Hola amigos de poringa !
Sean bienvenidos a una nueva historia
(generada por ia) , narrada y desarrollada x mi y
Google gemini:

(Todo comienza luego de haber perdido mi
trabajo y haber hablado sobre eso con mi
esposa , Sabrina que cosa que quería cosa que
yo le daba hasta ese momento)
El silencio que siguió a la puerta cerrándose no era una paz, era un vacío. Un vacío denso y pesado que se apoderó del departamento, absorbiendo el aire que me quedaba en los pulmones. Mi nombre es Andrés, y a mis 35 años, creía que ya conocía todos los sabores del fracaso. Estaba equivocado. La pelea con Sabrina había sido una tormenta pasajera, pero lo que vino después fue el maremoto que se lo llevó todo.
Nos odiamos en esa discusión. Odié su arrogancia y ella odió mi existencia. Se fue con un gesto teatral, como la heroína de una mala telenovela, jurando que no volvería. No le di importancia. Sabrina siempre vuelve. Pero esa noche, las horas se estiraron como un algodón de azúcar que se disuelve en la lengua, dejando un regusto amargo. La soledad se volvió tangible, un fantasma que recorría los pasillos que antes llenábamos los dos.
Fue entonces cuando la vi. Sobre la mesita de luz, al lado de mi cama, una tarjeta de hotel de un negro lujoso. No era un folleto, era una llave magnética. El logo era dorado, elegante: "Hotel Elysian - Suites Privadas". Nunca había oído hablar de él. Al lado, un sobre de papel de alta calidad. Mi nombre, "Andrés", escrito con la caligrafía afilada y deliberada de Sabrina. Dentro, no había una carta. Solo una pequeña tarjeta negra con una frase en dorado: "Ponte cómodo. El espectáculo está a punto de empezar".

Mi estómago se convirtió en un nudo de hielo. No había ninguna señal de amenaza, solo esa confianza fría y calculadora. Me moví hacia el salón como un sonámbulo, cada paso un eco en el silencio sepulcral. El control remoto del televisor parecía pesar una tonelada. Lo apunté a la pantalla, como si fuera un arma, y presioné el botón de encendido.
La pantalla negra dio paso a una imagen en alta definición que me perforó los ojos y me arrancó el alma.

Era Sabrina. Pero no era la Sabrina que conocía. Era una diosa pagana, reclinada entre sábanas de raso blanco como la leche, en una suite que olía a dinero y a lujuria. La luz de la ciudad se filtraba por una ventana gigante, convirtiéndola en el centro de un universo que me había expulsado. Y a su lado, dos hombres. No eran hombres, eran dos fuerzas de la naturaleza, dos predadores que la devoraban con la mirada.


Uno era dominicano, de piel ébano y una sonrisa que prometía pecados sin confesión. Sus manos, grandes y oscuras, recorrían la piel pálida de mi esposa como si explorara un territorio conquistado. El otro, panameño, de mirada de lince y un cuerpo esculpido, la observaba desde el otro lado de la cama, esperando su turno con una paciencia felina. La cámara, puesta sobre un escritorio cercano, tenía un ángulo fijo, frío y documental. No había un operador, solo un testigo de piedra grabando mi ejecución.

Y entonces, el audio. El sonido fue lo que realmente me asesinó.
"Ahhh, sí, papi... dame eso... dame toda tu cosa...", susurró Sabrina, y su voz, esa voz que me susurraba "te amo" en la oscuridad, ahora estaba cargada de un placer salvaje, gutural, animal. Nunca le había escuchado un gemido así. Era el sonido de una mujer liberada de mis cadenas.

El dominicano se rio, un sonido bajo y vibrante que hizo temblar los parlantes. "Toma, mi reina, toma toda esta plátana que te gusta". La vista era implacable. La cámara no se movía, no permitía escape. Veía todo. Veía cómo las caderas de Sabrina respondían, cómo su espalda se arqueaba en un arco de pura entrega mientras el dominicano la tomaba por detrás, con una fuerza que la hacía gritar. Sus manos se aferraban a las sábanas, sus nudillos blancos por la tensión.
"¿Lo ves, Andrés?", dijo de repente, volviendo la cabeza hacia la cámara, aunque sus ojos estaban perdidos en el éxtasis. Sabía que estaba ahí. Sabía que yo estaba viendo. "¿Lo ves cómo me hacen sentir? Así es como se jode una mujer de verdad. No como un niño llorón como tú".

La escena era una obra de arte macabra. El ángulo fijo la convertía en un espectáculo, en un acto público para una audiencia de uno. La veía pasar de uno a otro, entregándose con una avidez que me era completamente ajena, una sed que yo nunca supe cómo saciar. Después del dominicano, fue el turno del panameño. Se acercó sin prisa, la levantó como si no pesara nada y la sentó sobre él. Desde el ángulo de la cámara, veía cada movimiento, cada contracción de su cuerpo, cada gota de sudor que resbalaba por su espalda. El sonido de sus cuerpos chocando, los jadeos, las palabras sucias en un español mezclado que sonaban como el latín del infierno. "Más fuerte, pana, que mi marido no me oye desde allá... ¡o sí!". Y soltó una carcajada, una carcajada de victoria que resonó en mis oídos y en mis huesos.
El video terminó de golpe, dejándome con la imagen de su cara, satisfecha, exhausta y triunfante, congelada en la pantalla. Me quedé allí, de pie, un muñeco de cera frente al televisor, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba en un millón de pedazos afilados.

Fue entonces cuando mi teléfono vibró en mi bolsillo. Era una notificación del banco. Una alerta de gasto inusual. Con dedos que no sentía como míos, abrí la aplicación. Allí estaba, quemándose en mi retina: "Hotel Elysian - Suite Presidencial - $2,750". Pagado con la extensión de mi tarjeta de crédito. La tarjeta que le di para "emergencias". No solo me estaba humillando, me estaba desangrando financieramente.
Al día siguiente, mientras el vídeo se reproducía en un bucle infernal en mi mente, sonó el timbre. Era un mensajero. Un sobre de manila. "Divorcio". La palabra estaba escrita en la primera línea del documento que Sabrina ya había firmado. No había nada que negociar. No había vuelta atrás.
El vídeo no era solo un registro de su infidelidad. Era su declaración de independencia. Un arma final, diseñada con precisión de orfebre para aniquilar mi hombría, mi memoria, toda la vida que creí que habíamos construido. Cada gemido, cada movimiento, cada mirada a la cámara fue un clavo que ella misma clavó en el ataúd de nuestro matrimonio. Y yo, Andrés, a mis 35 años, me quedé mirando los escombros, sabiendo que el sonido de su placer con otros dos hombres sería la banda sonora del resto de mi vida.
Sean bienvenidos a una nueva historia
(generada por ia) , narrada y desarrollada x mi y
Google gemini:

(Todo comienza luego de haber perdido mi
trabajo y haber hablado sobre eso con mi
esposa , Sabrina que cosa que quería cosa que
yo le daba hasta ese momento)
El silencio que siguió a la puerta cerrándose no era una paz, era un vacío. Un vacío denso y pesado que se apoderó del departamento, absorbiendo el aire que me quedaba en los pulmones. Mi nombre es Andrés, y a mis 35 años, creía que ya conocía todos los sabores del fracaso. Estaba equivocado. La pelea con Sabrina había sido una tormenta pasajera, pero lo que vino después fue el maremoto que se lo llevó todo.
Nos odiamos en esa discusión. Odié su arrogancia y ella odió mi existencia. Se fue con un gesto teatral, como la heroína de una mala telenovela, jurando que no volvería. No le di importancia. Sabrina siempre vuelve. Pero esa noche, las horas se estiraron como un algodón de azúcar que se disuelve en la lengua, dejando un regusto amargo. La soledad se volvió tangible, un fantasma que recorría los pasillos que antes llenábamos los dos.
Fue entonces cuando la vi. Sobre la mesita de luz, al lado de mi cama, una tarjeta de hotel de un negro lujoso. No era un folleto, era una llave magnética. El logo era dorado, elegante: "Hotel Elysian - Suites Privadas". Nunca había oído hablar de él. Al lado, un sobre de papel de alta calidad. Mi nombre, "Andrés", escrito con la caligrafía afilada y deliberada de Sabrina. Dentro, no había una carta. Solo una pequeña tarjeta negra con una frase en dorado: "Ponte cómodo. El espectáculo está a punto de empezar".

Mi estómago se convirtió en un nudo de hielo. No había ninguna señal de amenaza, solo esa confianza fría y calculadora. Me moví hacia el salón como un sonámbulo, cada paso un eco en el silencio sepulcral. El control remoto del televisor parecía pesar una tonelada. Lo apunté a la pantalla, como si fuera un arma, y presioné el botón de encendido.
La pantalla negra dio paso a una imagen en alta definición que me perforó los ojos y me arrancó el alma.

Era Sabrina. Pero no era la Sabrina que conocía. Era una diosa pagana, reclinada entre sábanas de raso blanco como la leche, en una suite que olía a dinero y a lujuria. La luz de la ciudad se filtraba por una ventana gigante, convirtiéndola en el centro de un universo que me había expulsado. Y a su lado, dos hombres. No eran hombres, eran dos fuerzas de la naturaleza, dos predadores que la devoraban con la mirada.


Uno era dominicano, de piel ébano y una sonrisa que prometía pecados sin confesión. Sus manos, grandes y oscuras, recorrían la piel pálida de mi esposa como si explorara un territorio conquistado. El otro, panameño, de mirada de lince y un cuerpo esculpido, la observaba desde el otro lado de la cama, esperando su turno con una paciencia felina. La cámara, puesta sobre un escritorio cercano, tenía un ángulo fijo, frío y documental. No había un operador, solo un testigo de piedra grabando mi ejecución.

Y entonces, el audio. El sonido fue lo que realmente me asesinó.
"Ahhh, sí, papi... dame eso... dame toda tu cosa...", susurró Sabrina, y su voz, esa voz que me susurraba "te amo" en la oscuridad, ahora estaba cargada de un placer salvaje, gutural, animal. Nunca le había escuchado un gemido así. Era el sonido de una mujer liberada de mis cadenas.

El dominicano se rio, un sonido bajo y vibrante que hizo temblar los parlantes. "Toma, mi reina, toma toda esta plátana que te gusta". La vista era implacable. La cámara no se movía, no permitía escape. Veía todo. Veía cómo las caderas de Sabrina respondían, cómo su espalda se arqueaba en un arco de pura entrega mientras el dominicano la tomaba por detrás, con una fuerza que la hacía gritar. Sus manos se aferraban a las sábanas, sus nudillos blancos por la tensión.
"¿Lo ves, Andrés?", dijo de repente, volviendo la cabeza hacia la cámara, aunque sus ojos estaban perdidos en el éxtasis. Sabía que estaba ahí. Sabía que yo estaba viendo. "¿Lo ves cómo me hacen sentir? Así es como se jode una mujer de verdad. No como un niño llorón como tú".

La escena era una obra de arte macabra. El ángulo fijo la convertía en un espectáculo, en un acto público para una audiencia de uno. La veía pasar de uno a otro, entregándose con una avidez que me era completamente ajena, una sed que yo nunca supe cómo saciar. Después del dominicano, fue el turno del panameño. Se acercó sin prisa, la levantó como si no pesara nada y la sentó sobre él. Desde el ángulo de la cámara, veía cada movimiento, cada contracción de su cuerpo, cada gota de sudor que resbalaba por su espalda. El sonido de sus cuerpos chocando, los jadeos, las palabras sucias en un español mezclado que sonaban como el latín del infierno. "Más fuerte, pana, que mi marido no me oye desde allá... ¡o sí!". Y soltó una carcajada, una carcajada de victoria que resonó en mis oídos y en mis huesos.
El video terminó de golpe, dejándome con la imagen de su cara, satisfecha, exhausta y triunfante, congelada en la pantalla. Me quedé allí, de pie, un muñeco de cera frente al televisor, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba en un millón de pedazos afilados.

Fue entonces cuando mi teléfono vibró en mi bolsillo. Era una notificación del banco. Una alerta de gasto inusual. Con dedos que no sentía como míos, abrí la aplicación. Allí estaba, quemándose en mi retina: "Hotel Elysian - Suite Presidencial - $2,750". Pagado con la extensión de mi tarjeta de crédito. La tarjeta que le di para "emergencias". No solo me estaba humillando, me estaba desangrando financieramente.
Al día siguiente, mientras el vídeo se reproducía en un bucle infernal en mi mente, sonó el timbre. Era un mensajero. Un sobre de manila. "Divorcio". La palabra estaba escrita en la primera línea del documento que Sabrina ya había firmado. No había nada que negociar. No había vuelta atrás.
El vídeo no era solo un registro de su infidelidad. Era su declaración de independencia. Un arma final, diseñada con precisión de orfebre para aniquilar mi hombría, mi memoria, toda la vida que creí que habíamos construido. Cada gemido, cada movimiento, cada mirada a la cámara fue un clavo que ella misma clavó en el ataúd de nuestro matrimonio. Y yo, Andrés, a mis 35 años, me quedé mirando los escombros, sabiendo que el sonido de su placer con otros dos hombres sería la banda sonora del resto de mi vida.
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