
El olor a desinfectante flotaba en el aire del consultorio, limpio y silencioso. Marcos, de 28 años, esperaba sentado en la camilla, con una bata de hospital mal abrochada, nervioso. Se había golpeado fuertemente la entrepierna una semana atrás en un accidente doméstico absurdo —una caída mientras salía de la ducha— y desde entonces, aunque el dolor había desaparecido, tenía dudas: ¿todo seguía funcionando igual?
—Bueno, veamos cómo seguimos, Marcos —dijo la doctora al entrar.
Y ahí estaba ella. La doctora Ortega. Una mujer que parecía salida de una fantasía: alta, morena, curvas firmes bajo el delantal blanco que apenas disimulaba el escote, unos labios gruesos que parecían esculpidos para el pecado, y una voz suave que rozaba lo hipnótico.

—¿Todavía hay molestia?
—No… ya no. Pero no estoy seguro si… funciona bien. Ya sabe, doctora.
Ella asintió con profesionalidad, aunque una chispa divertida brilló en sus ojos.
—Entiendo. Hay que comprobar sensibilidad, circulación y… vitalidad.
Sin decir más, se colocó los guantes de látex lentamente. Luego se acercó, y con una seguridad que hizo que Marcos tragara saliva, apartó con suavidad la bata hasta dejarlo con el miembro expuesto.
—Respira profundo.
Tomó su pene flácido con una mano firme y lo examinó visualmente. Luego comenzó a tocar, con precisión clínica, pero con una calidez en los dedos que rápidamente encendió algo en Marcos. Apretó ligeramente la base, luego recorrió el tronco con el índice, haciendo un trazo suave, como si pintara líneas de fuego sobre su piel.
—La circulación parece responder. Pero necesitamos una erección completa para descartar daño vascular o neurológico.
Y entonces, —porque ella sabía que lo tenía—, se inclinó y metió su lengua caliente, envolviendo la punta de su pija que ya empezaba a endurecerse. Lo mamó lentamente, primero suave, provocando una reacción casi inmediata. Luego, más profundo, más húmedo, con una maestría que no podía haberse aprendido en la facultad de medicina.
Marcos soltó un gemido ronco.
—Muy buena reacción… sensibilidad intacta —dijo ella al alzar la mirada con la boca brillando y los ojos encendidos—. Pero hay que probar resistencia y controlar si aparece dolor al máximo rendimiento.
Se deshizo del delantal en un solo movimiento. No llevaba nada debajo. Su cuerpo era un milagro: tetas firmes, cintura estrecha, caderas anchas… y entre las piernas, completamente lista para la siguiente fase del “examen”.

Subió a la camilla con él, lo montó con una lentitud deliciosa, dejando que su pija sintiera centímetro a centímetro, su concha caliente, húmeda, envolviéndolo por completo.
—Dime si sientes alguna molestia —susurró al oído, mientras comenzaba a moverse.
Cada vaivén era más intenso que el anterior. La doctora no sólo montaba con técnica, sino con deseo contenido. Su cuerpo se sacudía contra él, con un ritmo cadencioso, luego rápido, luego brutal, como si quisiera sacarle toda la energía, o comprobar hasta qué punto podía resistir.
Marcos ya no podía hablar. Solo jadeaba, sudaba, se agarraba a sus caderas con fuerza.
—¿Sientes dolor? —preguntó ella, con una sonrisa ladeada mientras lo cabalgaba como si fuera una prueba olímpica.
—¡No…! —gimió él, más por el placer que por la respuesta—. ¡Siento… todo!
—Perfecto. Vitalidad recuperada.
Y entonces vino el clímax. Ambos. A la vez. Un estallido húmedo, caliente, prolongado. Ella se dejó caer sobre él, con el pecho agitado, el cabello revuelto, y una sonrisa satisfecha.
—Resultados positivos. Aunque… será mejor repetir el examen en una semana. Por precaución.

Marcos no pudo evitar sonreír.
—Sí, doctora. Lo que usted diga.
Marcos regresó al consultorio una semana después, tal como le indicó la doctora Ortega. Sabía que ya no tenía molestias… pero no iba a perderse otra sesión con aquella mujer que se había convertido en su obsesión.
—Hola de nuevo, Marcos —dijo ella, al cerrar la puerta con seguro.
Llevaba otra vez su delantal blanco, ceñido a la cintura, con un escote que insinuaba sin vergüenza. Se quitó los anteojos lentamente, como si comenzara un ritual. Lo miró de arriba abajo.
—¿Estás listo para el chequeo final?
—Más que listo, doctora —respondió él, con la voz baja y ansiosa.
—Hoy vamos a comprobar si hay secuelas en tus testículos. Necesito verificar sensibilidad, reflejos y respuesta al estímulo.
Marcos se acostó en la camilla. La bata cayó sin esfuerzo. La doctora se colocó los guantes y comenzó el examen. Tomó uno de sus testículos con delicadeza, lo giró entre sus dedos, lo palpó con cuidado. Luego el otro. Su rostro estaba serio, concentrado… pero sus manos parecían disfrutar cada contacto.
—No noto inflamación. ¿Esto duele?
—No… al contrario —dijo él, mientras su pija comenzaba a endurecerse otra vez.
Ella se quitó los guantes con un chasquido.
—Entonces pasemos a la estimulación directa.
Se inclinó entre sus piernas y empezó a lamerle los testículos con una lentitud provocadora. Primero uno, luego el otro, humedeciéndolos con su lengua, succionándolos suavemente mientras su mano agarraba su pene ya erecto.
—Hmm… muy buena reacción neuromuscular —murmuró antes de meterse toda su pija en la boca, hasta que su nariz rozó la base.
Lo mamó con ganas. No era un favor, ni un juego: era una muestra de poder. Su lengua giraba, succionaba, lo hacía latir de puro deseo. Marcos se aferró al borde de la camilla mientras su cuerpo se tensaba.
—Ahora la fase dos —dijo, al incorporarse con una sonrisa cómplice.
Se quitó el delantal, dejando ver un conjunto de lencería negra mínimo, que no duró mucho sobre su piel. Subió sobre él de rodillas, tomó su pene firme con una mano, y bajó lentamente su concha caliente, mojada, hasta sentirlo completamente dentro.

—Dime si sientes algún tipo de molestia —susurró mientras comenzaba a cabalgarlo otra vez, suave al principio, luego con una intensidad ardiente.
El sonido de su piel contra la de él llenaba el consultorio. Ella se inclinó hacia adelante, sus tetas rebotando cerca del rostro de Marcos, quien los lamió, los mordió, mientras ella no dejaba de moverse como si estuviera poseída por el deseo.
—Resistencia perfecta… pero falta una última prueba.
Se levantó con un gemido satisfecho, lo hizo darse vuelta y quedar en cuatro sobre la camilla. Marcos no entendía bien qué venía, hasta que sintió el guante de látex, el lubricante frío… y el dedo experto de la doctora.
—Esto es para comprobar la presión anal. Si no hay dolor, entonces estás completamente sano.
Introdujo un dedo con lentitud, profundo y firme. Marcos jadeó, sorprendido, pero no de dolor. Su cuerpo reaccionaba con una intensidad insospechada. La doctora lo estimulaba desde atrás mientras con la otra mano volvía a masturbarlo.
—Tu próstata responde. Ninguna secuela. Pero para estar segura…
Volvió a subirse sobre él, esta vez desde atrás, clavándose con una furia deliciosa, llevándolos a ambos al límite.

El clímax fue brutal. Ella lo apretaba con fuerza, cabalgando hasta que ambos temblaron. Luego se giró y lo abrazó, jadeando sobre su cuello.
—Diagnóstico final: completamente sano. Pero deberías venir cada dos semanas… por prevención.
Marcos no respondió. Solo asintió con una sonrisa extasiada.
Marcos volvió al consultorio tres semanas después. Tocó la puerta con una mezcla de vergüenza y anticipación. Llevaba una gorra, gafas oscuras, y una sonrisa tonta que delataba el motivo de su visita.
—¿De nuevo tú? —preguntó la doctora Ortega, al verlo entrar. Vestía una blusa ajustada sin bata, y una falda entallada que dejaba poco a la imaginación.
—Sí… disculpe. Es que… creo que me excedí.
Ella lo miró, alzando una ceja.
—¿Exceso de qué?
—De… pajas.
La doctora sonrió. Lenta, felina. Se cruzó de brazos y caminó alrededor de él.
—¿Y qué síntomas tienes?
—Una pequeña irritación… algo de ardor. Pero nada grave.
—Desnúdate. Vamos a confirmar.
Marcos obedeció. Ya no había pudor entre ellos. Se recostó sobre la camilla mientras ella se colocaba los guantes, esta vez de color negro. Se inclinó para examinarlo, a escasos centímetros de su pene semierecto.
—Hmm… hay una leve inflamación en la cabeza. Posiblemente por fricción excesiva. Vas a tener que descansar unos días…
—¿Y no hay una crema… algo que pueda aplicarse?
Ella se quitó los guantes, se humedeció los dedos con saliva y sonrió con picardía.
—Te voy a aplicar un tratamiento personalizado.
Se inclinó y comenzó a lamer la irritación con extrema suavidad, como si su lengua fuera el bálsamo exacto. Lo hacía con una delicadeza inhumana, como si lo adorara con cada roce.
—Lo que necesitas no es más fricción… sino calor, humedad y control.
Y se lo metió entero en la boca, lento, profundo. Lo mantuvo dentro mientras lo masajeaba con la lengua, acariciando sus testículos al mismo tiempo. Luego subió sobre él, colocándose sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Hoy no vas a hacer nada, ¿entendido? Solo recibir.
Ella misma colocó su pija dentro de su vagina humeda, y comenzó a moverse con una lentitud desgarradora. Su concha lo apretaba como una venda caliente, curándolo con cada centímetro.

—Así… sin apuros. Como una terapia de cuerpo completo.
Los gemidos eran bajos, prolongados. Ella cabalgaba en círculos, usando su pelvis como una ola suave. Lo besaba en el cuello, le lamía los pezones, lo acariciaba por todos lados mientras él se dejaba llevar.
Cuando él estuvo a punto de venirse, ella apretó con fuerza.
—No todavía… el tratamiento es prolongado.
Se inclinó, tomó una pequeña jeringa con lubricante del cajón y le susurró al oído:
—Vamos a relajar también la zona baja, para evitar tensión acumulada.
Lo hizo girar, se colocó detrás de él, y con una mezcla de ternura y perversión, introdujo un dedo con el lubricante tibio, masajeando su interior con precisión médica. Al mismo tiempo, volvió a masturbarlo con la otra mano.
Marcos temblaba.
—Eso es… suéltate.
Y así llegó el clímax. Profundo, largo, con su cuerpo estremecido como si lo estuvieran drenando de todo el estrés acumulado. Ella lo abrazó desde atrás, sin soltarlo.
—Creo que ya no vas a necesitar más citas.
—¿Estás segura, doctora?
Ella se acomodó el cabello y sonrió con picardía.
—Bueno… podrías venir como asistente de investigación. Tengo muchos “casos” por estudiar.

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