El tónico familiar (8-2).

El tónico familiar (8-2).



EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO OCHO.
SEGUNDA PARTE.


 Y cuando se giró se encontró con la inusual estampa de su nieto, pantalones bajados y polla en ristre adornada por la anaranjada confitura. Llevándose la mano a la boca contuvo una carcajada e intentó mantenerse seria mientras caminaba hacia mí, con un trapo de cocina en la mano.
—Con la comida no se juega, guarro —me regañó.
  Por un momento pensé que iba a limpiarme con el trapo, pero había entendido a la perfección cual era el juego y lo dejó sobre la mesa. Se sentó en la silla con las piernas muy separadas, de forma que cuando se inclinó hacia adelante sus tetas colgaron entre sus muslos, enormes y pesadas. Apoyó una mano en su rodilla y con la otra me agarró la merienda, abarcando los huevos y la base del tronco. Apretó un poco y la piel de mi escroto se volvió lisa y peluda como la de los melocotones con los que había hecho la mermelada.
—Pero mira como te has puesto... —dijo, mientras se quitaba las gafas y las dejaba en la mesa.
El primer lametón me hizo estremecer de pies a cabeza. Los dos siguientes, junto con la presión de su mano, hicieron que las venas se marcasen a lo largo del duro manubrio y que el capullo se hinchase. Le bastaron tres pasadas de su hábil lengua para limpiarme por completo. Se relamió y me miró con una sonrisa golosa.
—¿Quieres más? —pregunté.
—Un poquito más.
  Ella misma cogió el frasco de cristal y la cuchara. Puso una cantidad aún mayor de mermelada a lo largo de mi ya endulzado cipote y lo miró con gula, un pecado que combinaba muy bien con la lujuria. Esta vez no usó la lengua. Se metió en la boca casi entera mi cilíndrica tostada, apretó los labios alrededor de su nada despreciable diámetro y, moviendo la cabeza hacia atrás, arrastró la espesa confitura a la vez que succionaba. La sensación fue tan placentera que me temblaron las rodillas.
  Repitió la operación una y otra vez, tragando verga hasta que su lengua tocaba mis huevos y sorbiendo cuando los labios regresaban al glande. El juego se había convertido en una felación en toda regla, una mamada babosa y cerda que me hizo hervir la sangre. Recordé que, la noche anterior, mi madre había estado a punto de chupármela, y me pregunte si habría podido igualar la pericia y devoción con que su suegra lo hacía. Tras una serie de profundas succiones se inclinó un poco más para comerme los huevos. Los lamía, los chupaba, y llegó a metérselos enteros en la boca, sorbiendo de forma obscena, mientras mi polla cubierta de saliva edulcorada le daba golpecitos en la frente.
  Sin dejar de sobarme las bolas, me masturbó con la otra mano mientras devoraba la mitad superior de mi polla con escandalosos chupetones, dejando las babas resbalar por su barbilla en espesas hebras. Algunas mojaron sus tetazas, que se bamboleaban bajo el camisón al ritmo de sus cabeceos.
—Joder... ¿Quieres... quieres más? —conseguí decir, luchando para no correrme tan pronto.
  Ella hizo una pausa en la frenética labor oral, dejó que mis huevos volviesen a su posición habitual y me pajeó usando las dos manos, que se deslizaban con fluidez a lo largo del bien lubricado instrumento.
—No, ya está bien de dulce por hoy, que me va a subir el azúcar —bromeó.
—¿Te... te gusta la leche?
—Ya sabes que me encanta.
  Aceleró el ritmo del pajeo y lo combinó con algunos lametones y besos en el frenillo. A pesar de que era ella quien tenía ubres era yo quien estaba siendo ordeñado.
—Uff... Te voy a dar... te voy a dar leche, joder...
—Dámela... Dámela, cariño...
  No tuvo que pedírmelo dos veces. Rodeó el glande con los labios y me masturbó más despacio, apretando más y girando las muñecas. Apoyé las manos entre sus rizos pelirrojos y de nuevo me maravillé al sentir la facilidad con que se tragaba cada oleada de espesa lefa, sin la más mínima muestra de desagrado. Cuando terminé de servirle la leche, su lengua me limpió el rabo de arriba a abajo, con una actitud maternal y metódica que no dejaba de ser excitante.
  Me subí los pantalones y me dejé caer en la silla, agotado y deslechado. Ella se limpió la cara y el pecho con el trapo de cocina, mirándome con la ternura de cualquier abuela que contempla a su nieto disfrutar con un regalo que acaba de hacerle. Torció un poco el gesto cuando miró al suelo, manchado de saliva y mermelada, pero sin un gota de semen.
—Fíjate, otra vez hemos dejado el suelo perdido.
—Voy a por la fregona.
—No, ya limpio yo, cielo —dijo, volviendo a su papel de perfecta ama de casa—. Descansa un poco y cuando termine nos ponemos a trabajar.
—Si todas las jefas fuesen como tu no llevaría tanto tiempo en paro.
  Se echó reír, pero de repente se puso muy seria, como si mi broma le hubiese recordado algo, y me miró con los ojos muy abiertos al tiempo que se llevaba la mano a la frente.
—¡Ay, hijo! ¡Pero qué cabeza la mía! —se lamentó.
—¿Qué pasa?
—Se me olvidó decirte que ayer, cuando te fuiste a la ciudad, llamó Don Ramón.
  Me incorporé en la silla, alarmado. No detecté en el rostro de mi abuela nada extraño, solo estaba avergonzada por su mala memoria, y su expresión cambiaba poco a poco hacia el regocijo, como si fuese a darme una buena noticia.
—¿Don Ramón? ¿El alcalde? —pregunté, ganando tiempo para recuperar la compostura.
—Claro, hijo. No hay otro Don Ramón en el pueblo, que yo sepa.
—¿Y qué quería ese...? ¿Qué quería?
  Intenté disimular mi impaciencia. No me hacía ninguna gracia que aquel tipejo hubiese hablado con mi abuela, y menos estando ella sola en casa. Era consciente de que todos los hombres del pueblo la deseaban, y la idea de que alguno pudiese ponerle la mano encima me repugnaba, provocando en algún lugar recóndito de mi mente una oscura y dolorosa punzada de celos.
—Dice que vayas a verle al ayuntamiento, que tiene un trabajo para ti —explicó mi abuela, cada vez más sonriente.
—¿Un trabajo?
—Eso dice. A veces después de misa hablo un rato con Doña Paz, y alguna vez le he comentado que estás en paro. Le habrá dicho ella que te busque algo. —Me miró a los ojos y en su gesto se mezclaron la alegría y el orgullo—. Siempre le digo que eres un chico muy formal, y muy buen conductor, como tu padre.
  Me quedé unos segundos en silencio. Durante mi visita a la sórdida finca de los Montillo el alcalde había dicho algo sobre buscarme un empleo, pero no pensaba que lo dijese en serio. A fin y al cabo era un político, experto en ganarse a la gente con falsas promesas. Aunque lo más probable, pensé, era que solo quisiera otra dosis de tónico y le hubiese mentido a mi abuela, cosa que me cabreó aún más en vista de lo ilusionada que estaba.
—¿Y a ti que te parece? —pregunté—. Si trabajo no te podré ayudar tanto como ahora.
—No digas tonterías. El garaje está casi acabado, y la fachada la puedo pintar yo poco a poco, que no hay prisa. Además, lo primero es lo primero. Un hombre tiene que trabajar, y tu ya eres todo un hombre.
  Desde luego, le había demostrado con creces lo hombre que era. De repente, la idea de trabajar y vivir en el pueblo no me pareció tan desagradable. Con un empleo sería, a todas luces, el hombre de la casa, y desde luego quería ser el hombre de aquella casa, aunque tuviese que mantener en secreto el atípico “matrimonio” con la viuda más codiciada de la localidad. Para terminar de disipar mis dudas, la hacendosa pelirroja me dio un largo beso en la frente, colocando sus pechazos frente a mi cara.
—Deberías ir cuanto antes, cielo. No hay que hacer esperar a los jefes —me aconsejó, mientras se apartaba de mí para recoger la cocina—. Y no vayas a ir en chándal, ¿eh? Ponte guapo, que hay que causar buena impresión.
—Descuida. Iré presentable.
—¿Quieres que te busque una corbata de tu abuelo?
—Bueno, tampoco hay que pasarse.
  Gracias a mi madre me quedaba otra camisa decente en la maleta (la que me había puesto para nuestra cita estaba arrugada y tan sudada como si hubiese jugado con ella puesta la final de la Champions), que combiné con unos vaqueros limpios y un pegote de gel fijador en mis rebeldes greñas de zíngaro. Me di cuenta de que aún no había terminado de deshacer mi equipaje, a pesar de que llevaba diez días allí. Saqué toda la ropa que quedaba en la maleta y la coloqué en los cajones y las perchas del viejo armario. Con trabajo o sin él, estaba decidido a no regresar a la ciudad en mucho tiempo.


  Llegué al pueblo a eso de las diez de la mañana y como de costumbre dejé el Land-Rover en la estrecha calle junto a la iglesia, donde el sol no le pegaría de pleno. Antes de bajar del vehículo, fui a la parte trasera y me metí en el bolsillo dos frasquitos de tónico. Solo tuve que caminar cinco minutos para llegar al ayuntamiento, el edificio más grande del pueblo, un caserón decimonónico de tres plantas con un balcón en la blanca fachada.
  En la entrada, sombría y fresca en comparación con el exterior, encontré a un anciano de aspecto serio y somnoliento detrás de una mesa. Era Don Santiago, bedel y recadero del consistorio desde tiempos inmemoriales. Me miró entornando los ojos detrás de sus gruesas gafas.
—Buenos días. Vengo a ver a Don Ramón. Soy Carlos —dije.
El viejo continuó escrutando mis facciones durante unos segundos antes de responder. El pobre estaba cegato como un topo.
—Tu eres el nieto de la Felisa, ¿verdad? —preguntó.
—El mismo.
—Dale recuerdos de mi parte, hombre —dijo. Por supuesto, el vejestorio no pudo disimular una sonrisita lasciva cuando mencionó a mi abuela—. Sube al despacho. El señor alcalde te está esperando.
  Subí las escaleras y caminé por un par de pasillos adornados con pinturas costumbristas y algunas fotografías descoloridas. El despacho del alcalde era una estancia amplia, con aire acondicionado y un minibar al que sin duda se le daba más uso que a cualquier elemento relacionado con la administración pública. El suelo estaba cubierto por una gran alfombra y las paredes adornadas con trofeos de caza, fotos oficiales, recortes de periódico enmarcados y el retrato del Rey.
—Buenos días —saludé, parándome a una distancia prudencial de la espectacular mesa de caoba tras la cual se sentaba el alcalde.
—¡Carlos! ¿Que tal, chaval? —exclamó, sonriente. Se levantó un instante para estrecharme la mano y volvió a acomodarse en su poltrona de cuero—. Siéntate, hombre, siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Un café?
—No, gracias.
  Esa mañana Don Ramón no tenía pinta de mafioso caribeño, sino de mafioso a secas. Llevaba unos pantalones beige con tirantes, que resaltaban la redondez de su vientre, y una camisa blanca remangada hasta los codos. Un alfiler de corbata con una diminuta bandera española brillaba en su pecho tanto como el pesado reloj de oro en su muñeca. Se pasó un dedo por el bigote y me miró con su sonrisa impostada de vendedor de coches usados.
—Ayer hablé con tu abuela. ¡Qué encanto de señora! —dijo.
  Su tono pretendía ser agradable y casual, pero ocultaba la habitual lujuria, además de un poso amenazante que me hizo apretar los puños.
—Sí, es muy simpática —me limité a decir, tenso como la cuerda de un violín.
—Debe de serlo. A mi mujer le cae bien, y a esa zorra no le cae bien ni su puta madre.
—¿Para qué quería verme? —dije, con más brusquedad de la necesaria.
—Tranquilo, hombre, tranquilo. ¿es que tienes prisa?
  Sacó un grueso puro de una caja de madera y me lo ofreció. Lo rechacé con un gesto de la mano y lo encendió, soltando humo entre ruidosas chupadas. Yo me encendí un cigarro y lo miré, expectante.
—Bueno, si quieres ir al grano vamos al grano. Quiero comprarte un par de frascos más del brebaje ese.
—¿Le ha ido bien?
—¿Que si me ha ido bien? ¡Joder que si me ha ido bien! No había follado tanto y tan bien en mi puta vida, chaval —dijo, poniendo los codos en la mesa e inclinándose hacia adelante— ¿Te acuerdas de la abogada jovencita que te comenté? Le di tanto y tan duro que acabó llorando, con el coño escocido y el culo como un bebedero de patos. Y me quedaron ganas para irme de putas. Me follé a una brasileña con un culazo que...
  El tipo dedicó un buen rato a contarme las hazañas sexuales que había realizado gracias al tónico. Con la abogada, la madre soltera, varias putas de diversas nacionalidades, las hijas de su amigo Montillo y hasta dos de las criadas de la mansión donde vivía con su esposa. Al parecer, la alcaldesa era de las pocas que se había librado del desenfreno lúbrico de mi cliente.
—Me alegro de que lo haya pasado tan bien —dije, más relajado pero todavía incómodo—. ¿Quiere dos más, entonces?
—Sí, dame dos.
  Le entregué los frascos y él me dio el dinero, que fue directo a mi bolsillo. Al menos era fácil hacer negocios con el tipejo, o eso pensaba en ese momento, ya que más adelante la relación comercial con el alcalde me traería problemas.
—¿Uno es para Montillo? —pregunté.
—¿Que? No. Ya le invité una vez. Si quiere más que pague, que está podrido de pasta el cabrón.
  Tras dedicarle esas bonitas palabras a su querido compadre, se echó hacia atrás en el asiento, soltando humo y con una mano en uno de los tirantes, mirándome con una expresión astuta que no me gustó un pelo.
—Oye, chaval, en confianza. ¿De dónde sacas el tónico este? —dijo.
—Lo hacen en una botica de la ciudad. No puedo decir más —respondí, ciñéndome a mi mentira original.
—¿No puedes o no quieres?
—Las dos cosas.
  Don Ramón soltó una carcajada, sujetando el puro entre los dientes. No le tenía ningún miedo, a pesar de sus maneras de mafioso de medio pelo, pero me estaba poniendo muy nervioso.
—Eh, te entiendo, chaval. Yo también soy un hombre de negocios. Si me dijeses dónde lo venden podría comprarlo personalmente y te quedarías sin sacar tajada, ¿verdad?
—No es así como funciona. No trabajan de esa forma. Yo ni siquiera los he visto en persona —improvisé, ansioso por zanjar la cuestión.
—Ya veo.
  En apariencia satisfecho por mi ambigua explicación, se quedó en silencio, disfrutando de su puro, como si no recordase que yo seguía en el despacho.
—Don Ramón, eso del trabajo. ¿Era verdad? —dije, impaciente.
—Pues claro que es verdad, hombre —exclamó, fingiéndose ofendido por poner en duda su palabra—. He oído que eres buen conductor, y ayer despedí al chófer de mi mujer, así que si te interesa el puesto es tuyo. Así te tendré a mano cuando necesite más tónico. Todos ganamos.
—¿Por qué despidió al chófer?
—Pues para contratarte a ti, joder. ¿Por qué va a ser? —dijo el alcalde, riendo.
—No me hace mucha gracia que hayan despedido a alguien por mi culpa.
—Mira, chaval, me caes bien. Se te ve espabilado y sospecho que eres más listo de lo que aparentas, pero no vas a llegar muy lejos en la vida siento tan buenazo. —Hizo una pausa y exhaló otra espesa bocanada de apestoso humo—. Además, no te preocupes por ese tipo. Lo he enchufado de camionero en una de las empresas de mi suegro. Va a cobrar más que antes, y sin tener que soportar a mi mujer.
  Quizá estaba mintiendo, pero decidí creerle y no darle más vueltas al asunto. La idea de tener un sueldo fijo, además de los ingresos por el tónico, era demasiado atractiva. Además, me gustaba conducir, y aunque no me veía al volante de un taxi como mi viejo, lo de ser chófer de una ricachona me parecía un buen comienzo.
—Vale, ¿cuando empiezo?
—¡Así me gusta! —exclamó Don Ramón, dando una palmada—. Ve mañana a las nueve a nuestra finca, ¿sabes donde queda?
—Sí, más o menos.
—Sé puntual. A mi señora no le gusta que la hagan esperar, y no te conviene enfadarla el primer día.
—Descuide.
—No te voy a engañar, es una arpía insoportable. Pero si haces bien tu trabajo y estás calladito a lo mejor no te amarga la vida demasiado.
  Salí del ayuntamiento de buen humor, con dinero fresco en el bolsillo y la posibilidad de ganar mucho más. Me preocupaba un poco e carácter de la alcaldesa, aunque estaba seguro de que su marido exageraba. Además, si se llevaba bien con mi abuela no debía de ser tan mala. Eso me llevó a pensar en la dulce mamada que había recibido después del desayuno, y en lo contenta que se pondría cuando le contase que tenía trabajo. Me pareció buena idea aumentar su alegría teniendo un detalle con ella, así que caminé hasta el estanco, lo más parecido a un centro comercial que había en el pueblo.
  Detrás del mostrador estaba, cómo no, nuestra vieja amiga Sandra, con su coleta rubia y su antipática apatía. Deambulé entre las estanterías hasta encontrar una bonita caja de bombones, roja y con dibujos blancos de flores y pájaros. Había comprobado esa mañana lo mucho que a mi abuela le gustaba el dulce, y seguro que hacía años que nadie le regalaba bombones. Además, cuando se los comiese podría usar la caja metálica para guardar cosas de costura, algo muy de señora.
  Puse la caja en el mostrador y la rubia de bote la miró como si fuese una boñiga de vaca. Ese día llevaba los gruesos labios pintados de rosa claro y un top de tirantes muy escotado. Las tetas eran lo mejor de su vulgar anatomía, y no me corté en echarles un buen vistazo. Después de haberla visto correrse como una loca mientras el tonto del pueblo se la empotraba, sentía que tenía cierta confianza con ella.
—¿Algo más? —preguntó, tan desabrida como esperaba.
—Un paquete de Lucky.
  Se levantó a por el tabaco y lo metió en una bolsa, junto con los bombones.
—Son para mi novia —dije, en tono burlón—. Podrían ser para ti, si hubieses sido más simpática.
—Mira, enano, déjame de mierdas, que no tengo el coño para ruidos.
  Después de tan encantadora respuesta, le pagué las mercancías y me dispuse a irme. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de verla temblar. Que ya no me interesase follármela no era motivo para no joderla un poco. A unos pasos del mostrador, me di la vuelta y la miré con la más inocente y encantadora de mis sonrisas.
—Oye, ¿has visto a Monchito? Quería saludarle y no me he cruzado con él en toda la mañana.
  Como esperaba, cuando me miró sus ojos brillaban y sus labios se encogieron en una tensa línea.
—¿Y yo qué se dónde está ese subnormal? —espetó.
  Un sutil temblor en su voz me indicó que había dado en el blanco. Juraría que le temblaron las rodillas y se puso pálida cuando le hablé por última vez antes de salir del local.
—Bueno, salúdale de mi parte si volvéis a veros. Ah, y a tu marido también.


  De vuelta en casa, le di la noticia a mi abuela, quien lo celebró con abrazos y todo tipo de besos. Estaba en el garaje, brocha en mano, y se puso tan efusiva que tuvimos que entrar en la casa a toda prisa. Terminamos en la sala de estar, tan absortos en el apasionado baile de nuestras lenguas y nuestras manos que casi derribamos la mesita donde estaba la lámpara.
—Sabía que... encontrarías trabajo... pronto... cariño —dijo entre suspiros, mientras le besaba el cuello.
  Le quité el pañuelo de la cabeza para acariciar a gusto sus suaves rizos y desabroché uno a uno los botones del vestido de faena manchado de pintura. Al abrirlo y deslizarlo por sus hombros confirmé algo que ya había sospechado al magrearla por el pasillo: no llevaba absolutamente nada debajo.
—Vaya, vaya... Me estabas esperando con ganas, ¿eh? —dije, devorando su cuerpo con los ojos.
—Ufff... Hoy hace un calor del demonio, hijo... No aguantaba ni el sostén —se excusó.
—¿Y las bragas?
  Su respuesta quedó ahogada por un gemido cuando mis dedos buscaron su coño, hundiéndose entre los pliegues húmedos que se apretaban entre los muslos mientras mi otra mano agarraba una de sus titánicas tetas para chuparle el pezón.
—¿Has... has cerrado... la puerta? —preguntó, la voz temblorosa por la calculada agresividad de mi asalto.
  Asentí, sin dejar de mamar como un ternero hambriento. Cuando la erección en mis tejanos ya era casi dolorosa, la hice tumbarse en el sofá, con las piernas abiertas, una de sus botas en el suelo y la otra en el respaldo. Me bajé los pantalones, hipnotizado por la abundancia del cuerpo que se ofrecía a mí sin pudor alguno, la abultada vulva expectante entre el vello pelirrojo, las tetazas desparramadas sobre el robusto torso y los labios rosados entreabiertos entre las mejillas encendidas. Me tumbé sobre ella y la penetré en un único movimiento, arrancándole un largo gemido al que siguieron muchos otros cuando comencé a bombear con fuerza, besando su pecho pecoso y su cuello.
  Fue un polvo rápido, un ansioso desahogo para el deseo que nos dominaba cada vez con más urgencia siempre que estábamos solos y protegidos por los gruesos muros de la casa. Breve pero tan placentero como cualquier otro de nuestros encuentros carnales. En pocos minutos la sacudió un explosivo orgasmo que la llevó a rodear mi cintura con sus piernas, entre espasmos que hicieron crujir la estructura del viejo sofá. Sus manos crispadas se apoyaron en mi espalda, ajenas a las marcas bajo la tela de mi camisa, las pruebas de que ella no era la única mujer de la familia que se retorcía de placer entre mis brazos.
  No tardé mucho en seguir su ejemplo, corriéndome con fuertes y profundas embestidas. A pesar de que me había ordeñado pocas horas antes derramé dentro de su cuerpo una buena cantidad de semen, uno de esos caprichos que mi madre no me consentía pero ella sí. Nos quedamos un rato abrazados en el sofá, intercambiando besos tiernos y susurros, hasta que recordé algo que me hizo subirme los pantalones y levantarme. Había dejado los bombones en la guantera del coche, y con aquel calor estarían fundiéndose como un cubito de hielo en el ojete de Satanás.
—Voy un momento al coche.
  Me miró con su habitual expresión postcoital, una curiosa mezcla de orgullo maternal, lujuria satisfecha y adoración. La abuela cariñosa, la amante insaciable y la esposa devota se confundían cada vez más, y yo adoraba tanto a las tres por separado como al resultado de la improbable fusión. Se había sentado con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza, exhibiendo sin vergüenza su cuerpo y disfrutando de mis miradas. De nuevo me pregunté si yo la estaba convirtiendo en esa mujer caliente y desinhibida o si solamente había despertado esa faceta dormida de su personalidad. No sin esfuerzo, conseguí apartar los ojos de sus maduros encantos y salí al garaje.
  El regalo le hizo tanta ilusión como esperaba, y mientras me cubría de besos sentí cierta tristeza al pensar que nadie había tratado nunca a aquella maravillosa mujer como se merecía. Nos comimos un par de bombones antes de guardar la caja en la nevera, hizo bromas sobre su peso que yo rebatí con sinceros cumplidos y me advirtió de nuevo que fuese discreto con mis obsequios.
—No te preocupes. Le he dicho a la del estanco que eran para mi novia.
—¡Carlitos! Pero qué cosas tienes —me regañó, aunque sonreía y creo que se ruborizó más de lo que ya estaba.
  Tras un rato de chocolateado relax, se puso el vestido y me privó del espectáculo que me la estaba poniendo de nuevo dura cual tronco de abedul. Fue hacia la puerta y ante de salir se giró para hablarme.
—Cielo, deberías llamar a tu madre para contarle lo del trabajo. Seguro que le hace ilusión.
—Si. Ahora la llamo.
  Cuando me quedé solo en la sala de estar, me senté cerca del teléfono y marqué el número. A esa hora mamá solía estar en casa, y no tardó mucho en responder.
—¿Diga?
—Soy yo, Carlos.
—Ah... Hola, ¿como estás? —dijo mi madre. Se esforzaba por usar su tono habitual, entre cariñoso e irónico, pero podía notar en su voz una tensión que antes no estaba.
—Tengo buenas noticias, mami. He encontrado trabajo.
—¿En serio? ¿Qué trabajo? —preguntó, algo incrédula.
—El alcalde me ha contratado de chófer. Chófer de la señora alcaldesa, nada menos, ¿que te parece? Empiezo mañana.
—¿Chófer? —Hizo una pausa, y pude imaginar sin problema la atractiva asimetría de su sonrisa burlona—. Mira por donde. Siempre dices que no quieres ser taxista como tu padre, y ya ves.
—No es lo mismo chófer que taxista.
—Conduce con cuidado, y nada de porros, ¿me oyes? —dijo, en tono más serio.
—Descuida. Me portaré bien.
  Se hizo un silencio demasiado largo, durante el cual pude escuchar su respiración y sentir su incertidumbre, no acerca de mi vida laboral sino sobre abordar el tema que flotaba a nuestro alrededor, más espeso y acuciante que nunca. Sentí un agradable hormigueo en los arañazos de mi espalda al evocar nuestro encuentro de la noche anterior.
—¿Como estás, mamá? No me gustó dejarte sola anoche.
—¿Está la abuela cerca?
—No, tranquila. Estoy solo.
—Estoy bien —dijo, tras un profundo suspiro—. Me sentí mejor en cuanto llegué a casa y me di una ducha. No debiste dejar que bebiese tanto.
—Oye, se supone que tu eres la adulta —bromeé, y me tranquilizó escuchar una risa contenida al otro lado de la linea.
—Tienes razón.
—Iré a verte pronto. Te echo de menos —dije, sin dar la más mínima connotación sexual mis palabras.
—Y yo a ti. Pero ahora céntrate en el trabajo, ¿eh? A ver si este te dura. Y sigue ayudando a la abuela.
—No te preocupes, le echaré una mano siempre que pueda —aseguré, con una sonrisita lasciva que mi madre no podía intuir—. ¿Vais a venir el fin de semana?
—No. Ya fuimos la semana pasada, y tu padre es muy pesado con el trabajo en esta época.
—¿Y si vienes tu sola? Podría ir a recogerte.
—A tu padre le parecería raro que me fuese allí sola, y ya sabes que no estamos en nuestro mejor momento.
—Dile que no duermes bien por el calor. No tiene por qué sospechar nada raro —propuse, recomendándole la excusa que yo le había puesto a mi abuela.
—Carlos, ya vale. Nos veremos pronto, pero no fuerces las cosas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Esta vez fui yo quien hizo una pausa, desanimado por su negativa pero contento por que ella también quisiera verme pronto, sin frases como “tenemos que hablar” u “olvídate de lo de anoche”—. Oye, voy a ayudar a la abuela en el garaje. Mañana te llamo y te cuento como me ha ido el primer día paseando a Miss Daisy.
—¡Ja ja! Que te vaya bien, cariño. Te quiero.
—Y yo a ti, mamá.
  Colgué el teléfono y me estiré en el sillón ronroneando como un gato satisfecho. No llevaba ni dos semanas en el pueblo y apenas podía creer cuanto había cambiado mi vida, gracias al misterioso tónico y, por qué no decirlo, a mi habilidad para sacarle partido. Me cambié de ropa y fui al garaje, donde mi sonriente anfitriona movía con garbo el rodillo empapado en pintura contra la pared, fingiendo inocencia cuando me relamía observando los movimientos de sus sensuales volúmenes bajo el vestido.
  En menos de una hora terminamos por fin el trabajo. Después de tanto sudor, el garaje estaba como nuevo, impoluto y con las paredes luciendo una blancura cegadora. Orgullosos del trabajo bien hecho, nos tomamos el resto del día libre, vimos la tele, dimos un agradable paseo por los alrededores de la parcela y charlamos largo rato en los sillones del porche después del ocaso.
  Seguí su consejo de acostarme temprano para estar despejado al día siguiente, sobre todo porque acostarme temprano implicaba pasar más tiempo con ella en la cama. Limpia y totalmente desnuda, se entregó de nuevo a mi inagotable lujuria y compensé el impulsivo polvo del sofá con una larga y sosegada sesión de sexo intergeneracional. Si le extrañó que no me quitase la camiseta en ningún momento, no hizo preguntas o comentarios al respecto. Poco después de las doce me dormí abrazado a su cálido cuerpo, a pesar del bochorno tropical de esa noche, preguntándome qué me depararía la siguiente jornada. No tenía despertador, pero confiaba ciegamente en que mi juiciosa y madrugadora compañera de lecho me despertaría a tiempo.




CONTINUARÁ...



madura

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