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202📑La Enfermera y Don Lázaro

202📑La Enfermera y Don Lázaro

Don Lázaro siempre había sido un hombre de carácter fuerte. A sus 71 años, el cuerpo ya no le respondía como antes, pero la mirada seguía firme, orgullosa. La caída fue un golpe inesperado: una fractura que lo obligó a detenerse, a depender. Tras la operación, la familia decidió contratar ayuda profesional para su recuperación.

Así llegó ella. Claudia. Morena, de 34 años, voz serena y manos seguras. La enfermera se movía por la casa con una calma que imponía confianza. No lo trataba como a un inválido, sino como a un hombre en pausa. Eso, para Lázaro, marcaba la diferencia.

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Cada mañana lo asistía con paciencia: ejercicios suaves, le daba su medicina, palabras de ánimo, el ritual cotidiano del aseo. Aquel día, el baño estaba lleno de vapor. El agua tibia caía lenta, y ella lo ayudaba con movimientos cuidadosos, atentos, respetuosos. El contacto era profesional… pero la cercanía despertó algo que Lázaro creía dormido.

Se sintió avergonzado al notar la reacción de su pija endureciendose, una respuesta antigua, instintiva, que no había pedido permiso. Ella lo notó también. Se quedó quieta un segundo, sorprendida, observándolo sin juicio.

—Tranquilo —dijo con una sonrisa suave—. A veces el cuerpo recuerda lo que la cabeza intenta olvidar.

No hubo reproche. No hubo tensión. Solo una complicidad inesperada, un silencio cargado de comprensión. Ella continuó con el cuidado, pero su trato se volvió más cálido, más cercano, como si decidiera no avergonzarlo, sino acompañarlo.

—Dicen que los viejos leones nunca pierden del todo su virilidad —añadió, con un brillo travieso en los ojos—. Solo duermen un poco más.

Ese gesto, esa frase, fueron suficiente alegría para Lázaro. No hizo falta más. Se sintió vivo, visto, respetado. Cuando el baño terminó, ella lo ayudó a sentarse, acomodándolo con cuidado, y apoyó una mano en su hombro.

—Vamos bien —le dijo—. Mucho mejor de lo que imagina.

Don Lázaro sonrió, con una dignidad renovada. Tal vez su cuerpo estuviera en recuperación, pero algo dentro de él había despertado. Y supo que, mientras durara esa ayuda, la vida todavía tenía pequeñas victorias reservadas para los que no se rinden.


Don Lázaro desvió la mirada antes de hablar. La vergüenza le pesaba más que la pierna en recuperación.

—Claudia… —murmuró—. Hay… una incomodidad repentina. ¿Cree que podría ayudarme a que pase esta erección ?

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Ella lo observó con calma profesional, y luego con una comprensión más humana. No hubo risa ni juicio, solo un asentimiento suave.

—Está bien —respondió—. Con cuidado.

El cuarto quedó envuelto en un silencio tibio. Claudia dejó a un lado su uniforme con naturalidad, . La luz acarició sus formas, sus tetas, esa vagina y Don Lázaro tragó saliva, sobrecogido.

—No se me emocione Don Lázaro —susurró , iremos despacio.

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Ella sonrió y se acercó, apoyando una mano en su pecho para tranquilizarlo.

—Respire —le dijo—. Déjese guiar.

—Claudia… —alcanzó a decir él—. Usted es un monumento de mujer.

Lo ayudó a recostarse con cuidado, como había hecho tantas veces, pero esta vez el gesto tenía otra intención. Le agarro la pija y la masejeo de arriba a abajo, sacandole un suspiró. Se acomodó sobre él con una delicadeza provocadora, guio su pija al interior de su concha, marcando un compás lento, paciente, que invitaba a abandonar el pudor y confiar. Puso las manos de Don Lázaro sobre sus tetas, y comenzó a cabalgarlo. Su ritmo fue una promesa sostenida, una danza pausada que despertó en Don Lázaro una fuerza antigua, dormida, pero intacta.

Cuando el terminó adentro, Claudia apoyó la frente en la suya, sonriendo con satisfacción tranquila.

—Eso es, Don Lázaro —susurró—. Usted es un león renovado.

Él cerró los ojos, respirando hondo. No solo había pasado la incomodidad: algo dentro de él había vuelto a rugir, sereno y digno, como quien recuerda quién fue… y quién aún puede ser.

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Don Lázaro avanzaba ya con la ayuda de un bastón. Cada paso era una pequeña victoria, y Claudia lo celebraba con esa sonrisa cómplice que parecía empujarlo a ir siempre un poco más lejos. Él, más seguro de sí, dejaba que sus manos se demoraran donde antes no se atrevían, nalguendola cada vez que pasaba a su lado, un gesto travieso que ella recibía sin reproches.

—Excelente recuperación, Don Lázaro —decía ella, divertida—. La pierna… y todo lo demás.

Él reía con un ronquido bajo, orgulloso, como si el elogio encendiera algo antiguo. Esa tarde, cuando el sol caía lento por la ventana, Lázaro la miró con decisión renovada.

—Venga —le pidió—. Ahora déjeme a mí cuidar de usted.

Claudia arqueó una ceja, sorprendida, pero aceptó el juego, desnudandose. Él la invitó a recostarse con una cortesía firme, casi ceremoniosa. Le abrió las piernas y le metio la pija en la concha, embistiendola con intensidad contenida.

—Así se monta a una yegua —murmuró, con voz grave. Mientras le manoseaba las tetas.

La intensidad de su presencia no era brusca, sino segura, como un rugido contenido que por fin encontraba salida. Claudia lo observó, asombrada, por como clavaba su concha, por esa energía que parecía haber despertado junto con su cuerpo.

—Guau, Don Lázaro… —susurró entre jadeos —. De verdad se recuperó bastante.

Él sonrió, respirando hondo, como un león que vuelve a su paso tranquilo tras recordar su fuerza. No hacía falta decir más: ambos sabían que esa recuperación iba mucho más allá de la pierna.

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Claudia aún respiraba con ese brillo inquieto en los ojos cuando se inclinó hacia él, acercándose lo suficiente como para que su voz fuera un secreto compartido.

—¿Y cree que pueda aguantarme un poco más? —susurró, con una sonrisa desafiante.

Antes de que Don Lázaro respondiera, ella ya se había acomodado sobre él, deslizando su concha sobre su pija, con una seguridad juguetona, como quien prueba la solidez de un terreno conocido. Él apoyó las manos en su cintura, sorprendido y orgulloso a la vez, dejando escapar un ronco suspiro.

—Despacio… —murmuró—. No quiero apurar lo que se disfruta.

Claudia marcó un ritmo pausado, provocador, mirándolo a los ojos, cabalgándolo con intensidad, celebrando cada respuesta de ese cuerpo que ya no se sentía frágil. Él cerró los ojos un instante, como si recordara viejas victorias, y cuando los abrió, su sonrisa era la de un león tranquilo, consciente de su fuerza.

—Parece que la recuperación va por excelente camino —bromeó ella, acercándose para rozar su frente con la suya.

Don Lázaro asintió, sereno, sosteniéndola con firmeza.

—Mientras esté usted —respondió—, no pienso rendirme.

El silencio que siguió no fue vacío, sino lleno de promesas, de ese entendimiento tácito que no necesita palabras para seguir creciendo.

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Don Lázaro ya caminaba sin bastón. Su paso era firme, su espalda erguida, la mirada viva. La recuperación había sido completa, y la familia, agradecida, se reunió una mañana para comunicarle a Claudia que su ayuda ya no sería necesaria.

—Ha hecho más de lo que esperábamos —le dijeron—. Gracias por su dedicación… por devolvernos a Don Lázaro tan pronto.

Ella sonrió con profesionalidad, pero cuando se quedaron a solas, el ambiente cambió. Lázaro la miró largo rato, con esa mezcla de gratitud y melancolía que solo tienen quienes saben que algo importante está por terminar.

—Quisiera darle una despedida como merece —dijo él, con voz baja—. Por cuidarme… por despertarme.

Claudia no respondió con palabras. Se acercó, lo empujó suavemente hacia la cama y tomó la iniciativa con una confianza ya conocida. Guiándo su pija a su concha caliente,  cabalgándolo intensamente, mientras el le tocaba las tetas, dejándose llevar por ese juego final donde ambos sabían exactamente qué ofrecer y qué recibir. Luego le cedió el ritmo, recostandose, permitiendo, que el la penetrara, que él demostrara, una vez más, que el león había recuperado no solo el cuerpo, sino el espíritu. Al final, se ofreció por completo, dejando que le bombeara la concha, como un último gesto de entrega, intenso y definitivo, un adiós marcado en la piel y en la memoria.

Cuando terminó dentro de ella, Don Lázaro la miró con tristeza serena. No era debilidad; era reconocimiento.

—Gracias Claudia… —murmuró—. Por todo.

Claudia se vistió despacio, se inclinó para besarle la frente y le guiñó un ojo con picardía.

—No decaiga, Don Lázaro —susurró—. Vendré a visitarlo de vez en cuando.

Él sonrió, apoyándose en el respaldo de la cama, sintiendo que algunas despedidas no son finales, sino promesas discretas.

El viejo león cerró los ojos, tranquilo. Sabía que había vuelto a rugir… y que no lo olvidaría jamás.

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