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Lecciones pendientes con Viviana

Volver a Bogotá era algo que tenía pendiente desde hace años. Esta ciudad siempre me dejó una mezcla de cosas: un frío que no soporto, pero también recuerdos que me siguen calentando hasta hoy. Yo había ido a hacer unas vueltas legales por la finca, pero en el fondo, sabía que quería reencontrarme con ciertas partes del pasado que aún me dolían… o me excitaban. Una de esas era Viviana.

Ella fue mi profesora particular cuando estudié en la capital. No era una mujer de portada de revista, pero tenía algo… una clase de sensualidad que no se puede explicar. Una forma de hablar pausada, de moverse con elegancia, una sonrisa que parecía esconder secretos. Yo era un pelado bobo cuando la conocí, y aunque había respeto, no podía evitar mirarla con deseo. Me hacía soñar con ella. Me la imaginaba cuando me tocaba por las noches. Y aunque los años pasaron, el recuerdo de Viviana nunca se me borró.

Ese día la vi por pura casualidad, o eso creí. Estaba saliendo de un café en Chapinero cuando sentí ese olor… una mezcla de perfume floral con cuerpo tibio. Y ahí estaba ella. Igual de natural, con ese cabello suelto que siempre me encantó, con sus labios gruesos y esa mirada que parecía desnudarme.

—Andrés… ¿Eres tú?

Esa voz… me estremeció.

—Viviana… qué alegría verte —le dije sonriendo, pero por dentro tenía el corazón acelerado.

Nos sentamos a tomar algo. La charla fluyó como si el tiempo no hubiera pasado. Me contó de su hija ya grande, de sus clases particulares, de lo mucho que le había cambiado la vida. Yo le hablé de mi tierra, del calor, de la finca, de cómo la vida me fue poniendo más serio.

Y entre risas y recuerdos, hubo una pausa. Nos quedamos mirando. Y ahí entendí que entre nosotros había algo que nunca se había cerrado del todo.

—¿Sabes? —le dije bajito— Siempre me pareciste una mujer… muy especial. Y no hablo solo de lo que me enseñaste en clases.

Ella bajó la mirada, y sonrió con cierta picardía.

—Yo lo notaba… eras un muchacho muy curioso.

—Y ahora soy un hombre. Pero hay curiosidades que no se me han quitado.

Viviana me miró fijamente. No dijo nada, pero sus ojos hablaron por ella. Ese silencio fue suficiente para saber que algo iba a pasar. Le propuse vernos al día siguiente, en el apartaestudio donde me estaba quedando.

—¿Para qué? —preguntó con esa risa suya.

—Para ponernos al día… tengo lecciones pendientes contigo.

Ella solo sonrió y aceptó.


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Al otro día, llegó puntual. Vestido vino tinto ajustado, sandalias descubiertas, sin mucho maquillaje. Entró con esa energía suave, con ese aroma suyo que me ponía a mil: perfume floral, cuerpo de mujer y ese olorcito tibio y rico que me volaba la cabeza.

La recibí con vino y música bajita. Hablamos un rato largo. Había respeto, pero también un fuego escondido. La miraba y recordaba tantas veces en las que deseé tenerla así, cerquita, sin pupitres ni formalidades de por medio.

—Viviana, yo no te he olvidado nunca… —le solté de repente—. A veces pienso que lo que sentía por ti era más que deseo. Era amor guardado, de esos que uno no se atreve a decir.

Ella me miró con ternura, pero también con algo más profundo. Se acercó despacio, me tocó la cara.

—Yo también te recuerdo, Andrés. Siempre me pareciste diferente. Pero eras un niño… y yo no podía…

—Pero ahora sí podemos, ¿cierto?

—Sí —susurró—. Ahora sí.

Nos besamos. Suave. Lento. Como si cada uno estuviera reconociendo lo que el otro había guardado tanto tiempo. Le tomé la cintura, la atraje a mí, y ella se dejó. Me besaba con hambre contenida, con ese deseo de años que por fin se soltaba.

—Siempre quise que me besaras así… —le dije al oído.

—Y yo siempre quise saber cómo se sentía tu boca en mi piel…

Fuimos quitándonos la ropa con calma. Yo la desnudé como quien abre un regalo esperado por años. Sus tetas grandes, naturales, con pezones oscuros y firmes. Su cuerpo maduro, caliente, suave. Tenía vello abajo. No rasurada. Natural. Rico. Eso me enloqueció.

—Me encanta que tengas pelito… hueles a mujer de verdad.

Ella se rió bajito, y abrió las piernas para que la viera completa.

—Ven, Andrés… enséñame qué tanto aprendiste desde que me fui de tu vida.

Me arrodillé y le abrí los labios con la lengua. Tenía un sabor profundo, a cuerpo, a deseo viejo. La lamí con calma, mientras le acariciaba las piernas. Ella se retorcía, se agarraba del sofá, me decía cosas entre gemidos:

—¡Ay… Andrés… no pares! Qué lengua tan rica… ¡eso, así!

Subí a besarle el cuello, le mordí los pezones, le besé los pies con devoción. Tenía unos dedos hermosos, uñas pintadas, piel suave. Le lamí los pies con ternura y morbo.

—Te amo, Viviana… siempre te he amado —le dije mirándola a los ojos mientras me la metía en la boca.

Ella me abrazó fuerte, me besó con el alma, y me susurró:

—Hazme el amor, Andrés… enséñame lo que me perdí.

La recosté con cuidado, le abrí las piernas y le metí la verga entera, despacio. Se ajustó como hecha para mí. Se aferró a mis hombros, me besaba mientras me movía dentro de ella.

—¡Ay, Andrés… así… hazme tuya!

Le di lento, profundo. Cambiamos de posición, la puse de espaldas, le agarré las nalgas y le besé la espalda. En una de esas, le pregunté al oído:

—¿Te animas por atrás?

Ella se quedó callada un segundo. Respiró hondo.

—Nunca lo he hecho… me da susto.

—Confía en mí… te va a gustar. Yo te cuido.

Le unté saliva, la fui abriendo con calma. Solo la puntita. Ella apretaba los dientes, pero no decía que no. Poco a poco la fui llenando, y cuando ya la tenía entera, se aferró al espaldar del sofá.

—¡Ay, Dios… Andrés…! ¡Qué rico!

Le metía con calma, con ritmo, mientras ella gemía y se entregaba por completo.

—Nunca había sentido algo así… ¡Me estás volviendo loca!

Nos vinimos juntos. Sudados, abrazados, temblando. Yo le besé el cuello, ella me acarició la cara.

—Esto no fue solo sexo, Viviana… fue todo lo que guardamos por años.

—Y valió la pena esperarlo… mi amor —dijo ella con una sonrisa suave.

Nos quedamos abrazados. Desnudos. Pegados. El olor de su cuerpo, sus fluidos, su piel caliente… todo era perfecto.

Me desperté con ella en mi pecho. El aire frío de Bogotá apenas me tocaba porque su cuerpo me daba un calor especial. Tenía una pierna cruzada sobre mí, los senos blanditos contra mi brazo y su olor… ese olor a mujer húmeda, a sexo y ternura, seguía impregnado en las sábanas.

La miré en silencio. Tenía el cabello un poco enredado, los labios hinchados por tanto beso, y ese lunar en la clavícula que me parecía un punto de locura. Dormida, se veía más hermosa todavía. Como si después de tanto tiempo, esa fuera su forma de decirme “por fin”.

Le acaricié la espalda, bajando la mano suavecito por su cintura hasta sus nalgas. Tenía la piel tibia y un poco húmeda, como si su cuerpo siguiera recordando todo lo que pasó anoche. Le di un beso en la frente, y ella abrió los ojos lento, con esa mirada de mujer que ya no tiene dudas.

—¿No te has cansado de mí todavía? —me dijo con voz ronca, sonriendo perezosa.

—¿Cansarme? Si supieras todo lo que me imaginé contigo… esto apenas está empezando —le respondí besándole el cuello.

Ella se rió bajito, se subió encima mío despacio, desnuda, sin pena, y me miró directo a los ojos.

—Me hiciste sentir tantas cosas anoche, Andrés… no sé si es por el tiempo que pasó o por cómo me tocaste, pero tengo el cuerpo deseándote otra vez.

—Entonces no lo pienses mucho… déjate llevar.

Nos besamos de nuevo, suave pero con intención. Le acaricié los muslos, subí por sus caderas, la senté sobre mí mientras sentía sus tetas rozándome el pecho. Sus pezones duros, su respiración agitada. Ella empezó a mover la cadera despacio, solo rozándome, frotándose sobre mí mientras me miraba con picardía.

—¿Te gusta cómo me muevo? —me susurró—. A mí me encanta cómo me miras… como si me quisieras de verdad.

—Es que te quiero, Viviana… siempre te quise, solo que no sabía cómo decírtelo.

Eso la tocó. Sus ojos brillaron distinto. Me besó con más ternura esta vez, y entre suspiros bajó a darme besos en el pecho, en la barriga… hasta llegar a donde me tenía duro. Lo agarró con una mano y me lo miró, como con hambre.

—Qué delicia tenerte para mí… esto también lo soñé, Andrés —y sin decir más, se lo metió a la boca.

Me la mamó con tanta calma, tanta entrega, que yo casi pierdo el control. Me miraba mientras lo hacía, se lo pasaba por los labios, me lo lamía por debajo, me lo besaba como si fuera algo sagrado. Yo solo le acariciaba el pelo y le decía bajito:

—Así… ay, mamita… qué rico lo hacés… eso…

Ella sonreía mientras me lo chupaba, como si le diera placer verme tan loco. Luego se subió encima mío, y se me metió de espaldas, con las nalgas abiertas, frotándose hasta que entró toda.

—¿Así te gusta, amor? —me dijo jadeando—. ¿Te gusta verme así, toda tuya?

—Me encanta, Viviana… nunca me había sentido tan vivo como contigo.

La agarré de la cintura y la dejé moverse a su ritmo. El sonido de nuestros cuerpos chocando era música. Ella gemía, se tocaba el clítoris mientras me cabalgaba, y de repente se volteó, me miró directo y dijo:

—¿Te acuerdas de las panties que dejé en el baño anoche?

—Sí…

—Están mojadas… si querés después las hueles. Sé que eso te gusta… y a mí me encanta que te pongas así.

Sentí un escalofrío. Me tenía vuelto nada. Le agarré el pie, se lo besé, le chupé los dedos mientras me la seguía montando con pasión.

—No pares… jódeme así, con amor, pero con fuerza.

La puse en cuatro otra vez. Esta vez le besé el culo, le separé las nalgas con delicadeza y le pasé la lengua por el huequito. Ella se estremeció, se agarró del espaldar de la cama.

—¡Ay, Andrés! Eso… qué rico me lo haces…

Fui bajando la lengua, lamiéndole el ano con entrega, preparándola de nuevo. Ella no dijo que no. Esta vez me lo pidió bajito:

—Quiero sentirte otra vez ahí… pero despacito… hazlo tuyo, pero con amor.

Le unté saliva, la abrí con paciencia. Esta vez no hubo duda, solo ganas. Se lo metí con calma, la abracé por detrás mientras la penetraba por el culo, y ella se dejaba, rendida, temblando.

—¡Dios mío… Andrés! ¡Sí, amor… así!

Nos vinimos juntos otra vez. Fue distinto. Más lento, más profundo. Como si cada gemido fuera un “te quiero” disfrazado. Quedamos abrazados, sudados, con los corazones latiendo fuerte.

Después de un rato, nos bañamos juntos. Le lavé el pelo, me enjabonó la espalda, me besó los pies como yo se los había besado a ella. Se rió mientras me miraba:

—Eres un loco delicioso… ¿qué me hiciste, Andrés?

—Te hice el amor como siempre lo soñé… y tú me devolviste la vida.

Nos vestimos lento, como si no quisiéramos que ese momento se acabara. En la puerta, antes de irse, me abrazó fuerte.

—No sé qué va a pasar después… pero lo que tuvimos aquí… fue real.

—Siempre vas a tener un espacio en mi vida, Viviana… y si algún día querés ir a la costa, allá te espero… para seguir con estas clases.

Ella sonrió, me besó una última vez, y se fue. Cerré la puerta con el pecho apretado, pero feliz. Porque por fin, después de tanto tiempo, le pusimos final —y comienzo— a lo que siempre fue nuestro.

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