El calor era agobiante

El calor era agobiante; no quería ceder ni una décima de temperatura.
El ambiente nocturno estaba húmedo, igual que mi cuerpo.
Me encontraba sola en casa; ya sin imaginación sobre cómo combatir el calor.
Me había servido una copa de vino, sabiendo que, tal vez, sería peor.
El teléfono repicó. No podía ser Luisa, porque había dicho que tendría poca señal desde donde se encontraría. Me acerqué a atender algo intrigada.
Era nuestro vecino; ese gigantesco africano. El que provocaba mis peores y más morbosas fantasías. Pero el tipo estaba casado; así que, resultaba extraño que llamara a esa hora.
En su mezcla de español con algún otro idioma, explicó que estaba solo y me invitaba a tomar un trago y a conversar. O eso es lo que pude entender…
Sin dudarlo, cerré la puerta de mi casa y me dirigí hacia la suya.
Se sorprendió al verme vestida solamente con una tanga y tacos; pero el calor no daba para más elegancia. Él solamente llevaba unas calzas de gimnasia.
Lo primero que hice, fue mirar de reojo el enorme paquete semi oculto…
Me invitó a pasar, aunque sin moverse de la puerta; así que pasé junto a su enorme torso de ébano, que estaba perlado en sudor. Sonrió y pude ver sus perfectos dientes blancos brillando en las sombras.
Esa combinación, ya fue suficiente para sentir que mi labia empezaba a titilar.
Ya tenía dos copas servidas con vino tinto y me ofreció una.
Nos sentamos a conversar en un enorme sillón muy cómodo, en el salón.
A él se hacía un poco difícil, en su media lengua, expresar sus ideas.
Me pregunté dónde estaría su linda mujercita; una hermosa estatua de caoba.
De repente, se levantó de un salto y dijo que regresaría enseguida.
Apenas salió, sentí una oleada de calor en mi vientre, algo cercano a un orgasmo. Pero no, no podía ser que estuviera tan caliente.
Deslicé mi tanga por los muslos, para comprobar que sí, ya estaba humedecida.
Había acabado, pero sin casi darme cuenta. ¿Habría sido el vino…?
Mi vecino regresó y se quedó hipnotizado, sus ojos fijos en mi pubis depilado.
No atiné a hacer nada; ni siquiera a cerrar las piernas…
Bajé la vista, para apreciar que, ahora, el bulto en sus calzas estaba creciendo.
El africano sonrió y sus pulgares deslizaron las calzas por sus muslos.
Tuve que reprimir una exclamación de asombro; hacía rato que no veía algo tan grande y rígido, además de tener un color oscuro casi azulado.
Terminé de quitarme la tanga y se la arrojé a la cara. La atrapó en el aire.
La olfateó y suspiró complacido; volvió a sonreír.
Giré y me arrodillé sobre el mismo sillón, apoyando mi pecho en el respaldo.
Cerré los ojos y solamente suspiré: “despacio…”
Eso lo entendió muy bien…

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