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Locuras en la cocina

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Locuras en la cocina




Sofía picaba cebollas con una furia contenida, el cuchillo golpeando la tabla de cortar en un ritmo monótono que marcaba los segundos de su vida. A sus veintitantos, el universo se había encogido a los confines de esta cocina. El olor a sofrito, el llanto distante de su hijo y la presencia etérea de su esposo, Marcos, que en este mismo momento estaría frente a una pantalla en su oficina, eran sus únicas constantes. Se sentía oprimida, atada a una vida de madre y esposa que no había elegido, sino que simplemente le había sucedido. Llevaba una remera marrón claro, suave y gastada, y un short verde que se había vuelto su uniforme de batalla contra el desinterés. En sus momentos más oscuros, fantaseaba con otra vida, una llena de sexo apasionado y detalles lujuriosos, no con el silencio aburrido que compartía con Marcos en la cama.
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La puerta de la cocina que daba al jardín se abrió con un chirrido. Entró un hombre que parecía hecho de la misma sombra que proyectaba. Era alto, ancho de hombros, y vestía una camisa gruesa de tela oscura y unos pantalones negros de trabajo que se adherían a sus muslos. Era Luis, el fontanero.

—Señora Sofía —dijo con una voz grave y ronca, como un trueno lejano—. Vengo por la cañería de la cocina. Su marido avisó.

Sofía apenas asintió, sintiendo un nudo en la garganta. Marcos debía haberle dicho, pero Marcos nunca se acordaba de los detalles que la mantenían a ella flotando en la realidad.
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Luis no preguntó dónde estaba el problema. Simplemente lo olió, como un animal rastreando una presa. Se arrodilló junto al fregadero, y Sofía quedó hipnotizada por la forma en que la tela de su camisa se tensaba en su espalda ancha. El olor a metal y a hombre, a sudor limpio y a esfuerzo, llenó el espacio estancado de la cocina. Era un olor a vida, tan diferente del desinfectante con olor a limón que ella usaba para todo.

Mientras trabajaba, sus manos, grandes y llenas de callos, se movían con una destreza brutal. Sofía no pudo evitar imaginar esas manos en su piel, no con la timidez con la que a veces la tocaba Marcos, sino con la misma autoridad con que desatornillaba una cañería. La punzada de deseo fue tan aguda que tuvo que apoyarse en el mesado.

Luis se detuvo. Sin levantar la cabeza, preguntó: —¿Todo bien ahí?

La pregunta la desnudó. No era "¿está bien?", sino "¿qué le pasa a usted?". Por primera vez en años, alguien se la hacía de verdad.

—Estoy... atrapada —murmuró, y la palabra fue una confesión, una rendición.

Luis levantó la vista. Sus ojos oscuros la perforaron, y en ellos no había lástima, sino un reconocimiento salvaje. Se puso de pie lentamente, y su presencia eclipsó todo el resto de la habitación.

—A veces —dijo acercándose—, para salir de una jaula no hace falta abrir la puerta con llave. A veces hay que romperla.

No hubo más palabras. La mano de Luis tomó la de Sofía y la guio hacia la mesada. La superficie de mármol estaba fría contra su espalda cuando él la subió con una facilidad que la hizo sentir ligera, pesada a la vez. Su camisa gruesa rasgó el aire cuando se la quitó, revelando un torso marcado por el trabajo. Sus manos no vacilaron. Desabrocharon el short verde con una decisión que le robó el aliento.
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El acto fue brutal y glorioso. No fue el sexo tierno y obligatorio que compartía con Marcos; fue una liberación. Fue la vida que ella anhelaba, materializada en la fuerza de Luis, en su jadeo junto a su oreja, en la forma en que la poseía contra la mesada como si fuera suya y solo suya. Cada movimiento era un detalle lujurioso que ella había inventado en su cabeza, ahora real, tangible, ardiente. Sofía se olvidó de ser madre, de ser esposa. Fue solo una mujer, un cuerpo de deseo, gritando contra la boca de un hombre que la estaba devolviendo a sí misma.
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Cuando terminó, la cocina estaba en silencio de nuevo, pero era un silencio nuevo, pesado por el secreto y el sudor. Luis se vistió con la misma calma con que se había desvestido. Le lanzó una última mirada, un pacto sellado sin palabras, y salió por la misma puerta, dejando atrás un aroma a hombre y a revolución.

Sofía se quedó recostada en la mesada, desnuda, con el mármol frío quemándole la piel. Afuera, el mundo seguía igual. Pero dentro de ella, algo se había roto para siempre. Y por primera vez en su vida, se sentía libre.

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