Tengo 19 años, vivo con mis papás en una colonia de Guadalajara. Trabajo medio tiempo en una ferretería y estudio por las noches. Soy gay, pero nadie lo sabe. Ni mis amigos, ni mi familia. Siempre he sido muy discreto, me la paso viendo videos en el celular con volumen bajo y ya.
Desde hace unos tres años conozco a un señor que anda por la calle pidiendo. Se llama Lupe, pero todos le dicen Don Lupe. Tendrá unos 55-60 años, flaco, con barba gris larga y desaliñada, pelo canoso sucio, siempre con la misma chamarra vieja de los Chivas y un pantalón de trabajo que ya está casi blanco de tanto uso. No es de los que molestan ni piden agresivo, solo se sienta en la banquita de la esquina cuando llueve o hace mucho calor.
Al principio le empecé a llevar agua o un bolillo con frijoles porque me daba lástima verlo ahí sentado. Con el tiempo platicábamos un rato: me contaba que antes trabajaba en construcción en el norte, que tuvo una familia pero todo se le vino abajo por el alcohol, cosas así. Nunca me pidió nada, pero yo le llevaba comida de vez en cuando: un plato de sopa, unos tacos de la cena, un vaso de café cuando hacía frío. Él me decía “gracias, mijo, Dios te lo pague”.
Una noche de noviembre del año pasado llovió muy fuerte. Lo vi pasar por la calle todo empapado, con el agua chorreándole por la cara. Le grité desde la puerta de mi cuarto (tengo uno chiquito en la azotea, con escalera independiente) que pasara a secarse. Dudó mucho, dijo que no quería molestar, pero al final subió. Le presté una toalla, una sudadera vieja mía y un pants de algodón que ya no uso. Se cambió en el baño y se acostó en el colchón inflable que puse en el piso. Le dije que se quedara a dormir, que no lo iba a dejar afuera con esa lluvia.
Apagué la luz, solo dejé prendida la lamparita del celular que estaba cargando. Me acosté en mi cama y traté de dormir, pero no podía. Él se durmió rápido, se le oía la respiración pesada y ronquidos suaves.
Y entonces lo vi.
Estaba acostado boca arriba, con las piernas un poco abiertas. El pants que le presté era flojo y se le había bajado un poco de la cintura. Se le marcaba todo el paquete: una verga gruesa que se le veía el bulto grande incluso sin estar parada. No traía calzones, se notaba porque la tela estaba muy pegada y se veía el contorno del glande y las bolas. Era grande, más de lo que esperaba en un hombre tan flaco.
Me quedé mirando un buen rato. El corazón me latía muy fuerte. Nunca había estado tan cerca de una verga de verdad, y menos de alguien que conocía. Me bajé despacio de la cama, me arrodillé al lado del colchón. Olía a sudor del día, a ropa mojada y a ese olor fuerte de hombre que no se baña seguido.
Con mucho cuidado le bajé un poco más el pants. La verga se le salió sola, pesada, morena, con venas marcadas y el prepucio cubriendo la mitad del glande. Estaba medio dura nomás por el calor del cuerpo. Los huevos grandes y arrugados, con mucho pelo gris y negro.
No pude parar. Me acerqué y la besé primero por encima del prepucio. Luego saqué la lengua y empecé a lamer despacio. Estaba caliente y salada. La sentí crecer en mi boca cuando la metí. Me llenó la boca rapidísimo, gruesa, y me costaba respirar. Empecé a subir y bajar la cabeza, tratando de no hacer ruido.
De repente sentí una mano grande en mi nuca. Me congelé. Levanté la vista y él me estaba mirando, con los ojos medio abiertos, todavía medio dormido pero despierto.
No dijo nada al principio. Solo me miró fijo, respirando fuerte. Después, con voz ronca y baja, murmuró:
—Sigue, mijo… no pares.
Me agarró la cabeza con las dos manos y me empujó más hacia abajo. La verga me entró hasta el fondo. Me dio arcadas fuertes, se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a toser un poco. Él no me dejó sacar, me mantuvo ahí un rato, moviendo las caderas despacio.
—Trágala… así… respira por la nariz… eso…
Seguí. La saliva me chorreaba por la barbilla, por el cuello. Él gemía bajito, como si estuviera soñando todavía. Me agarraba el pelo y me decía cosas en voz baja:
—Qué rico… se ve que lo querías desde hace tiempo…
No duró mucho. Se tensó, me empujó más fuerte y se vino adentro. Mucho, espeso, caliente. Tuve que tragar rápido para no ahogarme. Algo se me escapó y me cayó en la playera. Él me mantuvo la verga en la boca hasta que se ablandó un poco, luego me soltó despacio.
Se acomodó el pants, se dio la vuelta y se quedó dormido otra vez, como si nada hubiera pasado.
Yo me quedé ahí arrodillado un rato largo, con la boca todavía con su sabor, temblando y con la verga dura como piedra. Me limpié con la manga y me volví a mi cama.
A la mañana siguiente se levantó temprano, me dio las gracias por la comida y el lugar para dormir, y se fue como siempre. No mencionó nada. Solo me miró un segundo más de lo normal antes de bajar la escalera.
Desde entonces sigo viéndolo en la banquita de vez en cuando. Le llevo comida como antes. Él me saluda normal, pero hay una mirada que no tenía antes.
No sé si volverá a pasar algo.
La verdad es que no sé qué quiero que pase.
Pero cada vez que lo veo, me acuerdo de esa noche y me pongo nervioso.
Desde hace unos tres años conozco a un señor que anda por la calle pidiendo. Se llama Lupe, pero todos le dicen Don Lupe. Tendrá unos 55-60 años, flaco, con barba gris larga y desaliñada, pelo canoso sucio, siempre con la misma chamarra vieja de los Chivas y un pantalón de trabajo que ya está casi blanco de tanto uso. No es de los que molestan ni piden agresivo, solo se sienta en la banquita de la esquina cuando llueve o hace mucho calor.
Al principio le empecé a llevar agua o un bolillo con frijoles porque me daba lástima verlo ahí sentado. Con el tiempo platicábamos un rato: me contaba que antes trabajaba en construcción en el norte, que tuvo una familia pero todo se le vino abajo por el alcohol, cosas así. Nunca me pidió nada, pero yo le llevaba comida de vez en cuando: un plato de sopa, unos tacos de la cena, un vaso de café cuando hacía frío. Él me decía “gracias, mijo, Dios te lo pague”.
Una noche de noviembre del año pasado llovió muy fuerte. Lo vi pasar por la calle todo empapado, con el agua chorreándole por la cara. Le grité desde la puerta de mi cuarto (tengo uno chiquito en la azotea, con escalera independiente) que pasara a secarse. Dudó mucho, dijo que no quería molestar, pero al final subió. Le presté una toalla, una sudadera vieja mía y un pants de algodón que ya no uso. Se cambió en el baño y se acostó en el colchón inflable que puse en el piso. Le dije que se quedara a dormir, que no lo iba a dejar afuera con esa lluvia.
Apagué la luz, solo dejé prendida la lamparita del celular que estaba cargando. Me acosté en mi cama y traté de dormir, pero no podía. Él se durmió rápido, se le oía la respiración pesada y ronquidos suaves.
Y entonces lo vi.
Estaba acostado boca arriba, con las piernas un poco abiertas. El pants que le presté era flojo y se le había bajado un poco de la cintura. Se le marcaba todo el paquete: una verga gruesa que se le veía el bulto grande incluso sin estar parada. No traía calzones, se notaba porque la tela estaba muy pegada y se veía el contorno del glande y las bolas. Era grande, más de lo que esperaba en un hombre tan flaco.
Me quedé mirando un buen rato. El corazón me latía muy fuerte. Nunca había estado tan cerca de una verga de verdad, y menos de alguien que conocía. Me bajé despacio de la cama, me arrodillé al lado del colchón. Olía a sudor del día, a ropa mojada y a ese olor fuerte de hombre que no se baña seguido.
Con mucho cuidado le bajé un poco más el pants. La verga se le salió sola, pesada, morena, con venas marcadas y el prepucio cubriendo la mitad del glande. Estaba medio dura nomás por el calor del cuerpo. Los huevos grandes y arrugados, con mucho pelo gris y negro.
No pude parar. Me acerqué y la besé primero por encima del prepucio. Luego saqué la lengua y empecé a lamer despacio. Estaba caliente y salada. La sentí crecer en mi boca cuando la metí. Me llenó la boca rapidísimo, gruesa, y me costaba respirar. Empecé a subir y bajar la cabeza, tratando de no hacer ruido.
De repente sentí una mano grande en mi nuca. Me congelé. Levanté la vista y él me estaba mirando, con los ojos medio abiertos, todavía medio dormido pero despierto.
No dijo nada al principio. Solo me miró fijo, respirando fuerte. Después, con voz ronca y baja, murmuró:
—Sigue, mijo… no pares.
Me agarró la cabeza con las dos manos y me empujó más hacia abajo. La verga me entró hasta el fondo. Me dio arcadas fuertes, se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a toser un poco. Él no me dejó sacar, me mantuvo ahí un rato, moviendo las caderas despacio.
—Trágala… así… respira por la nariz… eso…
Seguí. La saliva me chorreaba por la barbilla, por el cuello. Él gemía bajito, como si estuviera soñando todavía. Me agarraba el pelo y me decía cosas en voz baja:
—Qué rico… se ve que lo querías desde hace tiempo…
No duró mucho. Se tensó, me empujó más fuerte y se vino adentro. Mucho, espeso, caliente. Tuve que tragar rápido para no ahogarme. Algo se me escapó y me cayó en la playera. Él me mantuvo la verga en la boca hasta que se ablandó un poco, luego me soltó despacio.
Se acomodó el pants, se dio la vuelta y se quedó dormido otra vez, como si nada hubiera pasado.
Yo me quedé ahí arrodillado un rato largo, con la boca todavía con su sabor, temblando y con la verga dura como piedra. Me limpié con la manga y me volví a mi cama.
A la mañana siguiente se levantó temprano, me dio las gracias por la comida y el lugar para dormir, y se fue como siempre. No mencionó nada. Solo me miró un segundo más de lo normal antes de bajar la escalera.
Desde entonces sigo viéndolo en la banquita de vez en cuando. Le llevo comida como antes. Él me saluda normal, pero hay una mirada que no tenía antes.
No sé si volverá a pasar algo.
La verdad es que no sé qué quiero que pase.
Pero cada vez que lo veo, me acuerdo de esa noche y me pongo nervioso.
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