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escalofrío en el cine

La sala de cine estaba casi vacía esa tarde de verano, el aire acondicionado zumbando como un susurro frío que contrastaba con el bochorno pegajoso de la calle. Habías elegido una fila del medio, sola, con tu minifalda de licra negra ceñida a tus caderas y ese top del mismo material, color piel, que se adhería a tu piel como una segunda capa. El calor exterior aún te palpitaba en la piel, pero al entrar, el frío te golpeó de lleno: tus pezones se endurecieron al instante, marcándose descaradamente bajo la tela fina, traicionándote con esa erección involuntaria que te hizo cruzar los brazos un segundo, como si pudieras esconderlos.
Entonces llegó él. Un hombre alto, de piel oscura como el ébano pulido, con una camiseta ajustada que dejaba ver los contornos de su pecho ancho y unos pantalones piratas de lino beige, frescos y holgados. Se sentó justo a tu lado, sin pedir permiso, como si el asiento estuviera reservado para él. Su aroma te invadió de inmediato: una fragancia embriagadora, mezcla de madera ahumada, cítricos picantes y algo animal, profundo, que te mareó desde la primera inhalación. Era verano, y su piel brillaba ligeramente por el sudor, haciendo que esa esencia se intensificara.
Al acomodarse, abrió las piernas con naturalidad, y sus rodillas rozaron tus muslos desnudos. El contacto fue eléctrico: su piel cálida contra la tuya, aún fresca por el aire acondicionado. Un vértigo te subió desde el estómago, un escalofrío te recorrió la espalda, y soltaste un jadeo suave, casi inaudible en la oscuridad previa a la película.
Él lo notó. Giró la cabeza hacia ti, sus ojos oscuros brillando bajo la luz tenue de la pantalla. "Perdona, no quería invadir tu espacio", murmuró con una voz grave, ronca, que vibró en tu pecho. Y en lugar de retirar la pierna, posó su mano grande y cálida directamente sobre tu muslo desnudo, justo donde la minifalda terminaba. Sus dedos se abrieron un poco, cubriendo más piel de la necesaria, como si estuviera midiendo tu reacción.
Tú tragaste saliva, el corazón latiéndote fuerte. "No hay nada que disculpar", respondiste con voz temblorosa, mirándolo a los ojos. "Es que estoy un poco nerviosa... y al sentir tu roce, me ha venido un sofoco inexplicable". Las palabras salieron solas, cargadas de una honestidad cruda que te sorprendió incluso a ti.
Él sonrió lentamente, una sonrisa lobuna que reveló dientes blancos perfectos. No retiró la mano. Al contrario, la deslizó un centímetro más arriba, rozando el borde de la licra. "Un sofoco, ¿eh? Aquí hace frío, pero tú pareces arder". Su pulgar acaricio tu piel en círculos lentos, deliberados. El aroma de su perfume te envolvió más, mezclado ahora con el calor de su cuerpo. Tus pezones seguían duros, dolorosamente sensibles bajo el top, y sentiste cómo la humedad empezaba a acumularse entre tus piernas.
La película comenzó, pero ninguno de los dos prestaba atención. Su mano subió despacio, explorando la suavidad de tu muslo interno, mientras su otra rodilla presionaba contra la tuya, abriéndote ligeramente. "Dime si quieres que pare", susurró cerca de tu oído, su aliento cálido contrastando con el frío de la sala. Pero tú no dijiste nada; en cambio, separaste un poco más las piernas, invitándolo.
Sus dedos encontraron el elástico de tu tanga bajo la minifalda, y jadeaste cuando rozó la tela húmeda. "Joder, estás empapada", gruñó él, con la voz cargada de deseo. Te mordió el lóbulo de la oreja suavemente mientras un dedo se colaba bajo la tela, encontrando tu clítoris hinchado y circulándolo con maestría. El vértigo volvió, más intenso, y tuviste que morderte el labio para no gemir alto.
Él no se detuvo. Introdujo un dedo grueso dentro de ti, lento, sintiendo cómo te contraías alrededor de él. "Tan apretada... tan caliente", murmuró, bombeando despacio mientras su pulgar seguía torturando tu clítoris. Con la mano libre, te tomó la nuca y te besó, un beso profundo, hambriento, su lengua invadiendo tu boca como su dedo te invadía abajo. Olía a ese perfume embriagador, a hombre puro, y su erección ya se marcaba dura contra el lino de sus pantalones, rozando tu pierna.
No pudiste resistir. Con disimulo, bajaste la mano y la posaste sobre su bulto, sintiendo el calor y el grosor a través de la tela. Él gruñó en tu boca, acelerando el ritmo de sus dedos dentro de ti. "Quieta, preciosa, o no podré controlarme", advirtió, pero tú apretaste más, delineando su longitud impresionante.
La sala estaba oscura, solos en esa fila, y el riesgo te excitaba más. Él sacó los dedos de ti, brillantes con tus jugos, y los llevó a su boca, lamiéndolos mientras te miraba. "Dulce como la miel". Luego, con rapidez, te subió la minifalda hasta la cintura y te giró ligeramente hacia él. Desabrochó sus pantalones, liberando su polla gruesa, venosa, oscura y palpitante, que apuntó directamente hacia ti.
Te subiste a horcajadas sobre él, la minifalda arrugada en tu cintura, el top subido exponiendo tus pechos. Sus manos grandes te tomaron las nalgas, abriéndote, mientras bajabas despacio sobre él. La cabeza de su polla te abrió, estirándote deliciosamente, y gemiste bajito al sentirlo llenarte por completo. Era enorme, caliente, pulsando dentro de ti.
Empezasteis a moveros en silencio, un ritmo lento y profundo, sus caderas subiendo para encontrarte mientras tú cabalgabas con disimulo. Su boca capturó uno de tus pezones erectos, chupando fuerte, mordisqueando, mientras su perfume te embriagaba y el frío de la sala hacía que cada roce ardiera más. "Fóllame más fuerte", susurraste en su oído, y él obedeció, embistiéndote con fuerza controlada, una mano tapándote la boca para ahogar tus gemidos.
El clímax te golpeó como una ola: te contraíste alrededor de él, corriéndote intensamente, temblando en sus brazos. Él te siguió segundos después, gruñendo bajo contra tu cuello, llenándote con chorros calientes y abundantes.
Os quedasteis así un momento, jadeantes, su polla aún dentro de ti, su mano acariciando tu espalda. La película seguía, pero para vosotros, la verdadera función acababa de terminar. Él te besó una última vez, suave. "Ese sofoco... creo que lo hemos curado", murmuró con una sonrisa.
Y tú solo pudiste asentir, aún mareada por su aroma y por lo que acababa de pasar,


Os quedasteis así un rato, todavía unidos, su polla semidura palpitando dentro de ti mientras los créditos de la película empezaban a subir por la pantalla. La sala seguía casi vacía; solo se oía el rumor lejano del aire acondicionado y algún que otro carraspeo de las pocas personas dispersas más adelante. Ninguno de los dos se movió. Él te acariciaba la espalda con las yemas de los dedos, despacio, como si quisiera memorizar cada vértebra, y tú tenías la cara hundida en su cuello, aspirando esa fragancia que ya te había vuelto loca desde el primer segundo.

Cuando por fin te separaste un poco, él te miró con esos ojos oscuros que parecían absorber toda la luz de la sala.

–No me has dicho tu nombre –susurró, con la voz todavía ronca del orgasmo.

Tú sonreíste, sintiendo cómo sus fluidos mezclados con los tuyos empezaban a resbalar por tus muslos.

–Ni tú el tuyo.

–Eso se puede arreglar después –dijo, y te besó de nuevo, lento, profundo, como si no tuviera prisa por irse a ningún lado.

Pero la película había terminado y las luces de limpieza empezaron a encenderse poco a poco. Os arreglasteis la ropa con rapidez: tú bajaste la minifalda, que quedó pegada y arrugada, y él se guardó con calma, sin prisa, dejando que vieras una última vez lo grande que era incluso en reposo. Se levantó primero, te tendió la mano y te ayudó a ponerte de pie. Tus piernas temblaban ligeramente; él lo notó y te rodeó la cintura con un brazo fuerte, guiándote hacia la salida.

En el pasillo, ya con más luz, os mirasteis de verdad por primera vez. Era aún más guapo de lo que habías imaginado en la penumbra: rasgos marcados, labios carnosos, una barba corta perfectamente recortada. Llevaba una cadena fina de plata al cuello que brillaba contra su piel oscura. Tú, con el top de licra color piel todavía marcando tus pezones (que no habían bajado ni un milímetro), te sentiste expuesta y a la vez poderosa bajo su mirada.

Salisteis al vestíbulo. Afuera era de noche ya, pero el calor del verano seguía ahí, pegajoso. Él se detuvo junto a la puerta de salida, te giró hacia él y te apoyó contra la pared de azulejos fríos.

–No quiero que esto termine aquí –dijo sin rodeos, su mano volviendo a tu muslo, subiendo hasta rozar el borde húmedo de tu tanga–. Ven conmigo.

No preguntaste a dónde. Solo asentiste. Te tomó de la mano y os dirigisteis al parking subterráneo. Su coche era un SUV negro con los cristales tintados. Abrió la puerta del copiloto, pero antes de que entraras te empujó suavemente contra el capó, te levantó la minifalda otra vez y te besó con hambre renovada. Sus dedos volvieron a entrar en ti sin esfuerzo, resbalando en la mezcla caliente de los dos.

–Estás chorreando todavía –gruñó contra tu boca–. Me vuelves loco.

Te giró, te inclinó sobre el capó frío del coche y, sin más preámbulos, se bajó los pantalones lo justo y te penetró de nuevo desde atrás, fuerte, profundo. Gemiste alto; el parking estaba vacío a esa hora, pero el eco de tu voz resonó entre las columnas de hormigón. Él te tapó la boca con una mano mientras con la otra te sujetaba las caderas, embistiéndote con un ritmo brutal, como si quisiera borrar cualquier duda de que aquello había sido algo pasajero.

–Esto no es solo el cine, ¿entiendes? –jadeaba en tu oído–. Te voy a follar toda la noche.

Te corriste otra vez, rápido y violento, mordiendo su palma para no gritar. Él se hundió hasta el fondo y se vació dentro de ti de nuevo, con un gruñido animal que te erizó la piel.

Solo entonces os subisteis al coche. Arrancó, te puso una mano en el muslo mientras conducía y, sin quitar la vista de la carretera, dijo:

–Primero vamos a mi casa. Luego... ya veremos cuánto aguantas.

Tú solo sonreíste, abriste las piernas un poco más para que su mano subiera, y pensaste que aquel “sofoco inexplicable” acababa de convertirse en la noche más larga y caliente de tu vida.

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