Martín llegó a Buenos Aires con una maleta y un contrato de trabajo por seis meses. Ingeniero industrial, 36 años, soltero y con muchas ganas de cambiar de aire. El apart hotel donde se hospedaba tenía lo justo: cama cómoda, aire acondicionado, y una cocina mínima que apenas usaba. Todo iba tranquilo, hasta que escuchó el primer “papi” por la pared.
Era de noche. Se estaba cepillando los dientes cuando oyó una voz femenina, entre risas y jadeos, decir claramente:
—Ay… papi… así… no pares…
Martín se quedó quieto, con el cepillo en la boca, tratando de descifrar si era una película… o algo real. Unos segundos después, el golpeteo rítmico de una cama y unos gemidos aún más explícitos disiparon cualquier duda. Se rió solo. Pensó que era algo aislado.
Pero no.
Cada noche, la mujer del 207 hacía temblar las paredes. A veces con un tipo diferente. Otras veces sola, con un vibrador que no tenía piedad.
Hasta que la vio.
Una tarde calurosa, bajaba al lobby en musculosa y pantalón corto cuando la puerta del 207 se abrió. Y ahí estaba ella. Morena, cabello largo hasta la cintura, ojos felinos, boca gruesa pintada de rojo. Iba en bata de seda, abierta hasta el muslo, y sin sostén.
—Hola, vecino… —dijo, con una sonrisa de fuego.
—Hola —respondió Martín, como si no la reconociera, pero el corazón le martillaba el pecho.
—¿Te molesta si me acompañás a la pileta? No me gusta ir sola. —Y le guiñó un ojo.
No supo decir que no.
En la piscina del rooftop, ella se presentó: Vanesa, 29 años, masajista, soltera. Le hablaba con acento porteño cerrado y una mirada que lo desnudaba. Se tiró al agua, y cuando salió, el bikini se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus pezones marcaban fuerte.
—¿Te gusta mirar, papi? —le dijo de repente, sonriendo mientras se secaba el pelo.
Martín se atragantó con la cerveza.
—¿Eh?
—Te vi la otra noche. La pared no es tan gruesa como creés.
Él se quedó mudo. Vanesa se le acercó, mojada, oliendo a coco y cloro, y le susurró al oído:
—¿Querés verlo en vivo esta noche?
Horas más tarde, tocó la puerta del 208. Martín abrió, nervioso. Vanesa entró sin decir palabra, con un vestido corto y sin ropa interior. Se sentó en el sofá, se abrió de piernas mostrandole su concha y se acarició el clítoris frente a él, mirándolo directo.

—Sacátela, papi —ordenó—. Quiero ver tu dura pija.
Martín obedeció, se bajó el pantalón, estaba completamente erecto. Vanesa se arrodilló, lo agarró con ambas manos y se lo metió entero en la boca. Lo chupó despacio, babeando, mirándolo desde abajo.
—Mmm… tenés gusto a nuevo. Me encanta.
Se subió sobre él, sin quitarse el vestido. Se lo metió de un empujón, su concha mojada como un pantano caliente. Comenzó a moverse, arriba y abajo, rápido, frenética, gimiendo fuerte, llamándolo papi a cada rato.
—Sí, papi… eso… rompeme… llename toda…
Martín no podía más. Le agarró las caderas con fuerza y la penetró con violencia, haciéndola gritar. Después la tomó contra la pared, luego en la mesa, y por último de perrito en la cama, la embestía con brutalidad. Vanesa se vino tres veces. Él acabó dentro de ella, rugiendo como un animal.
Al terminar, ella se acurrucó desnuda en su pecho y dijo:
—Mañana traete el desayuno…. Porque yo no pienso parar, papi.
Desde aquella noche en su departamento, Martín no pudo sacarse a Vanesa de la cabeza… aunque tampoco tuvo oportunidad. Ella no se lo permitió.
A la mañana siguiente, lo despertó con una foto. Estaba de espaldas en la cama, completamente desnuda, mostrandole su trasero redondo y perfecto.
“Soñé con tu pija, papi. Me desperté mojada…”
Martín sintió el estómago apretarse y la pija endurecerse de golpe. No tardó en escribirle:
—¿Estás despierta?
Ella ya estaba tocando la puerta.
Pasaron toda la mañana cogiendo : en la ducha, en la alfombra, contra el ventanal. Vanesa tenía una energía desbordante, lo quería todo, y lo quería ya. Pero cuando acabaron y él intentó vestirse para ir a trabajar, ella lo abrazó por detrás, aún desnuda, y le dijo al oído:
—No quiero que andes metiéndosela a ninguna porteña con hambre. Vos sos mío, ¿entendiste?
Martín rió, pensando que era una broma. No lo era.
Esa misma semana, en el ascensor lleno de gente, Vanesa se paró detrás de él, apretada por la cercanía. Su mano se deslizó por su espalda baja y le agarró el bulto por encima del pantalón.
—Mmm… está durito, papi… —le susurró al oído, mientras una señora mayor y un tipo con traje miraban el número de pisos avanzar, ajenos.
Martín tragó saliva, paralizado, excitado al límite.
Cuando se bajaron en su piso, ella soltó una risita y se le adelantó al pasillo moviendo las caderas.
Otra tarde, mientras él estaba en una reunión de Zoom en el departamento, Vanesa le mandó una foto desde su cama. Tenía una tanga blanca, mojada, completamente transparente. Los dedos hundidos en su vagina. El mensaje decía:
“Si no venís ahora, me vengo sola pensando en vos.”
Martín se disculpó de la reunión. En cinco minutos estaba metido entre sus piernas, con la laptop todavía abierta en la mesa.
La cosa fue subiendo. Vanesa se volvió su droga. Lo provocaba sin descanso. Lo esperaba a la salida del trabajo con ropa ajustada. Lo llamaba a las 3 de la madrugada para que fuera a metérsela “porque no podía dormir sin sentirlo adentro”.
Martín estaba atrapado. Lo sabía. Y, peor aún… le encantaba.
Pero una noche, después de acabar en el sofá con ella cabalgándolo hasta que le temblaron las piernas, Vanesa le dijo algo que le heló la sangre:
—¿Sabés que te estoy empezando a amar, papi?
Martín no respondió. Solo la miró, sudado, confundido, con el corazón latiendo fuerte.
Ella se acurrucó en su pecho como una niña, pero sus ojos, abiertos en la oscuridad, brillaban con un deseo que iba más allá del sexo. Era algo más profundo. Más peligroso.
Y Martín lo supo en ese instante: Vanesa no pensaba soltarlo jamás.
Martín no era de ponerse celoso fácilmente. O al menos eso creía… hasta que la vio.
Vanesa estaba en la piscina del rooftop, recostada en una reposera, con un bikini rojo que apenas le cubría los pezones. Sonreía, coqueta, mientras hablaba con un tipo alto, musculoso, con cara de idiota y manos demasiado cerca de su pierna.
Martín sintió algo hervirle en el pecho.
Ella lo notó enseguida. Le lanzó una mirada ladeada, desafiante, como si supiera que él estaba a punto de explotar. Y lo logró.
Esa noche, cuando tocaron la puerta del 207, Vanesa abrió con su sonrisa de siempre, pero él no dijo ni una palabra. Entró directo. Cerró la puerta con fuerza. La miró fijo.
—¿Así que te gusta coquetear con pelotudos en la pileta?
Vanesa lo miró con picardía, sin miedo.
—¿Celoso, papi?
Martín la agarró del brazo y la empujó contra la pared. Ella soltó una risa corta, pero se le cortó cuando él la volteó de golpe y le bajó el short de algodón que llevaba puesto.
—¿Te querés hacer la puta? —gruñó— Entonces vas a tener lo que merecés.
Escupió en su mano y le mojó el culo. Ella jadeó. Sabía lo que venía. Lo había insinuado muchas veces, pero él nunca lo había hecho. Hasta ahora.

Martín le separó las nalgas y presionó su pija dura y caliente contra el culo, sin suavidad. Vanesa se tensó, pero no se resistió. Al contrario. Se apoyó mejor contra la pared y arqueó la espalda.
—Sí, papi… castigame.
Entró de una, Vanesa gritó, una mezcla de dolor y placer que retumbó en las paredes. Él la agarró fuerte de las caderas y comenzó a mover las caderas con furia. Le invadía el culo por completo, empujando hasta el fondo, haciéndola chocar sus tetas contra la pared con cada embestida.
—Así me gusta, zorra. Ahora vas a pensar dos veces antes de mostrarle el culo a otro.
—¡Aaahh… sí…! ¡Rompeme el culo, papi…! ¡Dámelo todo…!
Martín no paró hasta verla temblar. Le clavó las uñas en las caderas, la nalgueaba, le tiró del pelo y le susurró al oído:
—Sos mía. ¿Me entendiste?
—¡Sí! ¡Soy tuya! ¡Solo tuya! ¡Seguí, no pares!
Vanesa acabó con un gemido ronco, hundida en placer. Martín explotó segundos después, acabando dentro de ella mientras la mordía en el hombro.
Quedaron jadeando en el suelo, sudados, salvajes.
Ella se giró lentamente y le dio un beso en los labios.
—Ahora sí… sos mi macho de verdad.
Martín la miró, aún con rabia mezclada con deseo. Y pensó que esa mujer lo estaba llevando a lugares donde jamás había estado. Y no sabía si quería salir de ahí… o hundirse más.

Martín ya se había acostumbrado al torbellino que era Vanesa. Celosa, insaciable, impredecible. Pero lo que no esperaba era que alguien del pasado viniera a poner todo patas arriba.
Era sábado a la tarde cuando escuchó el escándalo en el pasillo. Gritos. Golpes. Salió del 208 de inmediato y la vio ahí, en la puerta del 207, discutiendo con un tipo grandote, tatuado, con una mirada violenta. Vanesa lo empujaba con las manos abiertas en el pecho.
—¡Te dije que te fueras, Adrián! ¡Ya fue!
El tipo giró la cabeza y vio a Martín.
—¿Y este quién es? ¿El boludo nuevo que te cogés ahora?
Martín no necesitó más.
—Soy el que se la coge mejor que vos, campeón.
Adrián caminó hacia él, desencajado.
—¿Querés probarme, pelotudo?
Vanesa intentó frenarlos, pero fue inútil.
En segundos, los dos estaban en el suelo, intercambiando golpes como animales. Puños, rodillas, gritos. Martín no era violento, pero algo dentro suyo explotó. Defendía algo más que a Vanesa. Defendía lo que ella le había despertado.
Después de varios minutos brutales, con la nariz sangrando y los nudillos ardiendo, Martín dejó a Adrián tirado en el pasillo. Vanesa lo abrazó con fuerza, temblando de adrenalina.
—Dios… —jadeó ella—. Te peleaste por mí…
Martín la miró, con el pecho inflado, sudado, sucio de sangre. Ella le agarró la cara y lo besó con desesperación.
—Te amo, hijo de puta… te amo —dijo entre lágrimas y risas.
El perdedor no tuvo más remedio que retirarse, lo llevó de la mano al departamento, donde lo sentó y le lavo las heridas, se desnudó y se arrodilló delante de él. Le desabrochó el pantalón con violencia y se lo sacó. Martín seguía respirando agitado cuando sintió su boca caliente tragarse su pija entera, como una salvaje en celo.
—Mmm… está pija es mía… solo mía… —murmuraba entre mamadas y succiones.
Se subió a él con las piernas abiertas, y se lo metió de una. Comenzó a cabalgarlo como una yegua desbocada, mirándolo directo, mordiéndose los labios, gimiendo salvaje.
—¡Ganaste, papi! ¡Ahora usame como quieras! ¡Rompeme entera, haceme tuya!
Martín la empujó contra el sillón, le abrió las piernas y le metió la pija en la concha con rabia. La cogió con todo su peso, con la furia de la pelea todavía en su cuerpo. Le mordía el cuello, las tetas, la espalda. Le hablaba sucio al oído.
—¿Así te gusta, zorra? ¿Así te cogía tu ex? No. A mí me rogás. A mí me acabás gritando.
—¡Sí! ¡Gritando! ¡Tuya! ¡Tuya! ¡Solo tuyaaa!
Acabaron al mismo tiempo, con un gemido sincronizado que parecía un trueno. Se desplomaron en el suelo, desnudos, jadeando, sudando, riendo.
Vanesa se acurrucó en su pecho, con la mirada brillando de deseo y devoción.
—Te peleaste por mí… y me cogiste como un dios. Ya no hay otro, papi. Sos el dueño de mi alma… y de mi culo.
Era de noche. Se estaba cepillando los dientes cuando oyó una voz femenina, entre risas y jadeos, decir claramente:
—Ay… papi… así… no pares…
Martín se quedó quieto, con el cepillo en la boca, tratando de descifrar si era una película… o algo real. Unos segundos después, el golpeteo rítmico de una cama y unos gemidos aún más explícitos disiparon cualquier duda. Se rió solo. Pensó que era algo aislado.
Pero no.
Cada noche, la mujer del 207 hacía temblar las paredes. A veces con un tipo diferente. Otras veces sola, con un vibrador que no tenía piedad.
Hasta que la vio.
Una tarde calurosa, bajaba al lobby en musculosa y pantalón corto cuando la puerta del 207 se abrió. Y ahí estaba ella. Morena, cabello largo hasta la cintura, ojos felinos, boca gruesa pintada de rojo. Iba en bata de seda, abierta hasta el muslo, y sin sostén.
—Hola, vecino… —dijo, con una sonrisa de fuego.
—Hola —respondió Martín, como si no la reconociera, pero el corazón le martillaba el pecho.
—¿Te molesta si me acompañás a la pileta? No me gusta ir sola. —Y le guiñó un ojo.
No supo decir que no.
En la piscina del rooftop, ella se presentó: Vanesa, 29 años, masajista, soltera. Le hablaba con acento porteño cerrado y una mirada que lo desnudaba. Se tiró al agua, y cuando salió, el bikini se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus pezones marcaban fuerte.
—¿Te gusta mirar, papi? —le dijo de repente, sonriendo mientras se secaba el pelo.
Martín se atragantó con la cerveza.
—¿Eh?
—Te vi la otra noche. La pared no es tan gruesa como creés.
Él se quedó mudo. Vanesa se le acercó, mojada, oliendo a coco y cloro, y le susurró al oído:
—¿Querés verlo en vivo esta noche?
Horas más tarde, tocó la puerta del 208. Martín abrió, nervioso. Vanesa entró sin decir palabra, con un vestido corto y sin ropa interior. Se sentó en el sofá, se abrió de piernas mostrandole su concha y se acarició el clítoris frente a él, mirándolo directo.

—Sacátela, papi —ordenó—. Quiero ver tu dura pija.
Martín obedeció, se bajó el pantalón, estaba completamente erecto. Vanesa se arrodilló, lo agarró con ambas manos y se lo metió entero en la boca. Lo chupó despacio, babeando, mirándolo desde abajo.
—Mmm… tenés gusto a nuevo. Me encanta.
Se subió sobre él, sin quitarse el vestido. Se lo metió de un empujón, su concha mojada como un pantano caliente. Comenzó a moverse, arriba y abajo, rápido, frenética, gimiendo fuerte, llamándolo papi a cada rato.
—Sí, papi… eso… rompeme… llename toda…
Martín no podía más. Le agarró las caderas con fuerza y la penetró con violencia, haciéndola gritar. Después la tomó contra la pared, luego en la mesa, y por último de perrito en la cama, la embestía con brutalidad. Vanesa se vino tres veces. Él acabó dentro de ella, rugiendo como un animal.
Al terminar, ella se acurrucó desnuda en su pecho y dijo:
—Mañana traete el desayuno…. Porque yo no pienso parar, papi.
Desde aquella noche en su departamento, Martín no pudo sacarse a Vanesa de la cabeza… aunque tampoco tuvo oportunidad. Ella no se lo permitió.
A la mañana siguiente, lo despertó con una foto. Estaba de espaldas en la cama, completamente desnuda, mostrandole su trasero redondo y perfecto.
“Soñé con tu pija, papi. Me desperté mojada…”
Martín sintió el estómago apretarse y la pija endurecerse de golpe. No tardó en escribirle:
—¿Estás despierta?
Ella ya estaba tocando la puerta.
Pasaron toda la mañana cogiendo : en la ducha, en la alfombra, contra el ventanal. Vanesa tenía una energía desbordante, lo quería todo, y lo quería ya. Pero cuando acabaron y él intentó vestirse para ir a trabajar, ella lo abrazó por detrás, aún desnuda, y le dijo al oído:
—No quiero que andes metiéndosela a ninguna porteña con hambre. Vos sos mío, ¿entendiste?
Martín rió, pensando que era una broma. No lo era.
Esa misma semana, en el ascensor lleno de gente, Vanesa se paró detrás de él, apretada por la cercanía. Su mano se deslizó por su espalda baja y le agarró el bulto por encima del pantalón.
—Mmm… está durito, papi… —le susurró al oído, mientras una señora mayor y un tipo con traje miraban el número de pisos avanzar, ajenos.
Martín tragó saliva, paralizado, excitado al límite.
Cuando se bajaron en su piso, ella soltó una risita y se le adelantó al pasillo moviendo las caderas.
Otra tarde, mientras él estaba en una reunión de Zoom en el departamento, Vanesa le mandó una foto desde su cama. Tenía una tanga blanca, mojada, completamente transparente. Los dedos hundidos en su vagina. El mensaje decía:
“Si no venís ahora, me vengo sola pensando en vos.”
Martín se disculpó de la reunión. En cinco minutos estaba metido entre sus piernas, con la laptop todavía abierta en la mesa.
La cosa fue subiendo. Vanesa se volvió su droga. Lo provocaba sin descanso. Lo esperaba a la salida del trabajo con ropa ajustada. Lo llamaba a las 3 de la madrugada para que fuera a metérsela “porque no podía dormir sin sentirlo adentro”.
Martín estaba atrapado. Lo sabía. Y, peor aún… le encantaba.
Pero una noche, después de acabar en el sofá con ella cabalgándolo hasta que le temblaron las piernas, Vanesa le dijo algo que le heló la sangre:
—¿Sabés que te estoy empezando a amar, papi?
Martín no respondió. Solo la miró, sudado, confundido, con el corazón latiendo fuerte.
Ella se acurrucó en su pecho como una niña, pero sus ojos, abiertos en la oscuridad, brillaban con un deseo que iba más allá del sexo. Era algo más profundo. Más peligroso.
Y Martín lo supo en ese instante: Vanesa no pensaba soltarlo jamás.
Martín no era de ponerse celoso fácilmente. O al menos eso creía… hasta que la vio.
Vanesa estaba en la piscina del rooftop, recostada en una reposera, con un bikini rojo que apenas le cubría los pezones. Sonreía, coqueta, mientras hablaba con un tipo alto, musculoso, con cara de idiota y manos demasiado cerca de su pierna.
Martín sintió algo hervirle en el pecho.
Ella lo notó enseguida. Le lanzó una mirada ladeada, desafiante, como si supiera que él estaba a punto de explotar. Y lo logró.
Esa noche, cuando tocaron la puerta del 207, Vanesa abrió con su sonrisa de siempre, pero él no dijo ni una palabra. Entró directo. Cerró la puerta con fuerza. La miró fijo.
—¿Así que te gusta coquetear con pelotudos en la pileta?
Vanesa lo miró con picardía, sin miedo.
—¿Celoso, papi?
Martín la agarró del brazo y la empujó contra la pared. Ella soltó una risa corta, pero se le cortó cuando él la volteó de golpe y le bajó el short de algodón que llevaba puesto.
—¿Te querés hacer la puta? —gruñó— Entonces vas a tener lo que merecés.
Escupió en su mano y le mojó el culo. Ella jadeó. Sabía lo que venía. Lo había insinuado muchas veces, pero él nunca lo había hecho. Hasta ahora.

Martín le separó las nalgas y presionó su pija dura y caliente contra el culo, sin suavidad. Vanesa se tensó, pero no se resistió. Al contrario. Se apoyó mejor contra la pared y arqueó la espalda.
—Sí, papi… castigame.
Entró de una, Vanesa gritó, una mezcla de dolor y placer que retumbó en las paredes. Él la agarró fuerte de las caderas y comenzó a mover las caderas con furia. Le invadía el culo por completo, empujando hasta el fondo, haciéndola chocar sus tetas contra la pared con cada embestida.
—Así me gusta, zorra. Ahora vas a pensar dos veces antes de mostrarle el culo a otro.
—¡Aaahh… sí…! ¡Rompeme el culo, papi…! ¡Dámelo todo…!
Martín no paró hasta verla temblar. Le clavó las uñas en las caderas, la nalgueaba, le tiró del pelo y le susurró al oído:
—Sos mía. ¿Me entendiste?
—¡Sí! ¡Soy tuya! ¡Solo tuya! ¡Seguí, no pares!
Vanesa acabó con un gemido ronco, hundida en placer. Martín explotó segundos después, acabando dentro de ella mientras la mordía en el hombro.
Quedaron jadeando en el suelo, sudados, salvajes.
Ella se giró lentamente y le dio un beso en los labios.
—Ahora sí… sos mi macho de verdad.
Martín la miró, aún con rabia mezclada con deseo. Y pensó que esa mujer lo estaba llevando a lugares donde jamás había estado. Y no sabía si quería salir de ahí… o hundirse más.

Martín ya se había acostumbrado al torbellino que era Vanesa. Celosa, insaciable, impredecible. Pero lo que no esperaba era que alguien del pasado viniera a poner todo patas arriba.
Era sábado a la tarde cuando escuchó el escándalo en el pasillo. Gritos. Golpes. Salió del 208 de inmediato y la vio ahí, en la puerta del 207, discutiendo con un tipo grandote, tatuado, con una mirada violenta. Vanesa lo empujaba con las manos abiertas en el pecho.
—¡Te dije que te fueras, Adrián! ¡Ya fue!
El tipo giró la cabeza y vio a Martín.
—¿Y este quién es? ¿El boludo nuevo que te cogés ahora?
Martín no necesitó más.
—Soy el que se la coge mejor que vos, campeón.
Adrián caminó hacia él, desencajado.
—¿Querés probarme, pelotudo?
Vanesa intentó frenarlos, pero fue inútil.
En segundos, los dos estaban en el suelo, intercambiando golpes como animales. Puños, rodillas, gritos. Martín no era violento, pero algo dentro suyo explotó. Defendía algo más que a Vanesa. Defendía lo que ella le había despertado.
Después de varios minutos brutales, con la nariz sangrando y los nudillos ardiendo, Martín dejó a Adrián tirado en el pasillo. Vanesa lo abrazó con fuerza, temblando de adrenalina.
—Dios… —jadeó ella—. Te peleaste por mí…
Martín la miró, con el pecho inflado, sudado, sucio de sangre. Ella le agarró la cara y lo besó con desesperación.
—Te amo, hijo de puta… te amo —dijo entre lágrimas y risas.
El perdedor no tuvo más remedio que retirarse, lo llevó de la mano al departamento, donde lo sentó y le lavo las heridas, se desnudó y se arrodilló delante de él. Le desabrochó el pantalón con violencia y se lo sacó. Martín seguía respirando agitado cuando sintió su boca caliente tragarse su pija entera, como una salvaje en celo.
—Mmm… está pija es mía… solo mía… —murmuraba entre mamadas y succiones.
Se subió a él con las piernas abiertas, y se lo metió de una. Comenzó a cabalgarlo como una yegua desbocada, mirándolo directo, mordiéndose los labios, gimiendo salvaje.
—¡Ganaste, papi! ¡Ahora usame como quieras! ¡Rompeme entera, haceme tuya!
Martín la empujó contra el sillón, le abrió las piernas y le metió la pija en la concha con rabia. La cogió con todo su peso, con la furia de la pelea todavía en su cuerpo. Le mordía el cuello, las tetas, la espalda. Le hablaba sucio al oído.
—¿Así te gusta, zorra? ¿Así te cogía tu ex? No. A mí me rogás. A mí me acabás gritando.
—¡Sí! ¡Gritando! ¡Tuya! ¡Tuya! ¡Solo tuyaaa!
Acabaron al mismo tiempo, con un gemido sincronizado que parecía un trueno. Se desplomaron en el suelo, desnudos, jadeando, sudando, riendo.
Vanesa se acurrucó en su pecho, con la mirada brillando de deseo y devoción.
—Te peleaste por mí… y me cogiste como un dios. Ya no hay otro, papi. Sos el dueño de mi alma… y de mi culo.
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