Esta es la primera de una serie de historias que escribo porque me gusta recordar… y porque aún hoy me excita profundamente revivir cada detalle de lo que viví con la que durante siete años fue mi mujer.Hoy está casada con otro, pero en el fondo sé —y creo que ella también lo sabe— que sigue existiendo la posibilidad real de que vuelva a ser completamente mía.
Ella se llama Daniela (nombre cambiado, por supuesto). Tenía 18 años recién cumplidos, apenas la mayoría de edad cuando la conocí: una belleza latina natural, cabello largo negro azabache que le caía en ondas hasta la cintura, ojos grandes y oscuros que parecían guardar secretos, labios carnosos que invitaban a besarlos sin decir nada, piel morena suave y un cuerpo de curvas generosas pero firmes —pechos redondos y altos, cintura marcada y caderas que se movían con una sensualidad inconsciente. Era dulce, inteligente, buena persona… y en la intimidad, una zorra en potencia que solo necesitaba que alguien la despertara. Ser puta en la cama nunca le quitó lo maravillosa que era como ser humano.
Me enorgullece decir que yo fui su primera vez. Fui yo quien le rompió el himen a esa jovencita de 18 años mientras yo, con mis treinta y tantos, ya sabía exactamente lo que quería hacer con ella.
Todo empezó por una amiga en común. Nunca he sido tímido con las mujeres, así que me acerqué sin rodeos: la invité a salir, la busqué, la provoqué… y ella respondió con una receptividad que me encendió al instante. En poco tiempo ya éramos algo así como “novios”, aunque la verdad sea dicha: en ese momento no la veía como algo serio.
Manejaba un camión y salía constantemente de la ciudad. Para mí, en ese entonces, ella era… sexo. Sexo puro y duro. Y cuando me enteré de que era virgen, la excitación se disparó. Tal vez por eso me buscó: quería a alguien con experiencia que la guiara, que la abriera, que la hiciera mujer de verdad.
Llegó el día que para toda mujer debería ser especial… o al menos eso dicen los cuentos. Para ella, la verdad, no lo fue tanto. No hubo cama llena de pétalos ni velas. Estábamos en un bar, tomando, y con varios tragos encima me entró una excitación incontrolable. Tenía la camioneta estacionada afuera.
Le dije que la llevaba a casa. Pero apenas llegamos al estacionamiento, antes de que pudiera subirse, la acorralé contra la puerta y empecé a besarla con desesperación. Ella también estaba encendida. La subí al asiento trasero como pude. Nos besábamos como locos, las lenguas enredadas, el aliento caliente. Metí las manos debajo de su ropa: sus pechos redondos y suaves, perfectos para apretar, sus nalgas firmes… Me bajé el pantalón y saqué el pene, ya duro como piedra (no es por presumir, pero unos 20 cm bien gruesos, de los que llenan por completo).
En ese momento no pensé en su virginidad, ni en hacerla especial. Solo quería poseerla. Quería penetrarla ahí mismo, en la calle, en mi carro, como a una mujer fácil. Y ella, entre besos y jadeos, me miró con esos ojos enormes llenos de deseo mezclado con nervios y empezó a decirme:
—No… aquí no… por favor… no quiero que mi primera vez sea en un carro…
Pero mientras lo decía, tenía una mano apretándome el pene con fuerza, masturbándome lento, como si su cuerpo contradijera sus palabras. Sus ojos brillaban, entre el miedo y la curiosidad, y su respiración era agitada.
Entonces reaccioné. Caí en cuenta de que para ella sí significaba algo importante. Así que cambiamos de rumbo y terminamos en un motel barato de carretera.
Con el alcohol ya más disipado, empezamos de nuevo, pero esta vez más despacio. Besos profundos, ropa cayendo poco a poco. La desnudé con calma, le besé el cuello, los pechos, la barriga. La acaricié entera. Dejé que ella también me tocara, que conociera mi cuerpo con manos temblorosas. Sus ojos grandes me seguían con una mezcla de timidez y fascinación.
Hasta que la vi ahí, completamente desnuda, boca arriba en la cama, con las piernas ligeramente abiertas y los ojos brillantes de nervios y deseo. No lo dudé más. Me coloqué encima y empecé a penetrarla despacio… qué delicia sentir cómo su vagina virgen se abría por primera vez. Mi glande empujaba, abriéndose paso entre esa carne apretadísima.
Ella me miró con los ojos muy abiertos y susurró entrecortada:—Despacio… despacio, por favor…
Se quejaba bajito del dolor, pero no se apartaba. Sus manos me apretaban los brazos, como buscando apoyo. Yo seguí. Hasta que sentí la resistencia del himen.
Empujé con más fuerza.Clock.
Se oyó clarito, como descorchar una botella. Su himen era mío. Ya no era virgen. La tomé de ambas manos, las clavé contra el colchón y empecé a bombear más profundo, más fuerte. Sus gemidos eran una mezcla preciosa de dolor y placer naciente. Yo no paraba. Por fin la estaba poseyendo… y de paso la estaba haciendo mujer. Mi mujer.
No usé condón. Cuando sentí que ya no aguantaba más, la penetré hasta el fondo, hasta tocarle el útero, y me corrí intensamente dentro de ella, descargando todo mi semen bien profundo, marcándola por dentro.
Nos quedamos abrazados, sudados, exhaustos. Así nos dormimos.
A la mañana siguiente nos despertamos, nos bañamos juntos… Ella tenía mucha prisa por llegar a casa, había inventado una mentira y estaba nerviosa. Ya estaba vestida y lista para salir cuando la tomé por las caderas, la besé con hambre y la puse contra la pared. Empecé a tocarle la vagina por encima del pantalón, metiendo dedos, mojándola otra vez en cuestión de segundos.
Ella protestó que tenía prisa… pero yo ya estaba desnudo y con el pene otra vez erecto. Le arranqué la ropa de nuevo, la tiré sobre la cama. Abrió las piernas de par en par para recibirme… pero en el último segundo la giré y la puse a cuatro patas.
—Oye… ¿tú estás con muchas ganas, verdad? —me dijo medio en broma, medio sorprendida, mirándome por encima del hombro con esos ojos enormes.
Sonreí y le contesté con voz grave:—Cariño… es que no todos los días tengo en mi cama a una puta como tú.
Ella se tensó. Giró la cabeza, enojada:—¿Cómo me dijiste…?
La miré fijo a los ojos y con voz fuerte le repetí:—Puta.
Se quedó callada un segundo… justo cuando iba a responderme algo más fuerte, la agarré fuerte por las caderas y la penetré de un solo empujón. Los 20 centímetros desaparecieron dentro de ella hasta la base. La tomé totalmente por sorpresa. Solo pudo soltar un reclamo que se cortó en seco:
—¡¿Qué te pasa?! ¡No soy ninguna pu… aaaahhh! ¡Aaaahhh!
La volví a clavar una, dos veces más, espaciadas pero brutales. Luego aumenté el ritmo. El cuarto se llenó con el clap clap clap inconfundible de mi pelvis chocando contra sus nalgas. La tomé del pelo, le obligué a levantar la cabeza. Tenía los ojos cerrados, gimiendo con la boca entreabierta.
Sin bajar el ritmo le pregunté:—¿Acaso no te gusta lo que estás sintiendo? ¿No te gusta mi pene?
Ella solo gemía… hasta que le grité:—¡Puta, te hice una pregunta!
Le apreté un pecho con la otra mano mientras seguía embistiéndola. Entre jadeos, con la voz entrecortada, por fin respondió:—Me encanta… me encanta…
La puse de nuevo con la cara contra el colchón y le di aún más fuerte.—Entonces disfruta lo que te encanta, puta.
Ella solo alcanzó a murmurar entre gemidos y una risita ahogada:—Maldito…
Era su segunda vez en la vida y ya la estaba poseyendo como animal. No tardé mucho en correrme otra vez dentro de ella, llenándola hasta que se me escurrió semen por los muslos.
Después nos arreglamos en silencio. La llevé a su casa y la dejé en la puerta.
"Esta es ella en esa época, miren esos ojos…". ¡Avísame si seguimos con la segunda parte!
Ella se llama Daniela (nombre cambiado, por supuesto). Tenía 18 años recién cumplidos, apenas la mayoría de edad cuando la conocí: una belleza latina natural, cabello largo negro azabache que le caía en ondas hasta la cintura, ojos grandes y oscuros que parecían guardar secretos, labios carnosos que invitaban a besarlos sin decir nada, piel morena suave y un cuerpo de curvas generosas pero firmes —pechos redondos y altos, cintura marcada y caderas que se movían con una sensualidad inconsciente. Era dulce, inteligente, buena persona… y en la intimidad, una zorra en potencia que solo necesitaba que alguien la despertara. Ser puta en la cama nunca le quitó lo maravillosa que era como ser humano.
Me enorgullece decir que yo fui su primera vez. Fui yo quien le rompió el himen a esa jovencita de 18 años mientras yo, con mis treinta y tantos, ya sabía exactamente lo que quería hacer con ella.
Todo empezó por una amiga en común. Nunca he sido tímido con las mujeres, así que me acerqué sin rodeos: la invité a salir, la busqué, la provoqué… y ella respondió con una receptividad que me encendió al instante. En poco tiempo ya éramos algo así como “novios”, aunque la verdad sea dicha: en ese momento no la veía como algo serio.
Manejaba un camión y salía constantemente de la ciudad. Para mí, en ese entonces, ella era… sexo. Sexo puro y duro. Y cuando me enteré de que era virgen, la excitación se disparó. Tal vez por eso me buscó: quería a alguien con experiencia que la guiara, que la abriera, que la hiciera mujer de verdad.
Llegó el día que para toda mujer debería ser especial… o al menos eso dicen los cuentos. Para ella, la verdad, no lo fue tanto. No hubo cama llena de pétalos ni velas. Estábamos en un bar, tomando, y con varios tragos encima me entró una excitación incontrolable. Tenía la camioneta estacionada afuera.
Le dije que la llevaba a casa. Pero apenas llegamos al estacionamiento, antes de que pudiera subirse, la acorralé contra la puerta y empecé a besarla con desesperación. Ella también estaba encendida. La subí al asiento trasero como pude. Nos besábamos como locos, las lenguas enredadas, el aliento caliente. Metí las manos debajo de su ropa: sus pechos redondos y suaves, perfectos para apretar, sus nalgas firmes… Me bajé el pantalón y saqué el pene, ya duro como piedra (no es por presumir, pero unos 20 cm bien gruesos, de los que llenan por completo).
En ese momento no pensé en su virginidad, ni en hacerla especial. Solo quería poseerla. Quería penetrarla ahí mismo, en la calle, en mi carro, como a una mujer fácil. Y ella, entre besos y jadeos, me miró con esos ojos enormes llenos de deseo mezclado con nervios y empezó a decirme:
—No… aquí no… por favor… no quiero que mi primera vez sea en un carro…
Pero mientras lo decía, tenía una mano apretándome el pene con fuerza, masturbándome lento, como si su cuerpo contradijera sus palabras. Sus ojos brillaban, entre el miedo y la curiosidad, y su respiración era agitada.
Entonces reaccioné. Caí en cuenta de que para ella sí significaba algo importante. Así que cambiamos de rumbo y terminamos en un motel barato de carretera.
Con el alcohol ya más disipado, empezamos de nuevo, pero esta vez más despacio. Besos profundos, ropa cayendo poco a poco. La desnudé con calma, le besé el cuello, los pechos, la barriga. La acaricié entera. Dejé que ella también me tocara, que conociera mi cuerpo con manos temblorosas. Sus ojos grandes me seguían con una mezcla de timidez y fascinación.
Hasta que la vi ahí, completamente desnuda, boca arriba en la cama, con las piernas ligeramente abiertas y los ojos brillantes de nervios y deseo. No lo dudé más. Me coloqué encima y empecé a penetrarla despacio… qué delicia sentir cómo su vagina virgen se abría por primera vez. Mi glande empujaba, abriéndose paso entre esa carne apretadísima.
Ella me miró con los ojos muy abiertos y susurró entrecortada:—Despacio… despacio, por favor…
Se quejaba bajito del dolor, pero no se apartaba. Sus manos me apretaban los brazos, como buscando apoyo. Yo seguí. Hasta que sentí la resistencia del himen.
Empujé con más fuerza.Clock.
Se oyó clarito, como descorchar una botella. Su himen era mío. Ya no era virgen. La tomé de ambas manos, las clavé contra el colchón y empecé a bombear más profundo, más fuerte. Sus gemidos eran una mezcla preciosa de dolor y placer naciente. Yo no paraba. Por fin la estaba poseyendo… y de paso la estaba haciendo mujer. Mi mujer.
No usé condón. Cuando sentí que ya no aguantaba más, la penetré hasta el fondo, hasta tocarle el útero, y me corrí intensamente dentro de ella, descargando todo mi semen bien profundo, marcándola por dentro.
Nos quedamos abrazados, sudados, exhaustos. Así nos dormimos.
A la mañana siguiente nos despertamos, nos bañamos juntos… Ella tenía mucha prisa por llegar a casa, había inventado una mentira y estaba nerviosa. Ya estaba vestida y lista para salir cuando la tomé por las caderas, la besé con hambre y la puse contra la pared. Empecé a tocarle la vagina por encima del pantalón, metiendo dedos, mojándola otra vez en cuestión de segundos.
Ella protestó que tenía prisa… pero yo ya estaba desnudo y con el pene otra vez erecto. Le arranqué la ropa de nuevo, la tiré sobre la cama. Abrió las piernas de par en par para recibirme… pero en el último segundo la giré y la puse a cuatro patas.
—Oye… ¿tú estás con muchas ganas, verdad? —me dijo medio en broma, medio sorprendida, mirándome por encima del hombro con esos ojos enormes.
Sonreí y le contesté con voz grave:—Cariño… es que no todos los días tengo en mi cama a una puta como tú.
Ella se tensó. Giró la cabeza, enojada:—¿Cómo me dijiste…?
La miré fijo a los ojos y con voz fuerte le repetí:—Puta.
Se quedó callada un segundo… justo cuando iba a responderme algo más fuerte, la agarré fuerte por las caderas y la penetré de un solo empujón. Los 20 centímetros desaparecieron dentro de ella hasta la base. La tomé totalmente por sorpresa. Solo pudo soltar un reclamo que se cortó en seco:
—¡¿Qué te pasa?! ¡No soy ninguna pu… aaaahhh! ¡Aaaahhh!
La volví a clavar una, dos veces más, espaciadas pero brutales. Luego aumenté el ritmo. El cuarto se llenó con el clap clap clap inconfundible de mi pelvis chocando contra sus nalgas. La tomé del pelo, le obligué a levantar la cabeza. Tenía los ojos cerrados, gimiendo con la boca entreabierta.
Sin bajar el ritmo le pregunté:—¿Acaso no te gusta lo que estás sintiendo? ¿No te gusta mi pene?
Ella solo gemía… hasta que le grité:—¡Puta, te hice una pregunta!
Le apreté un pecho con la otra mano mientras seguía embistiéndola. Entre jadeos, con la voz entrecortada, por fin respondió:—Me encanta… me encanta…
La puse de nuevo con la cara contra el colchón y le di aún más fuerte.—Entonces disfruta lo que te encanta, puta.
Ella solo alcanzó a murmurar entre gemidos y una risita ahogada:—Maldito…
Era su segunda vez en la vida y ya la estaba poseyendo como animal. No tardé mucho en correrme otra vez dentro de ella, llenándola hasta que se me escurrió semen por los muslos.
Después nos arreglamos en silencio. La llevé a su casa y la dejé en la puerta.
"Esta es ella en esa época, miren esos ojos…". ¡Avísame si seguimos con la segunda parte!
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