
El aire en el salón de eventosolía a perfume caro y a hipocresía. La reunión anual de Tecnometrix siempre eraun suplicio para mí, pero esta vez era diferente. Esta vez, Manuel, mi esposo,necesitaba que yo fuera sus piernas. Hace diez meses, una pelea estúpida con uncompañero le había dejado una parálisis temporal que lo tenía condenado a unasilla de ruedas. Así que allí estaba yo, de acompañante, de enfermera, de ángelguardián.
Por la importancia de la noche,Manuel me había suplicado con la mirada que me pusiera el vestido color crema.Ese.
—Ethel, por favor, ponte el quetanto me gusta —me dijo, con esa voz que ya no era una petición, sino una ordendébil.
—Manuel, es demasiado… demasiadosexy para esta noche —protesté, aunque una parte de mí, la que extrañabasentirse deseada por él de la manera antigua, se estremeció. El vestido es unasola pieza que se me ciñe como una segunda piel, resaltando cada curva que elgimnasio y la genética me han dado. Se amolda a mi cintura, tan pequeña que susmanos solían poder rodearla por completo, y se ensancha con descaro sobre miscaderas, para terminar en una falda que se me queda audazmente por encima delas rodillas, poniendo en vitrina mis piernas tonificadas y, sobre todo, estetrasero que tanto trabajo me ha costado moldear hasta dejarlo redondo, firme y…bueno, delicioso. A mis 24 años, mi cuerpo es mi templo y mi orgullo. Dejéatrás el modelaje porque los hombres creían que ser edecán era sinónimo depoder manosearme, pero el cuidado lo mantengo, ahora con mis clases de zumba enlínea. Este vestido era un recordatorio de todo lo que soy.
Al final, cedí. Para darle gustoa él, me dije. Pero cuando me lo puse y me vi al espejo, vi a la mujer que aveces tengo escondida bajo el rol de esposa cuidadora. Mi melena dorada yondulada caía sobre mis hombros, enmarcando un rostro que maquillé consutileza, solo para realzar mis ojos oscuros y mis labios, que pinté de un rosavivo que gritaba “bésame” sin mi permiso. Mi figura, estilizada y sensual, seveía armónica pero implacable bajo la tela. Mis pechos, firmes y redondos, seinsinuaban sin mostrar de más, y mis nalgas… Dios, parecían esculpidas para queunas manos se posaran sobre ellas.
La noche transcurrió con unamonotonía que solo alteraban las miradas. Los compañeros de Manuel se acercabancon una solidaridad que olía a falsedad. Sus “abrazos” de apoyo para mí erantentadas disfrazadas, sus manos “accidentales” que rozaban mi cintura o miespalda baja. Me recordaban, con una punzada de fastidio y un eco de excitaciónque me avergüenza admitir, a esos hombres en los eventos que me agarraban demás para las fotos. Rechazaba cada avance con una sonrisa fría y un paso atrás,sintiendo cómo sus ojos devoraban mi culo mientras me alejaba. Me disgustaba,sí, pero también sentía un latido acelerado y prohibido bajo el crema ajustado.
Después de un par de horas,Manuel, pálido y con el orgullo herido, me susurró que quería irse a casa. Seestaba dando cuenta de las miradas, de los deseos ajenos dirigidos hacia elcuerpo que él ya no podía reclamar como solo suyo. Justo entonces, él seacercó.
Iván. El dueño de la empresa. Unhombre que no caminaba, sino que ocupaba el espacio. Su complexión erapoderosa, un torso ancho y musculoso que se adivinaba bajo la camisa biencortada. Sus brazos, fuertes y venosos, prometían una fuerza que era casi animal.Llevaba la barba recortada con precisión y su cabello oscuro enmarcaba unosojos que no pedían permiso, sino que tomaban. No me gustaba. Me encantaba. Yesa verdad me estremecía por dentro, mientras por fuera mantenía la composturade la esposa fiel.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó suvoz, grave y serena.
—Iván, gracias. Vamos al auto—dije, evitando que mis ojos delataran el torbellino que sentía.
Entre los dos acomodamos a Manuelen el asiento del copiloto. Fue entonces cuando mi esposo, con un suspiro defrustración, dijo:
—Ethel, cariño, olvidé mi celularen la mesa.
Asentí. Y volví a entrar alsalón, ahora casi vacío, con Iván a mi lado. La atmósfera había cambiado; lamúsica baja y la penumbra creaban una intimidad peligrosa. Al despedirnos, enla puerta, me incliné para darle el protocolario beso en la mejilla.
Pero él giró levemente el rostro.
Su labio rozó la comisura de losmíos. Fue un contacto eléctrico, brevísimo, pero que me dejó la piel ardiendo.Y en el abrazo que siguió, ya no hubo discreción. Su pecho ancho se aplastócontra mis senos, y sentí cómo mis pezones, traicioneros, se endurecían alinstante contra la tela de mi vestido y su camisa. Una de sus manos, grande ycálida, se deslizó por mi espalda con una lentitud deliberada, hasta posarse,con una firmeza que no admitía discusión, en la curva de mi nalga. No fue unpellizco, fue una posesión. Ahogué un jadeo.
—Qué lástima que tengas que irte…—murmuró él contra mi oído, y su aliento caliente me erizó la nuca.
Mi mente, la de la mujer deprincipios, gritaba: “¡Aléjate! ¡Es incorrecto!”. Pero mi cuerpo, mi cuerpohambriento de una caricia que no fuera de lástima o de cuidado, se fundía. Nolo rechacé. ¿Por qué? Porque en ese instante, envuelta en su olor a poder y ahombre, con su mano acariciando mi culo como si tuviera todo el derecho delmundo, me sentí viva. Me sentí deseada de una manera que Manuel ya no podíaofrecerme. Y me encantó. Me encantó con un morbo que me corroía por dentro.
Regresé al parking con laspiernas temblorosas y las mejillas encendidas. Abrí la puerta del auto y medeslicé al asiento del conductor. Manuel me miró, y en sus ojos no vi elagradecimiento por haber ido por su teléfono. Vi una lágrima de rabia e impotenciaque se escapaba por su mejilla.
—Todos te miraban —masculló, conla voz quebrada por la emoción— Todos te deseaban. Y yo aquí, inútil.
Lo tomé de la mano, sintiendo elpeso de mi culpa. Él estaba molesto por las miradas de sus amigos, de esos queyo había rechazado con facilidad. No se había dado cuenta del único peligroreal, del más silencioso y letal. No se había dado cuenta de Iván.
Sus lágrimas, su rabia impotente,me partían el alma... pero también avivaban una chispa perversa en lo más hondode mi vientre. Él estaba cegado por los deseos burdos de sus compañeros, sinver que el verdadero depredador, el único que había logrado hacer arder mi pielcon un solo roce, era el hombre en quien más confiaba.
Giré la llave en la ignición conun gesto seco, ansiosa por escapar del estacionamiento y de la tormenta desensaciones que me habitaba. Un clic metálico y gutural fue la única respuesta.El motor ni siquiera intentó girar. La desesperación se apoderó de mí.
—¡Maldición! —maldije en unsusurro cargado de frustración, golpeando el volante con la palma de la mano.
Volteé a ver a Manuel, cuyaexpresión de impotencia se había mezclado ahora con un fastidio tangible.
—¿Qué pasa, Ethel? ¿Por qué noarranca?
—No lo sé, no enciende —respondí,y mi voz sonó estridente, como si la tensión acumulada encontrara por fin unasalida.
Él me miró, confiado y ciego a laverdadera tempestad que rugía dentro de mí.
—Tranquila, cariño —dijo, con unaingenuidad que en ese momento me pareció desgarradora—. Llámale a Iván. Es elúnico en quien confío de verdad.
Las palabras de Manuel resonaronen el auto como un mal chiste del destino. ¿Confiar en Iván? Mi estómago secontrajo en un nudo de excitación y pánico. Mi mente gritaba 'no', pero misdedos, casi por voluntad propia, ya buscaban el contacto de Manuel en elteléfono. Marqué el número, sintiendo cada latido en las yemas.
—¿Manuel? ¿Todo bien? —La voz deIván al otro lado era serena, pero yo podía sentir la intensidad a través delauricular. Era la voz que minutos antes me había susurrado al oído.
—Iván, soy Ethel —dije, y mi vozsonó extrañamente ronca— El auto no arranca, estamos atrapados en el parking.
—No te preocupes —respondió él, ypude casi ver la sombra de una sonrisa en su tono—. Regresa al salón y preguntapor Jaime, él es nuestro mecánico. Él puede ayudar.
Colgué. Manuel, aliviado ycompletamente ajeno al juego que se estaba tramando, me animó. —Sí, cariño,Jaime es el mejor. Haz lo que te dice Iván, por favor.
Asentí, incapaz de mirarlo a losojos. Salí del auto, y cada paso de regreso al salón era un latigazo en miconciencia. Pero otra parte de mí, la parte húmeda y temblorosa que él habíadespertado, ansiaba ese regreso. La puerta del salón parecía la entrada a otromundo, un mundo donde ya no era la esposa de Manuel, sino simplemente Ethel, uncuerpo deseante.
Nada más entrar, no vi a Jaime.En su lugar, Alfredo, otro de los empleados, se me acercó con una sonrisa queno llegaba a sus ojos.
—Ethel, ¿buscas a Jaime? Iván medijo que andabas por aquí. Lo vi hace un momento, fue hacia allá —señaló unpasillo lateral, alejado del bullicio residual de la fiesta.
Una alarma debería haber sonadoen mi cabeza. Pero estaba tan intoxicada por la adrenalina y el deseoreprimido, que seguí sus indicaciones sin cuestionar. El pasillo era largo,silencioso, con una alfombra gruesa que ahogaba mis pasos. Parecía no tener fin,como un túnel que me conducía directamente hacia mi perdición. Finalmente,llegué a una puerta de madera noble, entornada. Empujé suavemente.
Era una oficina privada, lujosa ycon una luz tenue. Y allí, de pie frente a una barra miniatura, con un vaso dewhisky en la mano, estaba Iván. No había rastro de Jaime.
—Perdón —logré balbucear,sintiendo cómo me ardía el rostro— Me dijeron que aquí estaría Jaime...
Iván giró lentamente. Su miradano era la de un jefe preocupado. Era una mirada de pura posesión, descarada,que me recorrió de arriba abajo, deteniéndose en mis pechos, en mi cintura, enmis caderas, como si el vestido crema fuera invisible. Bebió un sorbo de sutrago, sin apartar los ojos de mí.
—Jaime ya está en el parking—dijo, su voz un susurro ronco que me erizó la piel— Arreglando el coche de tumarido.
Se acercó, con la elegancia de ungran felino. Sin prisa, cerró la puerta tras de mí. El clic dela cerradura sonó como un disparo en el silencio de la habitación, sellando midestino.
—Pasa, Ethel —invitó, y no erauna sugerencia, sino una orden disfrazada de cortesía—. No tengas miedo.
Mientras tanto, fuera, en la fríarealidad del parking, Jaime, el mecánico, trabajaba en el motor del auto.Manuel, desde su asiento, lo miraba con ansia.
—¿Y Ethel? —preguntó, su vozcargada de una inquietud que iba más allá del auto descompuesto.
Jaime, concentrado en una bujía,se encogió de hombros.
—El señor Iván me pidió queviniera directamente. A ella me dijo que buscaría a mi ayudante, Jorge. Yasabes, ese muchacho que siempre se me pierde —dijo sin levantar la vista— Perono se preocupe, seguro que ahorita vienen los dos.
Dentro de la oficina, yo eracompletamente consciente de esa mentira, de ese juego orquestado. Iván estabaahora a solo un paso de mí, su calor corporal envolviéndome, su olor a whisky ya poder llenando mis pulmones. El miedo y la lujuria libraban una batalla ferozen mi pecho, pero la lujuria, alimentada por la perversión de la situación y laabrumadora atracción física que este hombre ejercía sobre mí, estaba ganando. Yen el fondo, en lo más oscuro y húmedo de mi ser, yo también quería que ganara.
Mi mente era un torbellino demoralidad hecha trizas y un deseo que me corroía por dentro. Sus palabras,crudas y veraces, encontraron un eco amargo en mi interior.
"Siempre me pregunté cómo untipo como Manuel con tanta suerte pudo haber agarrado una mujer de tutalla..."
Eso lo sabía yo. Lo había pensadoen silencio, en las noches largas de cuidados. Pero oírlo de su boca, con esetono de posesión frustrada, encendió algo en mí.
"...pero ahora no solo mepregunto eso sino que me molesta saber que no puedes ser atendida como temereces."
¡Dios! Cada palabra era unmartillazo a mis principios. "Atendida". Qué eufemismo tan vulgar yexcitante. Mi cuerpo, traicionero, recordó al instante la sequía de cariciasverdaderas, las manos de Manuel que ya solo sabían pedir ayuda, no dar placer.Una parte de mí, la parte húmeda y oculta, gritaba que él tenía razón.
"Todos sabemos que a Manuelya no le funciona eso... y creo que una mujer no debe estar atada a esclavitudcomo esa..."
—Iván, no sé a dónde vayas contodo esto —logré decir, con una voz que se quebraba, defendiendo un castillo dearena— Pero yo amo a Manuel y...
—Y nada —cortó él, su voz un filode hielo— Si sales de este lugar, Manuel mañana mismo pierde el trabajo.
El golpe fue seco y real. No erauna amenaza vacía. Era el poder en estado puro, y yo, de repente, era su rehén.Mi vida, la de Manuel, todo dependía de mi siguiente movimiento.
Fue entonces cuando, cegado porel deseo y el alcohol, se abalanzó sobre mí. Su búsqueda buscó mis labios.Resistí. Grité "¡No!" en un susurro ahogado, girando la cabeza. Perosu fuerza era abrumadora. Con una mano en mi nuca, me inmovilizó. No fue unbeso, fue un robo. Un pico rápido, brutal, que me dejó sin aliento. Luego otro,más lento, en el que sus labios se aplastaron contra los míos con una firmezaque me hizo temblar. Y un cuarto beso, en el que ya no pude evitar que mispropios labios, por una fracción de segundo, respondieran. Fue la chispa.
Algo se rompió dentro de mí. Undique que contenía meses de abstinencia y frustración. Un gemido escapó de migarganta y, de pronto, ya no estaba resistiendo. Estaba besándolo de vuelta.Apasionadamente, con un hambre que me aterró y me electrizó. Nuestras lenguasse encontraron en una danza húmeda y desesperada. Mis manos, que antes loempujaban, se aferraron ahora a sus hombros, sintiendo la roca viva de susmúsculos bajo la camisa.
Una de sus manos se deslizó desdemi espalda y se posó, sin pedir permiso, sobre mi pecho. No fue una cariciasuave. Fue una toma de posesión. Sus dedos se cerraron alrededor de mi seno,duro y turgente por el ejercicio y la excitación. Un jadeo escapó de mislabios. ¡Era tan fuerte! Sentir su palma aplastándome, su pulgar rozando mipezón endurecido a través de la tela del vestido… fue demasiado. Una descargade puro placer prohibido me recorrió hasta las puntas de los pies.
Y entonces, lo sentí. Al ajustarsu cuerpo contra el mío, en medio del beso frenético, algo duro, enorme ypalpitante presionó contra mi vientre. Mi mente, nublada por el deseo, tardó unsegundo en comprender. ¡Dios mío! Era él. Su entrepierna. Era… monumental.Gruesa, larga, una promesa de placer y de pecado que se imprimía en mi carne através de nuestra ropa. Un pensamiento lujurioso y obsceno cruzó mi mente:"Qué hombre…". Y sentí cómo, de inmediato, la humedad se acumulabaentre mis muslos, empapando mi ropa interior. Me estaba mojando por él, por el jefede mi esposo, por mi verdugo.
Nos besamos como si el mundofuera a acabarse, pero en medio del torbellino, un último destello de razónencendió una alarma en mi cerebro.
—No, Iván… así no… —logré separarmis labios de los suyos, jadeando, con el pecho agitándose— Por favor…
Él se detuvo, sus ojos oscurosbrillando con una mezcla de lujuria y… ¿fascinación?
—Entonces, ¿cómo? —preguntó, suvoz un ronquido cargado de deseo.
—No podemos hacerle esto aManuel… —supliqué, sabiendo que era una súplica débil, casi falsa, porque micuerpo todavía se estremecía contra el suyo.
Iván me miró, y en su expresiónhabía algo nuevo. No era frustración. Era… admiración. Le estaba gustando queno fuera fácil.
—Conmigo tendrás todo, Ethel—murmuró, acercando su boca a mi oído—. No solo dinero… —Hizo una pausadeliberada y, con una mano, guió la mía hacia su entrepierna— Sabes a lo que merefiero —susurró, obligándome a palpar el bulto imponente, duro como el acero yardiente a través del pantalón.
Un estremecimiento incontrolableme recorrió. Era tan grande que mi mano apenas podía abarcarlo. La tentaciónera un veneno dulce en mis venas.
—No puedo traicionarlo… —gemí,pero mi mano no se retiraba. La sentía pegada a él, cobarde y cómplice.
—Te admiro, Ethel —dijo él, ysonó sincero— Pero tampoco puedo quedarme así… —Presionó su caderas contra mimano, haciéndome sentir toda su potencia— ¿Qué podemos hacer?
En ese punto, mi mente era uncampo de batalla. Por un lado, la imagen de Manuel, frágil y confiado,esperando en el auto. El peso de mis votos, de mi moral. El miedo a la condenasocial. Por el otro, la sensación abrasadora de su cuerpo, la promesa de unplacer que mi esposo jamás podría volver a darme, la humedad entre mis piernasque gritaba que mi cuerpo ya había elegido. La amenaza del despido era real,pero ya no era solo eso. Era la excusa perfecta que mi lujuria necesitaba pararendirse. ¿Qué podíamos hacer? Mi cuerpo, empapado y tembloroso, ya tenía larespuesta. Solo mi orgullo de mujer "decente" luchaba por una batallaque, en el fondo, sabía perdida.
—No lo sé, Iván, pero esto no escorrecto... —logré decir, con la última migaja de decencia que me quedaba,rogando en silencio que él, que tenía el poder, fuera quien pusiera freno aesto.
Su respuesta fue un gruñidobestial. —¿A quién chingados le importa lo correcto? —escupió, y sus labiosvolvieron a aplastarse contra los míos con una fuerza que me doblegó, quebarrió cualquier último intento de resistencia.
Y entonces, me rendí.
Dejé de luchar. Dejé de pensar.Mi cuerpo, hambriento y traicionero, tomó el control. Mis brazos se enredaronalrededor de su cuello, mis dedos se enterraron en su pelo oscuro, y le devolvíel beso con una ferocidad que no sabía que poseía. Gemí en su boca, un sonidohúmedo y obsceno que era la rendición total.
Sus manos, ya sin obstáculos,comenzaron a desvestirme. El vestido crema, el fetiche de mi esposo, fuedeslizado de mis hombros con urgencia. La tela cedió, resbalando sobre mi pielelectrizada hasta formar un charco a mis pies. Él no perdió tiempo. Su bocaabandonó mis labios para trazar una ruta de fuego por mi cuello, mi clavícula,descendiendo mientras murmuraba palabras que me encendían.
—Dios, Ethel, qué piel... suavecomo la maldita seda.
Luego, fue su turno. Se quitó lacamisa con movimientos bruscos, y contuve la respiración. Su torso era una obrade arte tallada en músculo puro. Abdominales definidos, un pecho ancho ypoderoso, venas que serpenteaban sobre unos brazos que prometían una fuerzademoledora. Mi mente, por un instante, no pudo evitar la comparación. Manuel,mi pobre Manuel, era delgado, casi frágil. Un pelele al lado de este sementalque tenía frente a mí. La vergüenza por el pensamiento se mezcló con unaexcitación aún más profunda.
Volvimos a besarnos, ahora con lapiel desnuda pegada, y la sensación fue tan abrumadora que creí desmayarme. Susmanos ásperas recorrían mi espalda, mis caderas, para luego ascender y tomarposesión de mis senos. Un grito ahogado escapó de mi garganta cuando su boca secerró alrededor de un pezón.
No fue un beso. Fue una devorada.Chupaba, mordisqueaba, lamía con una avidez que me volvía loca. Sus bufidos deplacer, animales y genuinos, eran el sonido más excitante que había escuchado.
—¡Ah, sí! ¡Estas tetas son mías!—gruñó contra mi piel— ¡Maldita sea, qué deliciosas! Tan firmes, tanperfectas... ¿Verdad que nadie te las chupa así, zorrita? ¿Verdad?
—No... —gemí, arqueándome haciaél, perdida en la sensación— Nadie... ¡Solo tú!
La humedad entre mis piernas eraun río. Estaba empapada, deseando más. Él lo sabía. Con un empujón suave perofirme, me guió para que me arrodillara frente a él. El mundo giraba. Con dedostemblorosos, él desabrochó su pantalón. Y entonces, salió.
Era... monumental. Un látigogrueso, palpitante y de una longitud que me heló la sangre y me incendió lasentrañas al mismo tiempo. La miré con miedo y con una fascinación obscena. Erael arma de un dios griego, no el miembro de un hombre común.
—No temas —murmuró él, pasándomela mano por el pelo— Ábreme esa boquita hermosa. Te voy a enseñar.
Y lo hizo. Con sus manos guiandomi cabeza, me enseñó el ritmo, la presión. Al principio, la garganta mequemaba, pero la lujuria era más fuerte. Pronto, el sonido de mis gemidosahogados y sus gruñidos de aprobación llenaron la habitación. Le encantaba. Amí, más.
—¡Sí, así, zorrita! ¡Chúpalabien! —alentaba él, con la voz ronca— Esto es lo que tanto deseabas, ¿verdad?¡Esta verga es tuya!
Y yo, completamente perdida,sumergida en el pecado, le respondía entre jadeos y caras llenas de saliva.
—Sí... ¡Sí, Iván! —gimoteaba, mislabios estirados alrededor de su grosor—. Me encanta... tu verga es... ¡Dios,es enorme! ¡No quiero soltarla nunca!
Me había vuelto adicta encuestión de minutos. Cada centímetro que lograba tomar, cada gemido suyo deplacer, era un clavo más en el ataúd de mi moral. Y en ese momento, envileciday más viva que nunca, no me importaba.
De pronto, sus manos se enredaroncon fuerza en mi cabello, deteniendo el ritmo salvaje de mi boca. Un gruñidoprofundo, cargado de una urgencia animal, surgió de su pecho.
—Basta por ahora de chupar...—jadeó, con los ojos velados por el deseo—. Vamos a lo que más ansío. Necesitosentirte.
Me levantó con una facilidadpasmosa, como si mi cuerpo no pesara nada, y me colocó sobre el amplioescritorio de madera pulida. Los papeles volaron por los aires. Sin preámbulos,separó mis piernas y se colocó entre ellas. La punta de su verga, enorme ypalpitante, buscó mi entrada, ya empapada y ansiosa.
—¿Lista, putita? —murmuró, y sinesperar respuesta, embistió.
Un grito desgarrado y lleno deplacer salió de mis labios cuando me llenó por completo. Era tan grande quesentía que me partía en dos, una sensación dolorosa y deliciosa que setransformó en pura euforia. Comenzó a moverse con embestidas largas y profundas,cada una llegando a un lugar que yo creía inalcanzable. El sonido de nuestroscuerpos chocando, húmedos y calientes, era un ritmo obsceno.
—¡Dime quién te da este placer!—exigió él, bufando como un toro, sus manos agarrando mis caderas con tantafuerza que sabía que me dejarían moretones.
—¡Tú, Iván! ¡Solo tú! —grité,completamente sumisa a su voluntad y a mi propio deseo.
Luego, me dio la vuelta, doblandomi cuerpo sobre el escritorio. Desde atrás, sus empujes fueron aún mássalvajes, poseyéndome con una brutalidad que me hacía perder la cabeza.
—¡Este culo perfecto es mío!—rugió, azotando mis nalgas con su palma en una mezcla de dolor y excitaciónque me hizo gemir más fuerte— ¡Dilo!
—¡Tuyo! ¡Todo es tuyo! —supliqué,ya sin vergüenza, solo queriendo más.
Finalmente, me colocó sobre lapiel del sofá. Ahora era yo quien lo cabalgaba. Sentada sobre él, podía admirartodo su cuerpo, ese torso musculoso y sudoroso que se contorsionaba bajo mí. Lasensación de poder cabalgar a un hombre tan fuerte, de controlar por uninstante el ritmo, de ver cómo sus ojos se ponían en blanco de placer, fueintoxicante. Me movía con frenesí, clavándome en su verga una y otra vez,sintiendo cómo me abría.
—¡Así, mi semental! ¡Dame toda tuleche! —le rogué, inclinándome para morder su cuello mientras mis caderas nocesaban en su vaivén.
Nuestros labios se encontraron enun beso feroz, un intercambio de saliva y gemidos. Sentí cómo su cuerpo setensaba bajo el mío, sus gruñidos se hicieron más roncos, más desesperados.
—¡Voy a llenarte, zorra! ¡Toma!¡Toma todo! —rugió, y un calor intenso y abundante estalló en lo más profundode mi vientre, oleada tras oleada, marcándome por dentro como su propiedad.
Me derrumbé sobre su pecho,jadeando, sintiendo su semilla correr dentro de mí. El mundo tardó en volver.
En silencio, sin una palabra, mevestí. El vestido crema ya no era un símbolo de la elegancia de esposa, sino laevidencia de mi adulterio. Un placer infinito, pesado y dulce, adormecía mismiembros, y solo un leve y distante remordimiento por Manuel se colaba como unamosca fastidiosa.
Antes de salir, Iván me tomó dela barbilla y me besó, un beso posesivo y lento.
—A partir del lunes —susurrócontra mis labios—, serás mi nueva secretaria. De tiempo completo.
Asentí, sin poder disimular unpequeño y cómplice gesto de lujuria en mis ojos.
Volví al coche. Manuel seguíaallí, entretenido en una amena charla con Jaime, quien, ahora lo entendía todo,tenía la clara orden de entretenerlo. Miré el reloj. Habían pasado más de 45minutos. Cuarenta y cinco minutos. Una sonrisa indecente sedibujó en mis labios. Qué rico..., pensé, mientras encendía elauto.
—¿Todo bien, cariño? —preguntóManuel, aliviado de verme.
—Perfecto —respondí, con una vozserena que escondía un torbellino.
—Jaime me contó que Iván mismo teayudó. ¡Es el mejor jefe del mundo! —exclamó Manuel, lleno de un agradecimientoque me resultaba patético y delicioso a la vez.
—Sí, mi amor —dije, arrancando elauto y mirando el camino de regreso a casa, a mi vida de mentiras— El mejorjefe de todos.
Y lo pensé con toda la perversiónde una mujer recién follada y marcada. Si que lo es.... Y ya nopodía esperar a que llegara el lunes para volver a clavar en mí esa verga que,en solo tres posiciones, había demolido mi vida pasada y construido una nueva,mucho más sucia y excitante.
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