas que recibiera de Bea y que tan buenos resultados me estaban dando con Dori.

Una idea se había fijado en mi cabeza: tenía que lograr que aquella mi primera vez con Viki fuera para ella algo tan inolvidable que le creara adicción, que comprendiera que mi corta edad no me impedía proporcionarle la mayor dicha que pudiera esperar de hombre alguno.

No bastaba para la ocasión con un triste misionero como era su propuesta. Tenía que entender que mis habilidades daban para mucho más que eso y que mi imponente verga podía asaltarla de mil formas diferentes, actuando indistintamente sobre zonas de su sexo cuya sensibilidad nunca antes había sido puesta a prueba.

A veces se la metía de lleno, notando cómo mi glande chocaba contra el fondo de su vagina a cada embestida; otras la hacía girarse o ponerse de costado y la atacaba desde distintos ángulos, penetrándola a medias o introduciendo apenas la punta, de forma que no quedara rincón sin explorar ni parte chica ni grande sin estimular.

De cuando en cuando, se la sacaba y se la plantaba delante de la boca para que me la chupara, para que gustara del sabor de sus propios flujos. Y ella me la lamía glotonamente, como si de la más rica golosina se tratara, recorriéndola con su lengua desde la punta a la raíz y volviendo a tragar una y otra vez como si fuera algo que ya nunca más iba a tener ocasión de probar.

Cuando se la retiraba para volver a sepultarla en su cavidad más natural, componía un mohín de contrariedad y tristeza, queriendo más; pero una y otra desaparecían tan pronto como volvía a verse envuelta por las mil y una sensaciones que a todo lo largo y ancho de su cuerpo desataba mi incansable hostigamiento.

Aquí cabría intercalar todas esas horribles onomatopeyas con que algunos autores gustan de ilustrar sus historias. Porque, ciertamente, los sonidos que Viki emitía no admitían traducción escrita alguna conocida y bien podrían suplantarse por una sucesión aleatoria de letras sin sentido ni significado, aunque en la realidad tuvieran un sentido más que explícito y un significado inconfundible.

Me sentía como en una nube. Aquello era tan distinto a lo hasta entonces experimentado, que incluso dudaba de su autenticidad. Viki parecía insaciable, pero yo estaba dispuesto a colmar toda su voracidad y mucha más que hubiera tenido. Todos los anhelos y ansias acumulados durante tanto tiempo, se veían al fin recompensados y nada me parecía bastante para satisfacerlos del todo.

Cada orgasmo suyo suponía para mí un nuevo triunfo que iba mucho más allá de la simple satisfacción del puro instinto. Quería que aquel primer polvo valiera por los mil y un polvos siempre deseados y nunca conseguidos; quería que la frase de mi padre se quedase chica ante los hechos: no me bastaba con convencerla de que se había estado perdiendo algo bueno, sino que quería demostrarle que se había estado perdiendo lo mejor de lo mejor, lo que ningún otro podría ni por aproximación dispensarle.

Nunca como ahora me había sentido tan dominador en tales situaciones. Tenía a mi indómita hermana a mi completa merced, totalmente entregada a mí y sometida a mi voluntad. Hubiera podido hacer con ella cuanto me hubiera dado la gana, pero yo sólo buscaba llevarla a la extenuación por el placer, a un punto tal en que tanto placer pasara a convertirse en sufrimiento.

Ni siquiera sabía de dónde me salía tanta energía para poder seguir empleándome con semejante intensidad ni cómo podía aguantar sin correrme durante tanto tiempo. Me sentía como un auténtico superhombre, capaz de alargar indefinidamente la batalla sin la menor merma de facultades. Era como si de pronto hubiera adquirido la capacidad de auto regenerarme y la debilidad de Viki se convertía en mi fortaleza.

Ya hacía rato que sus gemidos habían cesado y habían pasado a convertirse en una especie de ahogados maullidos, entremezclados con sollozos contenidos. Pero seguía aguantando mis pujantes acometidas y cada una de las indicaciones que le hacía las seguía al instante con sumisión de esclava. La sabía al borde del deliquio y, sin embargo, no profería la menor queja ni suplicaba que cesara lo que ya no era sino puro y simple castigo para ella.

Por el contrario, para mí constituía el feliz descubrimiento de que el sexo encerraba placeres que nada tienen que ver con la propia autosatisfacción. Nada sabía yo entonces del sadismo y me estaba comportando como un sádico. Era consciente de que cada nuevo orgasmo de Viki le resultaba más doloroso que el anterior y yo seguía procurándoselos y hasta esforzándome en que se produjeran cada vez con menor separación. La follaba ya sin ningún control y era como si mi verga se hubiera convertido en insensible roca. La perforaba una y otra vez sin descanso y no necesitaba realizar ningún esfuerzo para contenerme. Mi cerebro había puesto en marcha algún extraño mecanismo que me permitía ejercer un control absoluto sobre todas mis sensaciones y emociones.

No fueron sus labios sino sus ojos los que me pidieron clemencia y, de pronto, toda aquella coraza de acero de la que parecía haber estado revestido, se disolvió y volví a ser el hermano pequeño que sólo ansiaba satisfacer un gran sueño largamente ambicionado. Y la furia se fue aplacando y el superhombre retomó su condición de sencillo mortal, tremendamente sensible a los atractivos del cuerpo que, ahora sí, deseaba poseer y no dominar.

Mis furibundos latigazos se convirtieron en delicadas caricias; y mis manos desplegaron sobre sus curvas toda la ternura de que eran capaz; y mis labios y mis dientes volvieron a chupar y mordisquear aquellos duros pezones a punto de reventar; y, en posición misionera, incrusté por última vez mi verga en su vagina y apliqué mis últimas energías en derramar dentro de ella lo que tan celosamente había preservado durante las largas horas que había durado el desigual combate...

* * *

—¿Te parece bonito lo que acabas de hacer?

Me incorporé sobresaltado, hasta quedar recostado sobre mis antebrazos, creyendo que había sido mi propia conciencia la que me había formulado semejante pregunta. Pero no era la voz de mi conciencia la que acababa de escuchar, sino la de mi hermana Dori que, brazos en jarra, permanecía de pie ante mí con la más pícara de las sonrisas en su semblante.

—¿Qué ocurre? —pregunté totalmente confuso.

—Te has corrido como un energúmeno... Sin duda has vivido una inolvidable aventura mientras dormías. Bien que me hubiera gustado, pero me temo que yo no he sido la heroína de tus sueños. ¿Me equivoco?

Mi miembro se hallaba tieso y duro como un palo y un reguero de semen aún caliente se extendía desde mi pelvis hasta mi ombligo.

Me encontraba en mi habitación, en mi cama, bañado el cuerpo en sudor, y por la ventana se colaba toda la claridad del nuevo día.

—Desde luego, lo tuyo es de psiquiatra —Dori había tomado un paño de no sé dónde y, sentada en el borde de la cama, procedía a limpiarme con mimo toda la leche tan inútilmente vertida—. Debe de haber sido tremendo, ¿no?

Dori tenía toda la razón. Había sido en verdad tremendo, pero no había sido más que un maldito sueño, una maldita pesadilla...

—Ahora que pareces haber vuelto a la realidad —Dori dio por concluido su trabajo de limpieza—, te aviso que el desayuno te está esperando. ¿O estás tan agotado que prefieres que te lo traiga a la cama? Ya sé que un café y unas tostadas no resultan tan atractivos como Viki; pero a ella no te la puedo traer a la cama.

Estaba tan hundido, que la ironía de Dori no me hizo la menor mella. El que en sueños se había creído un supermán ahora se sentía la más inútil de las criaturas.

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