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168📑Macumba Sexual 🎃

168📑Macumba Sexual 🎃

Héctor llevaba meses mirando a Marizza como se mira un fruto prohibido: con hambre, con deseo, con la fantasía instalada detrás de los ojos. Ella era su compañera de oficina: piel canela, curvas marcadas, boca carnosa que parecía hecha para el pecado. Cada mañana él encontraba una excusa para hablarle, para provocarla con una broma, para rozarle la mano por accidente. Ella sonreía… pero siempre desde lejos.
Hasta esa tarde.
El pasillo estaba vacío cuando él por fin se animó.
—Marizza —le dijo, con el corazón latiendo en la garganta—. ¿Te puedo invitar a salir? Solo una cena… una noche.
Ella lo miró de arriba abajo. No había dulzura en su expresión esta vez, solo filo.
—No, Héctor. No me gustas —respondió, con un tono seco, sin rodeos—. Nunca te daría una oportunidad. Búscate otra. Yo no soy para vos.
Y se fue. Así, sin frenar, sin matices, sin piedad.
Héctor quedó clavado en el piso, sintiendo cómo le ardía el orgullo, el ego… y algo más profundo: una mezcla de humillación y deseo que ahora se había vuelto más oscuro.
Esa noche caminó sin rumbo por la ciudad. La lluvia caía fina, las luces estaban rotas por el agua, y en su cabeza solo se repetía la misma frase:
“Nunca te daría una oportunidad… nunca… nunca…”
Él apretó los dientes. No aceptaba ese final. No con ella. No después de tanto desearla, imaginarla, soñarla desnuda jadeando debajo de él.
Fue entonces cuando lo vio.
Un pequeño local, casi oculto entre dos edificios viejos. Un cartel escrito a mano decía:
“TRABAJOS – LECTURAS – AMARRES – CAMINOS ABIERTOS”
Dentro, un anciano de piel arrugada, ojos negros y sonrisa inquietante lo observaba como si lo hubiera estado esperando.
—Entrá, muchacho —dijo el hombre sin presentarse—. Yo conozco esa mirada. Alguien te rechazó… y vos querés torcer el destino.
Héctor se quedó helado.
—¿Cómo…?
—No importa el cómo. Pregunta real: ¿qué querés obtener? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Venganza? ¿O… sexo?
El anciano sonrió más, revelando dientes amarillos.
Los labios de Héctor se resecaron.
—Solo la quiero a ella —confesó, sin máscara—. A Marizza. Quiero que me desee, que me busque, que se vuelva loca por mí. Que no pueda alejarse. Que me necesite… en cuerpo y alma.
El shaman asintió, complacido, como si esa fuera la respuesta que quería escuchar.
—Eso es posible. Es magia vieja. Macumba. Muy fuerte. Pero tiene un precio. Nada es gratis en este camino.
—Lo pago —dijo Héctor sin dudar.
—Aún no sabés lo que vas a perder.
—Me da igual.
El anciano extendió la mano.
—Mañana a medianoche. Traé algo de ella. Y tu deseo se volverá carne.
Héctor salió de ese lugar con una mezcla de miedo, adrenalina y excitación que le recorría la columna. No sabía exactamente qué estaba por desatar… solo sabía que Marizza sería suya.
Y que ya no había vuelta atrás.
Héctor llegó a la medianoche, tal como el shaman había ordenado. El local estaba iluminado apenas por velas rojas y negras. El aire olía a tabaco, a tierra mojada y a algo metálico, como sangre fresca. El anciano lo esperaba sentado en el suelo, frente a un círculo dibujado con símbolos que Héctor no reconoció.
—¿Lo trajiste? —preguntó el shaman sin levantar la vista.
Héctor sacó del bolsillo una cinta roja que Marizza usaba siempre en la muñeca. La había robado del cajón de su escritorio.
—Esto servirá —dijo el anciano, sonriendo con una satisfacción oscura.
Cortó la piel del muñeco de cera que tenía frente a él, ató la cinta y mezcló unas gotas de la sangre de Héctor sobre la figura. Luego comenzó a murmurar en una lengua espesa, gutural, llena de sonidos que parecían imposible de pronunciar por un humano.
Las velas se estremecieron.
El ambiente se volvió pesado.
Héctor sintió un calor subirle por la columna, como si algo reptara por su interior, abriéndole caminos nuevos. El shaman abrió los ojos, negros como un pozo.
—Ya está. Ella te deseará. Sentirá tu nombre en la piel. Soñará contigo. Anhelará tu cuerpo. Pero recuerda, muchacho… el deseo sin amor solo trae hambre. Y él hambre siempre pide más.
Héctor no escuchó el presagio. Solo pensó en Marizza.
Esa misma madrugada, en su departamento, Marizza despertó sobresaltada. Jadeaba. Estaba sudada. Las sábanas estaban revueltas, y su cuerpo temblaba con un ardor en la vagina que no entendía.
Se llevó la mano al pecho. Su corazón golpeaba rápido, como si hubiera corrido.
Una imagen vino a su mente: Héctor sobre ella, respirándole en el cuello, sujetando sus caderas, moviéndose dentro de ella, cogiendola con una intensidad que jamás había sentido. No pudo evitar un gemido ahogado.
—¿Qué… me pasa? —susurró, desconcertada.
Se levantó, caminó hasta el baño y se miró al espejo. Sus labios estaban hinchados, como después de un beso profundo. Su cuello marcado, como si hubiera sido mordido.
Pero estaba sola.
O al menos, eso creía.
A la mañana siguiente, en la oficina, algo había cambiado. Héctor la vio entrar: falda ajustada, blusa entallada, perfume dulce. Ella evitó su mirada al principio… pero no por rechazo. Por vergüenza, como si ocultara algo prohibido.
Cuando quedaron a solas en la sala de archivos, el ambiente se tensó.
—Marizza… —susurró él.
Ella tragó saliva. Su respiración se aceleró.
—Anoche soñé… —dijo en voz baja—. Soñé contigo. No sé por qué. Pero no puedo dejar de pensar en… —se detuvo, ruborizada, mordiéndose el labio.
Héctor dio un paso más, pegándose a su espalda. El olor de su perfume lo enloqueció.
—Quiero saber qué soñaste —dijo contra su oído.
Ella cerró los ojos. Su cuerpo cedió. Héctor deslizó la mano por su cintura, y Marizza no lo detuvo. Al contrario: apoyó la espalda contra su pecho, buscando más contacto.
Sus labios rozaron el cuello de ella. Primero suave. Luego con hambre.
Marizza suspiró, temblando.
Él le tomó la mano y la guió, dejándola sentir la dureza de su pija que crecía bajo su pantalón. Ella no apartó la mano. La apretó. La acarició. Su respiración se volvió un gemido contenido.
—No entiendo qué me pasa —dijo ella, ardiendo—. Pero te deseo.
Héctor la giró, la tomó del rostro y la besó. Fue un beso profundo, húmedo, con lengua, con urgencia. Un beso de los que devoran.
Los cuerpos se juntaron, frotándose, buscando fricción. Marizza enrolló las piernas en torno a su cintura, y Héctor la cargó contra la pared. Ella abrió la boca, dejó escapar un gemido y se aferró a su camisa, casi desgarrándola.
Mientras la besaba en el cuello, él deslizó la mano por su muslo, subiendo la falda lentamente, como quien abre un regalo prohibido. Ella se arqueó, perdida en el deseo, sin comprender que ese fuego no era suyo… sino de algo más.
Sus labios volvieron a encontrarse, y la escena ardía, reclamando el siguiente paso. Estaban al borde de cruzar una línea que no tendría regreso.
Y cruzarían.
Pero no ahí.
Porque algo, una presencia sutil e invisible, empezó a observarlos desde la sombra del archivo, alimentándose del deseo, relamiéndose por lo que vendría después.
Héctor no lo sintió. Ella tampoco.
Pero la Macumba ya respiraba entre ellos.
Héctor condujo a Marizza hasta un motel discreto a las afueras de la ciudad. La noche estaba cálida, húmeda, y la tensión entre ellos era casi tangible. Desde que ella lo había mirado esa mañana, su deseo se había vuelto incontrolable, y ahora la llevaban a un cuarto iluminado con luces bajas y reflejos anaranjados en las paredes.
Tan pronto entraron, Marizza se apoyó contra la puerta y lo miró con ojos encendidos, mordiendo el labio inferior mientras su respiración se aceleraba.
—Te estaba esperando —susurró, con voz ronca y cargada de hambre—. Sabía que me traerías aquí.
Héctor no necesitó más excusa. La tomó por la cintura y la acercó, pegando sus cuerpos. La besó con urgencia, lengua contra lengua, sintiendo cómo ella correspondía con la misma intensidad, sus tetas presionando contra su torso, temblando bajo sus manos. Marizza dejó escapar un gemido largo y profundo, arqueando la espalda contra él, pidiendo más.
Él bajó las manos por su espalda, deslizando los dedos bajo la blusa para tocar su piel caliente, sus pezones endurecidos. Rompió el beso por un instante para bajar lentamente la falda y dejarla caer. Marizza no se resistió; al contrario, abrió las piernas, invitándolo, con los ojos llenos de lujuria.
—¿Sabes cuánto te he deseado? —le dijo con voz ronca mientras lo guiaba hacia ella—. Ahora eres mío… y no pienso soltarte.
Héctor se inclinó, tomando una de sus tetas entre las manos, besándola con hambre, mientras su lengua jugaba con el pezón endurecido. Marizza arqueó la espalda, respirando agitadamente, mientras gemía y aferraba su cuello, hundiéndose contra él, sintiendo cada contacto como una descarga eléctrica.
Sin pausa, él bajó hasta su vagina, besandola y lamiendola con precisión, haciendo que ella soltara un gemido largo y ahogado, sus caderas moviéndose de forma instintiva. Marizza se inclinó sobre él, presionando sus labios contra los suyos otra vez, combinando gemidos y besos, dejándose consumir por el deseo salvaje que la magia había encendido en su cuerpo.
Héctor, excitado, no perdió tiempo. La guió hacia el sofá, sentándola sobre sus piernas. Ella se montó sobre él, clavandose su pija en la concha moviéndose con ritmo feroz, salvaje, sincronizando cada empuje con sus jadeos y gemidos, su cabello cayendo sobre sus hombros mientras gritaba su nombre en cada vaivén.
—Sí… Héctor… más fuerte… no me detengas —susurraba entre gemidos, completamente entregada—. Te necesito… te quiero todo…
El calor de la habitación se intensificó. Sudor, respiración pesada, gemidos que rebotaban en las paredes. Héctor la tomó por las caderas, ajustando su ritmo, mientras ella alternaba entre montarlo y ponerse en cuatro sobre él, invitándolo a penetrarla por el culo con intensidad. Marizza lo guiaba, lo llamaba, lo incitaba con cada movimiento y con palabras llenas de perversión:
—Sí… ahí… justo así… Rompeme el culo....¿ves? Tu pija me vuelve loca… ¿no es cierto? Mi cuerpo te pertenece…
Héctor explotó finalmente dentro de ella, chorreando dentro de su concha, sintiendo cómo su cuerpo se retorcía de placer mientras Marizza gritaba y se contraía sobre él, gimiendo su nombre, mordiendo sus hombros y clavando las uñas en su espalda. Cada orgasmo de ella lo consumía, cada gemido lo volvía más adicto, más poseído por ese fuego que los envolvía a ambos.
Cuando terminaron, quedaron jadeando, pegados, cuerpos brillando de sudor, respirando agitadamente, con la piel enrojecida y los corazones latiendo desbocados. Marizza se recostó sobre él, abrazándolo con fuerza, los ojos aún ardientes de deseo y obsesión.
—Eres mío… Héctor —susurró, con voz ronca—. Nadie más me dará lo que tú me das… nadie.
Héctor la abrazó, agotado y saciado, pero con la mente clara de que esto solo era el principio. La Macumba, el pacto, la magia… todo estaba empezando. Y la adicción de Marizza a su cuerpo y a su deseo no haría más que crecer, consumiéndola lenta y deliciosamente.
Desde aquella noche en el motel, nada volvió a ser igual. Marizza ya no podía ocultar su deseo; su cuerpo reaccionaba ante Héctor con una urgencia que parecía fuera de control. Cada roce, cada mirada, cada palabra suya la excitaba de manera instantánea. La magia había hecho su trabajo: la adicción al placer de Héctor era palpable, física y mentalmente.
Esa tarde se encontraron en el departamento de Héctor. Apenas ella cruzó la puerta, su perfume lo volvió loco, y él sintió un cosquilleo inquietante en la nuca, como si algo invisible los estuviera observando, estudiando, midiendo. Pero Héctor se centró en su cuerpo. Marizza, consciente, se acercó sin pudor, frotándose contra él, rozando sus tetas contra su pecho, dejando escapar gemidos bajos, sensuales, casi animales.
—Héctor… no puedo… no puedo dejar de pensar en ti —dijo ella, la voz ronca, temblorosa—. Cada minuto sin ti es un tormento.
Él la tomó por la cintura, apretándola contra sí, y la besó con hambre. Marizza respondió con la misma intensidad, mordiéndole el labio inferior, arañando su espalda mientras sus manos recorrían cada centímetro de su cuerpo. La falda ya no tenía sentido: Héctor la levantó ligeramente, dejando su piel al descubierto, y ella arqueó la espalda, ofreciendo su cuerpo sin reservas.
Se movieron hacia el sofá. Marizza se montó sobre él primero, sacandole la pija del pantalón y metiendoselo en la concha, cabalgándolo con intensidad, los gemidos mezclándose con jadeos entrecortados. Héctor la tomó por las caderas, controlando el ritmo, mientras ella se inclinaba hacia adelante, besando su pecho, sus hombros, sus labios, su cuello, recorriendo cada centímetro con su lengua. Cada contacto era eléctrico, húmedo, y la adicción que Marizza sentía por él se hacía más evidente: su respiración era agitada, su cuerpo temblaba, sus caderas buscaban más, siempre más.
—Sí… Héctor… justo así… cogeme más fuerte… —jadeaba, aferrándose a él con uñas clavadas en su espalda—. No puedo… no quiero detenerme…
Héctor la cogia intensamente, sintiendo cómo el cuerpo de Marizza se tensaba, se contraía, cómo sus caderas se movían al compás de él, casi instintivamente, como si un poder invisible las guiara. Cada empuje era un choque de deseo puro, de lujuria desatada. Marizza gritaba su nombre, una mezcla de placer y éxtasis que parecía desbordar la habitación.
Pero entonces, algo cambió. Una sombra pareció deslizarse por la pared, moviéndose en silencio, apenas perceptible. Marizza arqueó la espalda, jadeando, y sus ojos se entrecerraron con un brillo extraño, casi felino.
—¿Qué… qué me pasa? —susurró, su voz cargada de confusión y deseo—. Siento… algo dentro de mí… algo que me llama…
Héctor notó un cambio en su piel: pequeñas marcas oscuras, como símbolos que aparecían y desaparecían mientras se movían, se retorcían con cada embestida, invisibles a la mayoría, pero él podía percibirlas, sintiéndolas como un cosquilleo que le recorría la columna.
Marizza se inclinó hacia adelante, levantando el trasero, apoyando las manos en el respaldo del sofá, invitándolo a penetrarla por detrás. Él lo hizo sin dudar, le metio la pija por el culo, mientras ella jadeaba, gimiendo con un placer intenso, pero ahora también con un dejo de miedo y éxtasis que lo confundía. Su cuerpo estaba entregado, adicto, pero algo oscuro lo habitaba: la magia del shaman se manifestaba en cada fibra de su carne.
—Te… te necesito… —jadeó Marizza, casi gritando mientras su cuerpo se arqueaba bajo él—. Nadie más… nadie más me da esto… nadie más me hace sentir… así…
Él sintió que su respiración se volvía más pesada, su corazón más rápido. Cada movimiento de Marizza era hipnótico, hipnotizante, como si él mismo estuviera cayendo bajo el efecto del hechizo. Su placer lo cegaba, pero la sombra que se movía detrás de ellos le recordaba que esto no era solo sexo: era un pacto, una maldición que estaba empezando a reclamar sus cuerpos y sus almas.
Finalmente, ambos explotaron en un clímax salvaje, jadeando, gimiendo, temblando de placer. Pero cuando Héctor abrió los ojos, vio algo más en los de Marizza: un destello extraño, felino, oscuro, que no había estado allí antes. Sus pupilas se dilataron, su respiración era irregular, y una sonrisa inquietante, casi demoníaca, se dibujó en sus labios mientras aún temblaba sobre él.
Él la abrazó, sudoroso y agotado, mientras sentía que algo más, algo invisible, los rodeaba, los miraba, y esperaba el siguiente paso. La Macumba no había terminado: apenas comenzaba.

Desde aquella noche en el motel, Marizza ya no era la misma. Su piel estaba más caliente, sus ojos más brillantes, y cada contacto con Héctor la volvía un torbellino de lujuria y hambre incontrolable. Él lo notaba en cada roce, cada mirada: ella ya no solo lo deseaba, lo necesitaba. Y él estaba empezando a sentir que había perdido el control.
Esa tarde, en el departamento de Héctor, Marizza entró caminando con una seguridad provocadora que hacía que la sangre de Héctor ardiera en las venas. La falda ajustada, la blusa entreabierta, los labios brillantes… era un imán sexual que no podía ignorar.
—Héctor… —susurró, acercándose lentamente—. Te estaba esperando… no tardaste mucho, ¿verdad?
Él la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí. Sus labios se encontraron con un beso salvaje, húmedo, lleno de hambre y urgencia. Marizza no perdió tiempo: se deshizo de su blusa, dejando que sus tetas se ofrecieran a sus manos. Él las tomó, las besó, las mordió suavemente mientras ella arqueaba la espalda, temblando, gimiendo con una mezcla de placer y obsesión que lo desarmaba.
—Eres mío… —jadeó ella, bajando lentamente las manos por su torso—. Nadie más me da lo que tú me das. Nadie…
Héctor no podía resistirla más. La llevó al sofá y la sentó sobre sus piernas, mientras ella se metía su pija dura en la concha y se montaba sobre él, moviéndose con un ritmo salvaje. Gemidos, jadeos, sus cuerpos sudados y brillantes de excitación llenaban la habitación. Marizza estaba consciente de cada sensación, disfrutando y reclamando todo de él: sus manos, su boca, pija, como si todo su ser estuviera hecho para ser consumido.
—Sí… más fuerte… no me detengas… —susurraba, arqueando la espalda y aferrándose a él—. Te necesito… Héctor… necesito sentirte dentro…
Él la cogia con cuidado, pero pronto cedió al ritmo salvaje que ella marcaba. Marizza se levantó y se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en el piso, poniéndose en cuatro , invitándolo a cogerla por detrás. Él apuntó a su culo y le metió la pija de golpe, dándole una nalgada. Cada empuje, cada roce, era un choque eléctrico que los consumía a ambos. Marizza gritaba, gemía, mientras su cuerpo temblaba de placer y su respiración se volvía agitada.
Pero algo había cambiado: la sombra que los observaba desde el rincón del cuarto se hacía más intensa. Sus ojos brillaban con un destello oscuro y felino, y una presencia fría parecía envolverlos. Marizza, aun consciente, no podía ignorarla; sus movimientos eran precisos, su instinto más animal que humano, su deseo una mezcla de lujuria y hambre sobrenatural. Cada gemido parecía resonar en un eco extraño, como si algo invisible se alimentara de su pasión.
—Héctor… —susurró con voz cargada de un dejo extraño—. Nadie más podría darme esto… nadie más…
Él la abrazó con fuerza, pero una parte de su mente se estremecía. Había algo en ella, algo que no había visto antes: la punta de sus uñas ligeramente alargadas, su sonrisa torcida en momentos de éxtasis, sus ojos que brillaban con un fuego que no parecía humano. La magia del shaman estaba surtiendo efecto completo. Marizza ya no era solo adicta a su deseo, sino a un hambre que trascendía lo humano.
Cuando ambos llegaron al clímax, Marizza gritó con un placer salvaje, arqueando la espalda y entregándose por completo. Héctor también estalló dentro de ella, consumido por la intensidad. Pero justo después, vio algo que lo congeló: la sombra desapareció en un parpadeo, y los ojos de Marizza brillaban como los de un depredador. Su respiración seguía agitada, pero había un matiz oscuro, un brillo que no pertenecía a la mujer que él conocía.
—Héctor… —dijo ella, con una voz ronca, susurrante y peligrosa—. Te necesitaba… y ahora no puedo vivir sin ti…
Él la abrazó, pero supo que había desatado algo que no podría controlar. La Macumba no solo había encendido su deseo: había marcado a Marizza, transformando su cuerpo y su mente, haciendo de ella algo diferente… algo oscuro… algo que iba más allá del placer humano.
Y mientras ambos yacían sudados y exhaustos, Héctor sintió un escalofrío. La obsesión de Marizza era solo el principio. La verdadera fuerza de la Macumba apenas comenzaba a mostrar su poder. Él había ganado placer, sí… pero a un precio que aún no podía comprender.
Algo dentro de Marizza ya no le pertenecía por completo.
Y él tampoco.
Héctor abrió la puerta del motel con el corazón latiendo desbocado, sin saber si buscaba a Marizza o el fin de su cordura. La habitación estaba como cualquier otra, la luz amarilla de la lámpara colgante parecía normal, pero un escalofrío recorrió su espalda: algo en el aire lo hacía sentir observado, vulnerable.
Marizza estaba allí, sola, esperándolo, con una sonrisa que parecía jugar entre lo humano y lo imposible. Su mirada no era simplemente provocadora: tenía un brillo oscuro, intenso, que parecía atravesar su mente y dominar cada pensamiento. Antes de que Héctor pudiera reaccionar, ella se lanzó sobre él, abrazándolo con fuerza sobrenatural.
—Héctor… no vas a poder resistirme —susurró, la voz más ronca y profunda de lo normal—. Nunca lo harás.
Su cuerpo lo aplastó, su boca se pegó a la suya con urgencia, y Héctor sintió que cada beso era un hechizo que lo mantenía cautivo. Marizza le mamaba la pija frenéticamente, sin dejarlo respirar, como si necesitara marcarlo, reclamarlo, absorberlo completamente. Cada gemido suyo no era solo deseo, sino un acto de posesión: él no era dueño de nada, y lo sabía.
La habitación comenzó a cambiar mientras se entregaban al frenesí sexual, el la cogia salvaje, bombeando sobre ella. Apretando sus tetas. Al principio parecía normal, pero las sombras se alargaban, la luz parpadeaba, y un murmullo extraño llenaba los rincones. Marizza lo cabalgaba salvajemente, apretando su pija con su concha, sus tetas saltando. Cada movimiento de Marizza parecía abrir una puerta invisible, algo que él no podía controlar. Su cuerpo reaccionaba al instante a cada roce, cada empujón, cada roce de su boca y sus manos, y aunque deseaba detenerse, no podía: estaba completamente atrapado por la combinación de placer y terror.
Marizza rebotaba sobre él con frenesí, su cuerpo empujando el suyo, sus manos dominando cada parte de él que podía alcanzar. Su boca no lo soltaba, lo devoraba con una urgencia que parecía de otro mundo. Héctor gimió, su mente balanceándose entre el éxtasis y el miedo: sentía que algo más, algo oscuro, estaba guiando a Marizza, utilizando su deseo como un canal para manifestarse.
El frenesí alcanzó su punto máximo. La habitación vibraba con un poder que parecía vivir, respirando con ellos, latiendo con cada gemido. Marizza arqueó la espalda, su voz cargada de placer y posesión, mientras Héctor se sentía consumido, no solo por el cuerpo de ella, sino por la fuerza que la controlaba. Era consciente de que había cruzado un límite: lo que estaba sintiendo no era solo deseo humano, era hambre sobrenatural, ritual, un hechizo que había abierto una puerta que no podía cerrar.
Cuando el clímax los golpeó, todo se intensificó. Las paredes parecían respirar, el aire se volvió más pesado, y la luz amarilla de la lámpara se deformó, tiñéndose de sombras que parecían danzar alrededor de ellos. Marizza, o la entidad que la poseía, lo miró con ojos que brillaban con fuego oscuro, y él comprendió que su cuerpo estaba vivo, pero su alma, su voluntad, su libertad ya no le pertenecían.
—Héctor… ahora todo es mío —susurró ella, con la voz de alguien que no era totalmente humana—. No hay vuelta atrás.
Él yacía allí, su respiración entrecortada, la mente confusa y quebrada, completamente dependiente de la fuerza que se había apoderado de Marizza. Cada movimiento suyo, cada roce de su piel, lo mantenía atrapado en un ciclo interminable de placer y terror. Sabía que había perdido todo: su libertad, su identidad, su futuro. Y mientras la entidad dentro de Marizza sonreía, sintió que la puerta que habían abierto nunca podría cerrarse, y que su condena apenas había comenzado.
El motel volvió a parecer normal solo en apariencia, pero Héctor sabía la verdad: había entrado en un juego que jamás terminaría. Marizza se recostó junto a él, fría y perfecta, la sonrisa demoníaca dibujada en su rostro, y él comprendió que su placer había sido solo la llave, y que ahora la oscuridad era su dueña para siempre.

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Héctor yacía sobre la cama del motel, el cuerpo temblando, la respiración entrecortada, aún dominado por el frenesí de lo que acababa de suceder. Su mirada se cruzó con la de Marizza, y por un instante, vio algo que lo detuvo: no era solo ella. La mujer que había deseado durante meses ya no existía; en su lugar había un ser de fuego oscuro, con ojos que brillaban con malicia y poder.
En ese momento, Héctor comprendió el precio que había pagado. Su obsesión lo había llevado a ofrecer algo que no podía recuperar: su libertad, su alma y, sin saberlo, la suya propia. Cada gemido, cada roce, cada instante de placer intenso había sido un sacrificio, una ofrenda para invocar la fuerza que ahora habitaba en ella. Marizza no solo lo había poseído a él, sino que había sido transformada por su deseo, moldeada en algo que trascendía lo humano: más feroz, más seductora, más peligrosa.
El terror se mezcló con el placer mientras lo golpeaba la claridad: su codicia y su deseo no habían tenido consecuencias pequeñas. Él había cruzado la línea, y lo que había tomado como lujuria se había convertido en condena. Su cuerpo seguía sintiendo la adicción, pero su mente empezaba a fragmentarse, incapaz de procesar la magnitud de lo que había hecho.
Marizza se levantó, ahora completamente dominada por la entidad, y lo miró como quien observa un juguete que ha cumplido su propósito. Héctor vio su reflejo en sus ojos: una sombra de sí mismo, un cascarón consumido por la combinación de placer y horror. Cada segundo que pasaba, la realidad se distorsionaba, la habitación se movía con vida propia, y él entendió que ya no había marcha atrás.

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—Todo… todo esto… fue por ti —murmuró Héctor, con la voz quebrada—. Y ahora… eres… otra… —no pudo terminar.
La risa de Marizza llenó el cuarto, dulce y demoníaca al mismo tiempo. Héctor comprendió que, al querer transformarla y poseerla, había sido él quien había quedado transformado. Su mente se dispersaba, su alma se sentía arrancada en fragmentos, y solo un pensamiento le quedó: su deseo lo había consumido, y la entidad que ahora habitaba en Marizza lo reclamaba como suyo, para siempre.
Mientras se rendía a la locura, el motel volvió a la normalidad a los ojos de cualquiera que pasara por la calle, pero Héctor sabía la verdad: había abierto una puerta imposible de cerrar, había entregado su humanidad y había creado a un monstruo de deseo y poder. Todo por un instante de placer.
El precio estaba pagado. El placer había sido la llave. Y la oscuridad, eterna y hambrienta, era ahora su única dueña.

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