
La lluvia caía con fuerza esa noche sobre las calles del centro.
Cristóbal caminaba rápido, mojándose sin querer, sin notar que la billetera se le había deslizado del bolsillo trasero.
No lo supo hasta llegar a casa.
Y cuando revisó, el pánico lo invadió: no solo había mucho dinero en efectivo, sino también sus documentos, tarjetas y papeles de trabajo.
Al día siguiente, recibió un mensaje por WhatsApp:
> "Hola. Me encontré tu billetera en la calle anoche. Estaba cerrando un encuentro con un cliente y me crucé con ella. Tiene todo adentro. Podés venir a buscarla si querés."
Cristóbal dudó. ¿Un milagro?
¿Alguien honesto en esta ciudad?
La ubicación lo sorprendió: un departamento en una zona discreta… pero conocida por ser terreno de escorts de alto nivel.
Cuando llegó al lugar, lo recibió una mujer de curvas de infarto.
Cabello lacio, castaño claro, ojos grandes y felinos.
Vestía un kimono corto de satén que dejaba entrever una lencería negra ajustada a una piel de porcelana.
—¿Cristóbal? —preguntó con una sonrisa suave.
—Sí… soy yo.
Ella le entregó la billetera intacta.
—No te voy a mentir. Fue una tentación. Lo abrí y vi los billetes… y por un segundo pensé que sería fácil. Pero no. No me ensucio así —dijo mientras se acomodaba el cinturón del kimono.
—Estoy… impresionado. De verdad, gracias. ¿Cómo te llamás?
—Me dicen Isabella.
—Quiero ayudarte, Isabella. No puedo quedarme de brazos cruzados.
Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—No necesito caridad. Si de verdad querés ayudarme… contratá mis servicios. Esta es mi manera honrada de ganarme la vida.
Cristóbal la miró en silencio.
Y entonces, asintió.
—¿Ahora?
Ella lo miró, se dio la vuelta sin decir palabra, y caminó hacia la habitación, dejando caer el kimono al suelo.
Desnuda, perfecta, voluptuosa.

—Ahora.
La habitación estaba iluminada con luz cálida.
Cristóbal se desnudó rápido. Su cuerpo temblaba de deseo.
Isabella se acercó y lo besó suave.
No fue el beso de una profesional… fue un beso lento, húmedo, lleno de una tensión contenida.
—Tranquilo. Esta vez… soy toda tuya.
Lo empujó sobre la cama, se arrodilló y comenzó a mamárle la pija con maestría.
Cada movimiento de su lengua lo hacía gemir.
Lo miraba desde abajo, con una mezcla de ternura y picardía.
Luego se subió sobre él.
Lo guió dentro de su concha con suavidad, y comenzó a cabalgarlo.
Sus tetas enormes rebotaban frente a sus ojos.
Cristóbal la tomó de la cintura y la empujó hacia arriba con fuerza.
—¡Así! —gemía ella—. ¡Dámelo todo, Cristóbal!

Cambió de posición.
La tomó desde atrás.
La embistió fuerte, metiéndosela hasta hacerla gritar.
Los dos sudaban, jadeaban, se perdían.
Ella se tocaba el clítoris mientras él la cogía como si no hubiera mañana.
—¡Voy a…! —gimió él.
—¡Acabá dentro! —le rogó Isabella—. ¡Quiero sentirlo caliente dentro mío!

Y así lo hizo.
La llenó, apretando los dientes, mientras ella temblaba de placer y lo arañaba en la espalda.
Más tarde, acostados, ella apoyó la cabeza sobre su pecho.
—Gracias por no dudar de mí —susurró ella.
—Gracias por devolverme más que una billetera… me devolviste la fe.
Ella sonrió.
—¿Y ahora que ya contrataste mis servicios… me vas a volver a llamar?
Cristóbal la miró.
—Quiero comprarte una cena. No como cliente. Como hombre.
Ella lo besó despacio.
—Entonces… quizás sí hay caballeros en esta ciudad.

Pasaron los días desde aquel encuentro.
Lo que había empezado como un accidente callejero, terminó despertando en Cristóbal algo que no esperaba: interés real, no solo por el cuerpo de Isabella, sino por ella misma.
La volvió a llamar. No por deseo, sino por ganas de verla.
Ella aceptó.
Esta vez no fue a su departamento. Se vieron en un hotel tranquilo, lejos de su rutina, sin papeles, sin billetes, sin excusas.
Isabella llegó vestida con un vestido largo, escote pronunciado y el pelo recogido.
Parecía otra. Elegante, serena, más vulnerable también.
—Gracias por invitarme, Cristóbal —dijo con una sonrisa sincera.
—Gracias por venir sin “tarifa” —respondió él, medio en broma.
Ella se rió, bajando la mirada.
—No me pagás hoy. Solo me querés ver, ¿verdad?
Él asintió.
Después de cenar algo ligero, subieron a la habitación.
Allí, en la intimidad, se desnudaron sin prisa.
Isabella se acercó a él como si fuera la primera vez, con ternura, con deseo real.
Y él la abrazó con la necesidad de alguien que no solo quiere un cuerpo, sino una conexión.
Se acostaron despacio. Se besaron largo rato. Ella se subió a él, sin dominarlo, sino entregándose. Deslizando su pija en su concha.

Los movimientos fueron suaves, profundos, llenos de miradas y caricias.
No había presión. No había actuación. Solo piel, susurros, y una respiración compartida.
Cuando él estuvo a punto de venirse, ella lo abrazó fuerte y le dijo al oído:
—No te detengas. Quiero sentirlo todo. Esta vez no estoy fingiendo. Esta vez… soy solo Isabella.
Él acabó dentro de su concha , como si algo se liberara.
Ella también tembló, con los ojos cerrados, como si se le cayeran capas que había llevado mucho tiempo.
Minutos después, acostados, él le acariciaba la espalda.
—Isabella… ya no sos una escort. Lo fuiste, sí. Pero lo que hiciste por mí… lo que mostraste hoy, lo que sentí contigo… eso no tiene precio.
Dejá eso. Sos honrada. Solo necesitás salir de ese mundo.
Ella quedó en silencio. Se incorporó, desnuda, mirándolo con una mezcla de sorpresa y ternura.
—¿Lo decís en serio?
—Te quiero ayudar, de verdad. Pero no como cliente. Ni como salvador. Quiero que estés conmigo… por lo que somos ahora.
Vos no naciste para vender tu cuerpo. Tenés un alma hermosa. Solo necesitás un nuevo comienzo.
Ella se tapó la boca, con lágrimas en los ojos.
—Nadie… nunca… me dijo algo así.
Cristóbal la abrazó.
—Hoy empieza tu nueva vida, si vos querés.

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