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CRUCIFIJOS MANCHADOS
Nunca entendí del todo por qué había crecido tan dentro de la Iglesia. Mis padres eran de esa clase de creyentes que no necesitaban explicaciones ni tenían nada por cuestionar: simplemente era así. Los domingos empezaban con misa, los miércoles con el coro, y los sábados con alguna actividad que yo no recordaba haber elegido jamás. Hija única, desde chica me convertí en esa hija ejemplar, la que sabía cuándo persignarse, cuándo sonreír y cuándo callar.
A veces me pregunto si ellos nunca notaron lo obvio… que yo no encajaba del todo en ese molde perfecto. Era una adolescente llamativa, demasiado voluptuosa para la paciencia de los sacerdotes y demasiado observada por los muchachos del grupo juvenil. Pero nadie hablaba de eso. Nadie hablaba de mí. Solo de mis deberes, mi pureza, mi rol.
Y así, casi sin tener claro por qué, terminé eligiendo un camino que parecía escrito antes de que yo naciera. Dejé mi nombre atrás, o eso creí que hacía cuando adopté uno nuevo: la hermana Teresa. La que debía ser humilde, obediente, firme en la fe. La que debía vivir para Dios… aunque nunca supe en qué momento mi vida había pasado a ser propiedad de alguien más.
Lo que sí sabía —y lo supe desde el primer día que entré al convento— es que algo en mí vibraba distinto. Había una tensión, un fuego bajo la piel, un murmullo que no coincidía con el silencio del claustro.
Yo era Teresa por fuera.
Pero por dentro… todavía era Tamara.
Y Tamara tenía hambre.
De cosas que nadie me había enseñado a nombrar.
Mi vida en el convento no tenía nada especial, al menos no para cualquiera que la mirara desde afuera. Éramos solo mujeres: monjas, novicias, hermanas mayores que pasaban los días entre rosarios, silencios y la costumbre repetida como un mantra. No había sorpresas, no había visitas inesperadas, no había voces masculinas que interrumpieran la calma. Nada. Solo nosotras y esa disciplina rígida que parecía sostenerlo todo.
Las mañanas empezaban siempre igual. Me despertaba con el sonido de la campana, abría los ojos al frío de la pequeña habitación y me vestía en silencio. Después venían las penitencias: orar de rodillas, caminar descalza por los pasillos de piedra, ayudar en tareas pesadas sin quejarme y esos ayunos que apretaban el estómago. Era lo que se esperaba de mí. Y yo lo hacía… aunque dentro mío empezara a crecer cada vez más esa sensación extraña de estar encendida y vacía al mismo tiempo.
Entre todos los quehaceres, había uno que me pertenecía por completo: la cocina. Desde el primer día me asignaron ese espacio, tal vez porque mis manos parecían saber qué hacer sin que nadie me enseñara. Yo siempre había sido buena cocinera, incluso antes de llegar allí. Era lo único que realmente me gustaba, lo único que me hacía sentir útil, viva… presente.
Pasaba horas picando verduras, amasando pan, removiendo ollas enormes que llenaban el aire de vapor. Me gustaba ese calor, esa humedad que se pegaba a mi piel y me hacía sentir un poco menos encerrada. A veces, mientras las otras hermanas rezaban en el coro, yo me quedaba sola, rodeada del aroma del guiso o del pan recién horneado, sintiendo que ese lugar era más mío que Dios.
La hermana superiora siempre decía que yo tenía “don de servicio”. Que la cocina era mi manera de ofrecer sacrificio, de entregarme. Yo asentía, pero la verdad es que ese espacio me despertaba un tipo de fervor distinto. Uno que no tenía nada que ver con la fe.
Quizás porque allí, sola, sin miradas encima, sin reglas tan cerca… podía escucharme. Podía sentirme. Podía dejar que Tamara respirara, aunque fuera un instante, bajo el hábito de Teresa.
Y todavía no sabía que esa cocina —ese pequeño territorio donde yo me creía protegida— sería justamente el lugar donde todo iba a empezar a cambiar.
Todo comenzó con algo tan simple como una zanahoria.
Grande.
Dura.
Perfecta.
Siempre las miraba cada tanto entre las verduras, casi de costado, como algo prohibido, pero esa mañana las miré distinto. No sé si fue mi mano que la eligió… o si fue ella la que me eligió a mí. La tomé con discreción, como si fuera un robo. Tal vez lo era. Un robo a mi castidad, a mi obediencia, a mi personaje de hermana Teresa.
Porque en cuanto la tuve entre los dedos, mi cuerpo recordó que antes de ser Teresa, yo era Tamara: la mujer caliente, escondida, encendida, acallada durante años bajo rezos y sacrificios.
La guardé en mi hábito y sentí el peso, firme, alargado, sabiendo para qué la quería. Pasé el resto del día imaginando cosas que jamás me habría atrevido a decir en voz alta. Pensé en hombres, en cuerpos, en formas que nunca había visto, pero que mi mente inventaba con una claridad que me avergonzaba.
Esa noche, en mi cuarto, encendí apenas una vela y recé… sabiendo que mentía. Rezaba para distraerme, para acallar mi respiración entrecortada. Pero Tamara respiraba, viva, debajo del hábito de Teresa.
Cuando al fin me atreví, levanté la túnica y tomé la zanahoria con una mano que temblaba como si fuera un sacrilegio. Y tal vez lo era. La apoyé despacio entre mis piernas y todo mi cuerpo reaccionó. Nunca me habían tocado. Nunca me había tocado yo con intención real. Era virgen, al menos según la Iglesia… pero en ese instante sentí que estaba a punto de perder algo mucho más profundo.
Empujé la punta apenas. Ardió.
No de dolor: de shock.
De vida.
De pecado.
La presión la hice yo misma, guiada por un instinto que no había aprendido en ningún libro sagrado. La sentí entrar, centímetro a centímetro, y supe que nada volvería a ser igual. La zanahoria se convirtió en mi primera amiga íntima, mi cómplice muda y prohibida. La primera que me mostró lo que un hombre podría hacerme… y lo que yo necesitaba.
Me moví despacio, ahogada entre placer y culpa. Cada gemido lo mordía con los dientes para no delatarme. Y cuando terminé, cuando mi cuerpo se contrajo en un temblor que jamás había experimentado, lloré.
Lloré por haber caído.
Lloré por haber gozado.
Lloré porque Teresa se rompía… y Tamara clamaba su lugar.
A la mañana siguiente devolví la zanahoria, ardida de vergüenza, entre las cáscaras y restos de verduras, como si borrar el rastro borrara el pecado. No funcionó. Mi cuerpo ya había aprendido un lenguaje que no pensaba olvidar.
Y la cocina… empezó a convertirse en un refugio para mis experiencias secretas. Cada hortaliza, cada forma, cada momento sola se volvió un pequeño infierno que yo misma buscaba. Y después venía el arrepentimiento, ese que me hacía arrodillarme con fuerza en el piso frío, pidiéndole perdón a un Dios que yo sabía que no me perdonaba… o tal vez sí, pero no de la manera que yo entendía.

Teresa se quebraba cada día más.
Tamara crecía, contenida, hambrienta.
Y todavía no sabía hasta dónde me iba a llevar esa doble vida.
Tenía llegaron mis 25 años todo empezó a moverse alrededor mío. El convento, tan rígido y predecible, entró en una etapa de cambios. Algunas hermanas veteranas fueron enviadas a otras comunidades; decían que “el espíritu las llamaba” a nuevos desafíos. Y al mismo tiempo, un grupo de novicias adultas estaba por ingresar, mujeres jóvenes que venían con un fervor fresco, lleno de preguntas y energía, un espejo propio de años atras.
La hermana superiora decía que era normal, que la vida religiosa siempre se renovaba. Pero yo sentía algo distinto… como si esos movimientos estuvieran preparando mi propio destino.
Fue entonces cuando recibí la noticia que no esperaba: mi traslado.
Me enviaban a un nuevo destino, una parroquia más grande, más activa, más llena de responsabilidades. Se llamaba Iglesia Santa Clara del Cántico, un nombre que, apenas lo escuché, me sonó más dulce que santo, más peligroso que sagrado… aunque tal vez eso era solo mi imaginación corrompida.
La Iglesia Santa Clara tenía algo que el convento no: una escuela religiosa adjunta, con maestras, personal administrativo y una comunidad viva que entraba y salía del edificio todo el día. Nada que ver con el silencio monástico en el que yo me había formado.
Me enviaban allí junto a un pequeño grupo de hermanas, todas adultas, para reforzar la labor diaria. Entre nuestras tareas estarían:
Brindar pláticas espirituales, charlas suaves para los alumnos y para los fieles que acudían al templo.
Hacer trámites administrativos, papeles, registros, anotaciones que parecían interminables.
La cocina, nuevamente bajo mi responsabilidad, aunque ahora para más gente.
La limpieza del templo, pulir los bancos, barrer los pasillos, cuidar cada rincón para que la Iglesia estuviera siempre lista para recibir devotos.
Me dijeron que era un honor. Que confiaban en mi disciplina, en mi carácter servicial, en mi capacidad de adaptarme. Yo asentí y agradecí… mientras por dentro sentía una mezcla de miedo y excitación inexplicable.
No sabía qué era lo que me inquietaba tanto. Tal vez el simple hecho de salir del encierro y entrar a un lugar donde habría más personas, más miradas, más oportunidades para que Tamara se escapara por debajo del hábito.
En el viaje hacia Santa Clara, llevé mis pocas pertenencias: mi rosario, mi Biblia, mis hábitos… y mis secretos. Todos los que había cultivado en esa cocina silenciosa, todos los pecados que me ardían entre las piernas aunque yo fingiera haberlos olvidado.
Me tomó solo unos minutos en la Iglesia Santa Clara del Cántico darme cuenta de que allí había una presencia distinta. Un hombre que destacaba sin querer, que llenaba el espacio con una mezcla rara entre devoción y una calidez que no parecía propia del clero.
Su nombre religioso era padre Víctor.
Y desde la primera vez que lo vi, entendí que ese nombre iba a perseguirme.
Era un hombre enorme, casi dos metros de altura, de hombros anchos y postura relajada, como si la sotana nunca le pesara. Su piel era clara, casi rojiza, típica de alguien que venía de lejos, de Estados Unidos, según supe. Pero hablaba un castellano sorprendentemente fluido, aunque con ese acento marcado, de “erres” incompletas y melodía inglesa, que lo hacía sonar siempre amable, siempre suave.
A veces parecía un sacerdote.
Pero la mayor parte del tiempo… parecía otra cosa.
Siempre tenía una sonrisa fácil, sincera, de esas que desarmaban. Y siempre llevaba lo mismo bajo el brazo: un termo de agua caliente y el mate, una costumbre argentina que había adoptado como si fuera un ritual tan sagrado como la misa. Si lo veías pasar por los pasillos sabías que iba a ofrecerte un mate, una charla, o simplemente un gesto cálido que hacía que el día pareciera más liviano.
Era… diferente.
Y era así, todos se daban cuenta.
Las maestras lo querían.
Los alumnos lo adoraban.
Las hermanas mayores lo respetaban con una devoción casi maternal.
Las hermanas más jóvenes lo miraban con una mezcla de timidez y fascinación.
Yo… yo lo miré de otra manera desde el primer instante, sentí un sofoco raro, porque no fue la hermana Teresa la que vio sus ojos cristalinos, solo fue Tamara.
Porque Teresa veía en él a un guía espiritual, un colega en la fe, un hombre confiable. Pero Tamara… Tamara sintió algo en el pecho, un calor rápido, intenso, como un latigazo que le recorrió la piel cuando él le extendió la mano para saludarla.
—Bienvenida, hermana Teresa —me dijo con esa voz grave, algo ronca, suave, imperfecta en castellano—. Si necesita algo… lo que sea, me avisa. Santa Clara puede ser abrumadora los primeros días.
Sonreía con los ojos.
Siempre lo hacía.
Y yo asentí, sintiendo cómo mi corazón marcaba un ritmo que no era santo. No sabía si era su altura, su presencia, su voz, o esa sensación de que bajo la sotana había un hombre completo, de carne, de fuerza, de vida.
Pero algo en mí se abrió como si hubiera estado dormido mucho tiempo.
Y vi en él algo que jamás había visto en la Iglesia…
Un hombre que no me daba miedo.
Un hombre que podía escucharme.
Un hombre en quien confiar.
Y tal vez por eso —o tal vez por todo lo que me venía carcomiendo por dentro—, en el instante en que nuestras miradas se cruzaron, supe que mi vida religiosa jamás volvería a ser la misma.
Con el padre Víctor me sentía distinta, no era solo su forma cálida de hablar, ni su voz suave, ni su sonrisa que parecía abrazarte sin tocarte. Era la confianza. Una confianza que yo no había sentido jamás dentro de la Iglesia.
Con otras personas siempre fui Teresa: la hermana correcta, la obediente, la que jamás dudaba.
Con él… Tamara respiraba.
Y eso, aunque no sabía cómo explicarlo, me hacía bien.
Durante semanas lo veía pasar con el mate en la mano, preguntándome cómo estaba, si me adaptaba, si necesitaba algo. No hacía grandes gestos; simplemente estaba. Y yo, que había vivido tantos años tragándome pensamientos y deseos, empecé a guardarle mis silencios como quien guarda un secreto precioso.
Hasta que un día, después de la oración de la tarde, pedí hablar con él en confesión.
No sé cómo lo hice.
No sé qué me impulsó.
Quizás fue ese cansancio de cargar con culpas que ya me estaban rompiendo por dentro.
Nos sentamos en un pequeño oratorio vacío, con la luz filtrándose entre las ventanas. No había rejilla, ni distancia ritual. Era una confesión cara a cara, como a él le gustaba: “Dios no necesita barreras entre sus hijos”, decía.
Me miró con esa calma rara que tenía y me preguntó:
—¿Qué pesa en su corazón, hermana Teresa?
Y entonces… hablé, hablé en una confesión que no sería como las acostumbradas, hablé con mi corazón, y más aun, hable con mi sexo
Sentí que no era Teresa la monja la que necesitaba confesarse era Tamara, la mujer
Hablé como nunca había hablado.
Le conté mis deseos.
Le conté mis tentaciones.
Le conté todo lo que había hecho con las verduras en la cocina, mi primera vez con la zanahoria, mis noches en soledad, el fuego entre las piernas que no podía apagar.
Y le conté sobre Tamara: la mujer que vivía debajo del hábito, que latía, que deseaba, que sudaba, que imaginaba un hombre dentro de ella aunque jamás hubiera tocado uno.
No me frené.
No tuve vergüenza.
No por ser mujer.
No por ser monja.
No por pecar.
Solo estaba… sacándome de encima algo que me ahogaba hacía años.
Él me escuchó sin interrumpirme.
Sin apartar la mirada.
Sin cambiar la expresión.
Y cuando terminé, cuando ya no quedaba nada más que decir, sentí una especie de alivio que me dejó exhausta. Como si hubiera vaciado mi alma y mi cuerpo al mismo tiempo.
El padre Víctor entonces se acercó un poco más.
—Hermana… —murmuró—. Usted ha cargado con mucho. Más de lo que cualquiera debería cargar.
Tomó mis manos entre las suyas, grandes, cálidas, firmes.
Las sostuvo como si temiera que fueran a romperse.
Y luego, despacio, casi como si pidiera permiso con la mirada, apoyó una mano en mi muslo.
Sobre el hábito.
Pero yo lo sentí igual.
El calor traspasó la tela como si fuera piel.
Mi vagina se inundó en un soplo
Mi respiración se cortó. No de miedo. De reconocimiento. De algo que mi cuerpo llevaba años esperando y no sabía cómo nombrar.
Él continuó:
—No quiero que sienta que está sola. Ni que lo que vive la aleje de Dios. Somos humanos, hermana Teresa. Todos.
Y entonces me abrazó.
Un abrazo fuerte, protector, casi paternal.
Pero mi cuerpo… mi cuerpo reaccionó como Tamara, no como Teresa.
Sentí su pecho firme contra mí.
El leve olor a yerba del mate.
La presión de su mano en mi espalda.
Y su respiración cerca de mi oreja.
—Su penitencia —dijo finalmente, separándose apenas— será rezar… pero también permitirse descanso. No más castigos físicos. No más penitencias severas. Y si vuelve a sentir angustia o deseo… vendrá a hablar conmigo.
Me quedé muda.
No era una penitencia.
Era una invitación.
Una puerta abierta.
Una rendija por la que Tamara se deslizaba con una facilidad que me daba vértigo.
Cuando me levanté para irme, él retuvo mi mano un segundo más de lo necesario. Un gesto pequeño. Pero lleno de significado.
Y supe, en ese instante, que esa historia no había terminado.
Había empezado.
Con el paso de las semanas, mis confesiones con el padre Víctor dejaron de ser simples descargas espirituales y se convirtieron en charlas íntimas, profundas, casi peligrosas.
Él me preguntaba cosas que nadie jamás me había preguntado.
Yo respondía sin filtros, sin miedos.
Y cada vez que salía de esa pequeña sala, salía un poco menos Teresa… y un poco más Tamara.
Descubrí que el padre Victor me preguntaba no como una confesión, intuí que él se exitaba bajo la sotana con mis palabras. Secretos de mujer. Secretos húmedos que solo el conocía
Una tarde, después de la última plática espiritual, él se me acercó con una naturalidad que ya me resultaba familiar y me dijo:
—Hermana Teresa, ¿podría hacerme un favor? Necesito que limpie el sótano. Está hecho un desastre.
El sótano.
Un lugar del que todos hablaban, pero pocas lo conocíamos.
Decían que estaba bajo el altar, que era viejo, húmedo y que se usaba para guardar cosas que ya casi nadie necesitaba: herramientas, bancos rotos, cajas de años olvidados, trapos, velas en desuso.
Solo el padre Víctor tenía la llave.
Y me la entregó sin explicar demasiado.
—Tómese su tiempo —me dijo, dejando la llave en mi palma—. Y cierre bien cuando termine. Ese lugar es un completo caos.
Asentí. No hice preguntas.
No sé si por obediencia… o por esa curiosidad que empezaba a crecer en mí cada vez que él me pedía algo solo a mí.
Bajé por una escalera angosta escondida detrás del altar.
El aire estaba frío, con olor a madera húmeda y cera vieja.
Encendí la luz. Un foco amarillento iluminó apenas un rincón. Lo demás era penumbra.
Me arrodillé para empezar a ordenar cajas, mover herramientas, juntar polvo. Era un trabajo pesado y silencioso. Solo se escuchaba mi respiración… y mis pensamientos.
Ahí, sola, con las manos ocupadas y la mente libre, empecé a pensar en él.
En sus manos grandes.
En cómo me miraba cuando confesaba cosas que ninguna monja debería decir.
En cómo rozaba mi muslo “sin querer” para tranquilizarme.
En cómo su voz ronca me atravesaba sin permiso.
Estaba tan concentrada en mis pensamientos —y en mis culpas— que no escuché la puerta.
No escuché pasos.
No escuché nada.
Hasta que sentí una presencia detrás de mí.
Me giré bruscamente.
El padre Víctor estaba allí.
Detrás de mí.
En silencio.
Observándome.
No sé cuánto tiempo llevaba mirándome sin decir palabra.
Pero su expresión… su expresión no era la de un sacerdote supervisando una tarea.
Era otra cosa.
Más profunda.
Más peligrosa.
Su mirada recorría mi cuerpo inclinado, mis manos sobre las cajas, el movimiento de mi respiración agitada por el susto.
—Padre… —balbuceé, con el corazón golpeándome las costillas— no lo escuché entrar.
Él se apoyó apenas en la baranda de la escalera, sin dejar de mirarme.
—No quise asustarla, hermana —dijo con una calma que me desarmó—. Solo… quería ver si necesitaba ayuda.
Pero no parecía haber venido a ayudar.
Parecía haber venido a mirarme.
A observar ese lado mío que yo ya no podía esconder.
Ese lado que él mismo había despertado con cada confesión, con cada roce, con cada palabra que me dejaba el alma —y el cuerpo— vibrando.
El silencio entre nosotros se volvió espeso, caliente, lleno de algo que ninguno de los dos nombraba.
Yo seguía arrodillada.
Él seguía de pie, enorme, imponente, mirándome desde arriba.
Y entendí, en ese instante, que el sótano no era un simple favor ni un lugar cualquiera.
Era un escenario.
Un lugar aislado.
Oculto.
Donde solo él tenía la llave.
Donde solo él podía entrar.
Donde nadie nos interrumpiría.
Y él estaba allí.
Conmigo.
Mirándome como si viera lo que había debajo del hábito.
Como si viera… a Tamara.
En ese momento no vi al sacerdote, vi al hombre bajo la sotana. El largó como si nada
—Creo que debe pagar por sus pecados, y seguirá pecando si algo no cambia en su mundo
El padre caminó en silencio a mi lado, dejando la sotana de costado, como si dejara los hábitos en ello. La maderas del piso crujieron bajo sus pasos firmes. Yo solo respiré con el corazón saltando de mi pecho. Llegó con esa decisión tan propia, tan suya, entre sus piernas algo llamativo ya se marcaba
Fue la primera vez que vi un pene de verdad, y que pene, solo era enorme, las zanahorias del pasado se me antojaron ridículas
Tenía una erección descomunal. Mis ojos brillaron en deseo y Tamara tomó el control. Sin pensar. Sin medir
Aun de rodillas mis labios besaron el pecado, y me gusto el sabor.
Solo fu instinto, solo eso
Lamí el glande con ganas, pero la pasión me desbordaba. Creo que no fui consciente pero empecé a comerlo a engullirlo, adentro afuera, un poco mas
El padre mantenía monosílabos en frases entrecortadas
-Señor, perdona a tu hija por sus pecados
Pero yo solo iba mas y mas adentro, lo sentía en mi garganta, y solo... ahhh!
Y mi nariz topo en su pubis, todo ese hombre estaba dentro de mi, Tamara sentía vivos sus pezones, sentía arder en el infierno su entrepierna y solo se sentía plena por ello
Entre contracciones eternas un sabor nuevo llegó a lo profundo de mi ser, y mas y mas, y otro poco mas, creo recordar un orgasmo sin tocarme, solo como acto reflejo de todo el semen que iba a mis entrañas
El padre me sostenía por la cabeza. Se aseguraba que toda su verga estuviera en mi boca. No era necesario. Era todo lo que quería
Cuando todo había pasado, nadie dijo demasiado. Nadie puso en palabras un pecado compartido. Solo el olor pestilente del lugar pareció mezclarse con ese sabor a leche que tenía en mi boca, ese sabor nuevo que acababa de descubrir. Sentí lleno mi estómago, lleno de lujuria, lleno de deseo
El padre solo tomó su sotana y sentí en ese momento que la culpa volvía a pesar sobre los hombros de la hermana Teresa. La situación se tornaría cada vez mas asfixiante. No hubieron palabras, no hubieron excusas, solo había sucedido
Mis días en la Iglesia Santa Clara del Cántico ya no serían iguales, la hermana Teresa trataba de comportarse, pero el recuerdo estaba ahí, clavado como una espina, presente
Las confesiones ya no tendrían sentido, ahora no solo conocía al representante del señor. Ahora conocía al hombre, al de carne y hueso, al mortal, a un pecador como yo
Los cruces en los pasillos ya no fueron como eran, los mates compartidos sabían diferentes, donde las palabras faltaban y hasta sonaban forzadas
Pero el padre Víctor era tan humano como yo, y cuando me pidió sugerentemente
-Hermana Teresa, usted podría continuar con la limpieza del sótano?
Supe que las palabras eran una invitación al infierno, supe que en fondo le hablaba a Tamara y Tamara lo haría posible. Lo que empezaría como un encuentro prohibido se transformaría en un camino sin retorno. De una situación esporádica pasaríamos a una rutina diaria, un secreto entre dos. Pecados confesados solo para volver a pecar. Necesitaba la leche del padre, necesitaba chupar esa pija con devoción, con la devoción que no le tenía el mismo Cristo. Era mi perdición, mi camino sin retorno, mi lujuria
Pero no era la única oveja descarriada, el padre Víctor estaba tan perturbado como yo, lo veía en sus ojos, lo sentía en sus palabras. Era pecar solo para pedir perdón en un círculo vicioso que amenazaba hacer volar todo por los aires
Los domingos de misa ya no eran iguales, el padre se ponía nervioso ante mi presencia. Para todos era la hermana Teresa, para el, Tamara, la mujer que le acercaba la manzana prohibida, una y otra vez
Esa mañana en el sótano, sabía que no sería una mañana mas. Algo me quemaba ya en las entrañas. Algo que no sabia explicar.
Cuando el llegó para darme mi castigo, yo solo me incorporé, yo solo deje mis hábitos de lado, yo solo quedé desnuda frente a sus ojos, como Eva, en el paraíso, solo dije
-Padre, quiero que me posea, quiero sentir su carne en mi carne
Solo esperé su respuesta, el padre me giró y me puso de espaldas hacia él, pareció meditar
Me inclinó un poco y otro poco mas, para recibir, mi castigo
Una nalgada violenta me estremeció y el dijo
-Fuera Satanás! porque me tientas? desearía estar ciego a ver esto!
Pero yo sabía que el se quebraría, le dije directa
-Tamara necesita saciar su alma, su sexo, no importa, solo ya no importa...
El dijo
-Pues no puedo meter mi pene en el lugar sagrado de concepción de vida...
No dijo mucho mas, pero escupió en mi culo y lo sentí avanzar, grande, enorme. Grite en un dolor y deseo contenido. Su mano que olía a maderos del lugar apretó mi boca. Su pene enorme se fue metiendo en mi estrecho y virgen culo. Reculé hacia el, aunque doliera, aunque fuera mas grande de lo que pudiera comer. No importaba, Tamara se iría al infierno en ese mismo momento. Adentro, afuera, adentro afuera. Los dedos de la mano del padre que amordazaban mi boca se fueron colando y envolviendo mi lengua de serpiente, los dedos de su mano libre se enredaron en mis pechos, en mis pezones. en mis movimientos acompasados el crucifijo que pendía en mi cuello golpeaba una y otra vez en mi piel, testigo silencioso de lo que pasaba en ese lugar
Mis manos se aferraron entre mis piernas, buscando el centro de placer. Cerré los ojos, solo cerré los ojos...
Llegué envuelta en ese aroma rancio, el orgasmo cayo por peso propio. Sentí el jadear caliente del padre en mi espalda, él también lo había hecho. Estaba consumado
Los días seguirían pasando, pecar se haría una costumbre, pedir perdón también. A Teresa las puertas del cielo se le abrían, sentía los ángeles cantar, y el celeste del paraíso se volvía brillante. A Tamara el infierno le encantaba, llevaba el pecado en sus genes, y la perdición eterna se volvía moneda corriente
Pero notaría rápidamente que para el padre Víctor la dualidad no sería fácil de llevar. A él realmente le pesaría en el alma la existencia de Tamara. Tamara era su perdición, ella era el motivo de su herejía, el quiebre de sus rodillas
Me hacía el amor con la fuerza de un volcán en erupción de la misma manera con la que me odiaba con frío de un iceberg
Me atraía en el sótano con la misma fuerza con la que me alejaba en el público
Lo sentía rezar chirreando los dientes en el mismo momento en que yo estaba tragando su semen
Me maldecía por pecadora y fuente de sus pecados en el mismo momento en que me la estaba dando por el culo
Estábamos sobre una bomba de tiempo que explotaría si no se desactivaba pronto
El padre Víctor rompería el conjuro. Su madre anciana reclamaba a su único hijo en el país del norte. Tal vez fuera una excusa, tal vez no. El nuevo traslado se hizo inminente y una despedida en la Iglesia Santa Clara del Cántico se hizo estridente, entre ángeles, mates, y un castellano que aun tenía mucho de ingles
La despedida sería entre todos, y nada especial conmigo. Solo me evitó, con esa cobardía de no afrontar lo que en realidad estaba pasando, nos habíamos enamorado
Para mi sería también enterrar a la hermana Teresa, y mucho de la tradición familiar. Mis padres lo aceptaron, pero no lo entendieron
Llegaría una nueva vida para Tamara, conocer un hombre bueno, que la ame, formar una familia, ser madre
Hoy escribiendo unas líneas invisibles en soledad, bajo la luz de la luna. Mi marido le cuenta un cuento al pequeño Brian para que se duerma. Luego vendrá a mi lado, me acariciará la panza gorda que marca el octavo mes de mi nuevo embarazo. Yo solo miro las estrellas, tal vez alguna me cuente sobre el presente del padre Víctor, espero que encontrara la paz que yo le había arrebatado
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CRUCIFIJOS MANCHADOS
Nunca entendí del todo por qué había crecido tan dentro de la Iglesia. Mis padres eran de esa clase de creyentes que no necesitaban explicaciones ni tenían nada por cuestionar: simplemente era así. Los domingos empezaban con misa, los miércoles con el coro, y los sábados con alguna actividad que yo no recordaba haber elegido jamás. Hija única, desde chica me convertí en esa hija ejemplar, la que sabía cuándo persignarse, cuándo sonreír y cuándo callar.
A veces me pregunto si ellos nunca notaron lo obvio… que yo no encajaba del todo en ese molde perfecto. Era una adolescente llamativa, demasiado voluptuosa para la paciencia de los sacerdotes y demasiado observada por los muchachos del grupo juvenil. Pero nadie hablaba de eso. Nadie hablaba de mí. Solo de mis deberes, mi pureza, mi rol.
Y así, casi sin tener claro por qué, terminé eligiendo un camino que parecía escrito antes de que yo naciera. Dejé mi nombre atrás, o eso creí que hacía cuando adopté uno nuevo: la hermana Teresa. La que debía ser humilde, obediente, firme en la fe. La que debía vivir para Dios… aunque nunca supe en qué momento mi vida había pasado a ser propiedad de alguien más.
Lo que sí sabía —y lo supe desde el primer día que entré al convento— es que algo en mí vibraba distinto. Había una tensión, un fuego bajo la piel, un murmullo que no coincidía con el silencio del claustro.
Yo era Teresa por fuera.
Pero por dentro… todavía era Tamara.
Y Tamara tenía hambre.
De cosas que nadie me había enseñado a nombrar.
Mi vida en el convento no tenía nada especial, al menos no para cualquiera que la mirara desde afuera. Éramos solo mujeres: monjas, novicias, hermanas mayores que pasaban los días entre rosarios, silencios y la costumbre repetida como un mantra. No había sorpresas, no había visitas inesperadas, no había voces masculinas que interrumpieran la calma. Nada. Solo nosotras y esa disciplina rígida que parecía sostenerlo todo.
Las mañanas empezaban siempre igual. Me despertaba con el sonido de la campana, abría los ojos al frío de la pequeña habitación y me vestía en silencio. Después venían las penitencias: orar de rodillas, caminar descalza por los pasillos de piedra, ayudar en tareas pesadas sin quejarme y esos ayunos que apretaban el estómago. Era lo que se esperaba de mí. Y yo lo hacía… aunque dentro mío empezara a crecer cada vez más esa sensación extraña de estar encendida y vacía al mismo tiempo.
Entre todos los quehaceres, había uno que me pertenecía por completo: la cocina. Desde el primer día me asignaron ese espacio, tal vez porque mis manos parecían saber qué hacer sin que nadie me enseñara. Yo siempre había sido buena cocinera, incluso antes de llegar allí. Era lo único que realmente me gustaba, lo único que me hacía sentir útil, viva… presente.
Pasaba horas picando verduras, amasando pan, removiendo ollas enormes que llenaban el aire de vapor. Me gustaba ese calor, esa humedad que se pegaba a mi piel y me hacía sentir un poco menos encerrada. A veces, mientras las otras hermanas rezaban en el coro, yo me quedaba sola, rodeada del aroma del guiso o del pan recién horneado, sintiendo que ese lugar era más mío que Dios.
La hermana superiora siempre decía que yo tenía “don de servicio”. Que la cocina era mi manera de ofrecer sacrificio, de entregarme. Yo asentía, pero la verdad es que ese espacio me despertaba un tipo de fervor distinto. Uno que no tenía nada que ver con la fe.
Quizás porque allí, sola, sin miradas encima, sin reglas tan cerca… podía escucharme. Podía sentirme. Podía dejar que Tamara respirara, aunque fuera un instante, bajo el hábito de Teresa.
Y todavía no sabía que esa cocina —ese pequeño territorio donde yo me creía protegida— sería justamente el lugar donde todo iba a empezar a cambiar.
Todo comenzó con algo tan simple como una zanahoria.
Grande.
Dura.
Perfecta.
Siempre las miraba cada tanto entre las verduras, casi de costado, como algo prohibido, pero esa mañana las miré distinto. No sé si fue mi mano que la eligió… o si fue ella la que me eligió a mí. La tomé con discreción, como si fuera un robo. Tal vez lo era. Un robo a mi castidad, a mi obediencia, a mi personaje de hermana Teresa.
Porque en cuanto la tuve entre los dedos, mi cuerpo recordó que antes de ser Teresa, yo era Tamara: la mujer caliente, escondida, encendida, acallada durante años bajo rezos y sacrificios.
La guardé en mi hábito y sentí el peso, firme, alargado, sabiendo para qué la quería. Pasé el resto del día imaginando cosas que jamás me habría atrevido a decir en voz alta. Pensé en hombres, en cuerpos, en formas que nunca había visto, pero que mi mente inventaba con una claridad que me avergonzaba.
Esa noche, en mi cuarto, encendí apenas una vela y recé… sabiendo que mentía. Rezaba para distraerme, para acallar mi respiración entrecortada. Pero Tamara respiraba, viva, debajo del hábito de Teresa.
Cuando al fin me atreví, levanté la túnica y tomé la zanahoria con una mano que temblaba como si fuera un sacrilegio. Y tal vez lo era. La apoyé despacio entre mis piernas y todo mi cuerpo reaccionó. Nunca me habían tocado. Nunca me había tocado yo con intención real. Era virgen, al menos según la Iglesia… pero en ese instante sentí que estaba a punto de perder algo mucho más profundo.
Empujé la punta apenas. Ardió.
No de dolor: de shock.
De vida.
De pecado.
La presión la hice yo misma, guiada por un instinto que no había aprendido en ningún libro sagrado. La sentí entrar, centímetro a centímetro, y supe que nada volvería a ser igual. La zanahoria se convirtió en mi primera amiga íntima, mi cómplice muda y prohibida. La primera que me mostró lo que un hombre podría hacerme… y lo que yo necesitaba.
Me moví despacio, ahogada entre placer y culpa. Cada gemido lo mordía con los dientes para no delatarme. Y cuando terminé, cuando mi cuerpo se contrajo en un temblor que jamás había experimentado, lloré.
Lloré por haber caído.
Lloré por haber gozado.
Lloré porque Teresa se rompía… y Tamara clamaba su lugar.
A la mañana siguiente devolví la zanahoria, ardida de vergüenza, entre las cáscaras y restos de verduras, como si borrar el rastro borrara el pecado. No funcionó. Mi cuerpo ya había aprendido un lenguaje que no pensaba olvidar.
Y la cocina… empezó a convertirse en un refugio para mis experiencias secretas. Cada hortaliza, cada forma, cada momento sola se volvió un pequeño infierno que yo misma buscaba. Y después venía el arrepentimiento, ese que me hacía arrodillarme con fuerza en el piso frío, pidiéndole perdón a un Dios que yo sabía que no me perdonaba… o tal vez sí, pero no de la manera que yo entendía.

Teresa se quebraba cada día más.
Tamara crecía, contenida, hambrienta.
Y todavía no sabía hasta dónde me iba a llevar esa doble vida.
Tenía llegaron mis 25 años todo empezó a moverse alrededor mío. El convento, tan rígido y predecible, entró en una etapa de cambios. Algunas hermanas veteranas fueron enviadas a otras comunidades; decían que “el espíritu las llamaba” a nuevos desafíos. Y al mismo tiempo, un grupo de novicias adultas estaba por ingresar, mujeres jóvenes que venían con un fervor fresco, lleno de preguntas y energía, un espejo propio de años atras.
La hermana superiora decía que era normal, que la vida religiosa siempre se renovaba. Pero yo sentía algo distinto… como si esos movimientos estuvieran preparando mi propio destino.
Fue entonces cuando recibí la noticia que no esperaba: mi traslado.
Me enviaban a un nuevo destino, una parroquia más grande, más activa, más llena de responsabilidades. Se llamaba Iglesia Santa Clara del Cántico, un nombre que, apenas lo escuché, me sonó más dulce que santo, más peligroso que sagrado… aunque tal vez eso era solo mi imaginación corrompida.
La Iglesia Santa Clara tenía algo que el convento no: una escuela religiosa adjunta, con maestras, personal administrativo y una comunidad viva que entraba y salía del edificio todo el día. Nada que ver con el silencio monástico en el que yo me había formado.
Me enviaban allí junto a un pequeño grupo de hermanas, todas adultas, para reforzar la labor diaria. Entre nuestras tareas estarían:
Brindar pláticas espirituales, charlas suaves para los alumnos y para los fieles que acudían al templo.
Hacer trámites administrativos, papeles, registros, anotaciones que parecían interminables.
La cocina, nuevamente bajo mi responsabilidad, aunque ahora para más gente.
La limpieza del templo, pulir los bancos, barrer los pasillos, cuidar cada rincón para que la Iglesia estuviera siempre lista para recibir devotos.
Me dijeron que era un honor. Que confiaban en mi disciplina, en mi carácter servicial, en mi capacidad de adaptarme. Yo asentí y agradecí… mientras por dentro sentía una mezcla de miedo y excitación inexplicable.
No sabía qué era lo que me inquietaba tanto. Tal vez el simple hecho de salir del encierro y entrar a un lugar donde habría más personas, más miradas, más oportunidades para que Tamara se escapara por debajo del hábito.
En el viaje hacia Santa Clara, llevé mis pocas pertenencias: mi rosario, mi Biblia, mis hábitos… y mis secretos. Todos los que había cultivado en esa cocina silenciosa, todos los pecados que me ardían entre las piernas aunque yo fingiera haberlos olvidado.
Me tomó solo unos minutos en la Iglesia Santa Clara del Cántico darme cuenta de que allí había una presencia distinta. Un hombre que destacaba sin querer, que llenaba el espacio con una mezcla rara entre devoción y una calidez que no parecía propia del clero.
Su nombre religioso era padre Víctor.
Y desde la primera vez que lo vi, entendí que ese nombre iba a perseguirme.
Era un hombre enorme, casi dos metros de altura, de hombros anchos y postura relajada, como si la sotana nunca le pesara. Su piel era clara, casi rojiza, típica de alguien que venía de lejos, de Estados Unidos, según supe. Pero hablaba un castellano sorprendentemente fluido, aunque con ese acento marcado, de “erres” incompletas y melodía inglesa, que lo hacía sonar siempre amable, siempre suave.
A veces parecía un sacerdote.
Pero la mayor parte del tiempo… parecía otra cosa.
Siempre tenía una sonrisa fácil, sincera, de esas que desarmaban. Y siempre llevaba lo mismo bajo el brazo: un termo de agua caliente y el mate, una costumbre argentina que había adoptado como si fuera un ritual tan sagrado como la misa. Si lo veías pasar por los pasillos sabías que iba a ofrecerte un mate, una charla, o simplemente un gesto cálido que hacía que el día pareciera más liviano.
Era… diferente.
Y era así, todos se daban cuenta.
Las maestras lo querían.
Los alumnos lo adoraban.
Las hermanas mayores lo respetaban con una devoción casi maternal.
Las hermanas más jóvenes lo miraban con una mezcla de timidez y fascinación.
Yo… yo lo miré de otra manera desde el primer instante, sentí un sofoco raro, porque no fue la hermana Teresa la que vio sus ojos cristalinos, solo fue Tamara.
Porque Teresa veía en él a un guía espiritual, un colega en la fe, un hombre confiable. Pero Tamara… Tamara sintió algo en el pecho, un calor rápido, intenso, como un latigazo que le recorrió la piel cuando él le extendió la mano para saludarla.
—Bienvenida, hermana Teresa —me dijo con esa voz grave, algo ronca, suave, imperfecta en castellano—. Si necesita algo… lo que sea, me avisa. Santa Clara puede ser abrumadora los primeros días.
Sonreía con los ojos.
Siempre lo hacía.
Y yo asentí, sintiendo cómo mi corazón marcaba un ritmo que no era santo. No sabía si era su altura, su presencia, su voz, o esa sensación de que bajo la sotana había un hombre completo, de carne, de fuerza, de vida.
Pero algo en mí se abrió como si hubiera estado dormido mucho tiempo.
Y vi en él algo que jamás había visto en la Iglesia…
Un hombre que no me daba miedo.
Un hombre que podía escucharme.
Un hombre en quien confiar.
Y tal vez por eso —o tal vez por todo lo que me venía carcomiendo por dentro—, en el instante en que nuestras miradas se cruzaron, supe que mi vida religiosa jamás volvería a ser la misma.
Con el padre Víctor me sentía distinta, no era solo su forma cálida de hablar, ni su voz suave, ni su sonrisa que parecía abrazarte sin tocarte. Era la confianza. Una confianza que yo no había sentido jamás dentro de la Iglesia.
Con otras personas siempre fui Teresa: la hermana correcta, la obediente, la que jamás dudaba.
Con él… Tamara respiraba.
Y eso, aunque no sabía cómo explicarlo, me hacía bien.
Durante semanas lo veía pasar con el mate en la mano, preguntándome cómo estaba, si me adaptaba, si necesitaba algo. No hacía grandes gestos; simplemente estaba. Y yo, que había vivido tantos años tragándome pensamientos y deseos, empecé a guardarle mis silencios como quien guarda un secreto precioso.
Hasta que un día, después de la oración de la tarde, pedí hablar con él en confesión.
No sé cómo lo hice.
No sé qué me impulsó.
Quizás fue ese cansancio de cargar con culpas que ya me estaban rompiendo por dentro.
Nos sentamos en un pequeño oratorio vacío, con la luz filtrándose entre las ventanas. No había rejilla, ni distancia ritual. Era una confesión cara a cara, como a él le gustaba: “Dios no necesita barreras entre sus hijos”, decía.
Me miró con esa calma rara que tenía y me preguntó:
—¿Qué pesa en su corazón, hermana Teresa?
Y entonces… hablé, hablé en una confesión que no sería como las acostumbradas, hablé con mi corazón, y más aun, hable con mi sexo
Sentí que no era Teresa la monja la que necesitaba confesarse era Tamara, la mujer
Hablé como nunca había hablado.
Le conté mis deseos.
Le conté mis tentaciones.
Le conté todo lo que había hecho con las verduras en la cocina, mi primera vez con la zanahoria, mis noches en soledad, el fuego entre las piernas que no podía apagar.
Y le conté sobre Tamara: la mujer que vivía debajo del hábito, que latía, que deseaba, que sudaba, que imaginaba un hombre dentro de ella aunque jamás hubiera tocado uno.
No me frené.
No tuve vergüenza.
No por ser mujer.
No por ser monja.
No por pecar.
Solo estaba… sacándome de encima algo que me ahogaba hacía años.
Él me escuchó sin interrumpirme.
Sin apartar la mirada.
Sin cambiar la expresión.
Y cuando terminé, cuando ya no quedaba nada más que decir, sentí una especie de alivio que me dejó exhausta. Como si hubiera vaciado mi alma y mi cuerpo al mismo tiempo.
El padre Víctor entonces se acercó un poco más.
—Hermana… —murmuró—. Usted ha cargado con mucho. Más de lo que cualquiera debería cargar.
Tomó mis manos entre las suyas, grandes, cálidas, firmes.
Las sostuvo como si temiera que fueran a romperse.
Y luego, despacio, casi como si pidiera permiso con la mirada, apoyó una mano en mi muslo.
Sobre el hábito.
Pero yo lo sentí igual.
El calor traspasó la tela como si fuera piel.
Mi vagina se inundó en un soplo
Mi respiración se cortó. No de miedo. De reconocimiento. De algo que mi cuerpo llevaba años esperando y no sabía cómo nombrar.
Él continuó:
—No quiero que sienta que está sola. Ni que lo que vive la aleje de Dios. Somos humanos, hermana Teresa. Todos.
Y entonces me abrazó.
Un abrazo fuerte, protector, casi paternal.
Pero mi cuerpo… mi cuerpo reaccionó como Tamara, no como Teresa.
Sentí su pecho firme contra mí.
El leve olor a yerba del mate.
La presión de su mano en mi espalda.
Y su respiración cerca de mi oreja.
—Su penitencia —dijo finalmente, separándose apenas— será rezar… pero también permitirse descanso. No más castigos físicos. No más penitencias severas. Y si vuelve a sentir angustia o deseo… vendrá a hablar conmigo.
Me quedé muda.
No era una penitencia.
Era una invitación.
Una puerta abierta.
Una rendija por la que Tamara se deslizaba con una facilidad que me daba vértigo.
Cuando me levanté para irme, él retuvo mi mano un segundo más de lo necesario. Un gesto pequeño. Pero lleno de significado.
Y supe, en ese instante, que esa historia no había terminado.
Había empezado.
Con el paso de las semanas, mis confesiones con el padre Víctor dejaron de ser simples descargas espirituales y se convirtieron en charlas íntimas, profundas, casi peligrosas.
Él me preguntaba cosas que nadie jamás me había preguntado.
Yo respondía sin filtros, sin miedos.
Y cada vez que salía de esa pequeña sala, salía un poco menos Teresa… y un poco más Tamara.
Descubrí que el padre Victor me preguntaba no como una confesión, intuí que él se exitaba bajo la sotana con mis palabras. Secretos de mujer. Secretos húmedos que solo el conocía
Una tarde, después de la última plática espiritual, él se me acercó con una naturalidad que ya me resultaba familiar y me dijo:
—Hermana Teresa, ¿podría hacerme un favor? Necesito que limpie el sótano. Está hecho un desastre.
El sótano.
Un lugar del que todos hablaban, pero pocas lo conocíamos.
Decían que estaba bajo el altar, que era viejo, húmedo y que se usaba para guardar cosas que ya casi nadie necesitaba: herramientas, bancos rotos, cajas de años olvidados, trapos, velas en desuso.
Solo el padre Víctor tenía la llave.
Y me la entregó sin explicar demasiado.
—Tómese su tiempo —me dijo, dejando la llave en mi palma—. Y cierre bien cuando termine. Ese lugar es un completo caos.
Asentí. No hice preguntas.
No sé si por obediencia… o por esa curiosidad que empezaba a crecer en mí cada vez que él me pedía algo solo a mí.
Bajé por una escalera angosta escondida detrás del altar.
El aire estaba frío, con olor a madera húmeda y cera vieja.
Encendí la luz. Un foco amarillento iluminó apenas un rincón. Lo demás era penumbra.
Me arrodillé para empezar a ordenar cajas, mover herramientas, juntar polvo. Era un trabajo pesado y silencioso. Solo se escuchaba mi respiración… y mis pensamientos.
Ahí, sola, con las manos ocupadas y la mente libre, empecé a pensar en él.
En sus manos grandes.
En cómo me miraba cuando confesaba cosas que ninguna monja debería decir.
En cómo rozaba mi muslo “sin querer” para tranquilizarme.
En cómo su voz ronca me atravesaba sin permiso.
Estaba tan concentrada en mis pensamientos —y en mis culpas— que no escuché la puerta.
No escuché pasos.
No escuché nada.
Hasta que sentí una presencia detrás de mí.
Me giré bruscamente.
El padre Víctor estaba allí.
Detrás de mí.
En silencio.
Observándome.
No sé cuánto tiempo llevaba mirándome sin decir palabra.
Pero su expresión… su expresión no era la de un sacerdote supervisando una tarea.
Era otra cosa.
Más profunda.
Más peligrosa.
Su mirada recorría mi cuerpo inclinado, mis manos sobre las cajas, el movimiento de mi respiración agitada por el susto.
—Padre… —balbuceé, con el corazón golpeándome las costillas— no lo escuché entrar.
Él se apoyó apenas en la baranda de la escalera, sin dejar de mirarme.
—No quise asustarla, hermana —dijo con una calma que me desarmó—. Solo… quería ver si necesitaba ayuda.
Pero no parecía haber venido a ayudar.
Parecía haber venido a mirarme.
A observar ese lado mío que yo ya no podía esconder.
Ese lado que él mismo había despertado con cada confesión, con cada roce, con cada palabra que me dejaba el alma —y el cuerpo— vibrando.
El silencio entre nosotros se volvió espeso, caliente, lleno de algo que ninguno de los dos nombraba.
Yo seguía arrodillada.
Él seguía de pie, enorme, imponente, mirándome desde arriba.
Y entendí, en ese instante, que el sótano no era un simple favor ni un lugar cualquiera.
Era un escenario.
Un lugar aislado.
Oculto.
Donde solo él tenía la llave.
Donde solo él podía entrar.
Donde nadie nos interrumpiría.
Y él estaba allí.
Conmigo.
Mirándome como si viera lo que había debajo del hábito.
Como si viera… a Tamara.
En ese momento no vi al sacerdote, vi al hombre bajo la sotana. El largó como si nada
—Creo que debe pagar por sus pecados, y seguirá pecando si algo no cambia en su mundo
El padre caminó en silencio a mi lado, dejando la sotana de costado, como si dejara los hábitos en ello. La maderas del piso crujieron bajo sus pasos firmes. Yo solo respiré con el corazón saltando de mi pecho. Llegó con esa decisión tan propia, tan suya, entre sus piernas algo llamativo ya se marcaba
Fue la primera vez que vi un pene de verdad, y que pene, solo era enorme, las zanahorias del pasado se me antojaron ridículas
Tenía una erección descomunal. Mis ojos brillaron en deseo y Tamara tomó el control. Sin pensar. Sin medir
Aun de rodillas mis labios besaron el pecado, y me gusto el sabor.
Solo fu instinto, solo eso
Lamí el glande con ganas, pero la pasión me desbordaba. Creo que no fui consciente pero empecé a comerlo a engullirlo, adentro afuera, un poco mas
El padre mantenía monosílabos en frases entrecortadas
-Señor, perdona a tu hija por sus pecados
Pero yo solo iba mas y mas adentro, lo sentía en mi garganta, y solo... ahhh!
Y mi nariz topo en su pubis, todo ese hombre estaba dentro de mi, Tamara sentía vivos sus pezones, sentía arder en el infierno su entrepierna y solo se sentía plena por ello
Entre contracciones eternas un sabor nuevo llegó a lo profundo de mi ser, y mas y mas, y otro poco mas, creo recordar un orgasmo sin tocarme, solo como acto reflejo de todo el semen que iba a mis entrañas
El padre me sostenía por la cabeza. Se aseguraba que toda su verga estuviera en mi boca. No era necesario. Era todo lo que quería
Cuando todo había pasado, nadie dijo demasiado. Nadie puso en palabras un pecado compartido. Solo el olor pestilente del lugar pareció mezclarse con ese sabor a leche que tenía en mi boca, ese sabor nuevo que acababa de descubrir. Sentí lleno mi estómago, lleno de lujuria, lleno de deseo
El padre solo tomó su sotana y sentí en ese momento que la culpa volvía a pesar sobre los hombros de la hermana Teresa. La situación se tornaría cada vez mas asfixiante. No hubieron palabras, no hubieron excusas, solo había sucedido
Mis días en la Iglesia Santa Clara del Cántico ya no serían iguales, la hermana Teresa trataba de comportarse, pero el recuerdo estaba ahí, clavado como una espina, presente
Las confesiones ya no tendrían sentido, ahora no solo conocía al representante del señor. Ahora conocía al hombre, al de carne y hueso, al mortal, a un pecador como yo
Los cruces en los pasillos ya no fueron como eran, los mates compartidos sabían diferentes, donde las palabras faltaban y hasta sonaban forzadas
Pero el padre Víctor era tan humano como yo, y cuando me pidió sugerentemente
-Hermana Teresa, usted podría continuar con la limpieza del sótano?
Supe que las palabras eran una invitación al infierno, supe que en fondo le hablaba a Tamara y Tamara lo haría posible. Lo que empezaría como un encuentro prohibido se transformaría en un camino sin retorno. De una situación esporádica pasaríamos a una rutina diaria, un secreto entre dos. Pecados confesados solo para volver a pecar. Necesitaba la leche del padre, necesitaba chupar esa pija con devoción, con la devoción que no le tenía el mismo Cristo. Era mi perdición, mi camino sin retorno, mi lujuria
Pero no era la única oveja descarriada, el padre Víctor estaba tan perturbado como yo, lo veía en sus ojos, lo sentía en sus palabras. Era pecar solo para pedir perdón en un círculo vicioso que amenazaba hacer volar todo por los aires
Los domingos de misa ya no eran iguales, el padre se ponía nervioso ante mi presencia. Para todos era la hermana Teresa, para el, Tamara, la mujer que le acercaba la manzana prohibida, una y otra vez
Esa mañana en el sótano, sabía que no sería una mañana mas. Algo me quemaba ya en las entrañas. Algo que no sabia explicar.
Cuando el llegó para darme mi castigo, yo solo me incorporé, yo solo deje mis hábitos de lado, yo solo quedé desnuda frente a sus ojos, como Eva, en el paraíso, solo dije
-Padre, quiero que me posea, quiero sentir su carne en mi carne
Solo esperé su respuesta, el padre me giró y me puso de espaldas hacia él, pareció meditar
Me inclinó un poco y otro poco mas, para recibir, mi castigo
Una nalgada violenta me estremeció y el dijo
-Fuera Satanás! porque me tientas? desearía estar ciego a ver esto!
Pero yo sabía que el se quebraría, le dije directa
-Tamara necesita saciar su alma, su sexo, no importa, solo ya no importa...
El dijo
-Pues no puedo meter mi pene en el lugar sagrado de concepción de vida...
No dijo mucho mas, pero escupió en mi culo y lo sentí avanzar, grande, enorme. Grite en un dolor y deseo contenido. Su mano que olía a maderos del lugar apretó mi boca. Su pene enorme se fue metiendo en mi estrecho y virgen culo. Reculé hacia el, aunque doliera, aunque fuera mas grande de lo que pudiera comer. No importaba, Tamara se iría al infierno en ese mismo momento. Adentro, afuera, adentro afuera. Los dedos de la mano del padre que amordazaban mi boca se fueron colando y envolviendo mi lengua de serpiente, los dedos de su mano libre se enredaron en mis pechos, en mis pezones. en mis movimientos acompasados el crucifijo que pendía en mi cuello golpeaba una y otra vez en mi piel, testigo silencioso de lo que pasaba en ese lugar
Mis manos se aferraron entre mis piernas, buscando el centro de placer. Cerré los ojos, solo cerré los ojos...
Llegué envuelta en ese aroma rancio, el orgasmo cayo por peso propio. Sentí el jadear caliente del padre en mi espalda, él también lo había hecho. Estaba consumado
Los días seguirían pasando, pecar se haría una costumbre, pedir perdón también. A Teresa las puertas del cielo se le abrían, sentía los ángeles cantar, y el celeste del paraíso se volvía brillante. A Tamara el infierno le encantaba, llevaba el pecado en sus genes, y la perdición eterna se volvía moneda corriente
Pero notaría rápidamente que para el padre Víctor la dualidad no sería fácil de llevar. A él realmente le pesaría en el alma la existencia de Tamara. Tamara era su perdición, ella era el motivo de su herejía, el quiebre de sus rodillas
Me hacía el amor con la fuerza de un volcán en erupción de la misma manera con la que me odiaba con frío de un iceberg
Me atraía en el sótano con la misma fuerza con la que me alejaba en el público
Lo sentía rezar chirreando los dientes en el mismo momento en que yo estaba tragando su semen
Me maldecía por pecadora y fuente de sus pecados en el mismo momento en que me la estaba dando por el culo
Estábamos sobre una bomba de tiempo que explotaría si no se desactivaba pronto
El padre Víctor rompería el conjuro. Su madre anciana reclamaba a su único hijo en el país del norte. Tal vez fuera una excusa, tal vez no. El nuevo traslado se hizo inminente y una despedida en la Iglesia Santa Clara del Cántico se hizo estridente, entre ángeles, mates, y un castellano que aun tenía mucho de ingles
La despedida sería entre todos, y nada especial conmigo. Solo me evitó, con esa cobardía de no afrontar lo que en realidad estaba pasando, nos habíamos enamorado
Para mi sería también enterrar a la hermana Teresa, y mucho de la tradición familiar. Mis padres lo aceptaron, pero no lo entendieron
Llegaría una nueva vida para Tamara, conocer un hombre bueno, que la ame, formar una familia, ser madre
Hoy escribiendo unas líneas invisibles en soledad, bajo la luz de la luna. Mi marido le cuenta un cuento al pequeño Brian para que se duerma. Luego vendrá a mi lado, me acariciará la panza gorda que marca el octavo mes de mi nuevo embarazo. Yo solo miro las estrellas, tal vez alguna me cuente sobre el presente del padre Víctor, espero que encontrara la paz que yo le había arrebatado
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