Andrea, la peluquera calentona

Yo no sé si durante el verano se ponen de moda los culos y las mujeres tienen piernas más largas que nunca, pero no paro de ver figuras hermosas. Y así estoy, claro. Me fui a cortar el pelo y la peluquera, sin dudas, cabía dentro de esta categoría. Me gustan las piernas bien delgadas, las cinturas mínimas, delicadas, pero ella no era así, tenía como una fortaleza en su cuerpo, un vigor que me hacía pensar que en la cama era un tornado. Me puso la bata alrededor y me preguntó cómo lo quería. Como me da lo mismo, simplemente le dije: “más corto”.
Empezó a cortar y después de haberla mirado de arriba abajo un par de veces ya sólo me quedaba el triste espectáculo de verme a mí mismo en el espejo, con el pelo mojado, un flequillo ridículo primero, después todo hacia atrás, a un costado, al otro y así. Ella me explicaba lo que hacía y a mí, para ser sincero, no me interesaba. Sólo quería que terminase para poder irme. Pero al parecer las patillas merecen un cuidado especial, o eso pensé cuando sentí que se inclinaba sobre mí para ver de cerca. Ella me rozó. Fue sin quererlo, porque tengamos en claro que no soy irresistible, y que esa mujer me había tocado por error o torpeza. Pero la sentí. Y se me escapó un “mmmm”. Ella pidió disculpas. Y yo, que hubiera querido decirle que más que disculparla debería agradecerle, no me animé. Seré cagón, sí, pero tengo la suerte de tener dos patillas y de que ella no haya dejado de ser torpe.
Entonces para cuando dio la vuelta para recortar la otra y volvió a apoyar su abdomen sobre mí, y sentí las piernas a sólo un suspiro de mi mano, me dije “es ahora o nunca”. Ella volvió a pedir perdón, a echarle la culpa al cansancio y que sé yo a qué más que nunca escuché. Asentí y le clavé los ojos para que entendiera que su cuerpo sobre el mío había sido un regalo que estaba dispuesto a recibir mil veces más. Se sonrió. Le pregunté su nombre. “Andrea”, me dijo y volvió a mi patilla. Un dedo mío rozó su pierna. Por supuesto que lo hice adrede, pero el contacto fue tan sutil que nadie podría pensar que mi cabeza ya estaba inundada de perversiones hacia esa peluquera. Me miró a la espera de que le pidiese disculpas, pero en vez de eso se encontró con una sonrisa que la descolocó. Y como no dijo nada, el contacto se hizo un poco más evidente: no fue un roce, fue la palma de la mano alrededor de su muslo, fueron mis dedos percibiendo la suavidad de una piel recién depilada.
Andrea volvió a sonreír, pero alzó las cejas para señalarme a todas las viejas que esperaban su corte de pelo, o a la cajera que quizás era su jefa y la podía ver, o al peluquero que yo rezaba para que cumpliera con todos los estereotipos y fuera su mejor amigo gay. No le hice caso a las cejas y cerré la mano alrededor del muslo, para sentir las curvas dentro de mi mano, subir y bajar como si lo aceitara y como si ese aceite pudiera también lubricar unos centímetros más arriba. Pero ella se movió y me dijo que no me hiciera el piola.
Pensé que, como siempre, para mí la fiesta terminaba antes de tiempo. Ella debía seguir con su trabajo y si yo quería seguir con el mío debería esperar a llegar a casa para masturbarme pensando en lo ocurrido como máximo consuelo. Así que ella siguió con su trabajo, que al parecer era el flequillo. De frente a mí, el espectáculo se renovó: apareció su escote, generoso como nunca hubiera sospechado, y en aquel momento me hubiese gustado tener un flequillo eterno, congelar esa imagen. A más que eso no podía aspirar, aunque mi pija creyera que sí, y bajo la bata mi bermuda se estirara hasta el extremo de la tela, y cruzara desde la bragueta hasta el bolsillo. Ahí metí mi mano y la sentí dura como un fierro.
Andrea me vio, desatendió por un segundo el pelo y me susurró: “pajero”. Era el momento de levantar la apuesta, de decirle sí, claro que soy pajero y me muero por pajearme frente a vos. Pero ya lo aclaré: soy cagón. Y también aclaré que ella tenía unas tijeras en la mano, con lo que estaba orgulloso de ser cagón. Así que la que actuó fue ella. Me acarició el pelo y lo llevó tan atrás que debió inclinarse, casi apoyarme su maravillosas tetas en la cara, dejarme tan cubierto que nadie podía ver su mano, la que sostenía las tijeras, acariciarme el bulto por sobre la bata, hacer que las tijeras avanzaran y retrocedieran sobre mi abdomen y hacer, también, que yo transpirara tanto por las puntas filosas que se acercaban como por mi pija, cada vez más llena.
“Acompañame”, dijo Andrea. Me levanté y otra vez la bata me salvó de ponerme en evidencia frente a todos. Ella me hizo pasar a un cuartito que sólo estaba dividido del salón por una cortina. “Ahora te voy a lavar la cabeza”. Tomé asiento, recliné la cabeza hacia atrás y me dediqué a esperar. Sentí primero que desabrochaba mi bermuda y después, que apoyaba su muslo en mi mano. “Haceme una paja”, dijo. Y yo fui obediente. Subí la mano por el interior del muslo, que parecía como revestido en seda. Llegué a la bombacha, que era de algodón y ya dejaba sentir rastros de humedad. Froté el algodón, lo estimulé hasta sentir que ella suspiraba y que los rastros de humedad se hacían pequeños lagos. Y recién después corrí la bombacha. Tenía poco pelo, como siempre imaginé la concha de una peluquera. Prolija, delicada, y ahora llena de flujo y sudor.
Se abrió rápido. Me quise dedicar al clítoris, pero el flujo me invitaba a entrar, a que mis dedos la recorrieran. Así que mi dedo índice se perdió ahí dentro, haciendo el clásico gesto de “vení”, como si rascara la pared interior, rugosa por cierto, de esa caverna húmeda. Mi dedo pulgar, en cambio, masajeaba el clítoris, lo sentía hincharse, hacerse presente, tomar protagonismo. Un dedo la estimulaba, el otro le arrancaba regueros de excitación.
Ella me agarró la pija, más que con seguridad, con fuerza. En ese momento la imaginé como una maravillosa experta en el sexo oral, pero no pude comprobarlo: Andrea prefirió aferrarse a mi pija, apretarla, o más bien apretujarla. Y con la otra mano amagó a acariciar una vez más mi pelo, pero pasó por encima y en cambio tomó la cortina, me miró a los ojos, sonrió con malicia, y corrió la cortina para dejar mi cara al descubierto del salón, y aún oculta, su entrepierna sobre mi mano y mi pija dentro de la suya.
Por un segundo me olvidé de todo y no pude más que ver a la cajera, al peluquero –que ojalá fuera gay-, a las viejas que esperaban su corte. Yo frente a ellos, con mi pelo recién lavado, mi pija cada vez más llena y una concha chorreando sobre mí. Andrea me dijo suave al oído: “¿Así que te gusta en público?” y aceleró el paso, apretó más mi pija y la hizo ir y venir más rápido, obligó a que se me escape algún “mmmm” para esa espantosa tribuna que tenía ahí. Y después empezó a cabalgar –porque ese era el movimiento que hacía- sobre mi mano. Ella se cogía a mis dedos, yo no la pajeaba.
Mi mano estaba empapada. Todo eso no podía ser flujo, tenía que ser además sudor. Todo eso no podía ser sólo Andrea, tenía que estar endemoniada o algo así. Desde atrás de la cortina me dijo “sacá la mano y chupate un dedo”. Y frente a esa gente, que sólo veía mi rostro, yo probé el sabor de su flujo, algo amargo, algo delicioso. Ella se movió más fuerte y por última vez, tensionó los muslos y echó un largo suspiro. Andrea me dijo “ahora mirá a la hija de puta de mi jefa, mirala a los ojos”, y yo entendí que se refería a la cajera, así que la miré. Después me pidió acariciara el agujero de su culo, y yo lo hice. Lo acaricié por fuera del agujero, como ella me dijo que lo hiciese, y mientras más empujaba sobre esas paredes, más aceleraba Andrea su mano en mi pija.
“Ahora olelo, olé mi culo frente a todos”. También lo hice. Y ya estaba por acabar. Sentí el olor: era sudor, era suciedad y era perversión. No sé cómo pensaba hacer Andrea, porque yo ya podía imaginar la bata llena de semen. “Chupate el dedo”, ordenó. Y después de sentir lo sucio de su culo en mi lengua, sentí que mi pija dejaba escapar todo, no importaba a dónde, al piso, a la bata, al cielo. Acabé con los ojos cerrados, y al abrirlos y buscarla a Andrea la encontré con la boca llena, para después sonreír, mostrarme lo que cargaba en su lengua y ahora bajaba lento por su garganta profunda y perversa.

12 comentarios - Andrea, la peluquera calentona

nietoger18
muy buen relato!!! mañana vuelvo con puntos!
casado41
Quien tuviera una Andrea!! Buen relato
morochadel84
Excelenteeeeee... Bien escrito, super detallado y excitante. Una joyita.

Se agradece, van puntos y reco.

Beso.
bachamos
b u e n i s i m o !
me hiciste vivir cada momento a pleno
te dejo todos mis escasos puntines genio!
MartyMcFly13
Suertudo! 😁
Calculo que si me atreviese a mandarle mano a mi peluquera, terminaría con las tijeras clavadas entre la verga y las bolas... 🙄
tin26cam
maravilloso relato felicitaciones
esteban_10 +1
donde queda la peluqueria 🤤 🤤
josesito20
che me quiero cortar el pelo despues de leer el relato como encuentro a andrea??
SexyMur
Muy bueeeno , yo siempre fantaseo con las peluqueras , son una asignatura pendiente