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La sombra de la duda Cap 1

La sombra de la duda Cap 1


Capítulo 1: El Monumento


El zumbido de los tubos fluorescentes es la banda sonora de mi vida. Un zumbido constante, bajo, que se mete por los oídos y anida en el cerebro hasta que dejás de escucharlo, pero sabés que sigue ahí, como un parásito invisible. Ese es el sonido de mi trabajo. El olor es una mezcla de café recalentado por octava vez, el químico del limpiador de pisos y la leve desesperación que emana de cuarenta cuerpos sentados en cubículos idénticos. Miro la pantalla. Números. Planillas de Excel que se extienden hasta el infinito. Copiar, pegar, verificar, enviar. Mi vida se mide en celdas y fórmulas que nunca fallan, un universo predecible y gris que paga las cuentas. Ocho horas al día, cinco días a la semana. Un autómata con traje barato y corbata aflojada.


A veces, entre el clic-clic-clic incesante de los teclados, mi mente se escapa. Pienso en Mateo, mi pibe. Tiene nueve años y una cabeza que es una esponja. El otro día me salió con una pregunta sobre los agujeros negros que me dejó pedaleando en el aire. Tuve que buscar en Google para no quedar como un boludo. Verlo hacer la tarea, concentrado con la lengua apenas asomando por la comisura de los labios, es uno de esos pequeños faros que me guían en la niebla. Es la prueba de que algo bueno, algo puro, salió de mí. Él es mi cable a tierra, mi ancla a un mundo de lógica y curiosidad.


Pero si Mateo es mi ancla, Laura… Laura es mi cielo y mi infierno, mi tormenta y mi calma. Ella es la razón por la que soporto el zumbido de los fluorescentes y el olor a café quemado. Cada mango que gano en este purgatorio de oficina tiene un solo propósito: construir un dique, por más precario que sea, para protegerla del mundo, para que ella pueda florecer. Todo se reduce a ella. Mi universo entero orbita alrededor de un sol de un metro sesenta con el pelo teñido de un rubio que a veces le queda un poco anaranjado en las raíces. Y me encanta. Me encanta cada jodido detalle imperfecto de ella.


Ella no está atrapada en un cubículo. Laura es un caos de creatividad y olfato para los negocios. Vende ropa por redes sociales. Tiene una página con miles de seguidoras que confían en su gusto. Una vez por semana, se toma el tren y se va para Avellaneda, a ese infierno encantador de Flores. Me lo describe cuando vuelve, cansada pero con los ojos brillantes. El griterío de los vendedores, el regateo, el olor a tela nueva mezclado con el humo de algún puesto de choripanes, el mar de gente empujándose en los locales mayoristas. Ella se mueve en ese quilombo como un pez en el agua, con una sonrisa pícara, encontrando tesoros entre montañas de ropa barata que después, en su cuerpo o en una foto bien sacada, parecen de alta costura. Vuelve con los bolsos cargados y la energía a mil. Esa es mi mujer. Una buscavida, una leona.


Y yo… yo estoy loco por ella. Es una locura que no se calma con los años, al contrario, se hace más profunda, más desesperada. La amo por su risa, por su inteligencia para la vida, por cómo cuida a Mateo. Pero si soy brutalmente honesto conmigo mismo, hay una parte de mí, una parte primitiva y animal, que está esclavizada por su cuerpo. Específicamente, por su culo.
Dios mío, el culo de Laura.


No es una simple descripción física. Es un evento. Una declaración. Mide un metro sesenta, es delgada, con unas tetas medianas y firmes que me caben perfectas en la mano. Pero todo el poder, toda la magia, reside en ese par de nalgas que desafían la gravedad. Un culo bien parado, redondo, respingón. Un monumento a la feminidad esculpido por los mismos dioses del deseo. Es mi tesoro más preciado, mi brújula, mi religión. Hundir la cara ahí, sentir la suavidad de su piel, aspirar su olor… es volver a casa. Es el único lugar donde el zumbido de la oficina desaparece por completo.


Me vuelve loco verla caminar. Sobre todo con la ropa que usa. Calzas que parecen pintadas sobre su piel, jeans ajustados que luchan una batalla perdida por contener tanta gloria, vestiditos cortos que, al menor descuido, regalan una visión del paraíso. Cada paso es una sinfonía. Un meneo sutil, un balanceo que hipnotiza. A veces, cuando caminamos por la calle, veo cómo otros hombres la miran. No puedo culparlos. Yo haría lo mismo. Siento una punzada de celos, sí, pero es superada por un orgullo inmenso. Ese monumento, ese espectáculo de la naturaleza, duerme en mi cama todas las noches. Ese culo es mío.


Y hay días. Días específicos en la semana en que la bestia se despierta. Llego a casa, abro la puerta y el aire se siente diferente. El olor de la milanesa friéndose en la cocina es el mismo, el sonido de la tele con los dibujitos de Mateo es el mismo, pero hay una corriente eléctrica subterránea. La conozco. Después de tantos años, la siento en la piel. Y la veo en ella. No es algo obvio. Es la forma en que se mueve. Anda con el culo más levantado de lo normal, como si sus caderas tuvieran vida propia. Se agacha a buscar algo en la heladera y se queda un segundo de más en esa posición. Camina por el pasillo y siento su mirada de reojo, cargada de una promesa silenciosa. Es un llamado. Una invitación a la que es imposible negarse. En esos momentos, siento que la saliva se me espesa en la boca. Empiezo a babear por dentro, como un perro de Pavlov escuchando la campana. La cena se convierte en una tortura, una formalidad insoportable que me separa de lo único que importa.


Esta noche fue una de esas noches.
Desde que llegué, lo supe. Estaba ahí, en la curva de su sonrisa mientras me preguntaba por mi día. Estaba en el brillo de sus ojos cuando le servía la comida a Mateo. Y sobre todo, estaba en el vaivén de sus caderas mientras levantaba los platos. Cada movimiento era un susurro: esperame.
La cena terminó. Mateo se fue a su cuarto a leer. El ritual de siempre. Lavar los platos, ordenar un poco. Pero mis manos temblaban ligeramente. Mi mente ya no estaba en la cocina, estaba en nuestro cuarto. Me excusé diciendo que estaba muerto de cansancio. Una mentira a medias. Estaba muerto, sí, pero de ganas. Una ducha rápida, el agua caliente apenas registrándose en mi piel. Me sequé, me puse un pantalón de pijama suelto y me metí en la cama. A esperar. El sonido del agua de su propia ducha era la música más dulce, el preludio de la ópera que estaba por comenzar.
La puerta del baño se abrió. Y ahí estaba ella.


Se había puesto su pijama de batalla. Un shorcito de algodón gris, tan corto y suelto que era una ofensa, una invitación al crimen. No se le ajustaba, pero no importaba. El volumen de su culo era tal que la tela se tensaba en la parte de arriba y caía como una cortina sobre el resto, creando una sombra que mi imaginación se dedicó a explorar con lujo de detalles. Arriba, un topcito blanco, simple, sin corpiño. Sus pechos se marcaban, dos botones firmes y orgullosos. Y su cara… esa sonrisa única, una mezcla de inocencia y perversión que solo me dedicaba a mí.


Vino hacia la cama, sin prisa. Cada paso era medido, consciente del efecto que causaba en mí. Se metió bajo las sábanas y me abrazó. Su piel olía a jabón y a ella, una combinación letal. El calor de su cuerpo me envolvió y, sin mediar palabra, se puso encima mío.


El mundo se redujo a nosotros dos. La besé con la desesperación de un náufrago. Mis labios devoraban los suyos, luego bajaban a su cuello, mordisqueando, lamiendo. Ella respondía con pequeños sonidos de placer, gemidos ahogados contra mi piel que eran como combustible para mi fuego. Mis manos, que al principio la sostenían por la cintura, se deslizaron hacia abajo, impacientes. Habían llegado a casa. Mi tesoro más preciado. Ese par de nalgotas celestiales.


Con ambas manos bien abiertas, le apreté aquel culazo maravilloso. Apreté con fuerza, hundiendo mis dedos en su carne firme y suave. Su espalda se arqueó al instante, y un gemido más claro escapó de su garganta. Su carita, ahora a centímetros de la mía, estaba transfigurada por la excitación. Los ojos cerrados, los labios entreabiertos. Le encantaba. Sabía que le encantaba.
Pero mis manos querían más. No se conformaban con la superficie. Deslicé los dedos por debajo del borde elástico de su shorcito. La tela holgada fue una bendición, una puerta abierta sin cerradura. Invadí su cuerpo sin pedir permiso. Su piel ardía. Mis dedos exploraron la curva inferior de sus nalgas y luego se aventuraron hacia el centro, hacia el calor húmedo que emanaba de ella. Ya estaba mojadita, empapada para mí. Podía sentir sus gemidos vibrando en todo su cuerpo cuando la punta de mi dedo corazón rozó su concha. La tenía a mil.


Se apartó bruscamente, dejándome con el corazón en la boca. Se arrodilló sobre la cama y, con una agilidad felina, se quitó el top y el short. Quedó desnuda, iluminada por la luz tenue del velador, una diosa pagana en mi altar de sábanas revueltas. Mientras ella hacía eso, yo me deshice de mi pantalón con una torpeza desesperada. Cuando terminé de sacármelo, ella ya se venía encima de nuevo.


Solita, sin que yo la guiara, se acomodó. Tomó mi pija ya dura como una piedra y lo alineó con la entrada a su paraíso. Y entonces, mirándome fijamente a los ojos, se fue clavando. Lentamente. Milímetro a milímetro. Veía cómo se mordía el labio inferior, conteniendo la respiración, disfrutando cada instante de la invasión. Sentí cómo sus paredes internas me recibían, calientes y apretadas. Cuando entró toda, descansó un minuto, con su pecho subiendo y bajando agitadamente. Luego, una sonrisa lenta se dibujó en sus labios y empezó su movimiento. Ese movimiento que me volvía loco. Un vaivén lento, circular, torturante y glorioso.


Poco después, giró sobre sí misma. Se volteó, dándome la espalda y una vista que debería estar en un museo. Su culo, ese monumento perfecto, rebotando encima de mí con cada empuje. Era una maravilla sentir el roce y ver, al mismo tiempo, cómo se contraía y se relajaba, cómo su piel temblaba. Veía cómo nuestros fluidos se combinaban en uno solo, brillando bajo la luz, un hilo plateado que nos unía. Era demasiado. La visión, la sensación, el sonido de sus jadeos… No aguanté más. La quería en cuatro.


La empujé suavemente por los hombros. Ella entendió al instante. El lenguaje de nuestros cuerpos era más elocuente que cualquier palabra. Se apoyó sobre sus manos y rodillas, ofreciéndome la vista más espectacular del universo. Ese culo perfecto, levantado, llamándome. Me puse detrás de ella. Jugué un rato con mis dedos en su entrada, ahora más húmeda y abierta. Ella movía las caderas hacia atrás, buscando más. Y lentamente, la fui penetrando de nuevo.
Giró su carita para mirarme por encima del hombro. Ver su rostro delicioso, sonrojado por el placer y el esfuerzo, mientras se la metía, fue una maravilla. Sus ojos me decían todo lo que necesitaba saber. Se la clavé hasta el fondo, con una sola embestida poderosa. Un grito ahogado salió de su boca. Intentaba morder la almohada para no despertar a nuestro hijo, pero la batalla estaba perdida. Yo estaba ido, y ella también.


Después de varias embestidas brutales, rítmicas, primitivas, no pudimos aguantar más. La contención se hizo añicos.
—Sí… ¡qué rico, papi! —susurró con la voz rota—. Soy tuya… ¡Rompeme toda!
Sus palabras. Esas palabras tan ricas, tan sucias y tan perfectas, fueron mi perdición. El dique se rompió. Justo antes de eyacular, en un último acto de control, se la saqué. Y le eché toda mi leche sobre su culazo.
Qué imagen. Qué jodida obra de arte. Ver ese culo glorioso, rojo por mis palmadas, cubierto de mi leche espesa y caliente. Ver cómo goteaba lentamente por sus muslos. Levanté la vista y me encontré con sus ojos. Giró de nuevo, sentándose sobre sus talones, y vi su carita. Se relamía los labios, con una expresión de puro placer y satisfacción. Nos miramos en silencio por un largo rato, con la respiración agitada, rodeados por el olor a sexo. No hacían falta palabras.


Luego, el cansancio nos venció. Se acurrucó a mi lado, poniendo su cabeza en mi pecho. La abracé, sintiendo el peso de su culo perfecto contra mi pierna. Y así, con el eco de sus gemidos todavía en mis oídos y la imagen de su cuerpo grabado a fuego en mis retinas, quedamos profundamente dormidos. El zumbido de la oficina, por fin, se había extinguido.


Continuara...

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