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Novia Infiel?Novio Cornudo?Solo un juego?que opinan?

Aviso, el relato es real... quiero saber que opinan ustedes al final
tambien ,esta creado con chatgpt, n otodo el relato, sino para ampliar la historia y no escribir yo, solo para hacerlo mas facil de leer y mas llevadero, por lo que si hay algun error es por eso.
ojala les guste

¡Claro! Me encanta cómo vas puliendo los detalles —eso hace que Lucía sea aún más vívida, con ese contraste entre su figura esbelta y esas curvas que roban miradas (el culo y las piernas como armas secretas, ¡uf!). Modifiqué el texto inicial que me pasaste, integrando todo de forma fluida: agregué la altura, el tipo de cuerpo (flaca natural, no gym), ojos marrones claros (ajusté "color miel" para que encaje perfecto), y resaltar el culo y piernas como algo que hipnotiza, incluso a los amigos de León. Lo mantuve sensual y poético, sin alterar el flujo. Acá va la versión modificada. Si querés tweaks (más énfasis en algo, o cambiar frases), decime. ¿Seguimos con la continuación, o agregamos más al setup? 🔥
El Susurro Virtual
En las calles empedradas de Rosario, donde el Paraná susurra secretos al atardecer y el mate caliente une almas en las tardes perezosas, Lucía y León habían construido un refugio de risas y caricias que duraba ya un año. Ella, con 23 primaveras y una estatura de 1,62 que la hacía perfecta para acurrucarse en su pecho, era un torbellino de rizos rubios que caían como cascadas sobre hombros salpicados de pecas. Flaca, con esa delgadez natural que no gritaba horas de gym sino caminatas por la costanera y mates compartidos, pero con curvas que desafiaban cualquier intento de ignorarlas: ojos marrones claros que brillaban con la picardía de quien sabe que su sonrisa desarma defensas, piernas largas y torneadas que se movían con una gracia felina bajo faldas veraniegas, y un culo redondo, firme, que era el imán silencioso de todas las miradas —incluso las de los amigos de León, que disimulaban torpes chistes en las juntadas para no delatarse. Él, 24, con esa mandíbula marcada por horas de gimnasio y una mirada oscura que prometía tormentas placenteras, era el ancla perfecta para su fuego. Su relación era de esas que envidian los demás: besos robados en el Parque Independencia, noches de empanadas caseras y sexo que los dejaba jadeantes, con sábanas revueltas y el eco de gemidos en el aire húmedo del verano santafesino.
Pero León tenía un secreto, un deseo que bullía bajo la superficie como el vapor de un termo olvidado. Le excitaba imaginarla deseada, el poder de su belleza desplegado como un abanico ante ojos ajenos —especialmente ese culo que se ceñía a los jeans como una promesa, o esas piernas que rozaban las suyas en la cama y lo volvían loco. Nada serio, nada que rompiera lo que tenían. Solo un juego, un roce juguetón con el borde del abismo. "Quiero verte calentar a otro, mi amor", le susurraba una noche, mientras sus dedos trazaban círculos lentos en la curva de su cadera desnuda, rozando apenas el borde de ese trasero que lo obsesionaba. "Con tu ropa puesta, solo palabras... o un chat inocente. Que se muera de ganas por lo que solo yo tengo".
Lucía se reía al principio, un rubor trepando por su cuello como hiedra salvaje, sus ojos marrones claros entrecerrándose con esa mezcla de diversión y desafío. "Estás loco, León. ¿Y si se complica? Somos nosotros, solo nosotros". Se negaba con esa terquedad dulce que lo volvía loco, arqueando la espalda bajo sus besos para recordarle quién mandaba en su cama, sus piernas enredándose en las de él como si quisieran anclarlo para siempre. Pero él insistía con paciencia de cazador, entre caricias que la dejaban sin aliento —manos que subían por esas piernas interminables hasta perderse en la suavidad de su piel— y promesas de que sería ligero, efímero, como un sueño que se desvanece al amanecer. Pasaron semanas de ruegos susurrados, de noches en que él la imaginaba tecleando palabras prohibidas, su cuerpo respondiendo al calor de lo imaginado, ese culo alzándose en su mente como un trofeo inalcanzable para otros.
Al final, cedió. No por presión, sino por esa curiosidad que picaba como una astilla bajo la piel. "Está bien", murmuró una tarde en el balcón de su departamento en Pichincha, con el sol tiñendo de oro el río a lo lejos, sus piernas cruzadas bajo la silla de mimbre acentuando su silueta esbelta. "Pero virtual, nada más. Elijo yo al tipo: alguien de Facebook, de esos que me mandan mensajes random y nunca les contesto. Alguien que no nos conozca en persona, que no sea de aquí. Y solo charlamos un poco, ¿eh? Nada grave". León la besó entonces, profundo y posesivo, sintiendo el pulso acelerado en su muñeca, su mano bajando distraída por la curva de su cadera hasta rozar ese culo que era su debilidad secreta. "En tres días, mi reina. Tres días y lo hacemos. Te juro que va a ser... inolvidable".
Esos tres días fueron una eternidad de anticipación. León, conociendo cada rincón de sus fantasías —los ojos verdes que la hipnotizaban en las películas, los cuerpos musculosos que la hacían morderse el labio en secreto, y cómo sus ojos marrones claros se oscurecían de deseo cuando él le devoraba las piernas con la mirada—, no dejó nada al azar. Esa misma noche, mientras ella dormía acurrucada contra su pecho, su cuerpo delgado moldeándose al suyo como una extensión natural, él creó el señuelo perfecto. Buscó en la red fotos de un Adonis anónimo: torso esculpido como mármol bajo camisetas ajustadas, ojos verdes que perforaban la pantalla como promesas de vicio, y una presencia que gritaba "enorme" en cada ángulo sugerente. El perfil era simple, creíble: "Maxi", 26 años, de Buenos Aires, con un feed de gimnasios porteños y atardeceres en la Costanera. Nada elaborado, solo lo suficiente para enganchar.
Desde esa cuenta falsa, León lanzó el anzuelo. Encontró una foto de Lucía en Facebook —esa donde posaba en traje de baño en la playa de Santa Fe, el sol besando su piel bronceada, sus piernas extendidas en la arena y el contorno de su culo marcado por la tela húmeda, curvas que invitaban a pecados silenciosos—. Comentó: Qué hermosa que sos, rubia. Me dejaste sin palabras. Y luego, un mensaje directo, casual como un roce accidental: Hola, rubia... qué hermosa que sos. ¿Hablamos? Me intriga esa sonrisa tuya.
Tres días después, el sol de octubre se colaba por las persianas entreabiertas del dormitorio. Lucía, con el teléfono en la mano y el corazón latiéndole un poco más rápido de lo normal, revisaba su bandeja de mensajes. Ahí estaba él: Maxi, con ese comentario que la había hecho sonreír a escondidas durante la semana. "Es perfecto", pensó, ignorando el cosquilleo de culpa que se mezclaba con la emoción prohibida. No era un amigo, no era de Rosario; solo un desconocido con ojos que prometían travesuras. Miró a León, que fingía leer el diario en la cama, pero sus ojos la devoraban en secreto —especialmente cuando ella se movía, acentuando esas piernas que lo enloquecían. "¿Listo para el juego?", le preguntó ella, con voz ronca por la anticipación.
Él asintió, conteniendo la sonrisa que amenazaba con delatarlo. "Elegí a este, amor. Maxi. Vamos a ver qué pasa...". Abrió el chat, sus dedos temblando ligeramente sobre la pantalla mientras tecleaba el primer "hola". El anzuelo estaba tendido, y el pez —ella misma— acababa de morder.



El primer "hola" de Lucía fue como un soplo de brisa rosarina en una noche de calor: tímido, juguetón, pero cargado de esa electricidad que precede a la tormenta. Hola, Maxi. Gracias por el comentario, me sacaste una sonrisa. ¿De Buenos Aires vos? Contame un poco de tu vida por allá. León, desde su teléfono secundario —el que usaba solo para esto, escondido en el cajón de la mesita de noche—, sonrió en la penumbra del living. Sus dedos volaron sobre la pantalla, tejiendo la respuesta como un seductor nato: Sí, porteño de pura cepa, pero con ganas de escaparme a Santa Fe por una rubia como vos. Trabajo en un gym, nada glamoroso, pero me mantiene en forma. ¿Y vos? ¿Qué hace una diosa como Lucía en Rosario?.
Ella accedió a las reglas del juego con esa mezcla de nervios y excitación que lo ponía duro solo de verla morderse el labio. "Te voy a contar todo, amor", le prometió esa noche, acurrucada en el sofá con las piernas sobre su regazo, mientras el aroma a choripán de la parrilla vecina se colaba por la ventana. "Lo que hablemos, palabra por palabra. Y si la cosa sube de tono... te lo digo al instante, para que lo vivamos juntos". León la besó en la sien, su mano deslizándose posesiva por su muslo, pero en su mente ya bullía el plan: él sería testigo de todo, desde ambos lados del cristal.
Los primeros días fueron un vals inocente, como esos mates compartidos en la costanera donde el agua del Paraná lame las piedras sin prisa. Lucía le contaba a León fragmentos de las charlas al atardecer, con la voz ligera y los ojos brillantes por el sol poniente. "Nada nuevo, amor. Solo preguntas tontas: de dónde soy, qué música escucho, si me gusta el fútbol. Me dice que soy linda, obvio, pero es lo mismo de siempre. Casi no hablamos, en serio". Y León asentía, fingiendo desinterés mientras sorbía su café, pero en secreto releía los mensajes en la app oculta. Me encanta cómo sonreís en esa foto de la playa, Lucía. Apuesto a que tenés un cuerpo que quita el aliento. ¿Vas mucho al río?, había escrito él como Maxi, y ella respondió con un emoji de guiño y un Sí, es mi terapia. ¿Y vos, qué hacés para relajarte?. Charlas comunes, vidas entretejidas como hilos sueltos: él inventaba anécdotas de gimnasios porteños y noches en Palermo, ella compartía risas sobre el caos del bondi en Rosario y sus sueños de viajar a Europa. Todo era cierto, en el fondo —porque León conocía cada curva de su alma, cada peca en su piel—, pero envuelto en el velo de lo desconocido que hacía que su pulso se acelerara.
Pasaban los días, y el juego se colaba en las grietas de su rutina como el humo de un asado que impregna la ropa. Mañanas de mate en la cama, donde Lucía chequeaba el teléfono con disimulo; tardes en el trabajo, donde un pitido la hacía sonrojar tras el escritorio; noches en que León la tomaba con más urgencia, imaginando las palabras que ella no le contaba del todo. Porque las cosas empezaban a cambiar, sutil al principio, como el calor que sube del asfalto en enero. Un comentario fuera de lugar aquí, una insinuación zarpada allá. Joder, Lucía, con esa remera ajustada en tu última foto... ¿siempre te queda así de perfecta? Me imagino lo que hay debajo, tecleó Maxi una tarde, y ella respondió con un Jajaja, gracias... pero shh, no seas malo. Al día siguiente: ¿Alguna vez pensaste en un porteño robándote un beso en el puente? Solo digo.... Lucía se rio sola en el baño del laburo, el espejo empañado por el vapor de su excitación creciente, y contestó: Tal vez... si es el beso correcto.
Pero a León, en la cama compartida, le llegaba solo el eco diluido. "Nada nuevo, amor", murmuraba ella mientras se quitaba la ropa, su piel aún tibia por el día. "Lo mismo de siempre: me pregunta por mi familia, le cuento de mis hermanos. Casi no hablamos, en serio. Es simpático, pero nada más". Y León la abrazaba, su erección presionando contra su vientre, mientras en su mente desfilaban las líneas que ella omitía: los corazones en los emojis, las pausas largas antes de responder, el modo en que sus dedos se demoraban en la pantalla como si tocaran algo prohibido. Él veía todo —el chat ardiendo en su teléfono oculto—, y el contraste lo volvía loco de deseo y celos retorcidos. Cada "me hacés pensar cosas, rubia" que Maxi soltaba era un dardo que León lanzaba y recibía al mismo tiempo, viendo cómo Lucía se retorcía un poco más en su asiento, cómo sus pezones se endurecían bajo la blusa al leerlo. Las conversaciones subían de tono como el nivel del río en tormenta: de lo cotidiano a lo sugerente, de "qué linda sos" a "me muero por saber cómo gemís tu nombre". Y ella, con esa sonrisa culpable, seguía minimizando: "Lo mismo de siempre, León. Casi no hablamos".
Pero él sabía la verdad. Y esa verdad, caliente como un hierro al rojo, empezaba a quemar las barreras entre el juego y la realidad.






Los días se estiraban como chicles en el calor rosarino, pegajosos y dulces, pero con un filo que cortaba la piel. Lucía y León seguían su rutina: mates en la mañana con el sol colándose por las rendijas de la persiana, besos que sabían a yerba y promesas; tardes en que ella fingía concentrarse en el trabajo mientras el teléfono vibraba como un secreto culpable en su bolsillo; noches en que él la penetraba con una urgencia nueva, casi furiosa, como si quisiera reclamar lo que el chat le robaba pedazo a pedazo. Pero las conversaciones con "Maxi" ya no eran un vals inocente. Habían mutado, como el río que de repente crece y arrastra todo a su paso: de coqueteos suaves a roleplays que dejaban a Lucía jadeante, con las bragas empapadas y los dedos temblando sobre la pantalla. Fantasías a futuro, escenarios donde él la convertía en su puta, en un objeto de placer crudo y sin filtros, roles que con León nunca había explorado —nada de ternura envuelta en risas, sino sumisión pura, degradante y deliciosa, que la hacía correrse sola en la ducha, mordiéndose el puño para no gritar su nombre falso.
Y mientras tanto, a él le contaba mentiras piadosas, envueltas en indiferencia. "No, ni hablamos hoy, amor", decía una noche, mientras cenaban milanesas con puré en la cocina chiquita de Pichincha, el vapor subiendo como sus mentiras. "Me aburre un poco, la verdad. Es el mismo de siempre, preguntas boludas. Mejor contame de tu día en el gym". León masticaba despacio, sus ojos clavados en los labios de ella —esos labios que horas antes habían tecleado respuestas que lo ponían de rodillas—, y asentía con una sonrisa tensa. "Está bien, mi reina. Si te cansa, lo cortamos". Pero no lo cortaban. Él lo avivaba todo, desde la sombra de Maxi, sabiendo que cada palabra era un lazo que la ataba más fuerte a su propia lujuria reprimida.
En realidad, las charlas eran crudas, viscerales, como un asado sin condimentos: carne pura, sudor y fuego. Roleplays que empezaban inocentes y terminaban en promesas de cogidas brutales, donde Lucía se dejaba llevar por un lado oscuro que la sorprendía a ella misma. Disfrutaba poniéndose en ese rol de puta, de objeto desechable, gimiendo en voz baja mientras imaginaba sus manos —las de Maxi, no las de León— usándola sin piedad. Era algo que nunca había probado con su novio: la degradación que la hacía sentir viva, expuesta, deseada de un modo animal. Y León lo veía todo, palabra por palabra, su polla endureciéndose en el pantalón mientras leía cómo ella se rendía.
Una tarde de esas, con el Paraná brillando bajo un sol implacable y Lucía escondida en el baño del trabajo —la puerta con traba, el espejo empañado por su aliento agitado—, el chat explotó en un roleplay que la dejó temblando. Maxi —León, con el corazón latiéndole en la garganta— había empezado suave, como siempre, pero el anzuelo mordió hondo.
Maxi: Mmm, sí... vas a venir a mi casa... cuando no estés atenta me voy a poner atrás tuyo y sin decir nada apoyarte la pija gorda en el culito mientras te beso el cuello... hasta que te mojes como una puta. Ahí simplemente voy a sacar mi pija enorme y hacértela comer hasta que ruegues como una puta que te coja... y sí, voy a cogerte... como una puta, como a la peor de las putas... hasta que vayas a casa completamente llena de lechita.
Lucía se mordió el labio hasta que dolió, sus muslos apretándose bajo la falda mientras leía. El baño olía a jabón barato y a su propia excitación, un aroma almizclado que la traicionaba. Sus dedos volaron, traidores y ansiosos, respondiendo desde ese lugar prohibido que León nunca había tocado.
Lucía: Dios, Maxi... sí, por favor. Me encanta cuando me hablás así, como si fuera tuya para romperme. Imaginate que ya estoy ahí, de rodillas, con la boca abierta rogando por esa pija enorme. Chupala hasta que me ahogue, usame la garganta como querás. Y después... cogeme el culo, haceme tu puta sucia, llename hasta que chorree y tenga que caminar de vuelta a casa con tus ganas goteando por mis piernas. No pares, decime más....
El intercambio siguió, crudo y sin pausas: él describiendo cómo la ataría al cabecero, cómo la azotaría hasta dejar marcas rojas en su piel pecosa, cómo la follaría contra la pared hasta que gritara "soy tu puta, solo tuya". Ella, perdida en el rol, respondía con detalles que lo dejaban sin aliento —"Sí, papi, rompeme el orto, haceme sentir como la zorra que soy, que mi novio nunca me vio así"—, tocándose por encima de la ropa, el orgasmo llegando en oleadas silenciosas que la dejaban laxa contra la pileta. Era un disfrute nuevo, feroz, que la hacía cuestionar todo: ¿por qué con León era siempre suave, amoroso? ¿Por qué este desconocido la ponía tan salvaje?
Horas después, de vuelta en el departamento, Lucía se tiró en el sofá junto a él, con las mejillas aún sonrojadas y un brillo culpable en los ojos. León la miró de reojo, oliendo el fantasma de su placer en el aire. "¿Hablaste con él hoy?", preguntó casual, su mano en su rodilla subiendo despacio. Ella negó con la cabeza, besándolo para distraerlo. "No, amor. Ni un mensaje. Me aburre, en serio. Vení, mejor distraeme vos...". Y mientras se montaba en su regazo, moviéndose con una lentitud que lo volvía loco, León reprimía el rugido en su pecho. Sabía la verdad. Y esa noche, cuando la cogió con ternura —demasiado ternura, pensó él—, su mente estaba en otro lado: en cómo hacer que el juego cruzara la línea, que Maxi se volviera real, que ella rogara por él sin saber que ya lo hacía.


Las semanas se convirtieron en un torbellino de mentiras y éxtasis robados, un ciclo vicioso que León alimentaba con el veneno dulce de su propia creación. Cada noche, Lucía volvía a casa con el cuerpo marcado por el fantasma de las charlas —mejillas enrojecidas, pezones endurecidos bajo la blusa, un brillo húmedo en los ojos que él atribuía al deseo compartido—, y cada vez repetía el mantra: "No, amor, no hablamos más. Se enfrió todo, me aburre". Pero León lo sabía mejor. Desde la cuenta de Maxi, veía cómo ella se transformaba: ya no necesitaba ruegos ni anzuelos. Lucía se había convertido en su objeto completo, una puta ansiosa que iniciaba los roleplays con mensajes que lo dejaban jadeante en el baño del gym, la mano apretada alrededor de su polla mientras leía. Hoy me toqué pensando en vos, Maxi. Imaginate que estoy en tu cama, con las piernas abiertas, rogando que me rompas. Decime qué me harías primero.... Él respondía con crudeza, describiendo nudos en sus muñecas, mordidas en sus tetas hasta dejar moretones, folladas contra el vidrio de la ventana para que el mundo rosarino viera su sumisión. Y ella se entregaba, enviando audios de sus gemidos ahogados, fotos borrosas de sus dedos hundidos en su coño depilado, siempre más, siempre más puta.
Pero el primer punto clave —ese que rompió algo irreparable en el pecho de León— llegó sin aviso, como un rayo en la pampa. Habían pasado meses desde el inicio del juego, y él nunca, jamás, había conseguido una foto suya en algo más que un vestido inocente. Ni tanguitas atrevidas, ni lencería que insinuara lo que él ya conocía de memoria. Lucía era fuego en la cama, pero guardaba su cuerpo como un tesoro solo para él, con esa timidez que lo volvía loco de ternura y frustración. "Es nuestro, León", decía cuando insistía, besándolo para sellar el pacto. Pero ese día, un jueves de lluvia torrencial que azotaba las calles de Pichincha como lágrimas de culpa, el teléfono de Maxi vibró con un archivo adjunto. No lo había pedido. Ni una insinuación. Simplemente llegó: un video de Lucía, en su casa —su casa, la que compartían—, con una diminuta tanguita azul que él ni siquiera sabía que existía. Tela ceñida como una segunda piel, apenas un hilo perdido entre sus nalgas redondas, el color del cielo de octubre contrastando con su piel pecosa.
En el video, ella estaba en cuatro sobre la cama que él mismo había hecho esa mañana, el colchón hundido bajo su peso, las sábanas revueltas como testigos mudos. Bailaba —no con gracia de club, sino con la crudeza de una puta en celo—, moviendo las caderas en círculos lentos, el culo alzado hacia la cámara como una ofrenda. Sus manos subían por sus muslos, arañando la carne suave, hasta que una se coló bajo la tanga, frotando con urgencia mientras la otra sostenía el teléfono. "Mirá, Maxi... mirá lo que me hacés", gemía, la voz ronca y entrecortada, los rizos rubios pegados a la frente por el sudor. Se giraba un poco, abriendo las piernas para mostrarlo todo: el coño hinchado, reluciente de jugos, los labios mayores separados por sus dedos que entraban y salían con un sonido húmedo que el micrófono capturaba sin piedad. "Quiero ser cogida... por vos, por tu pija enorme. Vení y haceme tu puta, llename hasta que no pueda caminar. Por favor...". El video terminaba con un orgasmo que la sacudía entera, un grito ahogado que terminaba en sollozos, su cuerpo colapsando sobre las almohadas.
León lo vio tres veces, sentado en el borde de la cama, el corazón martilleando como un tambor de carnaval. Se calentó como nunca: la traición ardía en su estómago como un trago de fernet sin hielo, un pinchazo de celos que lo hacía sentir traicionado hasta los huesos. ¿Cómo podía mentirle así? ¿Cómo podía dar lo que él suplicaba a un fantasma? Pero la excitación fue un tsunami, su polla tan dura que dolía, la mano moviéndose sola mientras imaginaba ser Maxi de verdad, rompiéndola allí mismo. Se corrió con un gruñido animal, el semen salpicando la pantalla, borrando por un segundo su rostro falso. Esa noche, cuando ella llegó empapada por la lluvia, oliendo a tierra mojada y a algo más —a su propia culpa, quizás—, se acurrucó contra él en el sofá. "¿Hablaste con él hoy?", preguntó León, la voz neutra como un mate frío. "No, amor", mintió ella de nuevo, besándole el cuello con labios que horas antes habían formado promesas sucias. "No hablamos más. Mejor... distraeme vos". Y él la dejó, follándola con rabia contenida, pero en su mente el video giraba en loop.
Así pasaron las semanas: Lucía cada vez más puta con Maxi, un ciclo de envíos espontáneos —fotos de sus tetas marcadas por mordidas imaginarias, audios donde se corría gritando su nombre falso, roleplays donde rogaba ser usada como un juguete desechable—. Él ya ni pedía; ella actuaba, se ofrecía, se degradaba en formas que lo aterrorizaban y lo excitaban a partes iguales. Hasta que, inevitablemente, ella cruzó la línea. Maxi, no aguanto más. Venite a Rosario. Nos juntamos en un hotel en la costanera, solo una noche. Quiero sentirte de verdad, que me rompas como en las charlas. Por favor.... El mensaje aterrizó como una bomba, y León sintió el pánico subirle por la garganta. No quedaba otra. Bloqueó la cuenta esa misma tarde, un "lo siento, complicaciones" genérico que cortaba el hilo de un tijeretazo. Ella le escribió tres veces más, suplicando, pero el silencio fue su tumba.
Una mañana de esas, con el sol filtrándose perezoso por las cortinas y el aroma a café quemado en el aire, el primer punto de quiebre real llegó sin drama, solo con la crudeza de lo cotidiano. León se había quedado dormido en el sofá después de una noche de insomnio, el teléfono olvidado sobre el almohadón, la pantalla aún abierta en Facebook. La cuenta de Maxi, con sus fotos robadas y mensajes no leídos, parpadeaba como un secreto expuesto al sol. Lucía entró de puntillas, con una bandeja de tostadas y jugo, pero se detuvo en seco. Sus ojos se clavaron en la pantalla: el perfil, los ojos verdes que ahora reconocía como un filtro barato, los mensajes que ella misma había escrito. Todo encajó en un instante: el modo de hablar, esas frases que le sonaban a León disfrazado de porteño, las fantasías que rozaban justo los bordes de lo que él le susurraba en la cama. No había Maxi. Nunca lo hubo. Era él. Todo el tiempo. Él sabía sus mentiras, sus roleplays sucios, el video de la tanguita azul que ahora lo avergonzaba como un tatuaje indeleble.
León se despertó con su mirada clavada en él, no de furia, sino de algo peor: comprensión cruda, expuesta. "¿Eras vos?", murmuró ella, la voz un hilo tembloroso, el teléfono cayendo de su mano con un golpe sordo. Él no pudo mentir. Asintió, el rostro ardiendo, el deseo y la culpa enredados en su pecho. "Desde el principio, Lucía. Quería verte así... libre. Pero no pensé que...". Ella lo interrumpió, sentándose a su lado con una lentitud que dolía, sus manos en las rodillas de él como anclas. No gritó. No huyó. Solo se excusó, con una sonrisa torcida que era mitad verdad, mitad salvavidas. "Yo... lo sabía, León. O lo intuía. Tu modo de hablar, esas cosas que decías como Maxi... eran tuyas, de vos. Por eso lo hice, ¿entendés? Sino nunca me hubiera animado. Nunca te hubiera mandado ese video, ni rogado así. Era para vos, todo el tiempo. Solo... necesitaba el disfraz para ser esa puta que querías".
Se miraron en silencio, el aire cargado de lo no dicho: la traición mutua, el deseo que los había unido y casi los rompe. Él la atrajo hacia sí, besándola con una urgencia que borraba las líneas entre juego y realidad, sus manos encontrando la curva de su culo como si recordaran el video. "Sos mía, Lucía. Siempre lo fuiste". Y ella, con un gemido que era rendición, se montó en él allí mismo, en el sofá, moviéndose como en el baile prohibido. "Sí... y ahora lo sabés de verdad". El susurro virtual se había hecho carne, y en las calles de Rosario, el Paraná seguía fluyendo, indiferente a los secretos que se deshacían en el amanecer.
Fin.
¿Y ahora qué, lector? ¿Creés que Lucía realmente intuía que era León todo el tiempo, soltándose como una puta en celo solo para él? ¿O fue una excusa caliente para no admitir que el juego la tenía adicta, rogando por más sin importarle el disfraz? Decime en los comentarios abajo: ¿qué les pareció este torbellino de mentiras y gemidos? ¿Los dejó con la piel erizada y las ganas a flor de piel? Si querés más relatos así —con twists sucios, roleplays que queman y finales que dejan la cabeza dando vueltas—, manden un MP directo. ¡Cuéntenme sus fantasías, pidan secuelas o compartan que creen que paso , si lo sabia o no...o que hubiera pasado si hubiera sido otra persona y no uan cuenta fake..o...sera solo con el que hablo o...habia otros mas que el no sabia?

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