Tormenta de cuerpo y fuego
Esa noche, el cielo rugía con relámpagos a lo lejos. La tormenta aún no había llegado, pero el viento había cargado el aire con electricidad. La playa estaba oscura, salvaje, completamente desierta. Lucía lo sintió en la piel: el momento pedía algo más. Algo brutal. Algo sucio.

Estaban de pie frente al mar, desnudos, empapados por la brisa húmeda.
—¿Estás lista? —preguntó él, sujetándola por la nuca.
—Hazme tuya —susurró—. Pero no me tengas piedad.
Él la llevo contra un árbol a pocos metros de la orilla, su espalda chocando contra la corteza húmeda. se agachó y le abrió las piernas con violencia. Lamió su concha con furia, la lengua invadiéndola sin control, haciéndola gritar con cada movimiento. Le succionaba el clítoris como si se lo quisiera arrancar del placer.
—¡Ahhh... sí... así, más, no pares! —Lucía se retorcía, con las manos aferradas a su cabeza.
Cuando se corrió temblando entera, con un espasmo que la dejó temblando de pies a cabeza. Pero no hubo tregua. Él se levantó,la alzó en brazos, La pegó a su cuerpo y penetró de golpe su concha, contra el tronco.
Ella gritó. Era dolor, placer, locura. Lo sentía todo.
La embestía como un animal salvaje, con las manos firmes en sus tetas, chupandoselas, la empalaba con cada estocada de su pija. Las ramas crujían arriba, las olas golpeaban más fuerte. Todo rugía alrededor, como si el mundo se quebrara por su orgasmo compartido.
Lucía lo arañaba, lo mordía, lo provocaba.
—Más fuerte… más. ¡Hazme gritar!!
Él gruñó como una bestia herida y la bajó de golpe. La hizo girarse, la puso en cuatro contra la arena húmeda, y la volvió a tomar desde atrás, metiéndole la pija en el culo hasta el fondo, rápido, sin descanso.

—¿Eso querías, puta preciosa? ¿Sentir que te rompo?
—¡Sí! ¡Rómpeme el culo! ¡Cógeme hasta que no pueda caminar!
Los cuerpos chocaban con furia, con pasión incendiaria. El mar ya les alcanzaba las rodillas, pero no les importaba. Él se vino, profundo, descargando dentro de ella mientras la apretaba del cuello con una mano y de la cadera con la otra. Lucía sintió cómo su orgasmo la estallaba dentro, ardiente, húmedo, brutal.
Cayeron sobre la arena húmeda, jadeando, sin poder hablar.
La tormenta rompió al fin sobre el mar. Y ellos, aún goteando deseo, no pensaban parar.
La tormenta había pasado. El amanecer volvió a teñir el cielo con fuego, y Lucía dormía desnuda, enredada en las sábanas manchadas de sudor y semen. Su cuerpo descansaba, pero su alma no. Soñaba con gritos, puertas rotas, pasos apresurados, promesas que no pudo cumplir.

Él la miraba desde la cocina rústica, preparando café, cuando escuchó el motor de un auto. No había caminos cercanos. Nadie llegaba a esa playa por accidente.
Salió a la arena con el ceño fruncido.
Un jeep negro se detuvo frente a la cabaña. Bajó un hombre alto, con traje, gafas oscuras, y una cicatriz en la mejilla. Lo acompañaban dos más, armados.
—¿Buscas algo? —preguntó él, con la voz tensa, sin mostrar miedo.
—Busco a Lucía Calderón —dijo el del traje, mirando hacia la cabaña—. Está aquí, ¿verdad?
El nombre cayó como una piedra. Lucía despertó al escuchar voces y se asomó, envuelta apenas en una sábana.
Sus ojos se cruzaron con los del hombre. Palideció. Sus labios temblaron.
—No… no puede ser.
Él la miró, sin entender.
—¿Quiénes son?
—Él… es mi esposo.
El silencio fue un latigazo.
—No sabía cómo decírtelo. Hice cosas… cosas malas. Hice negocios con él. Estaba atrapada. Huí. Pero no es solo por el matrimonio… es todo lo que él representa. Es peligroso.
El del traje dio un paso al frente.
—Te advertí que no te podías escapar, Lucía. Y tú… —miró al hombre de la cabaña—. No tienes idea de en lo que te metiste.
Lucía se aferró al brazo de su amante.
—No me iré con él. No ahora. No después de lo que tú me diste. De lo que me hiciste sentir.
Él la miró. Su cuerpo aún llevaba las marcas del deseo: mordidas, arañazos, el semen que aún goteaba entre sus piernas. Era suya. Por deseo. Por instinto. Por decisión.
Y no la iba a entregar.
—Tienes tres segundos para dar media vuelta —dijo él, con una calma peligrosa.
Los hombres rieron.
Lucía fue arrastrada de nuevo al mundo del que huyó. Manos ásperas la sujetaron, la cubrieron, la subieron al jeep a la fuerza. Él luchó, pero eran demasiados. Lo dejaron inconsciente en la arena, sangrando, con el eco de los gritos de ella perdiéndose en la brisa salada.
Esa noche, el cielo rugía con relámpagos a lo lejos. La tormenta aún no había llegado, pero el viento había cargado el aire con electricidad. La playa estaba oscura, salvaje, completamente desierta. Lucía lo sintió en la piel: el momento pedía algo más. Algo brutal. Algo sucio.

Estaban de pie frente al mar, desnudos, empapados por la brisa húmeda.
—¿Estás lista? —preguntó él, sujetándola por la nuca.
—Hazme tuya —susurró—. Pero no me tengas piedad.
Él la llevo contra un árbol a pocos metros de la orilla, su espalda chocando contra la corteza húmeda. se agachó y le abrió las piernas con violencia. Lamió su concha con furia, la lengua invadiéndola sin control, haciéndola gritar con cada movimiento. Le succionaba el clítoris como si se lo quisiera arrancar del placer.
—¡Ahhh... sí... así, más, no pares! —Lucía se retorcía, con las manos aferradas a su cabeza.
Cuando se corrió temblando entera, con un espasmo que la dejó temblando de pies a cabeza. Pero no hubo tregua. Él se levantó,la alzó en brazos, La pegó a su cuerpo y penetró de golpe su concha, contra el tronco.
Ella gritó. Era dolor, placer, locura. Lo sentía todo.
La embestía como un animal salvaje, con las manos firmes en sus tetas, chupandoselas, la empalaba con cada estocada de su pija. Las ramas crujían arriba, las olas golpeaban más fuerte. Todo rugía alrededor, como si el mundo se quebrara por su orgasmo compartido.
Lucía lo arañaba, lo mordía, lo provocaba.
—Más fuerte… más. ¡Hazme gritar!!
Él gruñó como una bestia herida y la bajó de golpe. La hizo girarse, la puso en cuatro contra la arena húmeda, y la volvió a tomar desde atrás, metiéndole la pija en el culo hasta el fondo, rápido, sin descanso.

—¿Eso querías, puta preciosa? ¿Sentir que te rompo?
—¡Sí! ¡Rómpeme el culo! ¡Cógeme hasta que no pueda caminar!
Los cuerpos chocaban con furia, con pasión incendiaria. El mar ya les alcanzaba las rodillas, pero no les importaba. Él se vino, profundo, descargando dentro de ella mientras la apretaba del cuello con una mano y de la cadera con la otra. Lucía sintió cómo su orgasmo la estallaba dentro, ardiente, húmedo, brutal.
Cayeron sobre la arena húmeda, jadeando, sin poder hablar.
La tormenta rompió al fin sobre el mar. Y ellos, aún goteando deseo, no pensaban parar.
La tormenta había pasado. El amanecer volvió a teñir el cielo con fuego, y Lucía dormía desnuda, enredada en las sábanas manchadas de sudor y semen. Su cuerpo descansaba, pero su alma no. Soñaba con gritos, puertas rotas, pasos apresurados, promesas que no pudo cumplir.

Él la miraba desde la cocina rústica, preparando café, cuando escuchó el motor de un auto. No había caminos cercanos. Nadie llegaba a esa playa por accidente.
Salió a la arena con el ceño fruncido.
Un jeep negro se detuvo frente a la cabaña. Bajó un hombre alto, con traje, gafas oscuras, y una cicatriz en la mejilla. Lo acompañaban dos más, armados.
—¿Buscas algo? —preguntó él, con la voz tensa, sin mostrar miedo.
—Busco a Lucía Calderón —dijo el del traje, mirando hacia la cabaña—. Está aquí, ¿verdad?
El nombre cayó como una piedra. Lucía despertó al escuchar voces y se asomó, envuelta apenas en una sábana.
Sus ojos se cruzaron con los del hombre. Palideció. Sus labios temblaron.
—No… no puede ser.
Él la miró, sin entender.
—¿Quiénes son?
—Él… es mi esposo.
El silencio fue un latigazo.
—No sabía cómo decírtelo. Hice cosas… cosas malas. Hice negocios con él. Estaba atrapada. Huí. Pero no es solo por el matrimonio… es todo lo que él representa. Es peligroso.
El del traje dio un paso al frente.
—Te advertí que no te podías escapar, Lucía. Y tú… —miró al hombre de la cabaña—. No tienes idea de en lo que te metiste.
Lucía se aferró al brazo de su amante.
—No me iré con él. No ahora. No después de lo que tú me diste. De lo que me hiciste sentir.
Él la miró. Su cuerpo aún llevaba las marcas del deseo: mordidas, arañazos, el semen que aún goteaba entre sus piernas. Era suya. Por deseo. Por instinto. Por decisión.
Y no la iba a entregar.
—Tienes tres segundos para dar media vuelta —dijo él, con una calma peligrosa.
Los hombres rieron.
Lucía fue arrastrada de nuevo al mundo del que huyó. Manos ásperas la sujetaron, la cubrieron, la subieron al jeep a la fuerza. Él luchó, pero eran demasiados. Lo dejaron inconsciente en la arena, sangrando, con el eco de los gritos de ella perdiéndose en la brisa salada.
1 comentarios - 15/2📑Marea de Placer-Parte 2