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134📑La Sobrina Caliente

134📑La Sobrina Caliente

La lluvia golpeaba el tejado cuando llegó. Se llamaba Julieta, tenía 22 años y un cuerpo que parecía esculpido a mano: curvas generosas, cintura de avispa, piel dorada, labios carnosos, y una mirada que no pedía permiso. Era la sobrina de Laura, la esposa de Ernesto, y venía a pasar unas semanas mientras encontraba dónde vivir en la ciudad.

Desde el primer momento, Ernesto sintió el golpe del deseo como un martillazo en el pecho. Julieta llevaba unos jeans rotos que parecían pintados en su cuerpo, una remera corta que dejaba ver parte de sus pechos sin sostén y un aroma a shampoo dulce que lo perseguía por toda la casa.

—Gracias por recibirme —dijo con una sonrisa —. Prometo no dar problemas… a menos que quieran problemas —y le guiñó el ojo a Ernesto.

Esa primera noche, Ernesto no durmió. Se la imaginó de mil maneras. En toalla. En su cama. Desnuda. Encima suyo. Su esposa dormía a su lado, pero él no pensaba en nadie más que en la sobrina caliente.

Los días pasaron y Julieta se mostraba cada vez más desinhibida. Cruzaba por la casa en bombacha y musculosa, se agachaba frente a él para recoger cosas dejando a la vista sus nalgas redondas y sin pudor alguno le decía:

—¿Te incomoda cómo me visto? Es que en casa estoy acostumbrada a andar suelta…

Una tarde de calor sofocante, Ernesto volvió temprano del trabajo. Laura no estaba. Y Julieta salía del baño envuelta apenas en una toalla pequeña, mojada, con gotas deslizándose entre sus pechos firmes.

—Uy... no sabía que estabas en casa —dijo con una sonrisa pícara.

—Llegué recién —respondió él, con la mirada fija en sus muslos húmedos.

—Entonces… —se acercó— ¿por qué no me ayudás a secarme?

Sin esperar respuesta, tomó su mano y la guió hasta su cadera. La toalla cayó al suelo como una hoja. Estaba completamente desnuda. Su piel ardía, su vagina depilada, brillante, y el vello de su nuca húmedo por el vapor del baño.

—Hace días que noto cómo me mirás, Ernesto… no me digas que no lo pensaste —susurró, tomándole la mano y llevándosela entre las piernas.

Él se rindió. Ya no había espacio para la culpa. La besó con desesperación, la alzó con fuerza y la apoyó contra la pared caliente del pasillo. Julieta lo rodeó con sus piernas y comenzó a frotarse contra su pene duro a través del pantalón.

—Sacátelo, quiero sentirlo ya —gimió, mordiéndole el cuello—. Quiero ver si mi tía eligió bien.

Ernesto bajó el cierre, liberando su pija palpitante. Julieta la tomó con las dos manos y la devoró, arrodillándose sin pausa, como si lo necesitara para respirar. Lo lamió entero, le escupió la punta, lo envolvió con sus labios y lo succionó con ansias de puta entrenada. Luego se incorporó, se dio vuelta y apoyó las manos contra la pared.

—Tomame así, como un animal —le dijo—. Como si fuera solo tuya…

Él le metio la pija en la concha de una estocada, hundiéndose hasta el fondo, haciéndola gemir con fuerza. Las embestidas fueron salvajes, húmedas, sin pausa. Julieta se venía una y otra vez, mientras él la sujetaba del pelo, de las tetas, golpeando sus nalgas. Cambiaron de posición: la puso sobre la mesa del comedor, la tomó en cuatro, le llenó el rostro de succión y la hizo gritar como nunca antes.

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Cuando terminó, ella jadeaba como una loba satisfecha.

—Decime la verdad, tío… —susurró con una sonrisa sucia— ¿quién te la chupa mejor, yo o mi tía?

Ernesto solo sonrió, exhausto, mientras ella se acomodaba el cabello y volvía a su cuarto como si nada hubiera pasado.
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El domingo amaneció lento, caluroso, pegajoso. Ernesto se sentó a la mesa, con el café en la mano y los ojos aún pesados de culpa... y deseo. Laura preparaba el desayuno de espaldas, ajena a lo que pasaba justo detrás de ella.

Julieta apareció en la cocina con un mini short gris, tan apretado que parecía pintado, y una musculosa sin sostén. Se estiró frente a él, fingiendo bostezar. El ombligo al aire. Las tetas bamboleando apenas bajo la tela fina. Su sonrisa traviesa, como una bomba silenciosa.

Laura, de espaldas, no la veía.

Julieta se apoyó contra el marco de la puerta y bajó lentamente el short, como si se acomodara la ropa. Pero lo hizo despacio, muy despacio, hasta que sus nalgas quedaron completamente al aire. Sin bombacha. Ernesto casi deja caer la taza.

—Uy, se me metió el short —dijo ella, mordiéndose el labio y sacudiendo el culo frente a él—. ¿Podés creerlo?

Ernesto no respondió. La mirada clavada en esas dos nalgas firmes, redondas, perfectas, blancas y provocativas como un pecado a punto de estallar.

—¿Estás bien, amor? —preguntó Laura, sin darse vuelta.

—Sí… sí… solo estaba mirando… el azúcar —balbuceó él, tragando saliva.

Julieta se fue del comedor con una risita baja. Antes de subir las escaleras, se giró y le mandó un beso con los dedos. Él ya estaba sudando, excitado, luchando por mantener el control.

Más tarde, mientras Laura se arreglaba para ir a la iglesia, Ernesto tomó su decisión. Fingió dolor de estómago, cara de enfermo y un suspiro largo de hombre vencido.

—Amor, mejor andá vos. Me quedo en cama. Debe ser algo que comí anoche…

—¿Querés que me quede?

—No, no… voy a dormir un rato.

Apenas Laura cerró la puerta, Ernesto se levantó de un salto. Caminó hacia el pasillo y ahí estaba Julieta, sentada en el sofá con las piernas cruzadas.

—¿Ya se fue la santa? —preguntó ella, divertida.

—Sí… —dijo él, mirándola con hambre.

—Entonces vení… que hoy quiero confesarte mis pecados. Desnudandose frente a él. 
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Ernesto no aguantó más. Se lanzó sobre ella con una fuerza brutal. La besó como si la necesitara para respirar, y ella respondió con pasión salvaje. Lo desnudó con desesperación, le sacó la ropa y se arrodilló frente a él, devorándo su pija con la boca caliente y húmeda.

—Mmm… esto es lo que merezco cada domingo —dijo, chupándolo con intensidad—. No sermones, no oraciones… solo esto.

Después lo hizo recostarse. Se subió encima como una diosa pagana. Se lo metio en la concha y lo cabalgó lento, profundo, girando la cadera, apretando sus tetas contra su pecho, jadeando al oído:

—Decime que soy mejor que tu esposa. Decímelo.

—Sos... una maldita diosa —gimió él.

—¿Y sabés qué? Quiero más. Quiero que me lo des todo.

Lo hizo levantarse, se inclinó sobre el sofá, le abrió el culo con las manos y le susurró:

—Ahora tomame por atrás… como un hombre de verdad.

Él obedeció. La penetró por el culo, con fuerza, haciéndola gemir como una perra en celo. Julieta se aferraba al sofá mientras él le embestía sin piedad, hasta que los dos acabaron con gritos contenidos por miedo a ser oídos.
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Después del clímax, Julieta se recostó sobre él y dijo, riendo:

—¿Ves lo que te estabas perdiendo cada domingo?


El vapor salía del baño como una promesa húmeda. Ernesto pasó por el pasillo y escuchó el sonido del agua golpeando el azulejo, los gemidos suaves, la ducha corriendo... y supo que era ella: Julieta, la que se le había metido entre las piernas y en la cabeza.

Abajo, Laura cocinaba. El olor del guiso llenaba la casa. Música cristiana sonaba de fondo.

Ernesto no lo pensó dos veces.

Empujó suavemente la puerta del baño. El vapor le nubló la vista. Julieta estaba de espaldas, bajo el agua caliente, con el cabello empapado cayéndole por la espalda. Tenía el cuerpo, mojado, brillante, la piel erizada por el contraste del calor. Se pasaba las manos por los pechos, enjabonándolos con lentitud, con los ojos cerrados.

Él cerró la puerta tras de sí. Sin palabras.

Ella se dio vuelta, sorprendida, pero no asustada.

—¿Te perdiste, Tío? —susurró, mordiéndose el labio.

Ernesto ya estaba desnudo. Tenía la pija dura, palpitando, apuntando hacia ella. La necesidad lo consumía.

—No podía esperar más, necesito meterte la pija —dijo él, entrando bajo el agua.

La besó contra la pared, con furia. Sus lenguas se mezclaron con el sabor del jabón. Sus manos la recorrieron entera, desde las tetas, hasta la concha, mientras ella lo acariciaba por debajo, pidiéndolo sin hablar.

—¿Y si mi tía sube? —preguntó Julieta con la voz jadeante.

—Entonces será mejor que grites bajito —dijo él, levantándola de un solo movimiento.

La apoyó contra la cerámica fría, y la penetró su concha con fuerza. Ella enredó las piernas a su cintura y se mordía el hombro para no gritar. Cada embestida era húmeda, brutal, arriesgada. El agua resbalaba por sus cuerpos como aceite caliente.

—¿Esto querías, maldita puta? —le decía él al oído— ¿Ponerme loco? ¿Hacerme romperte contra la pared?

—Sí… sí, eso quiero tío. Usame… Haceme tuya.
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Se giraron. Ella apoyó las manos en la pared, arqueando la espalda. Él la tomó por detrás, apretando sus caderas, dominándola mientras el vapor los envolvía como una nube de pecado.

Luego se arrodilló, la hizo girar, y empezó a lamerle la vagina con hambre. Julieta se apoyó con una mano en el grifo y la otra en su cabeza, gimiendo bajito, temblando de placer.

—Dios tio… no pares, no pares… —suplicaba.

Él la volvió a penetrar, esta vez por el culo. Julieta abrió más las nalgas y lo recibió como una experta, jadeando, empapada de agua y deseo.

Cuando él estuvo a punto de explotar, ella se arrodilló frente a él, le tomó la pija con ambas manos y lo mamó con fuerza, tragando cada gota.

Después, se quedaron unos segundos abrazados bajo el agua.

—¿Te das cuenta que esto no va a parar? —dijo ella, besándolo en el pecho.

—No quiero que pare —respondió él, acariciándole el pelo.

Desde la cocina, se escuchó la voz de Laura llamando:

—¡Amor! ¿Estás en el baño?

Ernesto apretó los dientes, se secó rápido, y salió por la puerta.

Julieta se quedó en la ducha, sonriendo, sabiendo que ya lo tenía en la palma de su mano.


La maleta estaba junto a la puerta. Julieta la cerró con suavidad y se detuvo un segundo a mirar la casa. Esa casa que la había acogido durante semanas y que ahora iba a dejar atrás, pero no sin dejar una marca… y no solo en las sábanas.

Laura se acercó, la abrazó con sinceridad.

—Gracias por venir, sobri. Esta siempre será tu casa.
—Gracias a vos, tía, por recibirme. Me hiciste sentir en familia.

Ernesto, a unos metros, fingía leer el periódico. No decía nada, pero el cuerpo tenso lo delataba. Julieta se le acercó, sonrió con picardía.

—Y a vos, tío… gracias por tratarme tan bien. Fuiste un excelente… anfitrión.

Laura salió poco después a hacer unas compras para la cena de despedida. Quería cocinar algo especial. Nunca imaginó que el verdadero plato fuerte sería servido en su ausencia.


Pasaron unos minutos.

Ernesto estaba en su cuarto, mirando por la ventana, distraído. La puerta se abrió sin aviso. Julieta entró despacio, descalza, con una blusa ligera y sin sostén. Se apoyó en el marco y lo miró.

—¿Esperabas que me fuera sin despedirme de verdad?

Ernesto no dijo nada. Pero su cuerpo sí.

Ella se acercó, cerró la puerta, y se sentó en la cama, cruzando las piernas con deliberada lentitud. Luego se inclinó hacia él, besándole el cuello, bajando hasta su pecho. Él la tomó por la cintura, con fuerza contenida.

—Espero que hayas disfrutado mi compañía —le susurró al oído—. Porque yo disfruté cada noche, cada mañana, cada ducha, cada momento... cada rincón de esta casa.

Se levantó, se desabotonó la blusa y la dejó caer.

—Me voy, tío. Pero quiero que tengas algo con qué recordarme.

Se sentó sobre él, sin ropa interior, tomándo su pija con una mano, guiándolo dentro de su concha. Lo cabalgó despacio, con gemidos bajos, con pasión silenciosa. Cada movimiento era una caricia, una despedida sensual, un cierre ardiente.
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—¿Te gusta mi regalo de despedida tío? —preguntó, mientras se movía más rápido y el le chupaba las tetas —. Vas a soñar con esto todas las noches...

Él la abrazó fuerte, enterrando el rostro en su cuello, jadeando. Cuando llegó al clímax, se aferraron como si el mundo fuera a romperse.

Julieta se levantó, se vistió con calma, se acercó a la puerta. Antes de salir, se giró:

—Prometo visitarlos de vez en cuando… pero la próxima vez, quiero que estemos solos.

Le guiñó un ojo y se fue.

Ernesto se dejó caer en la cama, sudado, en silencio.

Ella se iria. Pero el incendio que dejó no se apagaría nunca. 

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