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21📑Tres Historias Cortas

“La instructora del gym”

Martín tenía 30 años, cuerpo trabajado y una rutina estricta. Pero había una razón por la que no faltaba nunca al gimnasio: Luciana, la nueva instructora de clases funcionales. Pelo recogido, mirada felina, curvas de infarto y un culazo que rebotaba en cada sentadilla.
Ella mandaba con voz firme, lo ignoraba como si fuera uno más… pero él notaba sus miradas fugaces cuando se quitaba la camiseta empapada de sudor.
Una tensión silenciosa. Un juego peligroso.

Hasta que un martes por la noche, después de la última clase, Luciana se acercó mientras él estiraba.

—Hoy te vi muy enfocado —le dijo con media sonrisa.

—Y vos... muy provocativa con esos leggings.

—¿Ah, sí? —respondió, acercándose más—. ¿Y qué vas a hacer con eso?

—Lo que me dejes.

Luciana no dijo nada. Solo se giró, caminó hacia el vestuario femenino y dejó la puerta entreabierta. Martín la siguió sin pensarlo. El gym ya estaba cerrado, solo ellos dos en la penumbra, con la música bajando de volumen.

21📑Tres Historias Cortas




Cuando entró, ella lo empujó contra la pared y lo besó con fuerza. Él le sacó la remera mojada, y sus tetas quedaron libres, firmes, llenas. Las chupó con desesperación mientras ella le bajaba el pantalón.

Se arrodilló y comenzó a chuparle la pija con una pasión animal, como si llevara semanas con las ganas contenidas. Lo miraba desde abajo, metiéndoselo profundo, rápido, babeándolo, gimiendo, mamandolo.

—¡Dios, Luciana… no pares! —jadeó él.

—No pienso parar hasta dejarte seco.

Martín la levantó, la giró y la apoyó sobre una banca. Le bajó los leggings de un tirón y le metió la pija por detrás, de una sola estocada. Ella gimió fuerte, agarrándose de la pared mientras él partía su concha con fuerza, una mano en su cintura, la otra en su cuello.

—¡Dale, más! ¡Rompeme! —gritaba ella con los glúteos temblando.

La escena era salvaje: su culo rebotando contra él, el eco del cuarto lleno de gemidos y jadeos, el olor a sudor y sexo mezclado con el ambiente del gimnasio vacío.

Después de varios minutos, Martín la hizo ponerse encima. Ella cabalgó su pija con las piernas abiertas, la concha mojada, moviéndose con ritmo perfecto, sus tetas agitándose, sus uñas marcándole el pecho.

—¿Querés más? —le dijo con voz ronca—. ¿O te animás a cogerme por atrás?

Martín no respondió. Solo la bajó, la inclinó sobre el banco y le fue abriendo el culo lentamente, con saliva y paciencia.

—Ahhh... sí... así me gusta —gemía ella, abriéndose más.

Él entró con la pija hasta el fondo, sin piedad. Luciana temblaba con cada embestida anal, gritando, dándole todo.

Finalmente, él se salió y acabó sobre su espalda sudada, con pulsos de semen caliente manchándola entera.

Luciana se giró, exhausta, sonriendo.

—Ahora sí... entrenamiento completo.

Martín se rió, todavía jadeando.

—Y yo que venía solo a hacer espalda.


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“La Serenata Infiel”

Luis llegó al edificio con nervios y flores. Era el cumpleaños de su novia, Camila. Quería impresionarla, así que contrató a un guitarrista profesional para llevarle serenata a su balcón. Romántico, ¿no?

Camila salió en bata, con el pelo suelto, descalza. Se asomó al balcón y sonrió, pero sus ojos no se quedaron mucho tiempo en Luis.

No. Se quedaron fijos en el guitarrista: alto, moreno, con barba de dos días, brazos marcados y una sonrisa ladina. Se llamaba Diego, y sus dedos recorrían las cuerdas de la guitarra con una sensualidad que a Camila le puso el cuerpo caliente.
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—Gracias, mi amor… —dijo, bajando a recibir el ramo—. Pero qué lindo toca tu amigo…

Luis no notó el doble sentido.

Camila los invitó a subir, como gesto de cortesía. Les sirvió vino. Luis hablaba emocionado… pero ella solo escuchaba a Diego.

En un momento, cuando Luis fue al baño, Diego y Camila se quedaron solos en la cocina. Ella lo miró, se acercó, y sin decir nada le tomó la mano.

—Tocas hermoso… ¿qué más sabes hacer con esos dedos?

Diego no respondió. Solo la atrajo de la cintura, la pegó contra su cuerpo y la besó. Profundo. Lento. Húmedo.

Camila gimió bajito.

—Mi novio está aquí…

—Entonces calladita, mamita.

Luis se quedó en el baño viendo mensajes. Mientras tanto, en la cocina oscura, Diego empujó a Camila contra el fregadero, le abrió la bata y encontró que no tenía ropa interior.

—Puta rica —le susurró.

Le metió dos dedos en la concha, la masturbó rápido, con fuerza, mientras la besaba para ahogar sus gemidos. Luego bajó de rodillas, se la comió desesperado, haciendo círculos con la lengua hasta que se vino convulsionando contra su cara.

—Dámelo todo, músico… —jadeaba ella.

Diego se paró, sacó su pija. Estaba dura, gruesa, palpitante.

Camila se agachó y se la mamó ahí mismo, rápido, ruidosa, tragando saliva y semen antes de que Luis saliera del baño.

—Tengo que bajar el estuche de la guitarra al auto —dijo Diego después.

—Camila, acompáñame —añadió, sin esperar respuesta.

Ella bajó con él. No tardaron cinco minutos.

Se la cogió en el asiento trasero, con la puerta entreabierta. Ella subida encima, gimiendo bajo, agarrándole la cabeza, cabalgando esa pija como si fuera el último hombre en la tierra.

Luis, desde arriba, la buscaba con la mirada. Camila regresó con las mejillas rojas y los muslos brillando.

—¿Todo bien? —preguntó él.

—Sí, amor… solo estaba viendo el auto del guitarrista. Es… grande.
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“Mientras mamá no está”

Julieta tenía 19 años, y su madre se había vuelto a casar hacía poco con un hombre diez años menor que ella: Marco, un tipo atractivo, de cuerpo trabajado y sonrisa irresistible. Al principio, ella lo había tratado con distancia, pero con el tiempo… lo empezó a mirar con otros ojos.

Y él también.

Aquella tarde, su madre salió de compras. Julieta bajó las escaleras con una bata, sin nada debajo. Marco, en la cocina, tomaba café.

—¿Otra vez solo, Marco? —preguntó con tono pícaro.

—Parece que sí… —respondió él, intentando no mirar sus piernas cruzadas en la mesa—. ¿No tenés que estudiar?

—Estudiar… no —dijo, levantándose y caminando hasta él—. Pero tengo otras cosas en mente.

Julieta se le acercó y lo besó sin aviso. Un beso con lengua, húmedo, directo. Él la sostuvo por la cintura, dudó un segundo… pero luego la apretó contra su cuerpo y la besó de vuelta, con deseo contenido.

—No deberíamos —dijo él, entre jadeos.
—Entonces… hacelo más rápido —susurró ella.

La subió sobre la mesada. Abrió la bata, revelando su cuerpo completamente desnudo. La lamió entre las piernas con hambre, lento, profundo, mientras su concha se humedecia. Ella gemía con los ojos cerrados y el cuerpo arqueado.

—¡Así, Marco… no pares! —gritaba, mojada, agarrándole del pelo.

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Luego se bajó, se quitó el pantalón, su pija ya estaba dura y la penetró sin aviso. Ella lo recibió con las piernas abiertas y la espalda contra la pared. La cogía fuerte, hundiéndose hasta el fondo mientras ella se venía con cada embestida.

Después lo montó en el sillón. Las tetas rebotaban, el sonido del sexo llenaba la sala. Gemidos, suspiros, humedad. Ella cabalgaba sobre su pija sin freno, hasta hacerlo acabar dentro, temblando, llenandole la concha.

Minutos después, aún desnudos y jadeando, Julieta lo miró con una sonrisa maliciosa.

—Marco… quiero ese iPhone nuevo que vi ayer.

Él frunció el ceño, confundido.

—¿Perdón?

—Tranquilo. Solo quiero un regalito. Un teléfono… o le cuento a mamá que me cogiste como si fuera tuya.

Marco se quedó helado. Julieta se levantó, se puso la bata, y antes de subir las escaleras, se giró:

—No te preocupes… puedo ser muy discreta… si estoy bien atendida.

Y con una sonrisa de diosa perversa, desapareció escaleras arriba.


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