
Luis no estaba acostumbrado a regalarse lujos. Pero ese día decidió dejarse tentar por la sugerente publicidad de un centro exclusivo de masajes: Masajes Sensuales Amara – Experiencia Cuerpo a Cuerpo.
Al llegar, fue recibido por una mujer de curvas peligrosas, con bata blanca corta y ajustada. Morena, ojos grandes y labios gruesos. Pura tentación en cada paso.
—Hola, soy Mía —dijo con una sonrisa—. Yo seré tu masajista hoy.
Luis tragó saliva. No pudo evitar recorrerla con la mirada. Bajo la bata, sus muslos se rozaban al caminar. La tela apenas disimulaba que no llevaba sostén. Su voz tenía un tono dulce y perverso a la vez.
—Antes del masaje... te voy a bañar yo misma.
¿Bañarlo? Él no pudo hablar. Solo asintió.
La sala de baño era cálida, con luz baja y aromas de vainilla y eucalipto. Mía lo ayudó a desvestirse con lentitud. Cuando quedó completamente desnudo, su erección ya empezaba a manifestarse. Ella la miró, pero no dijo nada. Solo sonrió como quien observa una flor a punto de abrirse.
Lo guió a la ducha, abrió el grifo y lo dejó bajo el agua caliente. Luego, entró con él. Se desnudó sin pudor, dejando ver su cuerpo perfecto: tetas redondas, piel canela brillante, un culo firme y redondo que parecía hecho para provocar.

—Quiero que te relajes. Yo haré todo —susurró.
Tomó una esponja suave, la llenó de espuma y comenzó a pasarla por su cuerpo, lento, sensual. Cada movimiento era una caricia, una provocación medida. Le lavó el cuello, los brazos, el pecho... y luego bajó por el abdomen, hasta la pelvis, sin tocar directamente su pene, que ya estaba completamente erecto, apuntando hacia ella como un clamor.
—Aquí también —dijo con picardía, pasándole la esponja por los muslos internos, tan cerca que él tembló—. Pero no lo toco... aún.
Ella se enjabonó a sí misma entonces. Su cuerpo se cubrió de espuma, y luego se pegó al de él. El roce fue directo, inevitable. Su trasero resbalaba contra su vientre, sus tetas contra su espalda mientras lo abrazaba. Se frotaba sin pena, como si fueran dos cuerpos que se lavaban con deseo.
Cuando lo giró para quedar frente a él, lo rozó con sus tetas, dejando que su pezón resbalara por su la punta de su pene erecto. Él gimió, atrapado entre placer y tortura.
—Vamos a la camilla... ahora empieza lo bueno.
La camilla no era rígida como una de fisioterapia. Era ancha, cubierta por una tela suave y aceitada. Mía lo hizo acostarse boca abajo. Luego, se montó sobre él, desnuda, con sus tetas rozando su espalda, su vagina caliente y húmeda deslizándose por sus glúteos mientras comenzaba el masaje.
—Esto es cuerpo a cuerpo, cariño. Sentirás todo de mí.

Mía se frotaba completa sobre él. Movía las caderas como si bailara un sexo contenido, permitiendo que su vulva se deslizara por la línea de sus nalgas, a veces apretando, a veces rozando apenas. Sus tetas iban y venían sobre su espalda, con aceite y deseo, dejando un rastro tibio.
—Gira —ordenó, y él obedeció.
Ahora boca arriba, su erección apuntaba al techo. Mía se montó sobre él de nuevo, esta vez dejando que su concha húmeda rozara la base de su pija, sin metérselo. Solo lo deslizaba, lo acariciaba con su carne caliente, en un juego cruel de fricción.
—¿Sientes eso? —le susurró, con la boca rozando su oreja—. Eso es mi sexo lamiendo el tuyo… pero no vas a entrar todavía.
Luis no podía hablar. Ella frotaba su vulva contra su pene erecto, de arriba a abajo, lentamente, a veces con presión, otras apenas rozando. Los labios de su concha se abrían sobre él, empapándolo, envolviéndolo sin engullirlo.
—¿Quieres correrte así, sin meterlo? —susurró, frotando con más fuerza—. Solo con mi jugo… solo con mi roce…
Y él no aguantó más.
El cuerpo entero se le tensó, su abdomen vibró, su pene explotó entre ambos cuerpos, derramando su orgasmo entre sus vientres, entre sus carnes resbalosas.
Mía se mordió el labio, viéndolo temblar.
—Mmm… me encanta hacerlo acabar así, caliente y sin metértelo. Pero si quieres más… tendrás que volver.
Se agachó, lo besó en la boca y se deslizó fuera de la camilla, dejando un rastro de su jugo en el aire.
Luis seguía acostado en la camilla, el cuerpo todavía tembloroso del orgasmo que ella le había arrancado sin siquiera penetrarlo. Mía se estaba limpiando con una toalla húmeda, todavía desnuda, aún brillante de aceite. Su cuerpo era el de una diosa pagana: piel canela, tetas turgentes, muslos gruesos, caderas amplias… y esa concha reluciente que parecía reírse de él.

Luis la miró como un animal herido por el deseo. Se incorporó, lento, y sin poder evitarlo, habló:
—Por favor… déjame cogerte.
Mía se giró, sorprendida por el tono suplicante de su voz.
—¿Cómo dijiste?
—Por favor… necesito metértelo. Mi pija en tú concha. Quiero hacerlo contigo de verdad. No aguanto más. No puedo.
Ella lo miró, seria. Lo estudió como una pantera estudiaría a su presa.
—¿Estás dispuesto a todo?
—A lo que quieras —respondió él, de pie ya, con la pija dura otra vez, duro como una piedra —. Pero necesito estar dentro de ti. Sentirte.
Mía caminó hacia él, sin decir nada, le tomó el rostro con una mano y le besó suavemente los labios.
—Entonces cállate… y déjame comérmelo.
Se arrodilló. Su boca se abrió lentamente, sus labios carnosos abrazaron su pene como si lo saboreara. Lo chupó lento, profundo, húmedo. Hacía círculos con la lengua. Le acariciaba los testículos mientras lo miraba desde abajo con esos ojos calientes. Luis jadeaba como un loco.
—Mierda… Mía… qué boca tienes…
Ella lo mamaba como si fuera una diosa devoradora de hombres. Se lo tragó completo hasta que la garganta le vibraba, luego lo sacó y le escupió y volviéndo a lamer.
Y de pronto se levantó.
—Ven. Acuéstate. Ahora voy a cabalgarte como te mereces.
Él se echó sobre la camilla otra vez, y Mía se montó despacio, abriéndose con una mano, guiando su concha sobre su pija … y entonces, lo hundió.

Ambos gemieron juntos.
—¡Dios! —gritó él, sintiendo cómo la envolvía por completo, caliente, apretada, húmeda.
Ella empezó a cabalgarlo con fuerza. Sus tetas rebotaban. Su culo golpeaba sus muslos. El sonido de sus cuerpos chocando era sucio, glorioso. Se inclinó sobre él, le lamió el cuello, le mordió el lóbulo, y le susurró:
—¿Así me querías, perro? ¿Adentro?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Rómpeme, Mía!
Ella se rió y lo besó con furia.
Cabalgó hasta que ambos sudaban, hasta que las piernas le temblaban. Y cuando se detuvo, jadeante, se bajó y se dio vuelta, ofreciéndole el culo perfecto.
—Ahora vas a cogerme por el culo… pero con cariño. Que quiero disfrutarlo todo.

Luis no podía creerlo. Se acercó, la escupió, la lubricó con la lengua, preparándola, saboreándola. Ella gemía, empujando el culo hacia él, ansiosa.
—Ya… mételo… ya.
Entró despacio. Su ano lo apretaba con una fuerza deliciosa, y ella gemía bajo, tensa, excitada. Cuando ya estaba dentro, empezó a moverse, empujando con firmeza, sujetándola por las caderas.
—¡Así! ¡Rómpeme el culo! ¡Hazlo tuyo!
Él embestía con ritmo salvaje. Mía se tocaba el clítoris al mismo tiempo, delirando. Se cogían con furia, con sudor, con hambre.
Y cuando Luis sintió que no podía más, se salió, se puso frente a ella y le dijo jadeando:
—Quiero acabar en tus tetas.
Mía se arrodilló y se las juntó, ofreciéndole esa bandeja de carne perfecta.
—Dámelo todo, papi.
Luis se masturbó unos segundos más… y explotó.
Un chorro tras otro de semen caliente cayó sobre las tetas de Mía. Ella cerró los ojos, lo dejó caer en su piel, en sus pezones. Luego lo esparció con los dedos, como si fuera una crema sagrada.
—Mmm… así me gusta que terminen mis masajes.
Él cayó rendido. Ella lo abrazó, aún manchada, aún jadeante.
—Ahora sí… eres oficialmente cliente VIP.
Desde aquel encuentro, Luis no podía pensar en otra cosa.
El olor de su piel, el sabor de su concha, la forma en que cabalgó sobre él como una diosa salvaje... Todo eso lo perseguía día y noche. Lo que para Mía fue una sesión más —aunque ardiente—, para él fue una revelación.
Y como un idiota enamorado, empezó a enviarle regalos.
Primero un ramo de rosas rojas.
Después una caja de chocolates belgas con una nota:
"Para la mujer que me enseñó el cielo con el cuerpo."
Mía, al recibirlos en recepción, sonrió incómoda. No respondió. No llamó.
Pero él insistió.
Le envió una joyita, una pulsera con su nombre. Luego, una carta escrita a mano que decía:
“No puedo dejar de pensar en ti. Necesito verte. No solo por el sexo… necesito sentirte mía de verdad.”
Mía leyó la carta y suspiró.
Sabía que esto podía pasar. Pero él había cruzado el límite.
Solo fue un cliente. Una buena cogida. Pero nada más.
Días después, mientras daba un masaje a un ejecutivo en una sala privada, la puerta se abrió de golpe.
—¡Mía! —gritó Luis desde la entrada.
Ella levantó la cabeza bruscamente, desnuda, montada sutilmente sobre el cliente como parte del masaje cuerpo a cuerpo. El hombre, sorprendido, se cubrió con la sábana.
—¡Luis! ¿Qué haces aquí? ¡Estás loco! —gritó ella, furiosa.
—Quiero hablar contigo. ¡No me respondías los mensajes! ¡No puedes ignorar lo que pasó entre nosotros!
El cliente se levantó, molesto, y llamó a seguridad. Pero Mía levantó una mano.
—Tranquilo, déjamelo a mí.
Se acercó a Luis, envuelta solo en una bata apurada, con el rostro encendido por la furia.
—¡Esto es mi trabajo! ¡No tenías derecho a irrumpir así!
—Yo pensé que… —Luis estaba temblando, jadeando—. Mía, yo te amo. Nunca sentí algo así. ¿Qué fue lo que tuvimos para ti? ¿Nada?
Ella lo miró con una mezcla de lástima y desprecio.
—Tuvimos sexo. Bueno, ardiente… sí. Pero fue sexo.
No hay amor, Luis. Esto no es una historia de amor.
Tú pagaste. Yo cumplí. Fin.
Luis bajó la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Parecía un niño abandonado.
—Pero yo te necesito…
Ella se acercó, le acarició la mejilla con suavidad. Su voz fue más baja, más firme.
—No necesitas de mí. Necesitas atención. Afecto. Amor propio.
Y aquí no vas a encontrar nada de eso.
Él trató de besarla, pero ella giró el rostro.
—Te vas a ir ahora… y no vas a volver.
O llamaré a la policía.
Luis tragó saliva, dio un paso atrás. Miró una vez más su cuerpo semidesnudo, sus ojos oscuros y duros. Y entendió que lo que había sido para él una experiencia celestial, para ella fue solo trabajo.
Salió sin mirar atrás.
Luis no durmió esa noche.
Tampoco la siguiente.
La escena de Mía desnuda sobre él, montándolo, lamiéndole el cuello, gimiendo mientras lo cabalgaba, volvía a su cabeza como un virus.
No podía aceptar que hubiera sido solo sexo.
¿Cómo podía ser tan fría después de lo que hicieron?
Empezó a seguirla en redes.
Descubrió el nombre verdadero que usaba fuera del spa.
Y con eso, su cuenta privada.
Allí la vio en fotos vestida de calle, en cafés, con amigas… incluso con un tipo que parecía su novio. Sintió una punzada de celos, un calor venenoso en el pecho.
—Ese no te hizo lo que yo te hice —susurró frente a la pantalla—. Ese no te rompió por dentro…
Una noche, esperó afuera del spa.
Sabía que salía a las 10.
La vio salir, con un abrigo largo y una bufanda, hablando por teléfono. La siguió a distancia, sin que lo notara. Caminó unas cuadras, y la vio entrar en un pequeño bar..
Luis se armó de valor y la siguió.
Ella lo vio entrar. Frunció el ceño.
—¿Tú otra vez? ¿Me estás siguiendo?
Luis sonrió. Iba elegante, perfumado, más seguro que nunca.
—Solo quiero hablar. No estoy loco. No vine a hacer escándalos. Solo… una copa.
Ella dudó, miró hacia la barra. El lugar estaba lleno. No corría peligro inmediato.
—Una copa. Nada más.
La conversación fue extraña.
Luis era encantador, atento, y hasta divertido.
Mía bajó un poco la guardia, aunque sin entregarse del todo.
Pero Luis tenía otro plan.
La hizo reír. Le habló de libros, de películas. Y cuando notó que su mirada se ablandaba, le tomó la mano.
Ella la apartó, pero él no se detuvo.
—No me mires como cliente. Mírame como hombre.
—Luis…
—Tócame. Siente esto —dijo mientras le guiaba la mano bajo la mesa, sobre su entrepierna.
Estaba duro. Palpitante.
El calor del momento, el alcohol, su propio deseo suprimido, le jugaron una mala pasada. Mía cerró los ojos un instante.
Luis se inclinó y la besó.
Y ella se lo permitió. Solo unos segundos. Pero se lo permitió.
Esa noche, no se fueron juntos.
Pero Mía volvió a casa mojada, confusa… masturbándose en la ducha, pensando en ese beso.
En el peligro. En el deseo prohibido.
Luis, por su parte, sintió que la grieta se había abierto.
—Te voy a tener otra vez —susurró en la oscuridad de su departamento—. No me vas a olvidar tan fácil.
Pasaron tres días desde aquel beso furtivo en el bar. Luis no la presionó. No volvió a buscarla. Pero ella no dejaba de pensar en él.
¿Qué tiene ese cabrón que me remueve tanto?
No era amor. Era más sucio, más corporal. Una parte de ella quería volver a sentirlo dentro, quería que la rompiera como aquella vez.
Solo una última vez, se decía.
Fue ella quien escribió primero.
> “Estoy cerca de tu zona. ¿Estás en casa?”
Luis no respondió con palabras. Le mandó su ubicación.
Minutos después, Mía tocó la puerta.
Vestía jeans ajustados, una blusa blanca sin sujetador y una chaqueta ligera. Los pezones se marcaban sutiles. No llevaba maquillaje. Olía a humedad y deseo.
—Hola —dijo él, abriendo la puerta—. No pensé que vendrías.
—Yo tampoco —respondió, entrando —. Esto no es una reconciliación, Luis. No te confundas.
—No me confundo… —cerró la puerta tras ella—. Pero tampoco me voy a portar bien.
Y la besó. Ella lo empujó primero. Después se rindió.
Lo besó con hambre. Con furia. Se desnudaron en medio del pasillo, arrancándose la ropa como animales. El jean de Mía cayó al suelo. Su tanga estaba empapada.
Luis la levantó en brazos, como si no pesara nada, y la llevó a su cama. La echó de espaldas y la abrió con las manos.
—Voy a comerte hasta que grites.
Se enterró entre sus piernas, besándo su concha, lamiendo lento, con presión, como si la conociera de toda la vida. Mía arqueó la espalda, se sujetó del cabecero, gemía con la voz rota.
—¡Así… así… no pares!
Luis la hacía temblar. Le metió los dedos mientras la chupaba. Ella acabó en su cara con un gemido largo, casi llorando.
—¡Joder… te odio! —gritó ella, temblando.
—Pero te gusta —susurró él.
Le metió la pija de inmediato.
Ella lo sintió entrar de una estocada, profunda. Gritó. Luis empezó a moverse con ritmo brutal. Cadera contra cadera. Le lamía los pezones, le mordía el cuello, le susurraba obscenidades.

—Eres mía… mírame. Mía.
—¡Sí! ¡Sí, cabrón! ¡Hazme tuya!
Se dio vuelta y él se la cogió por detrás, sujetándola del pelo. Rompiendole la concha.
El sonido del sexo era salvaje: golpes, jadeos, gritos. Ella se tocaba al mismo tiempo, temblaba entera.
Y cuando él estaba por acabar, se echó hacia atrás.
Ella se puso de rodillas. Le lamió la punta, y él estalló sobre sus tetas.
—Mmm… rico, otra vez —susurró ella, limpiándose con una sonrisa torcida.
Se recostaron en la cama, sudados, exhaustos.
Y ahí, sin mirarlo, Mía habló:
—Te daré esta oportunidad, Luis.
Una. Solo una. Fuera del trabajo. Lo que pasó allí no se mezcla con esto.
—¿Esto es… una relación?
Ella lo miró de lado, con una media sonrisa.
—Llámalo sexo libre. O castigo. Veremos qué me haces la próxima vez…
Luis sonrió como un loco. Ella, en cambio, se levantó, se vistió sin apuro.
Y se fue, dejándolo desnudo, con el corazón latiendo a mil.

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