Lucía tenía 22 años, piernas largas, labios carnosos y una belleza que robaba miradas. Estudiante de diseño, sin tiempo para trabajar, con deudas y sueños caros. Él se llamaba Ernesto, 55 años, canoso, traje perfecto, mirada dominante… y una cartera que podía cumplir deseos.
Se conocieron en una cafetería elegante, donde ella hacía trabajos freelance con su portátil. Ernesto la había observado durante días. Hasta que se sentó frente a ella.
—Sé que necesitas dinero —dijo con voz firme—. Y yo necesito algo más… físico.
Lucía levantó la mirada, sorprendida.
—¿Qué me estás proponiendo?
Él sacó su tarjeta, deslizó un sobre junto a su café.
—Un acuerdo. Mil dólares mensuales, gastos pagados, regalos... y sexo completo. Todo lo que yo quiera. Cuando yo lo quiera.
Lucía abrió el sobre. Dentro había quinientos en efectivo. Solo por considerar la oferta.
Esa noche, lo pensó. Lo imaginó. Lo deseó, en secreto. Y le escribió.
“Acepto. Pero quiero hacerlo bien… sexy.”
Se encontraron en un hotel cinco estrellas. Ella llegó con un vestido rojo, sin ropa interior. Ernesto la esperaba con champagne, frutas… y una mirada hambrienta.
—Desnúdate para mí, Lucía.
Ella se quitó el vestido con lentitud. Su cuerpo era arte: tetas firmes, cintura de avispa, piel suave.

—Tírate en la cama. Abre las piernas.
Lucía obedeció. Él se arrodilló, y le comió la concha como si buscara salvar su alma. Lento, profundo, con lengua firme y dedos precisos. La hizo venirse en menos de cinco minutos.
—No has probado a un hombre de verdad hasta hoy —le dijo, mientras se abría el pantalón.
Su pija era gruesa, venosa, dura. Lucía la lamió entera, lenta, babeando como puta obediente.
—Mmm… sabía que serías así —murmuró él—. Una muñeca tragona.
Se la metió de rodillas, y luego la puso en cuatro. La cogio como un cabrón dominante. Le agarró el pelo, de las tetas, le azotó el culo, se la metía hasta el fondo mientras ella gemía como una perra.
—¡Dame más! ¡Hazme tuya! ¡Págame con leche!
Él le llenó la concha con una corrida caliente, y luego le hizo chuparle la pija hasta que quedó limpio.
La segunda ronda fue más salvaje. La ató de manos, le tapó los ojos, y la tomó por todos lados: en la boca, en el culo, en la cara. La dejó chorreando, sudada, llena de su leche.

Antes de irse, le entregó un sobre con dinero… y una llave.
—Este es el departamento que te acabo de alquilar. Quiero que me esperes desnuda cuando te escriba. Serás mi muñeca de lujo. Y yo… tu banco de leche.
Lucía se mordió el labio.
Quizás vender el cuerpo no era tan malo… si te lo compraban con tanto placer.

Lucía lo tenía todo. Departamento nuevo, ropa de marca, cenas de lujo y una tarjeta sin límite. Su cuerpo era adorado por Ernesto, su sugar daddy, quien la usaba y le pagaba por cada gemido. Pero todo cambió el día que conoció a Iván: 28 años, sonrisa traviesa, cuerpo trabajado, y hambre de mujer.
Se vieron en una fiesta privada. Ella iba con Ernesto, pero Iván no le quitaba los ojos de encima. Esa noche, le escribió por Instagram. Y Lucía respondió.
—Él es viejo. Tú eres fuego —le dijo Iván, mientras la besaba en el baño de un bar.
Lucía gemía entre sus brazos, excitada por la aventura. Se lo cogía a escondidas, entre semana, mientras el viejo trabajaba. Iván era joven, salvaje, espontáneo. No tenía dinero, pero sí una pija adictiva y labios peligrosos.
—Deja al viejo —le suplicó una tarde—. Ven conmigo. No necesito su dinero. Solo tu cuerpo.
Y Lucía lo hizo. Le dijo a Ernesto que quería ser libre. Que estaba enamorada.
Él la miró en silencio.
—Entonces, todo se acaba. El departamento, el auto, las tarjetas. Te dejo como te encontré: desnuda.
Lucía se fue con Iván, creyendo haber elegido el amor.

Al principio, todo fue pasión. Cogian en moteles baratos, en baños públicos, en casas de amigos. Iván era incansable, le comía la concha con hambre, la partía por la mitad con fuerza joven.
Pero pronto cambió.
—Consíguete algo. Estoy harto de pagarte los taxis.
—¿Ya no me deseas?
—No tanto como antes. Conocí a alguien más.
Y así, Iván la dejó. Por otra más joven. Más fresca.
Lucía terminó en un cuarto alquilado. Sin lujos. Sin leche. Sin amor. Sin pan.
Lloraba de noche, tocándose, recordando cómo la cogía Ernesto, cómo la llenaba, cómo la mimaba después del sexo.
Quiso volver a escribirle… pero él ya había bloqueado su número.
Ahora era solo una más.
Una muñeca rota… que se quedó sin el pan y sin la leche.
Se conocieron en una cafetería elegante, donde ella hacía trabajos freelance con su portátil. Ernesto la había observado durante días. Hasta que se sentó frente a ella.
—Sé que necesitas dinero —dijo con voz firme—. Y yo necesito algo más… físico.
Lucía levantó la mirada, sorprendida.
—¿Qué me estás proponiendo?
Él sacó su tarjeta, deslizó un sobre junto a su café.
—Un acuerdo. Mil dólares mensuales, gastos pagados, regalos... y sexo completo. Todo lo que yo quiera. Cuando yo lo quiera.
Lucía abrió el sobre. Dentro había quinientos en efectivo. Solo por considerar la oferta.
Esa noche, lo pensó. Lo imaginó. Lo deseó, en secreto. Y le escribió.
“Acepto. Pero quiero hacerlo bien… sexy.”
Se encontraron en un hotel cinco estrellas. Ella llegó con un vestido rojo, sin ropa interior. Ernesto la esperaba con champagne, frutas… y una mirada hambrienta.
—Desnúdate para mí, Lucía.
Ella se quitó el vestido con lentitud. Su cuerpo era arte: tetas firmes, cintura de avispa, piel suave.

—Tírate en la cama. Abre las piernas.
Lucía obedeció. Él se arrodilló, y le comió la concha como si buscara salvar su alma. Lento, profundo, con lengua firme y dedos precisos. La hizo venirse en menos de cinco minutos.
—No has probado a un hombre de verdad hasta hoy —le dijo, mientras se abría el pantalón.
Su pija era gruesa, venosa, dura. Lucía la lamió entera, lenta, babeando como puta obediente.
—Mmm… sabía que serías así —murmuró él—. Una muñeca tragona.
Se la metió de rodillas, y luego la puso en cuatro. La cogio como un cabrón dominante. Le agarró el pelo, de las tetas, le azotó el culo, se la metía hasta el fondo mientras ella gemía como una perra.
—¡Dame más! ¡Hazme tuya! ¡Págame con leche!
Él le llenó la concha con una corrida caliente, y luego le hizo chuparle la pija hasta que quedó limpio.
La segunda ronda fue más salvaje. La ató de manos, le tapó los ojos, y la tomó por todos lados: en la boca, en el culo, en la cara. La dejó chorreando, sudada, llena de su leche.

Antes de irse, le entregó un sobre con dinero… y una llave.
—Este es el departamento que te acabo de alquilar. Quiero que me esperes desnuda cuando te escriba. Serás mi muñeca de lujo. Y yo… tu banco de leche.
Lucía se mordió el labio.
Quizás vender el cuerpo no era tan malo… si te lo compraban con tanto placer.

Lucía lo tenía todo. Departamento nuevo, ropa de marca, cenas de lujo y una tarjeta sin límite. Su cuerpo era adorado por Ernesto, su sugar daddy, quien la usaba y le pagaba por cada gemido. Pero todo cambió el día que conoció a Iván: 28 años, sonrisa traviesa, cuerpo trabajado, y hambre de mujer.
Se vieron en una fiesta privada. Ella iba con Ernesto, pero Iván no le quitaba los ojos de encima. Esa noche, le escribió por Instagram. Y Lucía respondió.
—Él es viejo. Tú eres fuego —le dijo Iván, mientras la besaba en el baño de un bar.
Lucía gemía entre sus brazos, excitada por la aventura. Se lo cogía a escondidas, entre semana, mientras el viejo trabajaba. Iván era joven, salvaje, espontáneo. No tenía dinero, pero sí una pija adictiva y labios peligrosos.
—Deja al viejo —le suplicó una tarde—. Ven conmigo. No necesito su dinero. Solo tu cuerpo.
Y Lucía lo hizo. Le dijo a Ernesto que quería ser libre. Que estaba enamorada.
Él la miró en silencio.
—Entonces, todo se acaba. El departamento, el auto, las tarjetas. Te dejo como te encontré: desnuda.
Lucía se fue con Iván, creyendo haber elegido el amor.

Al principio, todo fue pasión. Cogian en moteles baratos, en baños públicos, en casas de amigos. Iván era incansable, le comía la concha con hambre, la partía por la mitad con fuerza joven.
Pero pronto cambió.
—Consíguete algo. Estoy harto de pagarte los taxis.
—¿Ya no me deseas?
—No tanto como antes. Conocí a alguien más.
Y así, Iván la dejó. Por otra más joven. Más fresca.
Lucía terminó en un cuarto alquilado. Sin lujos. Sin leche. Sin amor. Sin pan.
Lloraba de noche, tocándose, recordando cómo la cogía Ernesto, cómo la llenaba, cómo la mimaba después del sexo.
Quiso volver a escribirle… pero él ya había bloqueado su número.
Ahora era solo una más.
Una muñeca rota… que se quedó sin el pan y sin la leche.
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