El Maestro Pollero (Parte 7)

Los acontecimientos siguen su curso, y mis planes parecen a punto de llegar a buen puerto. El deseado manjar que siempre he deseado está a punto... pero antes, un atracón de comida rápida y un postre por cuenta de la casa.






El martes me levanté más temprano de lo habitual. Había dormido de un tirón, y me acerqué a la ventana estirando los brazos para ver amanecer sobre los montes y los tejados del pueblo. Sonreí al recordar lo ocurrido la noche anterior, y mi empalme mañanero se intensificó tanto que mi cipote levantó la cabeza hacia el sol y lo saludó moviéndose arriba y abajo.

Mi padre estaba desayunando en la cocina, y como no quería perder mi buen humor viendo su cara de adúltero, decidí quedarme en mi habitación hasta que se fuese a trabajar. Aproveché esos quince o veinte minutos para copiar las fotos de mi cámara en una carpeta del ordenador. Eran unas treinta, a cual más excitante, y eso que mamá no estaba desnuda. Le di al botón de "presentación", para que fuesen apareciendo una a una a pantalla completa, y me masturbé con calma, recreándome en cada curva de su carnoso cuerpo. Fue una forma excelente de comenzar el día.

Cuando escuché cerrarse la puerta principal y el vozarrón de mi padre despidiéndose, me vestí y fui a desayunar. La actitud de mi madre no parecía diferente a la de cualquier otro día normal; se movía entre el fregadero, la nevera y la mesa con su habitual energía, con la bata guateada bien cerrada y las zapatillas de andar por casa abrigando los pies que tanto me habían hecho gozar unas ocho horas antes. Me devolvió el beso de buenos días que le dí en la mejilla, y mientras desayunaba no hizo comentario alguno sobre lo ocurrido.

—He estado viendo las fotos, mami. Has salido muy bien —dije, pasado un rato.

—Las habrás guardado, bien, ¿no? —preguntó, preocupada.

—Están en mi portátil, y yo soy el único que lo toca.

—¿Y si entra un pirata de esos y te las roba?

—¡Anda ya! No veas tantas películas, mami —me burlé.

—Sí, ríete, pero tu padre casi nos pilla. Cuando salí me estaba buscando, y le tuve que decir que había salido a recoger la ropa del tendedero. Menos mal que estaba medio dormido y no sospechó nada —dijo ella, en tono preocupado.

—¿Te buscaba porque quería... hacerlo?

—No. Anoche estaba cansado.

—Claro —dije yo, en un tono que despertó las sospechas de mi madre. A mi mente acudieron las imágenes del hostal La Bacerra, y me alegré de que esa noche no la hubiese tocado con su tranca contaminada por los flujos de Lucinda.

—¿Cómo que "claro"? El pobre se pasó toda la tarde en la fábrica trabajando, y es normal que estuviese cansado. Además, ya te he dicho que lo que hagamos tu padre y yo en el dormitorio no es cosa tuya.

—Ni lo que hagamos tú y yo en el mío es cosa suya.

Apuré mi café, me levanté para dejar la taza en el fregadero y la agarré por la cintura con la otra mano. La atraje hacia mí con suavidad, y le di un largo beso en el cuello, cerca de la oreja, aspirando el perfume natural de su pelo.

—Ay, hijo mío... Esto no va a terminar bien.

—No seas tan melodramática.

Apreté su cuerpo mullido contra el mío y barajé la posibilidad de llamar a la pollería y decir que estaba enfermo. Pero era ella quien me había conseguido el trabajo, y no quería hacerla quedar mal faltando a mis obligaciones cuando apenas llevaba tres días en La Cresta de Oro. Además, mi paranoica jefa debía estar ansiosa por saber si había descubierto algo la tarde anterior.

Mamá no me miraba, concentrada en el fregadero, y su reacción a mi abrazo fue un prolongado suspiro. Busqué sus labios con los míos, y me permitió besarlos, pero cuando intenté meterle la lengua apartó la cara y me puso la mano en el pecho para apartarme.

—Venga, que vas a llegar tarde al trabajo.

Me aparté de ella a regañadientes, robándole un último beso rápido en la comisura de su reticente boca, y salí de la cocina, empalmado de nuevo como un burro pero saboreando un premio que estaba cada vez más cerca.

*****

La mañana en la pollería fue tranquila. Hubo poca clientela, y doña Paca no dejaba de lanzarme miradas intensas mientras trabajábamos. Era habitual que mi jefa se bebiese alguna lata de cerveza al mediodía, pero ese día no paraba de echarse al gaznate una tras otra. A pesar de su corpulencia, si continuaba bebiendo a ese ritmo estaría borracha antes de las tres.

Don Fulgencio no se dio cuenta. Como de costumbre ignoraba a su esposa, preparaba los pollos para el asador con movimientos expertos y hablaba conmigo de fútbol o de toros, dos aficiones que teníamos en común. La verdad es que, a pesar de mi repugnancia inicial, el maestro pollero comenzaba a caerme bien. Tenía un sentido del humor negro y ácido que me hizo soltar más de una carcajada, y su forma de ver el mundo no era muy diferente a la mía. Me dio un poco de pena lo que iba a pasarle si los planes salían como yo esperaba, pero no tanto como para echarme atrás.

En un momento dado, doña Paca salió de la cocina para ir al baño y nos pusimos a hablar de mujeres, otra afición que compartíamos.

—Si es que son todas unas putas —afirmó mi jefe—. Mira la cubana, todo el día con esos modelitos apretados, pidiendo guerra. A mi mujer no le hace ninguna gracia, y dice que la despida porque es una golfa, pero coño, hace bien su trabajo, y a los clientes les gusta. Si alguno viene para verla menear el culito y de paso compra un pollo pues bienvenido sea, ¿no?

—Ya le digo.

—Y menudo culo que tiene. Dan ganas de restregarle la polla y metérsela hasta el alma —dijo Fulgencio, con sus ojillos de rata brillando de lujuria.

"Tampoco es para tanto", pensé yo, que ya había probado la retaguardia de Lucinda en el asiento trasero de mi coche. Lo que estaba claro y confirmado, es que el jefe se moría de ganas por darle matraca, y eso beneficiaba a mis planes.

Doña Paca volvió, con otra cerveza en la mano, y cambiamos de tema. Un rato después salí al pasillo a estirar las piernas, y me encontré con la cajera. Iba tan provocativa como de costumbre, pero estaba más seria, y me lanzó una de sus miradas asesinas antes de meterse en el almacén para buscar algo. Fui tras ella, y le di un fuerte pellizco en la nalga.

—Alegra esa cara, Lucy, que tienes que camelarte al jefe —dije, sonriéndole con malicia—. No te va a costar mucho. Se muere de ganas por metértela.

—Déjame en paz, animal —siseó ella, furiosa pero sumisa— Todavía me duele lo que me hiciste... Me trataste peor que a una perra.

—Como te mereces. Y no te preocupes por el dolor que para el lunes que viene estarás como nueva.

Le di una fuerte palmada en el culo y salí del almacén, satisfecho por el curso de los acontecimientos. A eso de las cuatro don Fulgencio se fue a casa, y Lucinda se marchó poco después. Adelita estaba en casa de sus tíos (esa tarde tendría que jugar solo). Así que doña Paca y yo nos quedamos completamente solos en el local. A pesar de ello, cerró la puerta de la cocina y la ventanilla, y se acercó a mí ansiosa, hablando en susurros.

—Dime, ¿Qué pasó ayer? —preguntó.

Tenía los ojos acuosos y enrojecidos por el alcohol, las rollizas mejillas encendidas y los gruesos labios brillantes de grasa, porque además de beber la gigantona no paraba de comer. Me dio un poco de pena, y le acaricié el hombro mientras le hablaba.

—Lucinda salió de casa a la hora de la siesta, y la seguí hasta La Becerra...

—¡Guarra de mierda! ¡Ahí es donde se encuentran! ¡Lo sabía! —exclamó, escupiendo las palabras.

—Espere, déjeme acabar. La seguí hasta el hostal, la vi entrar y la vi salir una hora después, pero no vi a su marido, ni vi su coche aparcado fuera.

La Jefa me miró confusa, resoplando aún. Ahora era cuando comenzaba mi parte de la conspiración, y tenía que ser convincente.

—No pude hacer ninguna foto, pero tengo un plan para el lunes que viene.

Le conté que, cuando ya me marchaba a casa enfadado por el fracaso de mi misión, había reparado en un árbol desde cuyas ramas podían verse las ventanas del hostal, y le prometí que en la siguiente ocasión treparía y esperaría hasta pillarlos en plena faena. No le mencioné, claro está, que podía trepar por la fachada.

—Tenga paciencia, Paquita. El lunes próximo no se me escapan.

—Eso espero, pero ten cuidado no te vayas a caer —dijo, algo decepcionada por tener que esperar otra semana— Y muchas gracias otra vez por ayudarme.

Una lágrima rodó por su mejilla, y se la limpié con el pulgar, acariciando su rechoncha cara, cosa que le arrancó una leve sonrisa. Me di cuenta de que estaba muy cerca, con su enorme cuerpo casi rozando el mío. Su aliento perfumado de cerveza y fritanga me abrió el apetito, y la calidez de sus exageradas curvas despertó a la bestia. Mi insaciable anaconda comenzó a abultar bajo la fina tela del pantalón de cocina y no me esforcé por disimular.

—Dígame una cosa, Paquita. Ya sé que no es asunto mío pero, ¿quiere usted a don Fulgencio?

—Lo quería, pero ya no. Vamos, que no me voy a deprimir cuando me divorcie y le saque los cuartos —confesó, recuperando la compostura— Pero que me haya engañado con esa zorra me duele, claro, como a cualquiera. Además...

—Además, ¿qué?

—Él nunca me ha querido. Siempre ha estado enamorado de otra, y se casó conmigo por despecho.

Me pregunté quien sería esa otra. Desde luego no era Lucinda, pues cuando se casaron mis jefes ella ni siquiera vivía en el pueblo (ni en el país). Pensé en varias mujeres a las que conocía y que tenían más o menos la edad de doña Paca.

—¿Y quien es esa otra? —pregunté, más que nada por seguir con la conversación.

—Pues tu madre, hijo, tu madre.

La revelación me pilló por sorpresa, y mi primera reacción fue una carcajada nerviosa. En alguna ocasión había reparado en que el pollero miraba a mamá con deseo, pero era algo que hacían muchos hombres, y no le di mayor importancia. Lo que decía doña Paca por una parte me repugnaba, pues la idea de don Fulgencio tocando siquiera la piel de mi madre era ridícula, pero por otra parte me hizo sentirme más cerca de mi jefe, aumentando mi afinidad con él. Al fin y al cabo, yo también estaba prácticamente enamorado de ella.

—¿Está de broma? —dije al fin, superado el impacto inicial.

—No, para nada. La quieres desde que era un mozo, pero ella le rechazó una y otra vez. Hasta se peleó con tu padre una vez, pero claro, con lo pequeñajo que es Fulgencio y lo grande que es tu padre le dio una hostia que casi lo mata. Poco después empezó a rondarme a mí, no se si para darle celos a tu madre o qué, pero la cosa es que al final nos casamos. Y hasta hoy.

Me quedé pensativo unos segundos, asintiendo y sin saber muy bien que decir. ¿Intentaría don Fulgencio, una vez se divorciase, conquistarla de nuevo? Si lo intentaba no solo tendría que vérselas con los puños de papá, sino también con los míos.

—Ya he hablado más de la cuenta, ¿verdad? Si es que soy una bocazas...

—No se preocupe, Paquita, no pasa nada. El pasado pasado está.

Le puse un brazo por encima de los hombros, algo para lo que tuve que ponerme de puntillas, y me acerqué más. Esta vez el bulto de mis pantalones le rozó el muslo, embutido en unos desgastados pantalones blancos de cocina que transparentaban un poco. A pesar del aturdimiento cervecero se dio cuenta y miró hacia abajo. Temí que me apartase de un empujón al ver sus cejas levantarse mucho y la forma en que torció la boca, pero en lugar de eso acarició el paquete con la mano.

—Dime una cosa, Ulises, ¿tu crees que... todavía soy atractiva?

—Menuda pregunta, Paquita, ¿es que no ve cómo me la está poniendo?

—Sí, menuda te la estoy poniendo. Hay que ver como has crecido, tesoro. Todavía me acuerdo cuando eras un niño que venía los domingos con sus papás a comer.

Mientras hablaba, con esa nostalgia espesa propia del alcohol, me desabrochó el botón de los pantalones y bajó la cremallera, introdujo la mano bajo los boxers y liberó a mi serpiente de un solo ojo, que se la quedó mirando con su roja cabeza mirando hacia el techo. Yo correspondí bajando el brazo de sus hombros para a agarras a mano llena una de las inmensas nalgas, sobándola a discreción, y con la otra mano empecé a desatarle el delantal plagado de manchas.

—Ya verá como cuando se quede libre otra vez los solteros del pueblo hacen cola para rondarla —le dije, aupándome más para acercar la boca a su oreja.

—Anda ya... si lo hacen será por el dinero.

—Si lo hacen será por esto. —Acompañé la afirmación con una fuerte palmada en su culo, que hizo vibrar las abundantes carnes como gelatina—. Cuando era un enano y venía con mis papás, como usted dice, ya me hacía pajas a diario pensando en este culazo tan hermoso.

Eso era verdad. Doña Paca había ocupado un puesto destacado en mis primeras fantasías onanísticas, compartiendo los primeros puestos con mi madre, la pescadera tetona que siempre se inclinaba mucho hacia adelante para coger la merluza, esa presentadora de la tele que salía por las mañanas con tacones y faldas cortas, y alguna compañera del cole que ya comenzaba a desarrollarse. Al parecer, la primera de esas fantasías que iba a cumplirse era con la mujer del pollero.

—Qué cosas tan bonitas me dices... —dijo Paquita, no sé si con cierta ironía o en serio.

Le quité el delantal y continué con la chaqueta de cocina, arrancándole casi las dos hileras de botones en mi impaciencia por ver lo que ocultaba. Y por fin, tirando hacia abajo del sujetador para liberarlas por completo, me encontré cara a cara con las tetas más grandes que había visto en mi vida, dos pálidos cántaros que no le hubiesen cabido en la mano ni a King Kong, con areolas como galletas y pezones de los que hubiese podido colgar una gabardina mojada.

—¡Joder, Paquita, pero que exageración de pechos! —exclamé, sinceramente admirado.

—Uf, dímelo a mí, que a veces tengo unos dolores de espalda... Hasta pensé en operarme para reducírmelas.

—Eso hubiese sido un crimen.

—Tampoco exageres... ¡Ayyy! No muerdas tan fuerte que los tengo muy sensibles.

—Mmmm... perdone, ¿así mejor?

—¡Uy, mucho mejor! Así, así, chupa que me estás poniendo mala...

Obedecí a mi jefa, succionando sus pitorros como un lactante y estrujando con los dedos la sudorosos odres de piel pálida. Incluso metí la cara entre ambos y le hice pedorretas con la boca, lo cual le provocó cosquillas y una risita aguda parecida al cacareo de una gallina. Le metí la mano por debajo de los pantalones y las bragas, encontrándome con una mata de pelo rizado espesa, y un chocho húmedo e hinchado, grande como el de una yegua, que palpitaba contra mis dedos.

—Está usted muy cachonda, Paquita —dije. Levanté la mano empapada en fluidos y ella dejó que se la metiese en la boca casi entera, saboreando su propia salsa.

—Mmm... ya te digo... caliente como una perra me tienes. El cabrón de tu jefe no me toca desde hace meses.

—Él se lo pierde. Póngase ahí con el culo en pompa, que le voy a dar embutido del bueno.

—Como el que hace tu padre en la fábrica, ¿no? ¡Ji, ji, ji!

—Deje a mi padre que me desconcentra... Venga, vamos al lío.

Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en una de las mesas de la cocina, apartando varias de esas bandejas desechables plateadas con pollos asados todavía calientes y otras con patatas fritas. Le bajé los pantalones hasta los tobillos, y le di unos cuantos azotes, no muy fuertes, para ver temblar sus carnes.

—¡Ay! Me estás castigando por haberte hecho pelar tantas patatas, ¿eh? —dijo ella, mirando hacia atrás con picardía. Se le notaba en la voz lo borracha que estaba, y no sé por qué eso aumentó mi excitación.

—Y más que la voy a castigar... —amenacé, azotándola esta vez con una espumadera de metal.

—¡Uyyy! Todavía está caliente...

—Pero no quema, ¿no?

—No, no quema. Sigue, sigue... déjame los cachetes rojos y calentitos, que me gusta.

La fustigué durante unos minutos, recreándome con sus quejidos, suspiros y órdenes. "Dame más... ahora con una sartén, venga..." No se si era el alcohol, o lo necesitada que estaba, pero nunca me hubiese imaginado a doña Paca comportándose de esa forma. Separó un poco más las piernas, y entre los muslazos, tres veces más gruesos que los míos, vislumbré el coño hambriento y chorreante. A esas alturas, la delicada piel de sus nalgas estaba roja a más no poder y a mí me iba a estallar la verga.

Me desnudé por completo, lanzando la ropa al suelo sin preocuparme por ensuciarla. Quería estar cómodo y tener plena libertad de movimientos para acometer la escalada de tan imponente montaña. Me puse tras ella, de pie, y por primera vez en mi vida tuve que ponerme de puntillas para meterla desde atrás en la raja de una mujer. Me hubiese facilitado la labor que doblase las rodillas, pero al mismo tiempo que la penetraba me di cuenta de que estaba devorando a grandes mordiscos un pollo asado, pringándose los dedos y la cara de grasa.

—Joder, Paquita... ¿va a comer mientras me la follo?

—Mmm... sí, no pasa nada, tú sigue, sigue... mmfff... que así me gusta más...

Alargué los brazos para agarrarme a sus tetazas, que tenía aplastadas contra la mesa, y empecé a bombear con embestidas brutales, seguro de que no podía hacerle daño a una hembra de semejante tamaño. Ella gemía de gusto, se relamía y suspiraba, en parte por mi enérgica follada y en parte por el festín que se estaba dando. En cinco minutos dejó en los huesos el primer pollo, metió los dedos en la grasa líquida del fondo de la bandeja y se los lamió con entusiasmo.

—Le gusta la grasita, ¿eh?

—Sí... es lo mejor... mmmm.

Cogí el reciente plateado de sus manos, lo levanté sobre su grupa y dejé caer sobre las nalgas una cascada de aceite tibio. A continuación lo extendí con las manos, dándole un resbaladizo masaje a sus maltratados cuartos traseros, embadurnando los muslos, las abultadas pantorrillas, y hasta mi polla, que con el nuevo lubricante entraba y salía de ella con una facilidad pasmosa. Paquita atacó el segundo plato: una abundante ración de patatas fritas, que comenzó a meterse en la boca a puñados.

La verdad es que el olor me estaba despertando el apetito incluso a mí. Alargué el brazo hasta la mesa, arranqué un muslo de otro pollo y le di un mordisco, haciendo una pausa con el miembro bien adentro de su monumental coño. Ya me había dado cuenta de que la amplitud de la puerta delantera no me proporcionaba demasiado placer, así que, apartando los grasientos montes de carne para dejarla a la vista, decidí probar suerte en la trasera.

—¿Le gusta por detrás, Paquita?

—¿Por el culo? —dijo, después de tragar lo que tenía en la boca sin apenas masticarlo—. Mi marido a veces me daba por ahí, pero como la tiene pequeña casi ni lo notaba.

—Yo no la tengo pequeña, ya la ha visto.

—Sí, hijo... La tuya desde luego la voy a notar. —Se metió en la boca otro puñado de patatas, miró hacia atrás y me guiñó un ojo. Estaba colorada y le caían goterones de sudor por toda la cara—. Fenga... fóllame el fulo.

Puse la punta de mi ariete en posición, apretada contra su ojete, acerqué el muslo de pollo que tenía en la mano a su boca y dejó el hueso limpio a mordiscos en cuestión de segundos. Le puse el hueso atravesado en la boca, como si fuese el bocado de un caballo, y cuando se la metí, sin prisa pero sin pausa, pude ver como lo mordía hasta hacerlo crujir, poniéndose más roja aún y gruñendo como una cerda.

Había llegado la hora de montar a la yegua. Con un hábil movimiento, me agarré a sus hombros y puse los pies en la mesa, a ambos lados de sus caderas. La posición era arriesgada, sobre todo por la cantidad de salsa aceitosa en nuestros cuerpos, pero mi estaca clavada tan firmemente en su culo bastaba para evitar que me cayese al suelo. La cabalgué como siempre había soñado, moviéndome arriba y abajo cual jinete en el derby de Kentucky, sacándosela casi entera para volver a meterla con un fuerte empujón descendente. Incluso me atreví a soltarme de una mano para azotarla de nuevo.

Pronto estuve empapado en sudor, tanto como ella, y jadeaba de puro cansancio a pesar de mi proverbial resistencia. Doña Paca, jadeando cada vez más deprisa y soltando algún gritito que la hacía escupir trozos de carne y patatas, se corrió de forma tan violenta que casi me descabalga con los temblores y sacudidas que se apoderaron de todo su enorme cuerpo.

—¿Quiere... quiere el postre, Paquita?

—Sí... dámelo... dame tu leche, por Dios...

Cuando estaba a punto de rellenarle el culo con crema, la liberé de mi salvaje sodomía y salté al suelo. A una velocidad sorprendente, cogí un plato pequeño de un estante, saqué un flan de vainilla de un refrigerador, lo serví en el plato y tiré el envase a un rincón. Doña Paca se había incorporado, y al darse la vuelta el mareo provocado por la cerveza y la cabalgada la hicieron trastabillar y caer de culo en el suelo. Me puse frente a ella, con el flan tembloroso a la altura de las pelotas, y entendió al instante lo que tenía que hacer.

Me agarró el mango con las dos manos y me ordeñó con energía hasta que un torrente de nata caliente cubrió el flan, salpicando también el plato y su cara. El intenso y prolongado orgasmo casi me hace perder el conocimiento; di un par de pasos hacia atrás y quedé sentado sobre un saco de patatas, pudiendo ver como mi jefa engullía el flan cubierto por mi semen de un ruidoso sorbetón, lamiendo después el plato hasta dejarlo limpio, e incluso llevándose a la boca con los dedos los goterones blancos que le manchaban la cara. Le había encantado el postre.

Necesitamos casi un cuarto de hora en el suelo de la cocina para reponernos, y otro para limpiar en los baños del local nuestros cuerpos aceitosos. Sin hablar demasiado, terminamos de recoger la cocina y nos fuimos a casa.

—Muchas gracias —me dijo doña Paca antes de despedirnos—. No sabes la falta que me hacía algo así.

—Gracias a usted. Pero no espere repetirlo pronto... estoy destrozado.

—¡Ja, ja, ja! Pues descansa, hijo, que te lo has ganado.



Continuará....

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