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46📑Él Trono del Rey

El Rey Aleron era joven, fuerte, temido en batalla… y conocido por su pija capaz de doblegar voluntades.
Tras conquistar tres reinos, decidió que era momento de elegir a su reina, pero no lo haría con alianzas políticas.
La elegiría con su cuerpo.

—Seis mujeres… —anunció desde su trono de hierro y terciopelo rojo—. Seis de las más bellas de estas tierras.
La que logre hacerme eyacular con su vagina, será mía. Mi reina.

Las seis se miraron con deseo y hambre. Eran diferentes:
Una noble delicada, una esclava morena de caderas anchas, una guerrera, una sacerdotisa pecadora, una ladrona tatuada… y una virgen criada para el placer.

El trono estaba adaptado: cojines, reposabrazos, espacio libre para montar al rey con fuerza.
Aleron ya estaba desnudo, sentado con la corona puesta y la pija erguida como un cetro. Firme, venosa, ardiente.

—Empiecen —ordenó.

Primera: La guerrera

46📑Él Trono del Rey


Se acercó sin miedo, montó al rey con la seguridad de quien ha cabalgado bestias salvajes.
Su concha estaba apretada, caliente, se lo tragó hasta la base.
Se movía rápido, jadeaba, lo besaba, le mordía el cuello.

—Mmm... ¿eso es todo? —gruñó el rey, conteniéndose.

Ella gimió, se corrió encima de él, pero el rey no acabó.

—¡Siguiente!

Segunda: La esclava.

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De piel oscura, caderas amplias, senos naturales y labios carnosos.
Se lo metió con lentitud, girando las caderas, como una serpiente.
El rey cerró los ojos. Ella sabía cómo apretarlo, cómo exprimirlo.

—¿Te gusta, mi rey? ¿Quieres llenar mi concha?

Él apretó los dientes, tocó su culo, se la clavó más fuerte.
Pero no acabó.

—¡Siguiente!

Tercera: La noble.

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Bella, refinada, educada… pero ardía por dentro.
Lo montó con movimientos elegantes, como si bailara sobre su pija .
Se masturbaba mientras cabalgaba, se gemía a sí misma.
Se vino con un grito, mojando al rey.

Pero él aún resistía.

—Siguiente…

Cuarta: La sacerdotisa.

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De ropas translúcidas, mirada sucia.
Se subió lento, mirándolo a los ojos.
Lo penetró con devoción, como si su pija fuera un dios.
Cada movimiento era una oración, cada gemido, un rito.

El rey la abrazó, jadeó… casi.

—Maldita bruja… estuviste cerca.
Pero no.

Quinta: La ladrona.

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Tatuada, boca sucia, culo perfecto.
Se lo metió sin aviso, gimiendo fuerte, cabalgándolo de espaldas.
Se lo cogía como si fuera suyo.
Salpicaba placer en cada rebote.

El rey apretó los puños. La tomó de la cintura. Estaba al borde.
Pero no. Aún no.

—¡Última!

Sexta: La virgen del placer.

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Criada desde niña para ser la más sensual del reino.
Miró al rey a los ojos, se sentó sobre su pija con suavidad.
Su vagina era estrecha, pura, virgen aún… pero mojada.
Cada movimiento era lento, preciso, como si sintiera su alma al empalárselo.

—Rey mío… termínate dentro de mí. Hazme tuya. Para siempre.

Él la abrazó.
Ella se movía como si bailara en llamas. Y entonces… gruñó como una bestia y se eyaculo con fuerza, llenándola hasta el fondo.
Temblando. Sudando. Poseído.


Cuando terminó, el salón estalló en gritos y jadeos.
Las demás cayeron de rodillas.

—¡Tenemos reina! —anunció un sirviente.

El Rey besó a la joven en la boca, aún con su pija goteando dentro de ella.

—Tu concha… será mi templo. Y yo, tu eterno dios.

El rey Aleron se puso de pie, su pija aún brillando con el néctar de la victoria.
La joven virgen que lo había hecho acabar estaba aún sentada sobre él, con el rostro arrebatado de gozo y los muslos temblorosos.
Su vagina palpitaba con el semen real adentro.

El salón del castillo ardía en cánticos y tambores. La multitud miraba desde los balcones: nobles, soldados, esclavos, doncellas, todos testigos del ritual carnal.
Porque en este reino… la corona se ganaba con el cuerpo.

—¡Reina! —gritaron al unísono los presentes—. ¡Reina del placer!


Ella se puso de pie, desnuda, con el semen bajando por su muslo. Sus tetas lamidas, Sus pezones duros, sus labios húmedos.
Y alzó los brazos, brincando de alegría, mostrando su cuerpo a todos con orgullo.

—¡Soy suya! ¡Del rey y del reino!

Se arrodilló frente a él, como una perra leal.
Le besó los testículos, le acarició la base del miembro y se lo metió a la boca con hambre, mamándolo como si quisiera devolverle el alma.
Chupaba con ruidos sucios, profundos, jadeando, tragando saliva, limpiándolo de los restos de todas las que lo habían montado antes.

El rey gruñía, acariciaba su cabello, la sostenía y le metía todo hasta la garganta.

—Así me gusta mi reina… devota y caliente.

Cuando la tuvo bien dura otra vez, la levantó como a una muñeca.
La colocó de espaldas sobre el trono y le levantó las piernas.
—Ahora todos verán a la Reina… siendo verdaderamente coronada.

La penetró de un solo empujón.

Ella gritó de placer, feliz, brincando con cada embestida.
La pija real entraba y salía con fuerza, haciendo que sus tetas saltaran y sus piernas se estremecieran.
El sonido de sus cuerpos chocando llenaba el salón, mientras los nobles aplaudían y las doncellas se masturbaban al ver la escena.

—¡cojame mi rey! ¡Haz que todos lo escuchen! —gritaba ella con la voz de placer.

Él no paraba. La tomaba por la cintura, la embestía como un dios salvaje.
La hacía gritar, pedir más, llorar de placer.
Y cuando estuvo a punto de acabarse otra vez, la sacó y le bañó las tetas con chorros calientes, marcándola frente a todos como suya.


Ella lamió los restos de su pecho y los mostró al pueblo.

—¡Viva el rey! ¡Viva la pija que me hizo reina!

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El pueblo estalló en vítores.
Y esa noche… la fiesta duró hasta que todos acabaron desnudos, cogiendo, celebrando la lujuria como ley.


Las puertas de la alcoba real se cerraron con estruendo.
Era una habitación inmensa, con antorchas encendidas, pieles suaves sobre el suelo, cortinas de terciopelo y un lecho tan grande como para sostener a tres cuerpos… o diez.

Pero esa noche, solo serían dos.

El rey Aleron la miró desnuda, coronada, con las piernas abiertas sobre la seda roja.
Su reina. Su puta. Suya.

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—Esta noche —dijo con voz grave—, no te voy a amar.
Voy a poseerte como a una esclava, como a un premio, como a una furia contenida.
Y tú… vas a disfrutarlo.

Ella se mordió el labio, el cuerpo ya temblando de anticipación.

—Soy tuya, rey mío. Cogeme… como a una reina pervertida.

Él se subió a la cama, su pija ya dura, caliente, goteando lujuria.
Le abrió las piernas y se la metió de golpe, haciéndola gritar con una mezcla de dolor y placer.
El primer embiste fue brutal. El segundo, más profundo. El tercero, animal.

Ella arqueó la espalda, lo arañó, le pidió más.

—¡No pares! ¡Dámelo todo! ¡Quiero tu leche real!

Él le levantó las piernas sobre los hombros y la cogió hasta hacerla chillar como una puta en celo.
Se la sacaba y se la volvía a meter hasta los ovarios, con fuerza, con hambre.

Después la puso boca abajo, le mordió las nalgas y le escupió el culo.

—Este también es mío.

Ella tembló.

—Tómalo, mi rey… rómpemelo.

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Y sin más, le metió el dedo, luego dos, y cuando ya estaba dilatada y goteando… le clavó la pija entera en el culo.

Ella gritó, pero no por dolor.
Por puro placer salvaje.

El rey la tomó por las caderas y la sodomizó con poder, con ritmo, con furia.
Las nalgas chocaban fuerte, el sonido se mezclaba con gemidos y jadeos.

—¡Sí, por el culo! ¡Así! ¡Hazme tu reina sucia!

Cuando estuvo a punto de acabarse, la giró, se sentó, y ella se subió encima. Metiendo su pene en su concha y dandole las tetas.

Cabalgó su pene untada con sus propios fluidos, rebotando, gimiendo, brincando como una puta feliz.

—¡Coróname otra vez! ¡Llena mi boca, mis tetas, mi concha!

Él la cogia más rápido y fuerte.
Se corrió con furia, primero dentro, luego sacando para bañarle las tetas, la cara, el vientre.
Ella lo lamió todo, con la corona puesta y la mirada lasciva.

Y así, entre cogidas, mamadas, lengüetazos y gemidos, la noche de bodas se volvió una orgía de dos.

Porque el reino… tenía ahora un rey insaciable. Y una reina puta.

Y apenas comenzaban.

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