El estadio rugĂa. Era la final del campeonato y Luciano Vargas, el delantero estrella, acababa de meter el gol decisivo en tiempo de descuento. Mientras todos celebraban con gritos y abrazos, ella lo miraba desde la zona VIP con una sonrisa distinta.
Julieta, la botinera más buscada del paĂs, no era cualquier fan. Era alta, de piernas largas, curvas imposibles y un par de tetas firmes que hacĂan girar cabezas aunque estuviera vestida. Pero esa noche no vestĂa mucho: una blusa blanca, sin sostĂ©n, y una mini de cuero negra que dejaba ver más de lo necesario.
Cuando Luciano terminĂł la ronda de festejos, ella se le acercĂł entre los fotĂłgrafos y la seguridad. Le sonriĂł, le entregĂł un sobre blanco y le susurrĂł:
—A ver si también metés goles en la cancha chica, campeón…
Luciano lo tomĂł sin entender del todo. AbriĂł el sobre en el vestuario. Adentro, una foto de Julieta completamente desnuda, de espaldas, mirando por sobre su hombro, el culo redondo y brillante como una tentaciĂłn del infierno. Al dorso, un mensaje manuscrito:
> “Habitación 806, Hotel LeCiel. Solo por esta noche.”

Luciano no lo dudĂł.
Una hora más tarde, entraba al hotel. En la habitación 806, Julieta lo esperaba con una bata de seda apenas sostenida. Lo recibió con una copa de vino en la mano.
—¿Listo para el verdadero campeonato?
Sin esperar respuesta, lo empujó al sillón, se arrodilló frente a él y le bajó los pantalones.
—Tenés una medalla hermosa, goleador.
Se la metió en la boca sin más, profunda, lenta, saboreándolo como si se tratara de un postre que llevaba meses esperando. Luciano apoyó la cabeza hacia atrás, jadeando. La boca de Julieta era una fiesta, caliente y húmeda.
—No sabés lo que te esperaba —dijo ella, subiendo sobre él y rozando su pija mojada con su conchita depilada—. Esto no es césped, pero quiero verte correr…
Se la metió de una, de frente, mirándolo fijo, sin perder el ritmo ni la sonrisa. Lo cabalgaba con las tetas rebotando, sujetándole el pecho, besándole el cuello.
—¡Metéme todos los goles que tengas!
Lo cogĂa con hambre, y cuando Ă©l intentaba tomar el control, ella lo empujaba de nuevo abajo.
—Shhh… Esta copa la levanto yo.
Después de varios minutos, cambiaron de posición. La puso en cuatro contra la ventana, el culo apuntando a las luces de la ciudad. Le dio sin parar, hasta que los gemidos de Julieta eran gritos de gol.
—¡Aaaah! ¡Luciano, me estás rompiendo todaaaa! ¡Dame ese golazo, carajo!
Cuando no aguantó más, ella se dio vuelta, se arrodilló y lo miró con los labios abiertos.
—Coroname como reina del campeonato, papito…
Luciano le acabĂł en la boca, a borbotones, y ella se lo tragĂł sin dejar escapar una gota. Luego le limpiĂł la pija con la lengua y lo besĂł con la boca caliente.
—Entonces… ¿cuándo es el próximo partido? —preguntó él, agotado, pero sonriendo.
Julieta se acomodĂł el pelo, todavĂa desnuda, y se sirviĂł otra copa.
—Cuando quieras. Pero esta vez, en mi cancha.

DespuĂ©s de aquella noche en el hotel, Luciano no pudo quitársela de la cabeza. Julieta lo tenĂa hechizado. La manera en que lo mamaba, cĂłmo cabalgaba sin pudor, el aroma de su piel, sus gemidos, sus uñas en la espalda, su culo perfecto rebotando contra su pelvis...
Lo veĂa dos o tres veces por semana. A veces, en su departamento; otras, en hoteles cinco estrellas donde lo esperaba ya desnuda, abierta, mojada, y con una sola orden: “Cogeme hasta dejarme muda.”
Y Ă©l cumplĂa. Al principio, al menos.
Julieta lo exprimĂa con lujuria feroz. No era una amante comĂşn. Era una depredadora sexual.
Se lo cogĂa antes de los partidos. Se lo cogĂa despuĂ©s. Lo llamaba a las tres de la mañana y le decĂa:
—Venite YA. Quiero tu leche adentro mĂo o no duermo.
Y Ă©l iba. Como un perro. Como un goleador que habĂa perdido la cabeza por una mujer que lo poseĂa por completo.

Poco a poco, su rendimiento en la cancha empezĂł a caer.
No corrĂa igual. No saltaba igual. No metĂa goles.
Su cuerpo rendĂa más en la cama que con la pelota.
Los periodistas murmuraban. El técnico lo notó.
Un dĂa, lo mandaron al banco.
Esa misma noche, Julieta lo esperĂł en su departamento, desnuda, como siempre. Luciano entrĂł arrastrando los pies.
—Estoy en el banco —le dijo.
Ella lo mirĂł, seria, sin una pizca de ternura.
—No salgo con suplentes.
Luciano parpadeĂł.
—¿Qué?
Julieta se puso la bata, caminĂł hacia la puerta, la abriĂł.
—Fuiste una buena racha. Me encantan los goleadores… pero cuando meten goles. No cuando se la pasan llorando y acabando sin fuerza.
Él no supo quĂ© decir. La pija le latĂa, pero su corazĂłn se hundĂa.
Antes de cerrar la puerta, Julieta susurró, más para sà que para él:
—¿Dónde habrá otro delantero con hambre de red… y leche para dar?
Clac. La puerta se cerrĂł.
Luciano se quedĂł solo, con el eco de su propia obsesiĂłn, sabiendo que habĂa sido titular en la cama… y suplente en su propia vida.

Julieta, la botinera más buscada del paĂs, no era cualquier fan. Era alta, de piernas largas, curvas imposibles y un par de tetas firmes que hacĂan girar cabezas aunque estuviera vestida. Pero esa noche no vestĂa mucho: una blusa blanca, sin sostĂ©n, y una mini de cuero negra que dejaba ver más de lo necesario.
Cuando Luciano terminĂł la ronda de festejos, ella se le acercĂł entre los fotĂłgrafos y la seguridad. Le sonriĂł, le entregĂł un sobre blanco y le susurrĂł:
—A ver si también metés goles en la cancha chica, campeón…
Luciano lo tomĂł sin entender del todo. AbriĂł el sobre en el vestuario. Adentro, una foto de Julieta completamente desnuda, de espaldas, mirando por sobre su hombro, el culo redondo y brillante como una tentaciĂłn del infierno. Al dorso, un mensaje manuscrito:
> “Habitación 806, Hotel LeCiel. Solo por esta noche.”

Luciano no lo dudĂł.
Una hora más tarde, entraba al hotel. En la habitación 806, Julieta lo esperaba con una bata de seda apenas sostenida. Lo recibió con una copa de vino en la mano.
—¿Listo para el verdadero campeonato?
Sin esperar respuesta, lo empujó al sillón, se arrodilló frente a él y le bajó los pantalones.
—Tenés una medalla hermosa, goleador.
Se la metió en la boca sin más, profunda, lenta, saboreándolo como si se tratara de un postre que llevaba meses esperando. Luciano apoyó la cabeza hacia atrás, jadeando. La boca de Julieta era una fiesta, caliente y húmeda.
—No sabés lo que te esperaba —dijo ella, subiendo sobre él y rozando su pija mojada con su conchita depilada—. Esto no es césped, pero quiero verte correr…
Se la metió de una, de frente, mirándolo fijo, sin perder el ritmo ni la sonrisa. Lo cabalgaba con las tetas rebotando, sujetándole el pecho, besándole el cuello.
—¡Metéme todos los goles que tengas!
Lo cogĂa con hambre, y cuando Ă©l intentaba tomar el control, ella lo empujaba de nuevo abajo.
—Shhh… Esta copa la levanto yo.
Después de varios minutos, cambiaron de posición. La puso en cuatro contra la ventana, el culo apuntando a las luces de la ciudad. Le dio sin parar, hasta que los gemidos de Julieta eran gritos de gol.
—¡Aaaah! ¡Luciano, me estás rompiendo todaaaa! ¡Dame ese golazo, carajo!
Cuando no aguantó más, ella se dio vuelta, se arrodilló y lo miró con los labios abiertos.
—Coroname como reina del campeonato, papito…
Luciano le acabĂł en la boca, a borbotones, y ella se lo tragĂł sin dejar escapar una gota. Luego le limpiĂł la pija con la lengua y lo besĂł con la boca caliente.
—Entonces… ¿cuándo es el próximo partido? —preguntó él, agotado, pero sonriendo.
Julieta se acomodĂł el pelo, todavĂa desnuda, y se sirviĂł otra copa.
—Cuando quieras. Pero esta vez, en mi cancha.

DespuĂ©s de aquella noche en el hotel, Luciano no pudo quitársela de la cabeza. Julieta lo tenĂa hechizado. La manera en que lo mamaba, cĂłmo cabalgaba sin pudor, el aroma de su piel, sus gemidos, sus uñas en la espalda, su culo perfecto rebotando contra su pelvis...
Lo veĂa dos o tres veces por semana. A veces, en su departamento; otras, en hoteles cinco estrellas donde lo esperaba ya desnuda, abierta, mojada, y con una sola orden: “Cogeme hasta dejarme muda.”
Y Ă©l cumplĂa. Al principio, al menos.
Julieta lo exprimĂa con lujuria feroz. No era una amante comĂşn. Era una depredadora sexual.
Se lo cogĂa antes de los partidos. Se lo cogĂa despuĂ©s. Lo llamaba a las tres de la mañana y le decĂa:
—Venite YA. Quiero tu leche adentro mĂo o no duermo.
Y Ă©l iba. Como un perro. Como un goleador que habĂa perdido la cabeza por una mujer que lo poseĂa por completo.

Poco a poco, su rendimiento en la cancha empezĂł a caer.
No corrĂa igual. No saltaba igual. No metĂa goles.
Su cuerpo rendĂa más en la cama que con la pelota.
Los periodistas murmuraban. El técnico lo notó.
Un dĂa, lo mandaron al banco.
Esa misma noche, Julieta lo esperĂł en su departamento, desnuda, como siempre. Luciano entrĂł arrastrando los pies.
—Estoy en el banco —le dijo.
Ella lo mirĂł, seria, sin una pizca de ternura.
—No salgo con suplentes.
Luciano parpadeĂł.
—¿Qué?
Julieta se puso la bata, caminĂł hacia la puerta, la abriĂł.
—Fuiste una buena racha. Me encantan los goleadores… pero cuando meten goles. No cuando se la pasan llorando y acabando sin fuerza.
Él no supo quĂ© decir. La pija le latĂa, pero su corazĂłn se hundĂa.
Antes de cerrar la puerta, Julieta susurró, más para sà que para él:
—¿Dónde habrá otro delantero con hambre de red… y leche para dar?
Clac. La puerta se cerrĂł.
Luciano se quedĂł solo, con el eco de su propia obsesiĂłn, sabiendo que habĂa sido titular en la cama… y suplente en su propia vida.

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