
El sobre negro seguía temblando en sus manos.
“666. Zona Prohibida. Acceso solo por invitación.”
Tomás no pudo dormir. Su pija ardía, Su cuerpo aún temblaba por el encuentro con aquella mujer sin nombre, sin pulsera, sin reglas.
Sus ojos grises… su forma de controlarlo…
Había algo más. Algo que el Club ocultaba.
A la mañana siguiente, la buscó.
Preguntó a los asistentes. A las gemelas del spa. A los bartenders del club.
Nadie la conocía. O fingían no saber.
Una de las chicas del bar se acercó, en silencio, mientras le servía un trago.
—No preguntes más. Acá todo es placer. El que busca, encuentra… cosas que no puede controlar.
Pero Tomás ya estaba demasiado adentro.
La persecución
La vio justo antes del atardecer, caminando entre los árboles.
Vestida ahora con una túnica negra abierta por la espalda.
Descalza. Sin pulsera. Sin miedo.
Tomás la siguió, sin hablar.
Ella entró por un sendero que se salía del perímetro del club.
Un cartel lo dejaba claro:
“ACCESO RESTRINGIDO – Solo personal autorizado”
Él cruzó igual.
El camino lo llevó a una especie de jardín oculto, rodeado por estatuas antiguas, con columnas de piedra cubiertas de musgo.
En el centro, una escalinata que descendía hacia una puerta metálica, sin manija. Ella entró.
Él esperó. Y cuando la puerta volvió a abrirse para otra figura encapuchada… se coló dentro.
El subsuelo prohibido
Lo que encontró abajo no era sexo.
Era devoción.
Salas circulares con techos abovedados. Hombres y mujeres desnudos, arrodillados, con símbolos pintados en el cuerpo, sometidos por figuras encapuchadas. No había música. Solo respiración, gemidos y oraciones en lenguas extrañas.
Y en el centro de todo, ella.
Con el torso desnudo, las piernas abiertas, sentada en un trono de piedra.
Su tatuaje de luna negra brillaba.

—Sabía que ibas a seguirme —dijo sin mirarlo.
Tomás dio un paso.
—¿Qué es esto…?
Ella bajó la mirada lentamente.
—Esto… es lo que queda cuando ya no hay más juegos. Cuando el placer deja de ser placer… y se convierte en poder.
La rodeaban cuatro mujeres y dos hombres, desnudos, marcados. Todos la obedecían.
—¿Qué sos vos? —preguntó él.
Ella se levantó, caminó hacia él. Lo olió. Lo tocó.
—Soy lo que el Club oculta.
Soy la razón por la que este lugar existe.
Y vos… ahora sos mío.
Lo empujó contra la pared y lo besó con furia.
Y mientras apretaba fuerte su pija y lo masturbaba con fuerza, uno de sus súbditos le colocaba otro anillo, negro esta vez.
—Si entrás a la habitación 666… ya no hay vuelta atrás.
Lo soltó justo cuando estaba por acabar.
—Te voy a esperar. Pero la próxima vez… no será un juego.
Y desapareció por un pasaje secreto tras el altar de piedra.
Tomás quedó solo.
Sudoroso. Excitado. Confundido. Marcado.
Y más caliente que nunca.
El anillo negro no dejaba de pulsar.
No como el anillo fluorescente que apenas mantenía la erección:
Este lo excitaba. Lo obligaba. Lo dominaba.
Cada paso que Tomás daba por el pasillo central del club —desnudo, sudado, vibrante— lo sentía más duro, más al límite.
Necesitaba sexo. Ya.
Cruzó la zona de la piscina sin pensar. En una esquina, una morena de cuerpo atlético salía del agua.
Rulos mojados, pezones duros, y una sonrisa que no necesitaba palabras.
Ella lo vio y la tomó.
No hubo nombres. No hubo charla. Solo deseo.
La empujó contra el muro de piedra del spa, levantándola en brazos.
Ella abrió las piernas sin preguntar, envolviéndolo con fuerza.
Ambos estaban mojados, calientes, jadeando.
Y entonces penetró su concha de una sola embestida.
Fuerte. Cruel. Desesperado.

Ella gritó. De placer. Se arqueó. Lo arañó.
Y lo besó salvaje, mordiéndole el labio, pidiéndole más.
—Dame duro, lo que sea que te esté quemando… dámelo a mí.
Tomás bombeaba su concha como si su vida dependiera de eso.
Ella se estremecía, se tocaba el clítoris con una mano mientras la otra le arañaba la espalda.
Se movieron hasta una tumbona.
La puso boca abajo, y le separó las nalgas.
La penetró otra vez, con más fuerza.
Los gemidos de ella se mezclaban con la música del club y el chapoteo del agua.
La cogió en todas las posiciones.
De pie, sentados, de lado, con las piernas arriba, contra la pared.
Se la metió por detrás mientras ella se masturbaba mirándolo al espejo del bar húmedo.
Y el anillo negro… no lo dejaba acabar. Lo hacía durar más. Lo volvía salvaje.
—Acabá ya, no puedo más —dijo ella, en un suspiro entre llantos de placer.
—No puedo. Este anillo me controla.
—Entonces… que me controle a mí también.
Ella se subió sobre él y se empaló la concha entera, cabalgando su pija con rabia.
Lo besaba, le mordía los pezones, le escupía la boca, lo arrastraba al límite.
Ambos sudaban como bestias, jadeando, gruñendo.
Y cuando el anillo por fin soltó su control…
Tomás eyaculo adentro de ella, con una potencia animal.
El cuerpo entero le tembló.
Ella se dejó caer sobre su pecho, sonriendo.
—Sea lo que sea eso que llevás puesto… avisame si querés volver a usarlo.
—Te aviso. Seguro.
—Soy la 23. Si preguntás, decí que buscás más de lo que se permite.
Se levantó, lo besó suave… y se perdió entre los cuerpos del club.

Tomás se quedó mirando el mar, con el anillo negro apagado…
Pero sintiendo que ese no sería su final, sino apenas el intermedio.
Porque la mujer de ojos grises seguía esperándolo…
Y lo que venía… no se parecía a nada que ya hubiese vivido.
La tarjeta negra vibraba en su mano.
Un temblor sutil, como si el propio club respirara a través de ella.
“Acceso especial. 666.”
A Tomás le dieron una máscara dorada.
El anillo negro volvió a brillar, activado, apretando con fuerza en la base de su pene.
Y entonces lo guiaron.
Escaleras ocultas. Pasillos sin luces. Silencio.
Hasta una puerta de hierro tallada con símbolos antiguos, sin picaporte.
La reconoció por las pinturas del altar, por los ojos de la mujer de la luna negra.
Y cuando se abrió… la realidad cambió.
El templo del deseo
Dentro, no era una habitación. Era un templo subterráneo.
Velas encendidas. Humo de incienso espeso.
Al centro, un trono de piedra tallada con formas sexuales: lenguas, falo, vulvas, manos abiertas.
A su alrededor, seis mujeres desnudas, enmascaradas con oro y rojo, lo esperaban.
Y ella. La mujer de ojos grises. La Luna Negra. Totalmente desnuda.
Piercings en los pezones. Tatuajes en espiral en las caderas.
Piernas cruzadas. Sonrisa envenenada.
—¿Sabías que este lugar fue un santuario mucho antes de ser club?
—No me importa. Estoy acá por vos.
—Entonces, desnúdate… de todo. Incluso de ti mismo.
Tomás dejó la máscara. Se arrodilló. El anillo lo mantenía rígido como mármol.
Una de las mujeres se acercó.
Le untó todo el miembro con una crema negra brillante.
Otra lo besó en la nuca.
Una más se agachó y comenzó a mamárselo con devoción, sin apuro, sin pausa.
Y mientras eso ocurría, otras lo acariciaban, lo besaban, lo rodeaban.
Pero ninguna lo miraba. Todas miraban a ella.
La Luna Negra bajó del trono. Se puso de rodillas frente a él.
Y sin palabras… se tragó su pene entero.
Como si fuera un acto de poder.
Tomás gemía, temblaba, jadeaba.
Ya no sabía dónde empezaban las manos, las lenguas, los cuerpos.
—Vas a acabar —susurró ella en su oído—, pero no dentro mío. No aún.
Vas a acabar dentro del fuego.
Lo guiaron al centro del altar. Lo amarraron con suaves tiras de seda.
Y una a una, las mujeres lo montaron. Lo cabalgaron como si fuera un dios encarnado.
Seis orgasmos. Seis fluidos. Seis gritos.
Y cuando llegó el turno de ella… montó su pija mirando a la oscuridad.
Y sin tocarlo más que con su concha, hizo que se viniera tan fuerte que su alma pareció escapar por el grito.
Todo se volvió blanco.
Y luego… negro.
Despertó en su habitación. Solo. Sin anillo. Sin marcas.
¿Un sueño?
Sobre la almohada, un papel con una flor negra dibujada.
“Cuando estés listo para renunciar a todo, volverás.”

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