
La noche oficial como pareja llegó más rápido de lo que Lucas esperaba. Desde el momento en que aceptó ser el papi oficial de Micaela, algo en él cambió. Ya no era solo deseo —aunque el deseo seguía ardiendo sin tregua—, sino una conexión nueva, intensa, entre ternura y lujuria, entre juego y entrega.
Así que esa noche decidió invitarla a cenar. Nada vulgar. Un restaurante tranquilo, con velas sobre las mesas, música suave, copas de vino y sonrisas cómplices. Micaela fue con un vestido ajustado que marcaba cada curva de su cuerpo. Roja, morena, ardiente.
—Estás hermosa —le dijo Lucas, tomándola de la mano.
—Y vos estás tan rico que ya quiero que terminemos el postre —respondió ella, lamiendo su copa de vino con intención.
Después de cenar, regresaron tomados de la mano, riendo, besándose en cada semáforo, en cada rincón oscuro del camino. Y apenas entraron al departamento, Micaela se volvió a transformar.
Se quitó los tacones, puso música suave en el celular y lo empujó al sofá con una sonrisa perversa.
—¿Querés tu regalo de novios, amor?
—Siempre —respondió él, encendiéndose al instante.
Micaela empezó a bailar, más lenta, más sensual que nunca. Se subió el vestido, se quitó la ropa interior sin dejar de moverse, hasta quedar completamente desnuda, iluminada apenas por la luz tenue del salón.
Giró. Mostró su trasero. Lo movió en círculos lentos, se inclinó, lo sacudió con gracia mientras lo miraba por encima del hombro.
—¿Sabés qué quiero ahora, mi amor? —dijo con voz suave, encendiéndolo por dentro—. Quiero jugar otra vez con tu pija. Es mío ahora, ¿no?
Lucas asintió, claro que sí.
Ella se arrodilló entre sus piernas, lo desnudó con calma, besando cada centímetro que quedaba al descubierto, hasta liberar su pija dura. Comenzó a acariciarlo con ambas manos, como adorándolo, pasándole la lengua con lentitud, sin prisa, como si saboreara un dulce perfecto.
—Está tan durito… —susurró, masturbándolo con ritmo lento y firme—. Me encanta sentir cómo late por mí…
Lucas gemía en silencio, con los ojos cerrados, el cuerpo tenso de puro placer.
Y entonces Micaela se subió sobre él, mirándolo directo a los ojos.
—Te voy a dar mis dos agujeros esta noche… porque sos mi novio, mi papi, y porque te lo ganaste.

Lo besó, se acomodó, y lo tomó con fuerza mientras se sentaba con su concha sobre su erección, hundiéndoselo hasta el fondo. Gimió con fuerza, sin reservas, cabalgándolo con intensidad, hasta quedar sudados, jadeantes, mirándose con hambre y devoción.
Y cuando él estaba a punto de estallar, ella se inclinó y le susurró:
—Ahora… quiero que me lo des por el culo otra vez. Pero esta vez… mirándome a los ojos.
Se acomodó sobre él, con las piernas abiertas, ofreciéndose completa. Y Lucas, con el corazón latiendo a mil, la tomó con cuidado, acarició su culo, la lubricó y comenzó a meterle la pija con lentitud.
Ella jadeaba, temblaba, aferrada a sus hombros.
—Así… así… papi… llename como solo vos sabés…
Y cuando estuvo completamente dentro de ella, Micaela lo besó con fuerza, desesperada, entregada, mientras su cuerpo temblaba de puro placer.
Aquella noche fue una mezcla perfecta de amor y lujuria. De juego y entrega. De novios… y animales salvajes.
Lucas ya no tenía dudas.
Micaela no solo era su vecina, su tormento o su adicción.
Era suya.
Y él era todo de ella.

El sábado por la tarde, Lucas fue al supermercado de la esquina, a comprar unas cosas para la cena. Micaela se había quedado en su departamento, probándose lencería y mandándole fotos cada cinco minutos con frases como “¿Esta tanguita roja te calienta o prefieres la negra sin nada?”.
Él no podía concentrarse.
En la fila de la panadería, mientras esperaba para pagar, una voz familiar interrumpió sus pensamientos.
—Lucas… ¿sos vos?
Se giró. Era Camila, su ex. La relación había terminado hacía meses, sin dramas, pero con un aire de superioridad de parte de ella que siempre le había molestado. Alta, rubia, de cuerpo delgado y mirada altiva. Vestida como si estuviera yendo a una pasarela.
—Eh… sí —dijo él, incómodo—. ¿Camila? Qué sorpresa…
—Tanto tiempo… —respondió ella, sonriendo apenas—. ¿Estás solo?
Antes de que él pudiera responder, una voz fresca y provocadora apareció a su lado.
—No, papi, ya llegué —dijo Micaela, abrazándolo por la cintura y dándole un beso lento, húmedo, con los labios aún brillantes del gloss.
Camila parpadeó. Su ceño se frunció de inmediato al ver a la pequeña morena, chaparrita, con jeans apretados que le marcaban cada curva, y una remera ajustada sin sostén, donde se notaban claramente sus pezones endurecidos.
La ex miró de arriba abajo a Micaela y, con una mueca despectiva, soltó:
—¿Esta enana es tu novia?
Lucas quedó helado. No tuvo tiempo de responder. Camila simplemente bufó y se alejó con paso rápido, sacudiendo su melena rubia.
Micaela lo miró con una ceja levantada.
—¿Y a esta qué le pasa? —dijo con una risita burlona—. ¿Enana yo? No se puede comparar una tabla con una culona como yo, ¿o sí, papi?
Lucas sonrió, sabiendo lo que se venía.
—Ni en pedo… vos estás deliciosa —intentó acercarse, llevándole la mano al trasero.
Pero Micaela le dio una palmada en la mano y retrocedió un paso.
—No toqués —dijo con tono travieso, pero firme—. Estás castigado.
—¿Castigado? ¿Por qué?
—Por hablar con esa cara de plancha. —Le guiñó un ojo—. Me calenté igual, no voy a mentir… pero no te pienso dar nada hoy.
Lucas gruñó, frustrado, y volvió a intentar tocarla.
—¿Ni un poquito?
Ella lo esquivó, meneando el trasero delante de él con descaro.
—No, no, no… —canturreó—. Hoy vas a ver cómo bailo, cómo me toco, cómo me muerdo los labios y me toco los pezones… pero nada de meter mano.
Lucas tragó saliva, endureciéndose solo con escucharla.
Ya en el departamento, ella se giró, caminó lentamente hacia el sofá, se sentó con las piernas abiertas, y comenzó a subir su remera, dejando ver el vientre, las tetas firmes… sin apuro.
Lo miró, desafiante.
—Así que acomodate, papi… que esta noche te castigo con fuego… y vos sin poder apagarlo.
Lucas estaba condenado.
Pero lo sabía bien:
no hay castigo más delicioso
que el de una mujer que te atormenta…
y te hace rogar.

La tensión en el departamento se podía cortar con un suspiro. Micaela caminaba desnuda por la sala, con pasos lentos, sensuales, como una gata en celo que sabía perfectamente el efecto que causaba. Lucas estaba sentado en el sofá, con las manos sobre los muslos, los ojos clavados en ese cuerpo moreno, ardiente, que se movía como una tentación viva.
La música sonaba suave, con un ritmo lento y sexual que ella seguía con precisión. Se inclinaba, se acariciaba los pechos, bajaba las manos por sus caderas, movía el culo en círculos y luego lo sacudía con fuerza, sin dejar de mirar a Lucas con esos ojos de diabla dulce.
—¿Te gusta, papi? —susurró, mientras subía una pierna al brazo del sofá, mostrándole todo.

—Por favor… —dijo él, con la voz seca—. Déjame cogerte. Ya no aguanto más.
Ella sonrió, satisfecha.
—¿Y la rubia? —preguntó con tono provocador—. ¿No te quedó nada con ella?
Lucas negó con la cabeza, desesperado.
—Nada. Solo vos. Desde que llegaste… sos todo.
Micaela lo miró unos segundos más. Su expresión se suavizó. Caminó hacia él con pasos lentos, sensuales, y se sentó sobre su regazo, completamente desnuda.
—Okiss, papi… —susurró—. Sacátela… que te voy a dejar sin aliento.
Lucas no necesitó más. Se bajó el pantalón como pudo, su pija saltó libre y palpitante, dura como piedra. Micaela la acarició con una sonrisa perversa, lo frotó un poco con su mano y luego se lo frotó entre los labios húmedos de su concha, jadeando bajito.
—Mmm… estaba esperándote…
Y se lo metió de golpe. Entero. Gimiendo con fuerza.
—¡Ahhh! ¡Sí! —exclamó, apoyando las manos en su pecho—. Así… así me gusta…

Comenzó a cabalgarlo con ritmo lento al principio, provocador. Sus caderas se movían como si estuviera bailando aún. Lo miraba a los ojos mientras se lo enterraba una y otra vez, gimiendo, mordiéndose el labio.
Lucas no podía más. Apretaba sus caderas, la ayudaba a moverse, le besaba los pezones, le susurraba cuánto la deseaba.
—Mica… me volvés loco… no aguanto más…
Ella se inclinó sobre él, apoyando la frente en la suya, moviéndose más rápido, sintiendo cómo él latía dentro de ella.
—Lo sé, papi… lo sé…
Y justo cuando sintió que él se tensaba, a punto de explotar, ella lo apretó con fuerza, gimiendo:
—Se que no tenés nada con esa rubia… y que te gusto yo. Solo quería torturarte un poquito.
Y con eso, él se vino con un gemido ronco, explosivo, mientras ella lo seguía segundos después, temblando sobre él, completamente entregada.

Se quedaron abrazados, jadeando, sudados, con los corazones latiendo al mismo ritmo.
Micaela era fuego.
Y Lucas estaba condenado a arder…
feliz.
El cuerpo de Micaela seguía vibrando sobre el de Lucas. Los dos aún jadeaban, sus pieles pegadas por el sudor, el aliento entrecortado. Ella le acariciaba el pecho, con esa sonrisa de diablilla satisfecha, mientras él la miraba entrecerrando los ojos.
—Así que fingiste… —murmuró él, con voz grave.
—¿Qué cosa, papi? —dijo ella, con tono inocente, jugando con su dedo sobre su abdomen.
—Lo de estar enojada… solo para torturarme.
Ella soltó una risita traviesa y no negó nada.
—Quizá sí… —susurró cerca de su oído—. Me gusta verte rogar… calentito, desesperado, con la pija dura y sin poder tocarme.
Eso fue todo lo que Lucas necesitó.
—Ah, ¿sí? ¿Con que me estabas manipulando como una niña malcriada?
La tomó por la cintura, la levantó de su pecho y la volteó sobre el sofá de un solo movimiento. Micaela soltó una risa sorprendida, encantada.
—¿Qué vas a hacer, papi?
—Corregirte —dijo él con voz baja, dominante.
Le levantó la cadera, dejándola apoyada sobre sus rodillas, y le dio una nalgada seca, firme, que hizo vibrar la carne morena y redonda de su trasero.
¡Plash!
—¡Ay, papi! —gimió ella, retorciéndose—. Sí… dale… más…
Otra palmada. Más fuerte. Luego otra. Las nalgas de Micaela enrojecían, y ella gemía con cada golpe, mojándose más, arqueando la espalda, como una perra en celo rogando castigo.

Lucas no aguantó más, tenía la pija dura de nuevo. Escupió entre sus dedos, bajó su mano entre sus glúteos y lubricó con cuidado su culo, mientras ella se retorcía con anticipación.
—¿Querías jugar conmigo? —dijo él—. Ahora te voy a enseñar quién manda.
La puso en cuatro, abriendo sus piernas, y apoyó la punta de su pija contra su culo estrecho.
Micaela jadeó.
—Sí, papi… quiero… metémelo… por ahí…

Con un empuje lento, firme, comenzó a penetrarla. Ella gritó de placer, aferrándose al sofá, con el cuerpo arqueado, entregándose por completo.
—¡Ahhh… sí… me encanta! ¡Dámelo duro, papi!
Lucas embistió con fuerza. Se aferró a sus caderas, hundiéndose cada vez más, mientras ella gemía como una poseida, sacudiéndose con cada movimiento.
El ritmo se volvió salvaje. Sus cuerpos chocaban con fuerza. La respiración de Micaela se volvía descontrolada, su piel brillaba de sudor, sus tetas colgaban y rebotaban con cada embestida.
—¡Papi! ¡Así! ¡Así me gusta! ¡Castigame más!
Y Lucas lo hizo. La tomó como nunca. La hizo gritar, sudar, temblar… hasta que ambos se corrieron al mismo tiempo, estremeciéndose, jadeando como animales salvajes.
Cayeron abrazados en el sofá, sin palabras. Solo el sonido de sus respiraciones desordenadas llenaba la habitación.
—Ya aprendiste, ¿malcriada? —murmuró él.
Micaela sonrió, aún con las mejillas coloradas.
—Aprendí que me encanta cuando sos así… y que voy a tener que portarme mal más seguido.
Y así fue.
Porque la tormenta de Micaela
recién comenzaba.

La noche había caído sobre la ciudad, cálida, silenciosa, cómplice. En el departamento solo se escuchaba el leve susurro del viento colándose por la ventana entreabierta.
Micaela entró, descalza, con un shortcito de algodón y una remerita vieja sin sostén, de esas que usaba cuando quería provocarlo sin decir una palabra. Pero esa vez no era un juego. Lo notó apenas lo vio.
Lucas estaba en el centro del living. Desnudo. Arrodillado. Con el rostro encendido, los ojos brillosos y el corazón latiendo tan fuerte que parecía querer salírsele por la boca.
—¿Lucas…? —preguntó ella, quedando inmóvil.
Él alzó la mirada. Sonrió.
—Quedate conmigo. Para siempre.
Micaela parpadeó, sorprendida.
—Papi… ¿qué estás haciendo?
—Te amo, Mica. Te amo como no pensé que podía amar a alguien. Con tu locura, tus bailes, tu fuego, tus juegos… Sos mi tentación, mi vicio, mi locura preferida. Quiero que vivas conmigo, que llenes esta casa de tus risas, de tus gritos, de tus gemidos. Quiero que todo sea tuyo. Y que vos seas mía.
Micaela se tapó la boca con la mano, conmovida, pero sin perder esa chispa traviesa que nunca la abandonaba.
—Ay, papi… no hagás eso, que me vas a hacer llorar. —Se acercó—. Yo también te amo. Y sí… sí quiero vivir con vos.
Se paró frente a él, mirándolo con fuego en los ojos. Bajó lentamente el short y se sacó la remera, quedando completamente desnuda frente a su hombre arrodillado. Abrió las piernas con suavidad y se tocó la concha con una mano, despacio, húmeda, provocadora.

—Todo esto… —susurró—. Mis tetas, mi concha, mi culo. Todo esto es tuyo. Solo tuyo.
Lucas, aún de rodillas, se acercó a besarle el vientre, los muslos, adorándola como a una diosa. Ella lo tomó de la cabeza y bajó su rostro entre sus piernas, guiándolo. Gimió despacio, dulce, abierta, entregada.
Después se agachó, lo tomó por el rostro y lo besó con pasión, con amor.
—Ahora sentate, papi… —le dijo con voz caliente—. Que tu mujer te va a agradecer como se debe.
Se arrodilló entre sus piernas y comenzó a mamarle la pija con ternura y deseo, lento al principio, profundo después, mirándolo a los ojos mientras lo devoraba entero. Lucas gemía, acariciándole el pelo, temblando de amor y de placer.
—Mica… sos mi vida…
Ella subió sobre él, y sin dejar que se enfriara, se acomodó de espaldas, bajando su cuerpo lentamente para clavárselo por detrás. En ese agujero estrecho que sabía que lo volvía loco. Lo tomó con fuerza mientras se lo enterraba completo, soltando un gemido largo y húmedo.
—Y esto… —dijo ella, girando la cabeza y moviéndose con ritmo salvaje—. Esto es todo tuyo, mi amor.
Lo cabalgó con pasión, luego se lo sacó, se giró y se lo metió en su concha caliente, dándole todo. Los dos jadeaban, sudaban, se besaban.
Cuando los cuerpos se estremecieron juntos, abrazados, gemidos entrelazados, él le susurró al oído:
—Siempre vas a ser mi dulce tormento.
Ella sonrió, recostada sobre su pecho.
—Y vos… mi papi para toda la vida.

1 comentarios - 181/2📑Me Atormenta la Vecina - Parte 2