Ese día arrancó como cualquier otro en la finca. Calor bravo desde temprano, y con el sol apenas trepándose por el cielo, ya se sentía ese tufo mezclado entre tierra caliente, estiércol fresco y el humo de la cocina a leña que empezaba a activarse. Estábamos en pleno marcaje, una de esas jornadas que agotan el cuerpo y lo llenan de sudor, mugre, pero también de orgullo. La finca estaba llena de vida, pero yo… yo tenía la cabeza en otro lado. No en nada específico, sino en ese vacío que se siente cuando llevás rato sin un polvo sabroso.
A eso de las diez llegó ella.
Lucía. Una mujer madura, de esas que no entran en el molde de lo que muchos llaman "bonita", pero que con solo caminar transmitía una seguridad rica. Era la que venía a preparar la comida pa’ los trabajadores ese día. Con su sombrero de ala ancha, el cabello recogido en un moño apretado y esa ropa sencilla pero ceñida por el sudor, se bajó de la moto como si la finca fuera de ella. Una blusa amarrada bajo el busto, que dejaba ver algo de su piel tostada por el sol, y una falda vieja, un poco sucia, que se pegaba a sus muslos gruesos y fuertes. Caminaba con firmeza, con olor a mujer de campo, de esas que no disimulan nada.
—Buenos días, don Andrés —me dijo con una sonrisa tímida, mientras descargaba unas bolsas con plátano, yuca y aliños.
—¡Lucía! No sabía que eras tú la que venía hoy. Qué alegría verte —le respondí, tratando de no sonar tan morboso como me sentía.
Ella se rió, bajando la mirada con un gesto coqueto.
—Y eso que no me ha visto cocinar, verá cómo lo voy a dejar relamiéndose.
Eso me calentó sin yo esperarlo. Me fui a marcar más ganado, pero no le quitaba el pensamiento. Cada vez que pasaba por la cocina y sentía ese olor a sudor mezclado con aliños, algo me hervía por dentro. Me la imaginaba sudando, levantando las ollas pesadas, limpiándose la frente con el dorso de la mano, oliendo a mujer real. A cuca caliente, sin adornos. Me atraía esa naturalidad, esa forma de no pretender, de ser ella misma.
Almorzamos tarde. El sudor me corría por la espalda, tenía los jeans pegados, las botas llenas de tierra. Pero el sancocho estaba sabroso, con gusto a leña y sudor. Lucía servía los platos con esa sonrisa que ya me parecía peligrosa. Y mientras los otros se reían y comían con ganas, yo la miraba a ella. Cómo se agachaba, cómo se limpiaba las manos en el delantal, cómo se le marcaban las tetas bajo la blusa mojada de calor. Yo ya no estaba pensando en comida.
—¿Y tú no vas a comer? —me dijo, al verme ahí parado como bobo, con el plato en la mano.
—Después… tengo que revisar una cosa detrás del establo. —Mentí. Lo que tenía era una calentura tremenda.
—Pues si quiere, me espera y voy con usted. Me hace falta una sombra y un vaso de agua.
Esa frase, dicha así de casual, me prendió. No sé si fue su tono o ese sudor que le corría entre las tetas, pero la imaginé sin ropa, con ese monte espeso entre las piernas. Me aguanté las ganas de decírselo, pero ya no había vuelta atrás.
Nos fuimos juntos por el caminito que da al corral viejo, donde ya nadie entra casi. Lucía caminaba a mi lado, en silencio, con esa respiración cansada pero firme. Cuando llegamos, nos sentamos sobre un tronco cortado, bajo un árbol que daba buena sombra. Ella se quitó el sombrero y se recogió la blusa, moviéndola para ventilarse. Ese gesto inocente me dejó ver que no tenía sostén. El pezón se le marcó por la tela empapada.
—Esto sí es calor, mijo… uno termina con todo sudao. —Dijo, abanicándose el cuello.
—Y eso que a ti el sudor te huele rico —le solté, sin filtro, mirándola fijo.
Ella me miró seria por un momento, pero luego bajó los ojos con esa sonrisa tímida que ya me tenía arrecho.
—¿Y cómo sabe usted cómo me huele el sudor?
—Porque tengo buen olfato… y desde que llegaste no he dejado de olerte.
Se rió, pero esa risa tenía otra intención. Se acercó un poco, sin decir nada. El silencio era espeso. Yo la miraba, y ella sabía lo que venía. Me lancé suave, lento, como tanteando el terreno. Le toqué la pierna, firme, sobre la falda. Ella no se apartó. Al contrario, abrió un poco las piernas y me miró como si me estuviera dando permiso.
—Hace rato no me tocan —murmuró.
—Yo también tengo rato guardando ganas —le respondí, metiéndole la mano por la falda. La tenía mojada… pero no solo de sudor.
Mi dedo rozó esa cuca peluda, cálida, húmeda. Era como meter la mano en un nido de calor. Ella jadeó bajito y se agarró de mi brazo.
—Andrés… aquí no…
—¿Y pa' qué esperar más?
No me detuvo. Al contrario, alzó un poco más la falda y se echó pa' atrás, sentada en ese tronco viejo. Yo me agaché, como quien va a rezar… pero mi boca fue directo a su monte, a ese olor a hembra suelta, a tierra, a sudor. La lengua se me perdió entre el vello y el sabor de ella. Gemía bajito, apretando los labios, como quien sabe que está haciendo algo indebido pero no puede parar.
Yo estaba en otra dimensión. Nunca imaginé estar así con una mujer como Lucía. Y sin embargo, no quería estar en ningún otro lugar.
Lucía estaba recostada sobre ese tronco viejo, con la falda arremangada y la cuca abierta, húmeda, vibrando. El vello oscuro y espeso se le pegaba al sudor de sus muslos, y yo estaba agachado frente a ella, con la cara enterrada entre su olor. Un olor fuerte, de mujer real, madura, que no se perfuma pa’ disimular lo que es. Eso me mataba.
Le pasé la lengua lento, saboreando como si fuera el primer y último chance. Ella se retorcía suave, con una mano en mi nuca y la otra apretando su propio muslo. Los gemidos eran bajos, como ahogados, pero con una intensidad que me dejaba arrebatado.
—Ay, Andrés… así… —susurró, arqueando la espalda, con la boca entreabierta y los ojos cerrados.
Yo subí un poco, dejándole besos húmedos por la barriga, y le levanté la blusa hasta que las tetas le quedaron al aire. No eran perfectas, pero colgaban sabroso, redondas, pesadas, con los pezones gruesos y oscuros. Le pasé la lengua por uno y ella se estremeció.
—Mmm… tenías eso guardao, ¿no? —me dijo entre jadeos—. Desde que me viste en la cocina, tenías esa malicia en los ojos…
—Desde antes, Lucía… Desde la última vez que viniste a la finca y te bajaste de esa moto con esos jeans apretaos. —le confesé, lamiéndole el pezón, saboreando su sal.
—Bandido… Y uno acá creyendo que era pura cocina lo que buscabas.
Se rió bajito, pero no había burla en su tono, había morbo, complicidad. Me encantaba cómo hablaba, cómo se dejaba llevar. La bajé del tronco y la puse en cuatro sobre el pasto seco, entre las hojas y la tierra caliente. Le levanté la falda y le abrí las nalgas con ambas manos. La vista era perfecta: su cuca peluda, húmeda, brillando entre las piernas gruesas y ese culo moreno, sudado, apretado.
Se la metí lento, saboreándome cada centímetro. Ella gimió fuerte, como si le hubiera arrancado el aliento.
—¡Ufff!… ay, mijo… hacía rato no sentía algo así…
El vaivén empezó suave, pero pronto nos estábamos dando con fuerza, con ritmo, con esa desesperación que nace cuando el cuerpo manda más que la mente. El olor era intenso: sudor, monte, tierra, sexo. Todo me excitaba más. Las nalgas de Lucía rebotaban contra mí, y su cuca me apretaba rico, mojada, hambrienta.
Le escupí en la espalda, y con la mano la tomé del cabello, haciéndola mirar pa’ un lado.
—¿Te gusta así, Lucía?
—Me encanta… pero… —jadeó—, ay… hace años nadie me lo pedía… así por atrás…
—¿Y si te lo pido yo?
Ella se quedó callada un segundo. Su respiración se aceleró. Luego se mordió los labios y asintió.
—Dale… pero despacio, que eso hace rato no se lo dan mantenimiento…
Sonreí, arrebatado, y le escupí entre las nalgas. Le pasé el dedo con cuidado, sintiendo cómo se iba aflojando. Ella se arqueaba, se estremecía.
—Mmmm… ¡ay!… eso… así sí…
Cuando sentí que estaba lista, acerqué la punta del pipí a su culo. Ella se tensó, pero no se quejó. Entré lento, muy lento, dándole besos en la espalda pa’ calmarla.
—Aaah… Andrés… me estás volviendo loca… —murmuró con la voz ronca del placer.
El culo le apretaba sabroso, caliente, húmedo con nuestros jugos mezclados. Ella empezó a mover las caderas en círculos, buscándome, empujando. Ya no era solo deseo, era entrega. Se lo estaba gozando.
—¡Qué rico te lo estás comiendo, Lucía! —le dije, agarrándola por la cintura.
—¡Porque vos —perdón— porque tú me pones así, Andrés! Me tenés sudando por dentro, ay…
Cada embestida era más profunda, más intensa. Le mordí los hombros, le chupé el cuello, le apreté las nalgas hasta que quedaron marcadas. Y ella me respondía con ese cuerpo sudado, entregado, echado pa’ mí.
—¡Mierdaaa… me voy a venir! —le dije, jadeando.
—¡Dame! ¡Dame todo! ¡Tírame esa leche donde quieras! —gritó ella, mirándome con los ojos desbordados.
La saqué justo a tiempo y le acabé en la espalda, caliente, espeso, mientras ella se tocaba la cuca con desesperación.
Se vino también, fuerte, temblando, echada de lado sobre el pasto, con las piernas abiertas y la cara empapada en sudor.
Quedamos ahí tirados, sudados, con los olores pegados a la piel. El sol seguía allá arriba, pero ya no quemaba igual. Lucía se rió, tocándose el pecho.
—Y yo que vine solo a cocinar…
—Y yo que pensé que el sancocho era lo más sabroso que ibas a preparar hoy…
Nos vestimos sin prisa, con ese silencio bonito que queda después de un buen polvo. Ya no era solo deseo. Fue algo más. Un encuentro real, inesperado, que me dejó pensando.
Quizás no era modelo. Pero Lucía sabía a tierra, a cuerpo, a mujer de verdad. Y ese sabor… no se olvida tan fácil.
A eso de las diez llegó ella.
Lucía. Una mujer madura, de esas que no entran en el molde de lo que muchos llaman "bonita", pero que con solo caminar transmitía una seguridad rica. Era la que venía a preparar la comida pa’ los trabajadores ese día. Con su sombrero de ala ancha, el cabello recogido en un moño apretado y esa ropa sencilla pero ceñida por el sudor, se bajó de la moto como si la finca fuera de ella. Una blusa amarrada bajo el busto, que dejaba ver algo de su piel tostada por el sol, y una falda vieja, un poco sucia, que se pegaba a sus muslos gruesos y fuertes. Caminaba con firmeza, con olor a mujer de campo, de esas que no disimulan nada.
—Buenos días, don Andrés —me dijo con una sonrisa tímida, mientras descargaba unas bolsas con plátano, yuca y aliños.
—¡Lucía! No sabía que eras tú la que venía hoy. Qué alegría verte —le respondí, tratando de no sonar tan morboso como me sentía.
Ella se rió, bajando la mirada con un gesto coqueto.
—Y eso que no me ha visto cocinar, verá cómo lo voy a dejar relamiéndose.
Eso me calentó sin yo esperarlo. Me fui a marcar más ganado, pero no le quitaba el pensamiento. Cada vez que pasaba por la cocina y sentía ese olor a sudor mezclado con aliños, algo me hervía por dentro. Me la imaginaba sudando, levantando las ollas pesadas, limpiándose la frente con el dorso de la mano, oliendo a mujer real. A cuca caliente, sin adornos. Me atraía esa naturalidad, esa forma de no pretender, de ser ella misma.
Almorzamos tarde. El sudor me corría por la espalda, tenía los jeans pegados, las botas llenas de tierra. Pero el sancocho estaba sabroso, con gusto a leña y sudor. Lucía servía los platos con esa sonrisa que ya me parecía peligrosa. Y mientras los otros se reían y comían con ganas, yo la miraba a ella. Cómo se agachaba, cómo se limpiaba las manos en el delantal, cómo se le marcaban las tetas bajo la blusa mojada de calor. Yo ya no estaba pensando en comida.
—¿Y tú no vas a comer? —me dijo, al verme ahí parado como bobo, con el plato en la mano.
—Después… tengo que revisar una cosa detrás del establo. —Mentí. Lo que tenía era una calentura tremenda.
—Pues si quiere, me espera y voy con usted. Me hace falta una sombra y un vaso de agua.
Esa frase, dicha así de casual, me prendió. No sé si fue su tono o ese sudor que le corría entre las tetas, pero la imaginé sin ropa, con ese monte espeso entre las piernas. Me aguanté las ganas de decírselo, pero ya no había vuelta atrás.
Nos fuimos juntos por el caminito que da al corral viejo, donde ya nadie entra casi. Lucía caminaba a mi lado, en silencio, con esa respiración cansada pero firme. Cuando llegamos, nos sentamos sobre un tronco cortado, bajo un árbol que daba buena sombra. Ella se quitó el sombrero y se recogió la blusa, moviéndola para ventilarse. Ese gesto inocente me dejó ver que no tenía sostén. El pezón se le marcó por la tela empapada.
—Esto sí es calor, mijo… uno termina con todo sudao. —Dijo, abanicándose el cuello.
—Y eso que a ti el sudor te huele rico —le solté, sin filtro, mirándola fijo.
Ella me miró seria por un momento, pero luego bajó los ojos con esa sonrisa tímida que ya me tenía arrecho.
—¿Y cómo sabe usted cómo me huele el sudor?
—Porque tengo buen olfato… y desde que llegaste no he dejado de olerte.
Se rió, pero esa risa tenía otra intención. Se acercó un poco, sin decir nada. El silencio era espeso. Yo la miraba, y ella sabía lo que venía. Me lancé suave, lento, como tanteando el terreno. Le toqué la pierna, firme, sobre la falda. Ella no se apartó. Al contrario, abrió un poco las piernas y me miró como si me estuviera dando permiso.
—Hace rato no me tocan —murmuró.
—Yo también tengo rato guardando ganas —le respondí, metiéndole la mano por la falda. La tenía mojada… pero no solo de sudor.
Mi dedo rozó esa cuca peluda, cálida, húmeda. Era como meter la mano en un nido de calor. Ella jadeó bajito y se agarró de mi brazo.
—Andrés… aquí no…
—¿Y pa' qué esperar más?
No me detuvo. Al contrario, alzó un poco más la falda y se echó pa' atrás, sentada en ese tronco viejo. Yo me agaché, como quien va a rezar… pero mi boca fue directo a su monte, a ese olor a hembra suelta, a tierra, a sudor. La lengua se me perdió entre el vello y el sabor de ella. Gemía bajito, apretando los labios, como quien sabe que está haciendo algo indebido pero no puede parar.
Yo estaba en otra dimensión. Nunca imaginé estar así con una mujer como Lucía. Y sin embargo, no quería estar en ningún otro lugar.
Lucía estaba recostada sobre ese tronco viejo, con la falda arremangada y la cuca abierta, húmeda, vibrando. El vello oscuro y espeso se le pegaba al sudor de sus muslos, y yo estaba agachado frente a ella, con la cara enterrada entre su olor. Un olor fuerte, de mujer real, madura, que no se perfuma pa’ disimular lo que es. Eso me mataba.
Le pasé la lengua lento, saboreando como si fuera el primer y último chance. Ella se retorcía suave, con una mano en mi nuca y la otra apretando su propio muslo. Los gemidos eran bajos, como ahogados, pero con una intensidad que me dejaba arrebatado.
—Ay, Andrés… así… —susurró, arqueando la espalda, con la boca entreabierta y los ojos cerrados.
Yo subí un poco, dejándole besos húmedos por la barriga, y le levanté la blusa hasta que las tetas le quedaron al aire. No eran perfectas, pero colgaban sabroso, redondas, pesadas, con los pezones gruesos y oscuros. Le pasé la lengua por uno y ella se estremeció.
—Mmm… tenías eso guardao, ¿no? —me dijo entre jadeos—. Desde que me viste en la cocina, tenías esa malicia en los ojos…
—Desde antes, Lucía… Desde la última vez que viniste a la finca y te bajaste de esa moto con esos jeans apretaos. —le confesé, lamiéndole el pezón, saboreando su sal.
—Bandido… Y uno acá creyendo que era pura cocina lo que buscabas.
Se rió bajito, pero no había burla en su tono, había morbo, complicidad. Me encantaba cómo hablaba, cómo se dejaba llevar. La bajé del tronco y la puse en cuatro sobre el pasto seco, entre las hojas y la tierra caliente. Le levanté la falda y le abrí las nalgas con ambas manos. La vista era perfecta: su cuca peluda, húmeda, brillando entre las piernas gruesas y ese culo moreno, sudado, apretado.
Se la metí lento, saboreándome cada centímetro. Ella gimió fuerte, como si le hubiera arrancado el aliento.
—¡Ufff!… ay, mijo… hacía rato no sentía algo así…
El vaivén empezó suave, pero pronto nos estábamos dando con fuerza, con ritmo, con esa desesperación que nace cuando el cuerpo manda más que la mente. El olor era intenso: sudor, monte, tierra, sexo. Todo me excitaba más. Las nalgas de Lucía rebotaban contra mí, y su cuca me apretaba rico, mojada, hambrienta.
Le escupí en la espalda, y con la mano la tomé del cabello, haciéndola mirar pa’ un lado.
—¿Te gusta así, Lucía?
—Me encanta… pero… —jadeó—, ay… hace años nadie me lo pedía… así por atrás…
—¿Y si te lo pido yo?
Ella se quedó callada un segundo. Su respiración se aceleró. Luego se mordió los labios y asintió.
—Dale… pero despacio, que eso hace rato no se lo dan mantenimiento…
Sonreí, arrebatado, y le escupí entre las nalgas. Le pasé el dedo con cuidado, sintiendo cómo se iba aflojando. Ella se arqueaba, se estremecía.
—Mmmm… ¡ay!… eso… así sí…
Cuando sentí que estaba lista, acerqué la punta del pipí a su culo. Ella se tensó, pero no se quejó. Entré lento, muy lento, dándole besos en la espalda pa’ calmarla.
—Aaah… Andrés… me estás volviendo loca… —murmuró con la voz ronca del placer.
El culo le apretaba sabroso, caliente, húmedo con nuestros jugos mezclados. Ella empezó a mover las caderas en círculos, buscándome, empujando. Ya no era solo deseo, era entrega. Se lo estaba gozando.
—¡Qué rico te lo estás comiendo, Lucía! —le dije, agarrándola por la cintura.
—¡Porque vos —perdón— porque tú me pones así, Andrés! Me tenés sudando por dentro, ay…
Cada embestida era más profunda, más intensa. Le mordí los hombros, le chupé el cuello, le apreté las nalgas hasta que quedaron marcadas. Y ella me respondía con ese cuerpo sudado, entregado, echado pa’ mí.
—¡Mierdaaa… me voy a venir! —le dije, jadeando.
—¡Dame! ¡Dame todo! ¡Tírame esa leche donde quieras! —gritó ella, mirándome con los ojos desbordados.
La saqué justo a tiempo y le acabé en la espalda, caliente, espeso, mientras ella se tocaba la cuca con desesperación.
Se vino también, fuerte, temblando, echada de lado sobre el pasto, con las piernas abiertas y la cara empapada en sudor.
Quedamos ahí tirados, sudados, con los olores pegados a la piel. El sol seguía allá arriba, pero ya no quemaba igual. Lucía se rió, tocándose el pecho.
—Y yo que vine solo a cocinar…
—Y yo que pensé que el sancocho era lo más sabroso que ibas a preparar hoy…
Nos vestimos sin prisa, con ese silencio bonito que queda después de un buen polvo. Ya no era solo deseo. Fue algo más. Un encuentro real, inesperado, que me dejó pensando.
Quizás no era modelo. Pero Lucía sabía a tierra, a cuerpo, a mujer de verdad. Y ese sabor… no se olvida tan fácil.
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