La Segunda Primera Vez

Laura es operaria en una fábrica de lencería. Nunca, jamás, se le cruzo por la cabeza un pensamiento lésbico al tocar esas bombachitas colaless, esas tazas de corpiño 120, esas sedas, esos encajes. Tampoco se le movió un pelo al mirar en el vestuario a sus cien compañeras de trabajo. Semejante caldo de cultivo, solo comparable al de una cárcel de mujeres, no le hizo dudar de su gusto por los hombres. Hasta que entro a un chat telefónico.
El bichito en realidad le había picado antes, cuando Omar, eterno novio cama afuera y padre de sus dos hijas, se aparecía con esas películas “todos contra todos”. Lo que mas le excitaba eran los gemidos que provocaban entre si las mujeres.
Sin embargo, al madurarla un poco, la idea le parecía baja y pecaminosa, al igual que muchas otras cosas. Jura por ejemplo, Que en su vida se hubiera masturbado. Comenzó a hacerlo meses atrás, cuando corto con Omar y levanto el tubo para tener charlas húmedas con “sus hermanas del género”, como se dice ahora.
Fue todo un proceso, que implico hablar con personas muy distintas a ellas, contarse soledades, deseos, fantasías incumplidas. Y animarse a llevar los dedos hacia el sur, frente al pedido de una voz cálida, casi de locutora, que después la busco ansiosa y no volvió a encontrar.
Aunque la experiencia resulto efímera, Laura, 34 años, un metro sesenta, gordita, cabello oscuro, ojos marrones, de Adrogue (por no decir de Burzaco, que siempre suena mas recóndito), supo que podía disfrutar de manera rabiosa con otra hembra.
Entonces empezó a hablar asiduamente con Pamela, una docente de la plata, más o menos de su edad, de estado civil incierto con un marido que iba y venia.
Sin verse se hicieron amigas, cómplices, amantes virtuales. Compartían, entre otras cosas, sus titubeos. Ninguna tenía experiencia.
Al mismo tiempo, Laura hablaba con Graciela, del barrio de Flores, también maestra (¿casualidad o tendencia?). “la otra” tenia veintipico, se asumía como habitante permanente de la isla griega y era tan decidida que, por un lado, generaba tranquilidad, pero –a la vez- le confería al asunto un aire de tramite.
Nuestra obrera argentina se mortificaba pensando con que cara iba a mirar a sus nenas después de tener relaciones homosexuales. Pero al final pudo separar los tantos y resolvió que su debut seria con la chica de la Plata. Así ambas estarían en igualdad de condiciones. Hacerlo con Graciela, se convenció, equivaldría a estar con alguien que, al menos de la cintura para abajo, dice tener todo resuelto. En fin, casi con un hombre.
Un sábado a las dos de la tarde, como una parejita que se cita por primera vez, Laura y Pamela se encontraron en el hall central de Constitución. Un lugar neutral y lejano, pero a la vez conocido.
Apenas se vieron, intuyeron que el café estaba de mas, pero igual cumplieron el rito preacordado de la charla y, colectivo mediante, tomaron algo en San Telmo.
Media hora después caminaban frenéticas, convulsionadas, hacia un albergue del bajo, muy cerca de la autopista. Entraron, se dieron ánimos y encararon juntas al conserje.
La llave apareció en la ranura del vidrio. Ellas al agarrarla. Se tocaron la mano y ya no se soltaron. El pasillo en penumbras fue el escenario de los besos ahogados, sin aire. Y en la habitación, pagada a medias, hicieron el amor labio sobre labio sobre labio, pura bahía. Fue la segunda primera vez de Laura y Pamela.

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