La Mansión de la Lujuria [10]

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La Mansión de la Lujuria [10]




Capítulo 10.

Ritos Sexuales.

Para leer el diario íntimo de Larissa, Lilén se encerró en la habitación once. Tuvo que llevar una lámpara de pie con ella. La colocó en el centro de la habitación y se sentó en un almohadón. Al encenderla, las paredes se tiñeron de rojo, por el color de la tulipa. El suelo quedó pintado con la luz amarillenta del foco. Eligió ese lugar por dos motivos: allí nadie la molestaría y a la vez podría buscar fotos de Larissa. Bastaba con prestar atención a las fotografías que empapelan el cuarto. Y quizás hubiera más dentro de las cajas. 
Después de la introducción en la que Larissa afirmaba ser un vampiro, contó cómo fueron sus primeros días en la mansión. 
«Mi padre es Alexis Val Kavian. Si alguien no supiera nada de él, lo describiría como un hombre que irradia respeto y poder. Ganó ese estatus en nuestra Hungría natal. Llegamos a Argentina hace poco más de dos años, durante ese tiempo vivimos en diversos hoteles de Buenos Aires y aprendimos el idioma. Mi madre, Gianina Sardelli, me aconsejó que escribiera este diario en español, para practicar. Ella es italiana y aprendió diversas lenguas, como el francés o el alemán, escribiendo. Siempre me dijo: “Escribir en otro idioma te obliga a pensar en ese idioma”. Y tiene razón».
«La mansión no me gustó al principio. Después de unas semanas entendí que lo que en realidad me desagrada es esta isla. No hay nada para hacer y hace mucho calor en verano. Estoy empezando a tomarle cariño a la casa, me gusta mi cuarto. Elegí la habitación once porque nací el día once del mes once».
La respiración de Lilén se cortó. Ahora entiende por qué sintió la fuerte atracción de instalarse a leer estas páginas precisamente en la habitación once. Era una señal del más allá. Larissa le estaba diciendo: “Yo viví aquí. Este es mi lugar en el mundo”. 
Tuvo que pararse y mirar las fotos de las paredes. Encontró una muy peculiar. Era un primer plano de Larissa, muy sonriente. A pesar de que era en blanco y negro, Lilén podía intuir ese cabello rojo intenso (como el suyo) y un hermoso par de ojos verdes (como los suyos). Larissa tenía pechos un poco más grandes que los de ella, pero los pezones eran suaves y tiernos. «¡Parecen los míos!», pensó Lilén con entusiasmo. Esa chica bien podría ser su hermana, si hubieran vivido en la misma época. Aunque en realidad no se parecían tanto. La belleza de Larissa era más… europea. De facciones más filosas. Nariz respingada. 
El detalle que le daba carácter a la foto era que Larissa tenía la cara cubierta de semen. Mostraba su radiante sonrisa, de dientes perfectos, demostrando que era feliz porque alguien la había bañado en leche. De pronto Lilén tuvo ganas de experimentar lo mismo y se lamentó de no poder hacerlo. Ella no tiene un novio que le haga ese favor. Quizás algún día. 
Volvió al almohadón y siguió leyendo. 
«Una tarde en la que estaba muy aburrida se me dio por explorar esta inmensa casa. Lo más interesante fue que pude robar un salamín de la despensa y me lo comí con un poco de pan». 
Lilén se rió. Ella también hubiera disfrutado de ese salamín. Más si podía comérselo a escondidas. La comida robada siempre es más sabrosa. 
«Hoy volví a las andadas. Afuera está lloviendo y no hay mucho para hacer. Y sin embargo… me encontré con el suceso más impresionante que vi en mi vida».
La respiración de Lilén se paralizó. 
«No sé cómo contar esto. Me dejó muy impactada. Aún no puedo creer que sea verdad. Pero lo vi. Sé que lo vi. No estoy loca. Escuché ruidos en la habitación número trece. Abrí la puerta lentamente, sin hacer ruido, y ahí fui cuando los vi».
Lilén leyó tres veces este párrafo. ¿Habitación trece? No recordaba ninguna habitación trece. La última era la doce.
«Estaban ahí, como espíritus danzando en la penumbra. Había velas rojas en el suelo y estas figuras extrañas bailaban en el centro. Al principio me costó entender de qué se trataba. No podía encontrar una forma concreta entre tantos brazos, piernas y cabezas. El bamboleo de las luces no ayudaba. De pronto reconocí una forma… sí, ahí estaba. Tenía que ser ella. La cara. ¡Era su cara! Lo sé. Gianina Sardelli, mi madre. Ella estaba en el centro, completamente desnuda. ¡Pude ver sus tetas! Había un hombre de pie frente a ella. Le estaba metiendo “su cosa” en la boca. Y la tenía dura, como si fuera un palo. Ella la tragaba como si fuera la barra de caramelo más deliciosa del mundo. Y detrás de ella había otro hombre. Mi madre de rodillas bailaba siguiendo el compás de ese hombre. No reconocí su cara… aunque quizás lo haya visto en el pueblo. Gianina tenía las manos extendidas, con ella sujetaba “la cosa” de otros dos hombres. Vi que el que estaba detrás de ella se apartó y allí caí en la cuenta de que había un quinto hombre en la habitación… también con su cosa empinada. Se colocó detrás de mi madre y empezó a bailar con ella. Bailaron y bailaron. Mientras los otros iban reclamando su turno para darle de comer… su cosa. No sé por qué mi madre se metía eso en la boca. Tal vez sea por el “néctar” blanco que salió después. Quizás eso es lo que ella buscaba».
Lilén entendió dos cosas. La primera fue que, probablemente, Gianina Sardelli estuviera realizando un ritual sexual. La segunda es que Larissa escribió la primera frase de su diario mucho después de estas líneas. Cuando escribió estas palabras aún era una joven inocente de dieciocho años que ni siquiera comprendía qué era el sexo. Se preguntó cuándo Larissa habría perdido su inocencia… y cuándo llegarían los vampiros.    

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—¡Mamá!
Lilén irrumpió en el cuarto de Rebeca. Su madre se estaba masturbando, completamente desnuda. Sin embargo eso no le importó a ninguna de las dos. Esa secuencia se había repetido tantas veces que ya estaban acostumbradas. Rebeca siguió metiendo los dedos en su velluda concha y Lilén se acostó a su lado. 
—¿Qué pasa, hija?
—¿Sabés cuál es la habitación número trece? —Lilén comenzó a jugar con los pezones de su madre, como quien no quiere la cosa. 
—¿Trece? No hay ninguna habitación trece. El contrato de compra aclaraba que la casa cuenta con doce dormitorios. Ni uno más, ni uno menos. 
—Pero… pero… en el diario de Larissa ella menciona la habitación trece. —Lilén chupó el pezón que tenía más cerca sin siquiera pedir permiso. A Rebeca no le molestó.
—Bueno, pero ese diario es muy viejo. Seguramente se hicieron refacciones en la casa. Pensá que hay gente muy supersticiosa. Una casa con trece habitaciones debe ser difícil de vender. Quizás demolieron la habitación trece, o la convirtieron en otra cosa. Incluso puede que sea parte del estudio que yo estoy usando para mis pinturas. 
—Ah… puede ser. No lo había pensado. Em… ¿querés que te ayude? —Lilén bajó la mano y acarició los húmedos labios vaginales de su madre—. Incluso, em… te la puedo chupar. Y ya sé… ya sé. Antes de que digas algo, escuchame. Estaba pensando en lo que hicimos antes de conocer a la bruja. Te chupé la concha. —Introdujo dos dedos en el sexo de su madre—. Lo hicimos antes del cambio de runas. Eso debió alterar mucho a los malos espíritus. Debió darles mucho poder. Tenemos que hacer algo para contrarrestarlo. Es decir… deberíamos repetirlo; pero esta vez con las runas apropiadas. ¿No te parece?
—Mmm… puede ser —Rebeca ya había pensando en las consecuencias negativas que pudo haber acarreado ese acto tan irresponsable—. Si las dos estamos de acuerdo en hacerlo, entonces debería funcionar. Así lo dijo la bruja. 
No le contó que Mailén también había probado su concha. Esos detalles era mejor mantenerlos en privado. 
—Yo quiero hacerlo —aseguró Lilén—. Aunque deberíamos ir a la habitación once. 
—Es una buena idea. Ahí los rituales son más poderosos. 
Apenas segundos más tarde madre e hija ya estaban en esa tétrica habitación. Lilén se desnudó completamente y se tendió boca arriba, en el piso. 
—Quiero que te sientes en mi cara —dijo, con mucho entusiasmo—. Siempre fantaseé con tener una mujer sentada en la cara.
Rebeca soltó una risita juvenil. Le pareció sumamente excitante que su hija le hablara de esa manera. Le pareció que esa entrega, tanto física como espiritual, lograría calmar a los espíritus. 
Se sentó sobre Lilén y la pequeña empezó a lamerle la concha al instante, como si llevara tiempo aguantándose las ganas de comer y de pronto alguien le pusiera sobre la mesa un delicioso plato. Rebeca ya sentía su concha húmeda y caliente antes de entrar; pero ahora esa sensación de placer se extendía por todo su cuerpo. Amasó sus tetas y meneó la cadera mientras Lilén hacía maravillas con su lengua. 
—Mmm… dios, por ser una de tus primeras experiencias, lo hacés muy bien. Demasiado bien. 
—Tengo talento para esto, mamá. 
—No me digas que vos también querés ser lesbiana. 
—Por supuesto. Me extraña que lo preguntes. No sabés cuánto me calientan las mujeres. Me quiero casar con una.
—¿De vedad?
—No, mamá. —Soltó una risita infantil—. Tengo apenas dieciocho años. No sé nada de la vida. ¿Qué sé yo si me van a gustar más las mujeres que los hombres? Aunque… em… creo que por ahora me calientan un poquito más las mujeres. Sé que eso te molesta; pero vas a tener que aceptar que tenés tres hijas, y es muy probable que al menos una de ellas te salga lesbiana. 
Rebeca se quedó muda. A veces le sorprendía esa “inocente sabiduría” de Lilén. A pesar de ser la gemela de Inara, la consideraba la menor de sus hijas, quizás por su forma de ser. Sin embargo, Lilén es la única que tiene la capacidad de decirle cosas que ella misma piensa pero no se atreve a decir en voz alta. 
—¿Te calienta que tu hija te chupe la concha? —Preguntó con inocencia, sin dejar de lamer.
—Emm… este… no sé… 
—Mami, si no te gusta, este ritual no va a servir de mucho. 
—Sí, claro… este… emm… tenés razón. Sí. Sí me gusta. Ya te dije, lo hacés muy bien. Es muy… agradable. 
—Además es incesto —dio un fuerte chupón al clítoris e hizo estremecer a Rebeca.
—Sí, claro. Eso es bueno ¿cierto? La bruja lo dijo. Si la familia Val Kavian practicaba el incesto, entonces… estamos obligadas a hacer los rituales así.
—No sé si obligadas… pero me gusta que sea así. Tenés una concha muy rica, mamá… la de Inara también me gusta. Aunque a ella no se la chupo, si lo hiciera, vos te enojarías con nosotras. 
—Quizás si lo hacen como parte de un ritual no me enojaría. 
—¿De verdad? —Chupó más fuerte, los jugos vaginales de su madre llenaron su boca—. Mirá que lo tomo como un permiso. 
—Ok, ok… no te tomes tan en serio todo lo que digo. Simplemente fue una idea. Una sugerencia. Uff… dios… qué rico. 
Rebeca disfrutó con los ojos cerrados. Lilén no siguió hablando, se concentró en brindarle placer a través del sexo oral. Y lo consiguió muy bien.  
—Hacelo bien, por favor… hacelo bien —dijo Rebeca, entre jadeos.
En ese momento recordó lo brusca que había sido con su hija la vez anterior. Le echó la culpa a los espíritus malignos. Esta vez no podía pasarle lo mismo. No podía perder la compostura de esa manera. La lengua le producía unas cosquillas muy placenteras, no dejaba de moverse. “Lo está haciendo muy bien, Rebeca… no hace falta que se lo digas. Cerrá los ojos y disfrutá”. 
Y así lo hizo. Se amasó los pechos y movió la cadera mientras Lilén le comía la concha con ímpetu. Con un fervor que una hija no debería tener al practicarle sexo oral a su propia madre. 
Rebeca perdió la noción del tiempo. No sabría decir cuánto duró este acto “indecente”. Aunque sí le quedó la sensación de que el ritual fue un éxito, en especial por el fuerte orgasmo que la invadió justo al final. Sus jugos vaginales saltaron con furia, llenando la cara y la boca de Lilén. La jovencita también tuvo la certeza de que había hecho las cosas bien, por eso no dejó de chupar hasta que los espasmos de su madre se detuvieron. 
—Uf… eso fue intenso —dijo Rebeca, sin moverse de su lugar—. Espero que hayamos complacido a los espíritus. 
—Claro que sí. ¿A quién no le calentaría ver un acto incestuoso entre una madre y su hija? Estoy segura de que Larissa también le chupaba la concha a la madre.
—¿Eso lo leíste en el diario?
—No, lo vi en las fotos. Mirá allá.
Rebeca se puso de pie y se acercó hacia el punto que señalaba su hija. Tardó un rato en ubicar la fotografía correcta; pero fue evidente cuando la vio. Una hermosa mujer yacía en un sillón, con las piernas bien abiertas. Una jovencita, que debía ser Larissa, estaba lamiendo su vagina. Rebeca sintió un escalofrío al saber que esa madre también había disfrutado de placeres sexuales producidos por su hija. De pronto el acto incestuoso cobró otro sentido. Se volvió real. 
—Dios mío… ¿qué hicimos? —dijo en un susurro.
Lilén no llegó a escucharla. Ella aún estaba tendida en el piso, masturbándose.

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Rebeca salió de la habitación once sintiéndose mareada. No entendió qué le pasaba, hasta que la voz de la culpa le habló. 
«¿Así van a ser las cosas de ahora en adelante? ¿Vas a usar la excusa de los rituales para justificar actos incestuosos?» 
«No, claro que no», dijo la voz de la cordura.
«Incesto, Rebeca. Incesto. Tuviste sexo con tu propia hija».
«Pero… es necesario». 
«¿Necesario? ¿Cómo estás tan segura de eso? La bruja no dijo que fuera obligatorio el sexo entre parientes». 
Rebeca llegó a su cuarto tambaleándose. La culpa se le estaba acumulando en la garganta. Tenía ganas de vomitar.   
«Lo disfrutaste. Te encantó que Lilén te chupara la concha». 
«Debía disfrutarlo. De lo contrario el ritual no serviría de nada». 
«El Ritual. El Ritual. El Ritual. Excusas. Excusas. Excusas».
No lo voy a hacer siempre. Lo de Lilén era necesario. Lo habíamos hecho antes. Debíamos compensar lo que hicimos, con las runas apropiadas. 
«Esto ya pasó antes, Rebeca. —La culpa no la dejaría huír tan fácilmente—. ¿Te acordás de la época en la que ni siquiera te masturbabas?» 
Se acostó en la cama. Ésta se movía como si fuera un bote a la deriva. No sabía si se trataba de su propio mareo o eran los espíritus malignos, defendiendo su morada. No quería quedarse allí. Le daba mucho miedo. Le gustaba estar sola en su habitación… pero hoy no se sentía sola. Había alguien más con ella. Alguien maligno. Al acecho. Podía sentirlo. 
Fue hasta el cuarto de su hermana, sin siquiera molestarse en vestirse. Cuando entró vio a Soraya y a Inara. Estaban sentadas frente a una mesita redonda, junto a la cama, tomando el té. 
—¿Pasó algo? —Preguntó Soraya, asustada. 
—Em… sentí algo extraño en mi cuarto. ¿Les molesta si me quedo acá?
—¿Los espíritus? —El semblante de Soraya se ensombreció. Se tomaba muy en serio ese asunto. 
—Creo que sí. 
—Muy bien. Podés quedarte —no le molestaba que su hermana estuviera desnuda. La había visto tantas veces así que ya era lo mismo que verla con la ropa puesta—. Estábamos charlando con Inara sobre las costumbres de las monjas. 
—¿Y por qué estás tan interesada en eso?
—Por el diario de la monja que estoy leyendo —respondió Inara—. Es fascinante. Tenía algunas dudas sobre cómo vive una monja, por eso le pregunté a la tía. Pero… ya está. Ya no queda mucho más que decir. 
—Si quieren, les puedo contar algo yo. 
—¿Algo como qué? —Inara sintió una repentina curiosidad. Notó que su madre tenía los pezones duros y la vagina húmeda. Si quería contar algo, seguramente sería de índole sexual. 
Rebeca recordó lo que dijo la bruja. No era estrictamente necesario recurrir a actos sexuales para los rituales. Las anécdotas también podían servir, aunque seguramente no eran tan poderosas como el sexo físico. 
—Justo hoy recordé la vez que mi mamá me llevó al médico. Yo tenía más o menos tu edad…
—No recuerdo que hayas estado enferma —dijo Soraya.
—Es que nunca te contamos de esto. 
—Mmm… bueno. Si querés podés acostarte en la cama y nos contás todo. 
Así lo hizo. Rebeca se tendió en la cama e inmediatamente comenzó a masturbarse. Esto sí incomodó a Soraya. Si bien vio a su hermana pajeándose mil veces, aún le molesta que lo haga con tanta desfachatez, sin consultarle a nadie. 

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Rebeca empezó a contarles sobre la tarde en la que su madre la llevó al médico. Ella estaba por cumplir diecinueve años y sufría de ataques de ansiedad y pánico al menos una vez por semana. 
Cándida Dimitri, su madre, la llevó a ver al Dr. Cardozo. En ese entonces Rebeca no sabía que el doctor ya tenía fama de ser un mujeriego empedernido. Sin embargo aún era muy respetado porque iba regularmente a la iglesia. Por eso Cándida confiaba tanto en él.
Era un tipo de cabeza cuadrada, hombros anchos y macizos. Tenía la piel tostada. El espeso bigote negro entrecano y el cabello del mismo tono le conferían un aire de madurez, los anteojos de montura ancha lo hacían ver culto. 
Lo primero que notó Rebeca es que el médico tenía las manos pesadas y ásperas. Más como las de un albañil que como las de un doctor. Pensó que quizás hubiera trabajado en otra cosa en su juventud.
Ella estaba acostada boca arriba en la camilla y la mano del doctor subía peligrosamente por la cara interna de su muslo derecho. Ya había revisado otras partes de su cuerpo, incluyendo sus pechos. Las grandes tetas de Rebeca estaban completamente a la vista, esto le resultaba vergonzoso y fascinante por partes iguales. Nunca había estado semi desnuda frente a un hombre. 
El Dr. Cardozo le explicaba a Cándida Dimitri que los ataques de pánico de Rebeca se debían, principalmente, al estrés. La mujer se preguntó qué podría estresar a su hija, si apenas tenía diecinueve años y ninguna responsabilidad más allá de completar sus estudios en artes plásticas. El doctor explicó que el causante del estrés era de índole… sexual. Cándida casi se desmayó al escuchar eso. 
—¿Pero qué dice, doctor? ¡Mi hija no tiene sexo con nadie!
—Tranquila, Cándida. Justamente a eso me refiero. El problema es que Rebeca no tiene relaciones sexuales con nadie. Y me basta una ligera revisión para entender que ella acumula muchísima energía sexual. 
La mano del médico alcanzó la vagina de Rebeca y comenzó a acariciarla por encima de la sencilla ropa interior de algodón blanca. Tenía el vestido levantado. Cándida vio esto y no hubo ninguna reacción de su parte, como si se tratase de la revisión médica más normal del mundo. 
—¿Se refiere a energía mística?
—No, esa no es mi área. No soy sacerdote. Soy médico. —La voz grave de Cardozo era tranquilizadora, incluso para la propia Rebeca. Se estaba relajando con esos suaves toqueteos. No entendía qué ocurría con su cuerpo—. Me refiero a “energía psicológica”, si es que se le puede llamar así. Rebeca se estresa mucho porque no puede descargar esa energía sexual. 
El dedo recorrió toda la línea de la concha, hundiendo la tela, hasta llegar al clítoris. Rebeca se estremeció y soltó un gemido. 
—¡Hija! ¿Qué fue eso? ¿Te volviste loca?
—No se enoje con ella, Cándida. Fue una reacción involuntaria. Un acto reflejo. Como cuando le golpeé la rodilla con el martillito. ¿Ve a lo que me refiero? Hay mucha energía sexual en este cuerpo. —La segunda mano del doctor se apoderó de la teta derecha—. Hasta puedo sentirlo en sus senos. Fíjese, Cándida… agarre uno y dígame qué siente. 
Cándida Dimitri agarró la teta izquierda como si se tratase de la masa con la que iba a hacer tallarines. La presionó y nuevamente Rebeca volvió a gemir. Allí apartó la mano rápidamente, como si hubiera tocado la superficie caliente de un horno. 
—¿Lo ve? ¿Sintió la alta temperatura?
—Sí. Como si ella tuviera fiebre. 
—Pero no tiene fiebre. Acabo de tomarle la temperatura con un termómetro. Esto es otra cosa. Es energía sexual intentando salir. 
—¿Qué insinúa, doctor? ¿Acaso mi hija tiene que buscarse un novio o algo así? Me parece poco apropiado. Le enseñé que debe esperar hasta el matrimonio. No quiero que ande en la calle buscando pretendientes. 
—Eso lo entiendo perfectamente, señora Dimitri. Usted es una buena madre y cuida bien de sus hijas. Con los peligros que hay hoy en día, sería muy arriesgado. Incluso podría volver a casa con un embarazo no deseado. 
—Dios no lo permita —Cándida Dimitri se persignó tres veces. 
—Existen métodos más… efectivos. 
Sin pedirle permiso a nadie, despojó a Rebeca de su ropa interior. Ella sintió una vergüenza infinita. Pasarían años hasta que se acostumbrara a estar desnuda frente a la gente. Curiosamente lo que más la inhibió no fue la presencia del doctor. A él lo veía como una figura médica, es lógico que deba verla desnuda. La vergüenza la sintió porque su madre estaba allí, mirando esa desprolija mata de vellos rojos como si fueran un símbolo de pecado y perdición. Cándida Dimitri siempre se lamentó de que sus hijas hayan nacido tan bonitas, tan… deseables para el sexo opuesto (y quizás también para el propio, pero Cándida no quería ni pensar en esas desviaciones). 
—Lo único que tenemos que conseguir —dijo el doctor— es que Rebeca descargue ese excedente de energía sexual. 
—¿Y cómo lo…?
No llegó a completar la pregunta. Cándida se quedó mirando cómo los dedos del doctor ahora acariciaban los labios vaginales de su hija. Luego estimularon su clítoris. La cara de Cándida se puso roja. Ella sabía muy bien de qué se trataba. 
—¿Su hija se masturba? —Preguntó el doctor. 
—Se lo tengo estrictamente prohibido.
Tiempo más tarde Rebeca se enteraría que su madre solía masturbarse a escondidas. Probablemente se sentiría muy culpable al hacerlo. 
—No lo hago nunca —dijo la propia Rebeca, quizás para recordarle a esos dos que ella seguía en la habitación—. Lo juro. 
—Te creo, hija —Cándida le tomó la mano izquierda y la presionó. Le mostró una sonrisa maternal—. Sé muy bien que nunca caés en esas tentaciones.
—Y me parece perfecto —dijo el doctor, acelerando el ritmo de la masturbación—. Probablemente eso sea lo mejor en la mayoría de los casos. Sin embargo, Rebeca es especial… 
—Quizás ella absorba mucha de esa “energía sexual” porque muchos hombres la miran con lujuria. 
—Desde su punto de vista, podría ser. El motivo por el cual ella acumula tanta energía sexual no lo sé. Tampoco soy psicólogo. Pero soy médico, y puedo entender por qué ella siente tantos dolores en el cuerpo. Y por qué le duele tanto la cabeza. Necesita soltar todo esto.
Cándida hizo un gesto afirmativo. Desde ese momento, le cedió el control total al Dr. Cardozo. Él había logrado ganarse su confianza y podría hacer con Rebeca prácticamente lo que quisiera, y frente a su propia madre. 
Ese día Rebeca experimentó el primer orgasmo de su vida. Cardozo la masturbó con maestría, demostrando que había hecho eso incontables veces. Cuando ella se sacudió en un húmedo espasmo sexual, su madre la felicitó, por dejar salir todas esas “energías negativas”. 
Años más tarde le contaría a Inara y a Soraya que comenzó a masturbarse porque el doctor se lo recetó. Incluso, en numerosas ocasiones, tuvo que hacerlo frente a la mirada atenta de Cándida. Ella misma le decía: “¿Hiciste lo que el médico te pidió?”. Si la respuesta era “Aún no, mamá”, entonces Cándida se la llevaba a un dormitorio y le pedía que empezara a “tocarse”... y que lo hiciera durante todo el tiempo que considerase necesario. Porque “No quiero que salgas a buscar pretendientes en la calle cuando podés descargarte usando solo tus dedos”. Así Rebeca se fue acostumbrando a masturbarse frente a otras personas, aunque fueran de su propia familia. 
De vez en cuando iba (acompañada de su madre) a visitar al Dr. Cardozo. Él aprovechaba todas y cada una de estas visitas para frotar copiosamente la concha de Rebeca e incluso meterle los dedos hasta donde el himen lo permitía. Cándida observaba toda la acción con una sonrisa maternal en los labios. Como si su hija fuera la canalización de un milagro. Rebeca notó que en casi todas estas ocasiones el Dr. Cardozo terminaba con un bulto muy prominente en su pantalón. Algo que Cándida parecía no notar, o que quizás se esforzaba por ignorar. A Rebeca le gustaba visitar al doctor. Sus dedos eran mucho más hábiles que los suyos. 
Una tarde Rebeca no se sentía con entusiasmo para masturbarse. Había reprobado un exámen de Historia del Arte, la materia que menos le importaba. A ella no le interesaba saber en qué año se habían pintado Las Meninas o cuándo inició el cubismo. Solo quería pintar. 
Cándida Dimitri no se preocupó por el examen. Sabía que su hija lo aprobaría la próxima vez. Que no quiera masturbarse sí lo vio como una señal de alarma. “¿Estás pensando en salir a buscar a algún muchachito, ¿cierto?”. A pesar de que Rebeca le juró que esa idea nunca se le cruzó por la mente, Cándida no le creyó. 
Se la llevó a la pieza y allí se hizo cargo ella misma del “tratamiento médico” que necesitaba su hija. Empezó a masturbarla, metiendo dedos, frotando clítoris y labios vaginales. Para Rebeca fue una situación muy incómoda. Tenía a su madre tan cerca, respirando agitada por el esfuerzo físico que requería esa tarea, y le fue imposible relajarse. Cándida no entendió que si su hija no llegó al orgasmo no fue por un problema físico, sino porque ella era quien la masturbaba. Rebeca no supo cómo explicarle los nervios que sentía al tener a su propia madre haciéndole una paja. 
Ese mismo día fueron hasta el consultorio del Dr. Cardozo. Él continuó con el proceso masturbatorio. Rebeca se sacudió en la camilla, mientras su concha era invadida por esos hábiles dedos; pero no consiguió llegar al orgasmo. Los nervios de haber sido tocada por su madre aún seguían a flor de piel. Eso propició una situación ideal para que el Dr. Cardozo pudiera seguir con su plan. Rebeca entendió años después que el tipo se aprovechó de ella y de la ingenuidad de su madre; sin embargo, no le molestó. Porque lo que pasó fue mágico. 
—Lo siento mucho, señora Dimitri. Tendremos que recurrir a un tratamiento… poco ortodoxo. Creo que es momento de que Rebeca busque un novio y tenga sexo. 
—¿Antes del matrimonio? No, ni hablar. Además… no quiero que termine con un inepto. Con un bueno para nada. 
—Entiendo. Entiendo. Se me ocurre otra idea, pero… emm no creo que le agrade. 
—Ah… entiendo —Cándida demostró que podrá ser crédula, pero tiene su chispa de razonamiento—. ¿Me quiere proponer hacerlo usted? —El doctor Cardozo no dijo nada. Se quedó petrificado, como si un camión sin frenos se dirigiera hacia él—. Me parece buena idea. Prefiero que lo haga usted, antes que cualquier idiota desvergonzado. 
—¿Estás segura, mamá? —Rebeca no lo podía creer. 
—Sí, claro. Y no tiene por qué molestarte. El doctor es buen mozo y…
Cándida se quedó boquiabierta al ver el imponente miembro del doctor. Ya estaba completamente erecto. Pocas veces en su vida había visto hombres tan bien dotados. 
A Rebeca le pareció alucinante. Sabía lo que los hombres podían hacer con esas cosas porque tenía amigas que ya habían debutado. Le contaron de lo maravilloso que era sentir un hombre dentro de tu cuerpo. 
—Relajate, chiquita. Entra rápido y sale fácil. 
El médico habló mientras la acariciaba la concha con la punta de la verga. Cándida colaboró trayendo lubricante. Ella misma lo embadurnó en todo el miembro de Cardozo y metió un poco en el sexo de su hija. 
—Relajate, amor. El doctor sabe lo que hace —le dijo a Rebeca, y le tomó la mano para tranquilizarla. 
Tener la aprobación de su madre le hizo las cosas mucho más fáciles. Abrió las piernas y recibió a ese hombre, varios años mayor que ella, dentro de su concha. Sintió un dolor agudo. El miembro era demasiado grande para una virgen. El himen estalló al instante y la penetración fue más brusca de lo que debería ser, teniendo en cuenta que “el doctor sabe lo que hace”. Sí, pero el doctor también es un cachondo que le quiere meter toda la pija a ese bomboncito pelirrojo y virginal. 
Rebeca soltó un grito de gozo cuando la verga comenzó a entrar. 
—¿Te duele, hija?
—Solo un poquito. No importa, que siga… que siga… mmmppff
Y el tipo siguió, alentado por los profundos gemidos de Rebeca. La sujetó con fuerza de las piernas y le dijo: “Yo te voy a sacar toda esa energía sexual que llevás en el cuerpo”. Ella asintió con la cabeza, le mostró una radiante sonrisa. El doctor estaba en la gloria. Había conseguido convencer a esa crédula de Cándida para que le deje cogerse a su hija. Y además ella miraba todo. Cándida era de buen ver y los ojos de Cardozo saltaban de la madre a la hija, y viceversa. 
Estuvo dándole un buen rato, penetrándola cada vez más profundo. Rebeca le contó a Inara y a Soraya lo mucho que disfrutó de cada embestida. Creía que el tipo la partiría en dos, pero ese dolor era delicioso, adictivo. Quería más. No tuvo necesidad de pedirlo. Cardozo le dio más… y se lo dio con potencia, con determinación… y con una lujuria efervescente. Ella se sacudió en la camilla y gimió de puro gusto. Cándida miró todo con una sonrisa de aprobación. La “energía sexual” de Rebeca parecía estar abandonando su cuerpo a gran velocidad. 
Cuando el doctor llegó al clímax, tuvo la sensatez de sacar la verga. El potente chorro de semen cayó sobre el vientre de Rebeca, y una parte incluso llegó hasta la cara de Cándida, quien se rió avergonzada, como si hubiera sido víctima de una bromita inocente. 
—Perdón, señora. No lo pude controlar.
—Está bien, doctor. No pasa nada —dijo, mientras se limpiaba la mejilla con un pañuelo—. Lo importante es que el tratamiento fue un éxito. 
—Sí, por supuesto. Eso se lo puedo asegurar. 
Rebeca también podía asegurarlo, sin embargo no dijo nada. Estaba exhausta. Ahora sí tenía ganas de volver a su casa para hacerse una buena paja. 
También relató que unos días después, cuando ella asistió sola a una nueva consulta con el Dr. Cardozo, vio a su madre inclinada sobre la camilla, con el vestido levantado. Cardozo estaba detrás de ella…
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—¡Sos una mentirosa, Rebeca! Mamá jamás haría una cosa así. ¿Cómo vas a insinuar que tuvo sexo con el doctor? Ella estaba casada. Nunca le fue infiel a nuestro padre. 
—Sí lo fue. Yo misma estuve ahí, Soraya. Vi todo. 
—No sé por qué te inventás esta historia absurda. ¿Cómo mamá va a permitir que ese tipo se la meta a su hija? ¡Y frente a ella! La mujer que me mandó a un convento jamás haría eso. 
—Te mandó a un convento porque tenía miedo de que sufrieras de la misma condición que yo. Que tuvieras… demasiada energía sexual.
—Yo no tengo… —la cara de Soraya se puso tan roja como su cabello—. ¡Mentirosa!
Se levantó y salió de la habitación, dando un portazo. 
Inara miró a su madre, fascinada. Cada detalle de esa historia la puso a mil. Tenía muchas ganas de masturbarse. Ya había decidido hacerlo en su propio cuarto. Pero antes… tenía una duda. 
—Mamá… ¿ese tal Dr. Cardozo no será mi papá? Digo… un hombre mayor que vos, de piel morena, hombros anchos. Dedicado a la ciencia. Le cambiaste el nombre ¿cierto?
—¿Máximo? No, no. De verdad que no. Si hubiera sido él te lo diría.
—Mmmm… no lo sé. Quizás no querés que sepa que mi papá era medio degenerado.
—Tu padre no era así. Él siempre fue muy amable conmigo. Te juro que el doctor no es tu papá. Aunque sí me marcó mucho. Por eso me sentí atraída a Máximo. Como dijiste vos: un hombre mayor que yo, dedicado a la ciencia. Creo que me gustó mucho ese estereotipo. A Máximo lo conocí poco tiempo después. Y al Dr. Cardozo no le agradó mucho que yo me hubiera casado. Porque con tu padre me casé poco después de conocerlo, en especial para que mi mamá no me molestara con eso de “ser casta hasta el matrimonio”. 
—Oh… bueno. Gracias por ser sincera. Yo sí creo todo lo que dijiste. ¿Por qué mentirías?
—Exactamente. No tengo ningún motivo para mentir.
Inara se despidió de su madre y fue directo a su propio cuarto a masturbarse. Rebeca se quedó pensando si la omisión cuenta como una mentira, porque omitió algunos detalles importantes. Pero en realidad la culpa de eso la tuvo Soraya, por interrumpirla. Quizás algún día podría contarle todo a su hija. 
 

  

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1 comentario - La Mansión de la Lujuria [10]

mca19000
Lindo pasado Silvana, y bien documentado.
Nokomi +1
Silvana? me parece que te confundiste de relato 😋
mca19000 +1
@Nokomi Si! Jajajaa! Tenía los dos relatos abiertos y ...