El Nuevo Vecino
Vivía sola en mi piso del sexto, desde que mi marido falleció en aquel trágico accidente hace unos años. El edificio era antiguo, con un patio común donde a veces se cruzaban los vecinos, pero yo solía mantener las distancias. Aquel día llovía a cántaros, uno de esos diluvios que convierten las calles en ríos. Al entrar en el patio, vi a un hombre alto, de piel oscura como el ébano, empapado hasta los huesos, esperando frente a la puerta del ascensor. Era guapísimo: músculos definidos bajo la camiseta pegada al cuerpo, rostro angular y una sonrisa tímida que me desarmó al instante.
Me acerqué y le pregunté: "¿A dónde vas?". Él, con un acento suave y extranjero, respondió: "Mire, señora, es que hemos alquilado el piso número 7, pero estoy esperando que el dueño me traiga las llaves". La lluvia no paraba, y sentí una punzada de compasión... o quizás algo más. "Como está lloviendo tanto y vamos a ser vecinos —yo vivo en el seis—, si quieres puedes esperar en mi casa". "Oh, muchas gracias", dijo él, con ojos brillantes.
Subimos en silencio, pero el ascensor parecía más pequeño de lo normal con su presencia. Al entrar en mi piso, le di una toalla grande para que se secara. "Estás hecho una sopa", le dije, y saqué del armario una camiseta y unos vaqueros viejos de mi difunto esposo. "Póntelos mientras se seca tu ropa, no quiero que cojas un resfriado". Él dudó un momento, pero aceptó y se fue al baño.
Cuando salió, ¡Dios mío! La camiseta le quedaba ajustada, marcando su pecho ancho y abdominales perfectos. Los vaqueros... ahí estaba ese bulto impresionante que había notado antes, ahora más evidente. No pude evitar mirarlo fijamente mientras se secaba el torso con la toalla. Él lo notó, porque sonrió de medio lado y dijo: "Gracias por todo, de verdad".
Balbuceé algo para disimular: "¿El tema de la limpieza lo tenéis resuelto?". Me contó que no, que eran cinco amigos los que habían alquilado el piso —todos jóvenes, fuertes, trabajadores inmigrantes como él— y que aún no habían tenido tiempo de organizarlo. "Habláis en plural... ¿cinco chicos viviendo juntos?". "Sí, somos como hermanos", respondió riendo.
Sentí un calor subir por mi cuerpo, una excitación que no había sentido en años. "Bueno, si queréis, os puedo ayudar con la limpieza hasta que encontréis un servicio. Primero os haría una limpieza a fondo... y después sería solo mantenimiento". Mis palabras salieron con un doble sentido que no pude controlar. Él me miró fijamente, con esos ojos profundos, y se acercó un paso. "Eso sería genial... ¿y qué incluiría esa 'limpieza a fondo'?".
No sé qué me poseyó, pero extendí la mano y toqué su pecho, sintiendo la piel caliente y firme. "Todo lo que necesitéis", murmuré. Él dejó caer la toalla, y su mano grande cubrió la mía, guiándola hacia abajo, hasta ese bulto que ahora palpitaba bajo los vaqueros. "Entonces empecemos ya", dijo con voz ronca.
Lo besé con urgencia, devorando sus labios carnosos. Sus manos me levantaron como si no pesara nada, me llevaron al sofá y me desnudaron con prisa. Su polla era enorme, gruesa y venosa, negra como la noche, dura como el acero. Me arrodillé ante él, chupándola con avidez, saboreando cada centímetro mientras él gemía en su idioma, sujetándome el pelo. "Joder, qué buena estás", gruñó.
Me folló allí mismo, profundo y salvaje, haciendo que gritara de placer después de tanto tiempo sin un hombre. Sus embestidas eran potentes, me llenaba por completo, me hacía correrme una y otra vez. Al final, se corrió dentro de mí, caliente y abundante, marcándome como suya.
Pero eso no fue el fin. Al día siguiente, cuando sus cuatro amigos llegaron con las llaves, les conté mi "oferta de limpieza". Sonrieron con picardía, sabiendo lo que había pasado con su compañero. "Aceptamos encantados", dijeron al unísono.
Desde entonces, mi "servicio" se convirtió en algo mucho más... intenso. Los cinco, turnándose o a veces juntos, me usaban como su puta personal. Limpieza a fondo: yo desnuda, de rodillas, chupando sus pollas enormes una tras otra mientras ellos me follaban por todos lados. Mantenimiento semanal: orgías en su piso o en el mío, cuerpos sudorosos, pieles oscuras contra mi blanca, gemidos resonando en el edificio.
Nunca volví a sentirme sola. Mis nuevos vecinos me "limpiaban" el alma... y el cuerpo, cada vez que querían. Y yo, encantada de ser su secreto caliente.
Vivía sola en mi piso del sexto, desde que mi marido falleció en aquel trágico accidente hace unos años. El edificio era antiguo, con un patio común donde a veces se cruzaban los vecinos, pero yo solía mantener las distancias. Aquel día llovía a cántaros, uno de esos diluvios que convierten las calles en ríos. Al entrar en el patio, vi a un hombre alto, de piel oscura como el ébano, empapado hasta los huesos, esperando frente a la puerta del ascensor. Era guapísimo: músculos definidos bajo la camiseta pegada al cuerpo, rostro angular y una sonrisa tímida que me desarmó al instante.
Me acerqué y le pregunté: "¿A dónde vas?". Él, con un acento suave y extranjero, respondió: "Mire, señora, es que hemos alquilado el piso número 7, pero estoy esperando que el dueño me traiga las llaves". La lluvia no paraba, y sentí una punzada de compasión... o quizás algo más. "Como está lloviendo tanto y vamos a ser vecinos —yo vivo en el seis—, si quieres puedes esperar en mi casa". "Oh, muchas gracias", dijo él, con ojos brillantes.
Subimos en silencio, pero el ascensor parecía más pequeño de lo normal con su presencia. Al entrar en mi piso, le di una toalla grande para que se secara. "Estás hecho una sopa", le dije, y saqué del armario una camiseta y unos vaqueros viejos de mi difunto esposo. "Póntelos mientras se seca tu ropa, no quiero que cojas un resfriado". Él dudó un momento, pero aceptó y se fue al baño.
Cuando salió, ¡Dios mío! La camiseta le quedaba ajustada, marcando su pecho ancho y abdominales perfectos. Los vaqueros... ahí estaba ese bulto impresionante que había notado antes, ahora más evidente. No pude evitar mirarlo fijamente mientras se secaba el torso con la toalla. Él lo notó, porque sonrió de medio lado y dijo: "Gracias por todo, de verdad".
Balbuceé algo para disimular: "¿El tema de la limpieza lo tenéis resuelto?". Me contó que no, que eran cinco amigos los que habían alquilado el piso —todos jóvenes, fuertes, trabajadores inmigrantes como él— y que aún no habían tenido tiempo de organizarlo. "Habláis en plural... ¿cinco chicos viviendo juntos?". "Sí, somos como hermanos", respondió riendo.
Sentí un calor subir por mi cuerpo, una excitación que no había sentido en años. "Bueno, si queréis, os puedo ayudar con la limpieza hasta que encontréis un servicio. Primero os haría una limpieza a fondo... y después sería solo mantenimiento". Mis palabras salieron con un doble sentido que no pude controlar. Él me miró fijamente, con esos ojos profundos, y se acercó un paso. "Eso sería genial... ¿y qué incluiría esa 'limpieza a fondo'?".
No sé qué me poseyó, pero extendí la mano y toqué su pecho, sintiendo la piel caliente y firme. "Todo lo que necesitéis", murmuré. Él dejó caer la toalla, y su mano grande cubrió la mía, guiándola hacia abajo, hasta ese bulto que ahora palpitaba bajo los vaqueros. "Entonces empecemos ya", dijo con voz ronca.
Lo besé con urgencia, devorando sus labios carnosos. Sus manos me levantaron como si no pesara nada, me llevaron al sofá y me desnudaron con prisa. Su polla era enorme, gruesa y venosa, negra como la noche, dura como el acero. Me arrodillé ante él, chupándola con avidez, saboreando cada centímetro mientras él gemía en su idioma, sujetándome el pelo. "Joder, qué buena estás", gruñó.
Me folló allí mismo, profundo y salvaje, haciendo que gritara de placer después de tanto tiempo sin un hombre. Sus embestidas eran potentes, me llenaba por completo, me hacía correrme una y otra vez. Al final, se corrió dentro de mí, caliente y abundante, marcándome como suya.
Pero eso no fue el fin. Al día siguiente, cuando sus cuatro amigos llegaron con las llaves, les conté mi "oferta de limpieza". Sonrieron con picardía, sabiendo lo que había pasado con su compañero. "Aceptamos encantados", dijeron al unísono.
Desde entonces, mi "servicio" se convirtió en algo mucho más... intenso. Los cinco, turnándose o a veces juntos, me usaban como su puta personal. Limpieza a fondo: yo desnuda, de rodillas, chupando sus pollas enormes una tras otra mientras ellos me follaban por todos lados. Mantenimiento semanal: orgías en su piso o en el mío, cuerpos sudorosos, pieles oscuras contra mi blanca, gemidos resonando en el edificio.
Nunca volví a sentirme sola. Mis nuevos vecinos me "limpiaban" el alma... y el cuerpo, cada vez que querían. Y yo, encantada de ser su secreto caliente.
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