El tónico familiar (2).

El tónico familiar (2).




EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO 2 (parte 1)

     Me desperté tumbado en el sofá del salón. Mareado y con un molesto dolor de cabeza. Mi abuela estaba sentada a mi lado, sujetando una bolsa con hielo picado contra mi cráneo. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado, y pude ver el alivio en ellos cuando se dio cuenta de que los míos estaban abiertos.
—¡Ay, hijo, menos mal! ¿Estás bien?
  Que se preocupase tanto por mí a pesar de lo que le había hecho decía mucho de lo buena y compasiva que era. Al recordar lo ocurrido en la cocina me sentí culpable y sentí ganas de abrazarla, aunque no me pareció buena idea tocarla en ese momento. Mi maltrecho cerebro intentó encontrar una forma de justificar lo ocurrido sin quedar como un maniaco sexual. No pensaba hablarle del tónico, eso lo tenía claro. Me quitó el hielo de la cabeza y toqué con mis dedos el doloroso chichón.
—No te lo toques, cielo, o se pondrá peor.
—¿Qué... ha pasado? ¿Me he caído? —pregunté, fingiendo confusión.
—¿No te acuerdas?
  Me miró sorprendida, pero no daba muestras de dudar de mi palabra. Si lograba convencerla de que mis actos habían sido involuntarios, cosa que al fin y al cabo era cierta, quizá saliese airoso de aquella situación. Miré al techo entornando los ojos, como si tratase de recordar algo.
—Me acuerdo de estar sentado en la cocina. Me dio como un mareo, se me nubló la vista y... me he despertado aquí. ¿Me desmayé?
Volví a palparme el chichón con los dedos. Mi abuela me apartó la mano y me puso la bolsa de hielo en la cabeza. Sus ojos volvían a estar húmedos. Suspiró y se quitó las gafas para secárselos con su pañuelo.
—No, verás... Eso te lo hice yo. Me puse muy nerviosa y... Lo siento, hijo, pero es que estabas como loco. Parecías un animal.
  Me incorporé un poco en el sofá, con un gesto que mezclaba sorpresa y preocupación. No me considero un gran actor pero ese día mi interpretación fue digna de un Oscar.
—¿Pero qué ha pasado? ¿No te habré hecho daño, verdad?
—No, no ha sido eso. Verás, tu... Tu has... me has...
  La pobre estaba roja como los tomates de su huerta cuando maduraban. Balbuceaba y evitaba mirarme a los ojos. Cogí una de sus manos entre las mías y me alegró comprobar que no rehuía mi contacto. Lo estaba pasando mal y era obvio que no quería hablar de lo ocurrido, pero para mantener mi farsa tenía que hacerla hablar.
—Vamos, dímelo, por favor. ¿Qué te he hecho, abuela?
—Me has... Me has tocado —dijo al fin.
—¿Cómo que te he tocado? ¿Que quieres decir?
—Pues eso, Carlitos, que me has tocado. De repente empezaste a sobarme las... el cuerpo, de una forma muy... obscena.
  Volví a dejar caer la cabeza en el cojín del sofá y me tapé los ojos con una mano, con aire melodramático. Estaba rozando la sobrectuación pero la cosa marchaba bien. A todo esto, mi polla seguía dura y palpitando en mis pantalones. El efecto del tónico había desaparecido de mi cerebro pero continuaba activo en mi cuerpo. Caí en la cuenta de que ella me la había visto, en todo su esplendor, y me había subido los pantalones cuando estaba inconsciente. Seguro que no había podido evitar echarle un buen vistazo antes de devolverla a su guarida de algodón y poliester. Imaginar esa escena y escucharla describir mis deplorables actos me excitó bastante, pero no podía dejar que eso me distrayese de mi notable actuación.
—No puede ser... ¿Cómo he podido hacerte algo así? Pérdoname. Lo... Lo siento mucho —me lamenté, compungido.
—No pasa nada, cariño, tranquilo. No eras tú mismo. Te debió dar un tabardillo y se te fue la cabeza.
  Me limité a asentir, como si fuese incapaz de hablar. Me sorprendí de mi buena suerte: la víctima de mi arrebato lascivo no solo no estaba enfadada conmigo sino que trataba de justificar mis actos.
—Pasaste mucho rato a pleno sol lavando el coche —continuó, en tono comprensivo.— Y después trabajaste como un burro en el trastero, que es un horno.
—La verdad es que comencé a encontrarme mal a media mañana. Me dolía la cabeza y se me nublaba un poco la vista, pero no le di importancia.
—Sí, si ya te notaba yo raro. Estabas muy callado y me mirabas como un conejo asustado. A partir de mañana te vas a poner algo en la cabeza cuando salgas fuera. Y nos vamos a tomar con más calma las faenas, que no hay prisa ninguna.
  Había salido mejor de lo que esperaba. Estaba seguro de que ella se sentía más culpable por el sartenazo que molesta por mi intento de darle matraca contra la encimera. Me quitó el hielo de la cabeza, peinó con su mano mis húmedas greñas y se inclinó para darme un beso cerca del chichón. Sus tetazas reposaron un segundo sobre mi pecho y eso me alivió más el dolor que el puñetero hielo.
—Oye, abuela. No... No se lo dirás a mis padres, ¿verdad?
—Claro que no. Esto queda entre nosotros, y no hablemos más del tema.
—Gracias. Lo siento mucho, de verdad.
—Ya te he dicho que no ha sido culpa tuya. Anda, descansa que voy a terminar las albóndigas. Con tanto lío al final vamos a comer a las tantas.
  Se levantó y vi alejarse hacia la cocina el imponente trasero que mi polla había rozado hacía un rato. Desde luego era una mujer extraordinaria, y tenía que evitar por todos los medios volver a perder el control de esa forma. Aunque técnicamente era inocente, me sentía un poco culpable, y decidí que debía hacer algo para compensarla.
  Pasé el resto del día allí tumbado, y en unas horas ya apenas me dolía el golpe. Mi abuela me hizo compañía sentada en un sillón, y pasamos una tarde agradable viendo la tele y charlando, sin mencionar ni de pasada el incidente. Solo se separó de mí para hacer algunas tareas domésticas menores y para preparar la cena. Por la noche me duché y me hice una buena paja bajo el agua tibia, rememorando lo ocurrido en la cocina, sobre todo la sensación de esos pechotes en mis manos y el roce de mi verga en su culazo. Los efectos del tónico debían estar atenuándose, pues al fin conseguí librarme de la permanente erección, que ya comenzaba a ser dolorosa.
  Ya en la cama, me regalé un porrito y medité sobre los efectos de la peculiar poción. Estaba claro que funcionaba, y que sus efectos secundarios eran peligrosos, al menos para alguien con mi hiperactiva líbido. Supuse que el problema había sido la dosis. A juzgar por el tamaño de la botella, el tónico debía estar pensado para tomar una cucharada, y yo había engulido de un trago casi la mitad del contenido. Dejaría pasar unos días y probaría una dosis más pequeña. ¿Qué era lo peor que podía pasar?
  Como había prometido mi anfitriona, a partir del día siguiente nos tomamos el trabajo con más calma. Para protejer del sol mi calenturienta cabeza, me dio una horrible gorra de béisbol de las que mi tío usaba cuando era adolescente. Por supuesto le dije que me encantaba y la llevé puesta todo el día. Retomamos la limpieza del trastero pero deteniéndonos a menudo a descansar. A veces nos sentábamos a la sombra del porche, en unos cómodos sillones de mimbre que estaban allí desde que tengo memoria.
  En su actitud no había rastro de que lo ocurrido el día anterior hubiese enturbiado nuestra relación. Al contrario, se mostraba más atenta y cariñosa que nunca. A cada rato me preguntaba si me encontraba bien, si quería descansar o si me dolía la cabeza. Al pasar junto a mí a veces me acariciaba la nuca o me tocaba el brazo. Eran gestos inocentes de afecto, pero para mí su actitud cada vez más cercana suponía paladas de combustible para mis fantasías.
  Después de comer se quedó dormida en el sillón de la sala de estar, cosa habitual en ella, y aproveché para encargarme de un asunto. Sus siestas eran breves así que me dí tanta prisa como pude. Fui hasta la montaña de desperdicios que habíamos sacado del garaje y busqué la caja de madera que contenía las nueve restantes botellas de tónico. No podía dejar que aquel tesoro fuese a parar a la basura. Por suerte no estaba enterrada muy hondo y solo tuve que apartar un par de trastos, muy despacio para que el ruido no despertase a la abuela.
  No podía esconderla dentro de la casa porque ella conocía hasta el último rincón y la encontraría en una de sus meticulosas sesiones de limpieza. Abrí la puerta trasera del Land-Rover y levanté uno de los bancos del habitáculo trasero, revelando un compartimento lo bastante espacioso como para albergar la caja. La metí allí, la tapé con una vieja manta y volví a colocar los asientos en su lugar. Era un buen escondite provisional hasta que encontrase uno más seguro.
  Llevaba todo el día dándole vueltas a qué podía hacer para compensar a la abuela por el disgusto del día anterior, y entrar en el vehículo me hizo tener una idea estupenda. Algo que le encantaría y que además me permitiría realizar un pequeño experimento.
  Cuando regresé a la sala de estar continuaba dormida. Su pausada respiración quedaba silenciada por el zumbido del ventilador y las estridentes voces venezolanas de la telenovela. Se despertó al cabo de unos minutos y me miró, ocultando un bostezo con la mano. Yo estaba tumbado en el sofá como si no me hubiese movido de allí.
—Uy, parece que me he quedado un pelín traspuesta.
—Sí, un pelín —dije, socarrón—. Te has perdido lo mejor. Victor Alfredo le ha confesado a Esmeralda que en la boda del licenciado Valverde le puso los cuernos con la madrastra de su primo.
  En efecto, yo también me había enganchado a esa chorrada. En mi defensa diré que las actrices estaban muy buenas y el argumento se podía seguir medio dormido.
—¡No me digas! ¿Con Doña Valentina?
—Si, esa zorra.
—¡Carlitos! —me regañó, aunque se le ecapó una risita.
—Perdona. —Me senté y me estiré como si llevase horas tumbado. Era hora de poner en marcha mi plan—. Oye, abuela. ¿Te importa si dentro de un rato bajo al pueblo? Tengo que comprar tabaco.
—Claro que no me importa. Puedes ir cuando quieras.
—Tardaré poco. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, no necesito nada. Gracias, cielo.
  Una hora más tarde me puse los tejanos y una camiseta decente y me subí al Land-Rover. Aproveché el viaje para tirar algunos trastos al contenedor, así mi abuela vería que no me escaqueaba del trabajo. En apenas diez minutos estaba aparcando cerca de la plaza del pueblo, a la sombra de la vetusta iglesia románica.
A esa hora aún hacía mucho calor, pero aún así me crucé con bastantes lugareños de camino al estanco. A todos los conocía, algunos me saludaron por mi nombre y con dos de ellos tuve que pararme a charlar un rato. Es lo que tienen los pueblos pequeños.
  Lo que en aquel villorrio llamaban estanco era en realidad una tienda donde vendían de todo además de tabaco. Bebidas, revistas, herramientas, cartuchos de escopeta, golosinas y casi cualquier cosa. Entre las atestadas estanterías encontré deambulando a Monchito, el tonto del pueblo. Era un gigantón de unos treinta años con el cerebro de un niño de cinco. A pesar del calor llevaba su habitual chaqueta de pana y una camisa de franela, lo cual explicaba en gran parte su intenso olor corporal. Llevaba la cabeza rapada y barba de tres días. Sus ojillos se clavaron en mi cara y su lengua asomó entre los labios, debido al esfuerzo de intentar recordar mi nombre.
—¿Cómo estás, Monchito? —le saludé—. Soy Carlos, el nieto de Doña Felisa.
—Estoy bi-bien —dijo, con su voz ronca y gangosa. Entonces estiró el grueso cuello y miró detrás de mí—. ¿Y Do-doña Felisa?
  Al contrario que otros lugareños, mi abuela siempre era amable con Monchito y de vez en cuando le regalaba fruta de su huerta o alguna chuchería. No era de extrañar que el pobre retrasado le tuviese cariño y preguntase por ella.
—Está en casa. ¿Quieres que la salude de tu parte?
—Va-vale.
  Dicho esto Monchito perdió todo interés en mi persona y se puso a ojear la revista que sujetaba con sus manazas. Yo fui hasta el estante de los vinos y continué con mi plan para esa noche. No entendía una mierda de vino, así que elegí el más caro que podía permitirse mi magra economía. Fui hasta el mostrador y me llevé una grata sorpresa. No encontré allí, como de costumbre, al viejo Don Jacinto, el dueño del local, sino a una tipa de unos 25 años. No era una belleza pero sus facciones vulgares tenían cierto atractivo barriobajero. Iba bastante maquillada y sus carnosos labios pintados de rosa fucsia llamaban la atención desde varios metros.
  Cuando me acerqué y puse la botella en el mostrador apenas apartó la mirada de la revista de moda que estaba leyendo. Sostenía un cigarrillo encendido entre los dedos, de uñas largas pintadas del mismo color que los labios. No me resultaba familiar, lo cual era raro en aquel pueblo.
—¿Algo más? —preguntó con desgana, como si me hiciera un tremendo favor al atenderme.
—Un paquete de Lucky.
  Se levantó a coger el tabaco y pude ver que no estaba mal de cuerpo. Unas peras de buen tamaño se intuían bajo su camisa amarilla y su corta falda blanca dejaba a la vista un par de piernas largas, con bronceado de piscina municipal. Era rubia de bote, y la larga cola de caballo con que se recogía el pelo, adornada con un llamativo coletero multicolor, se agitó cuando se inclinó sobre el mostrador para gritar sobre mi hombro.
—¡Monchito! ¡Te he dicho mil veces que si no vas a comprar nada te vayas a la puta calle, joder!
  El tonto del pueblo, que remoloneaba por el local, la miró con ojos de cordero degollado. Su corpachón se encogió como si fuesen a pegarle y salió a la calle con sus andares torpes.
—Déjalo, mujer. Es buena gente —le dije, en tono conciliador.
—Un salido es lo que es. En cuanto puede intenta rozarse o tocar teta, el tonto de los cojones.
  Desconocía la faceta calentorra de Monchito, así que no dije nada y me centré en la malhablada dependienta. Diría que no era mi tipo, pero en aquella época cualquier especimen humano con tetas y vagina era mi tipo.
—¿Cómo te llamas? Vengo mucho al pueblo y nunca te había visto.
—Sandra. ¿Algo más? —dijo ella, mientras metía el vino y el tabaco en una bolsa.
—Yo soy Carlos. Oye, si quieres cuando salgas de currar damos una vuelta. Tengo coche. Podemos ir a a ciudad o a donde quieras.
  Puso la bolsa frente a mí en el mostrador y me miró con una sonrisa torcida, conteniendo una carcajada y dedicándome una larga mirada de evidente desprecio. Ya imaginaba que me rechazaría, pero no perdía nada por intentarlo.
—¿Pero donde voy a ir yo contigo, canijo? Anda y vete por ahí.
—Bueno, tampoco hace falta ser tan desagradable.
  Le pagué la mercancía y me dispuse a irme. Cuando estaba a varios pasos del mostrador volví la cabeza y le dediqué una sonrisa maliciosa.
—Hasta otro día, simpática.
  Me respondió con una especie de bufido y volvió a su revista como si nada hubiese pasado. Ya en la calle, murmuré algunos insultos y encendí un cigarro. Esa zorra consiguió ponerme de mal humor, aunque se me pasó un poco al recordar que en la casa me esperaba una mujer mejor que ella en todos los sentidos. A unos metros del estanco, sentado en un banco de piedra, estaba Monchito, mirando al suelo y pensando en lo que quiera que piensen los retrasados. Por su forma de mirar hacia la puerta del local, y por lo que había pasado dentro, intuí que el desgraciado estaba enamorado, o al menos obsesionado con la tal Sandra.
  Una perversa idea tomó forma en mi mente. Quizá merecía la pena alargar un poco mi visita al pueblo para ponerla en práctica. Fui hasta el Land-Rover, guardé el vino y, tras asegurarme de que nadie podía verme, levanté el banco trasero y saqué una de las botellas de tónico. Me la metí en el bolsillo y regresé a la calle del estanco. Monchito me miró sin mucho interés y me saludó con un movimiento de cabeza cuando me senté a su lado en el banco.
—Hace calor, ¿eh? —dije, para iniciar la conversación.
—No mu-mucho.
  Yo estaba sudando en manga corta y él llevaba chaqueta y camisa, así que no puse en duda su opinión.
—He estado hablando con Sandra, la del estanco. Es guapa, ¿verdad?
—S-si, es gu-guapa —balbuceó bajando la vista, como si se avergonzase.
—Te gusta, ¿a que si? ¿Te gustaría salir con ella?
  El ancho rostro de Monchito se puso rojo, cerró sus ojillos y movió la cabeza de una forma que no supe si estaba asintiendo a mi pregunta o negando.
—Me gus-gustaría. Pero es mala con-conmigo.
—Bah, no te preocupes por eso. Las mujeres son así, te lo digo yo. A veces son antipáticas con el tío que les gusta. Y creo que tu le gustas. Deberías invitarla a salir.
—No sé. N-no sé yo... —murmuró, confuso.
  Entonces miré a ambos lados de la calle, como si temiese que nos viese alguien, y saqué de mi bolsillo la botellita de tónico. Me acerqué un poco más, a pesar de su reconcentrado olor a sudor, y le hablé en tono conspirador.
—Mira, como me caes bien y eres amigo de mi abuela te voy a ayudar. Esto es un licor especial que venden en la ciudad. —Le enseñé la botella, tapando la etiqueta con los dedos, aunque lo más probable es que no supiera leer—. Este licor te da confianza cuando tienes que hablar con una chica, y hace que le gustes más. Es mano de santo, te lo juro. Yo me he ligado a muchas chicas gracias a él.
—¿De ve-verdad? —preguntó, mirando la botella con fascinación.
—Pues claro. ¿Por qué te iba a mentir? Además, te estoy haciendo un gran favor al ofrecértelo, porque no es nada fácil de conseguir. Pero por ser tú te dejo echar un trago.
  Destapé la botella y se la ofrecí, vigilando de nuevo hacia los lados. No había nadie a la vista por el recalentado empedrado de la calle. Se me daba mal seducir mujeres pero al parecer mi labia funcionaba con los deficientes mentales, porque Monchito agarró la botella y le pegó un buen trago.
—Vale, vale, ya está. Solo hay que beber un poco.
—Mmm, ta bueno... Sabe a re-regaliz —dijo, limpiándose la boca con la manga.
  Guardé la botella y le puse la mano en el hombro.
—Ahora tienes que esperar un rato ¿De acuerdo? Quédate aquí sentado una media hora y después entra a hablar con Sandra. Ya verás como consigues que salga contigo. Y no le cuentes a nadie lo del licor, ¿de acuerdo? Es un secreto.
  Asintió, con gesto serio. Me levanté y caminé unos metros, refugiándome a la sombra de un portal. No sabía cuanto tardaría el tónico en hacer efecto, pero estaba dispuesto a esperar. Si aquel idiota ya estaba lo bastante salido como para arriesgarse a toquetear a Sandra, estaba deseando ver a esa zorra enfrentarse a su pretendiente bajo los efectos del brebaje. Le había prometido a mi abuela regresar pronto y no quería decepcionarla, pero si mi broma se alargaba demasiado ya me inventaría alguna excusa.
  No tuve que esperar mucho. Al cabo de quince minutos Monchito se pasaba la mano por la frente, nervioso y acalorado. Se quitó la chaqueta y se remangó la gruesa camisa de franela. El hijoputa tenía unos brazos capaces de partir en dos a un tipo como yo. Por suerte no era agresivo, pero por si acaso tuve cuidado de que no me viese espiándole. Poco después se puso en pie y caminó alrededor del banco, como un león enjaulado. De vez en cuando se palpaba la tremenda erección que se marcaba en sus pantalones de pana. El tónico ya estaba haciendo de las suyas, y su víctima no tardó mucho en dirigirse a la entrada del estanco.
  Salí de mi escondite y me asomé a la puesta del establecimiento. Vi a Monchito acercarse al mostrador, pero la rubia no estaba allí. Supuse que estaría en la trastienda, a la que se accedía a través de una cortina. Mi tonificado amigo debió llegar a la misma conclusión, ya que apartó la cortina y entró. Yo me deslicé a toda prisa dentro de la tienda, ávido por no perderme ni un segundo de la escena. Rodeé el mostrador y me pegué a la pared junto a la cortina. La abertura era lo bastante ancha como para permitirme ver lo que ocurría en el interior.
  La trastienda era un almacén atestado de cajas y trastos, casi tan caótico como el garaje de mi abuelo. La escasa luz entraba por un pequeño y polvoriento ventanuco enrejado. Entre las cajas había un escritorio cubierto de papeles, un cenicero rebosante de colillas, un teléfono y un ordenador de carcasa gris que ya era viejo incluso en aquella época. Sandra estaba de pie junto a escritorio, de espaldas a la cortina, leyendo un albarán o algo parecido. Cuando escuchó tras ella la profunda respiración de Monchito, o cuando percibió su inconfundible aroma, se giró y pegó un respingo, sobresaltada. El miedo no le duró mucho.
—¿Quién coño te ha dicho que puedes entrar aquí, imbécil? ¡A la puta calle ahora mismo! —gritó la arisca estanquera, con las manos en la cintura.
  Me fijé en que no era tan alta como me había parecido antes. Llevaba unas sandalias amarillas y verdes con bastante tacón, pero aún así su rostro quedaba a la altura del amplio pecho del gigantón, y eso teniendo en cuenta que Monchito siempre estaba algo encorvado. Al ver que el intruso la ignoraba, mirándola fijamente, su rostro maquillado enrojeció de ira y sus ojos lanzaron chispas.
—¿Es que no me oyes, tarado? ¡Sal de aquí ahora mismo o te saco yo a escobazos!
  Esta vez Monchito sí reaccionó, pero no de la forma que ella esperaba. Con un gruñido se bajó los pantalones hasta las rodillas, dejando a la vista unos muslos como troncos y un miembro viril cuyo tamaño me sobresaltó incluso a mí. Estoy seguro de que superaba los veinte centímetros y su grosor era considerable, surcado de gruesas venas y rematado por un amenazante glande púrpura, parcialmente cubierto de piel morena. También tenía unos huevazos grandes y peludos como cocos. No negaré que sentí cierta envidia. Sandra soltó un breve grito al ver semejante salchichón, sus gruesos labios formaron una fina línea fucsia y dio un paso atrás, de forma que sus muslos toparon con el borde del escritorio.
—¿Pero qué haces, pedazo de cerdo? ¡Súbete los pantalones y lárgate, joder!
  Lejos de obedecer, Monchito resopló y dio un paso adelante, acercando más su cabeceante cipote a la estanquera, cuya valentía se esfumaba por segundos. La mano le temblaba cuando la alargó hacia el escritorio.
—¿Esas tenemos? ¡Pues voy a llamar a la guardia civil! ¡Verás como una noche en el cuartelillo te baja el calentón, tonto de los cojones!
  Por un momento temí que la llegada de las autoridades pusiera fin a mi divertimento, pero la mano de Sandra no llegó al teléfono. Monchito le agarró el brazo con una de sus manazas y con la otra le arrancó de un tirón todos los botones de la camisa, dejando al descubierto los pechos embutidos en la parte de arriba de un bikini verde lima con lunares amarillos. Seguramente planeaba ir a la piscina después del trabajo, o había ido antes de comenzar. Tenía un buen par de tetas, sin duda lo más atractivo de su vulgar físico. Un agudo chillido retumbó en el almacén y la mujer la emprendió a puñetazos y patadas con su agresor, quien apenas notaba los golpes. Por suerte, la histérica estanquera no acertó a darle una patada en los huevos, y eso que eran un blanco fácil.
—¡Suéltame! ¡Hijo de la gran puta! ¡Suelta jodeeer!
  Monchito respondió con otro gruñido y le quitó el bikini de un tirón. Al ver las marcas del bronceado en los temblorosos pechos y los pezones oscuros mi propia polla comenzó a ganar tamaño. Por estimulante que fuese la escena no podía pajearme allí mismo. Si entraba un cliente y me encontraba dándole al manubrio sería difícil explicar la situación. Tendría que conformarme con mirar y disfrutar de mi venganza.
Sin soltarle el brazo Monchito comenzó a sobarle las tetas, que cabían casi enteras en sus ásperas manazas de campesino. Ella continuaba forcejeando sin éxito, chillando y mezclando insultos con amenazas.
—Qué bo-bonitas... —dijo él. Su voz sonaba más ronca de lo habitual y respiraba como una locomotora de vapor—. Qué su-suaves...
  Cuando se cansó del tosco masaje mamario, agarró a su amor platónico por la cintura y la obligó a girarse. La manejaba como si fuese una muñeca de trapo. La hizo inclinarse con facilidad sobre el escritorio, a pesar de que ella se resistía con todas sus fuerzas, con las tetas y la cara aplastadas sobre el papeleo. Ella aprovechó la ocasión para intentar echar mano de nuevo al teléfono, pero Monchito lo lanzó de un manotazo contra la pared, dejándolo inservible. Las sacudidas y pataleos de la inagotable estanquera también hicieron caer al suelo varias carpetas, un portalápices lleno de bolígrafos y el cenicero. La ceniza y las colillas se desparramaron por el suelo mientras el tonto le subía la falda hasta la cintura y le arrancaba las bragas del bikini, revelando la parte pálida de las nalgas en contraste con los bronceados muslos.
  Tenía el típico “culo-carpeta”, ancho y más bien plano, pero en aquella postura resultaba lo bastante atractivo como para que mi erección ya se marcase en todo su esplendor contra mis pantalones. Monchito se agarró el nabo y golpeó varias veces con él los cachetes de Sandra. El capullo estaba totalmente al descubierto y su tamaño me hizo temer lo peor. Si se le ocurría metérsela por el culo la mandaría al hospital, la policía le apretaría las tuercas y terminaría hablando de mí y del tónico. Por suerte, a pesar de su retraso mental y de su extrema calentura, el tonto sabía lo que hacía. Se escupió en la mano libre y hurgó entre los muslos de la estanquera hasta encontrar su apretada raja.
—¡No! ¡Ni se te ocurra, cabrón! ¡Paraaa!
  Los gritos y pataleos no detuvieron el grueso dedo que entró y se movió dentro del reticente coño. Al primer dedo pronto se unió un segundo, y entraban y salían cada vez más deprisa. Desde mi posición, no podía ver si la humedad se debía tan solo a la saliva o si, contra su voluntad, ella se estaba mojando. Pasados unos minutos, Monchito sacó los dedos, se los chupó como si estuviesen cubiertos de miel, se agarró la verga y acercó la punta a las nalgas de su presa. Ella se revolvió con renovado ímpetu, inútil contra la manaza que la mantenía inmovilizada contra el escritorio.
—¡Ni se te ocurra, hijo de puta! ¡Como me la metas te juro que te mato! ¡Te matooo!
  Las amenazas de muerte tampoco sirvieron de nada. El tonto soltó un largo suspiro mientras su venoso ariete se hundía, poco a poco, en el coño de Sandra. Ella apretó los dientes y estiró las piernas, como si la estuviesen empalando.
—No... No, joder... Cabrón, te voy a... Matar.
  Sus gritos perdieron volumen e intensidad, y cuando Monchito la agarró por las caderas con ambas manos, dejándole más libertad de movimientos, apenas intentó defenderse de nuevo, como si tener dentro del cuerpo semejante tranca la paralizase. Las primeras embestidas fueron lentas, y se aceleraron a medida que el estrecho túnel se rendía al imponente tamaño de su invasor.
—Joder... Me cago en la puta... Joder... Mierda...
  Entonces empecé a notar que la retahíla de palabras malsonantes y blasfemias que salían de los labios pintados de fucsia habían cambiado de tono, y se mezclaban con gemidos y continuos jadeos. O el calor y la excitante situación me estaban provocando alucinaciones o la maldita estanquera estaba disfrutando. Cuando Monchito aceleró el ritmo mis sospechas se confirmaron. La tipa dejó de hablar y solo se escuchaban agudos gemidos y gritos ahogados de puro placer.
  Las sandalias se le habían caído hacía rato y pude ver los dedos de sus pies curvándose, las piernas dobladas en el aire temblaban como si le estuviese dando un ataque epiléptico, su espalda se arqueó y sus manos se cerraron sobre los papeles de la mesa, arrugando varios de ellos. Con la frente pegada a la madera del escritorio, no dejó de gritar como una cerda durante toda la duración de aquel largo orgasmo. Porque, así es, nuestra querida estanquera se estaba corriendo como tal vez no se había corrido en su puta vida.
  Monchito no paraba de taladrar el ahora empapado coño y también estaba a punto de culminar. Tenía la cara y el cuello empapados en sudor y la punta de la lengua le asomaba entre los labios. Con cada salvaje embestida el escritorio temblaba y juraría que se había movido varios palmos de su posición original. Sandra levantó la cabeza y miró hacia atrás. Su piel bronceada también brillaba debido al sudor y respiraba como si acabase de correr una maratón.
—No te corras dentro... ¿eh? —dijo. Su voz sonaba más grave que antes, enronquecida por los gritos—. Sácala... ¡Sácala que me buscas la ruina, joder! ¡Dentro no, tonto de los cojones!
  Ya fuese porque obedeció a la mujer o porque simplemente quería hacerlo, Monchito la sacó en el último momento, la apretó contra las nalgas de ella y una impresionante corrida salió disparada de su venoso cañón. La primera oleada fue tan potente que llegó hasta la cabeza de Sandra, llenando de espesos lefazos su mejilla y su ahora despeinada coleta. Las siguientes, menos impetuosas pero más abundantes, llenaron su espalda de trazos blancos y gruesos goterones.
  Cuando recuperaron el aliento ella se sentó en la mesa y se inclinó hacia adelante para agarrar la tranca de Monchito, todavía erecta. Lamió una gota de semen que colgaba en la punta, dio varios besos a lo largo del tronco y acarició los peludos huevos.
—Joder... Si lo llego a saber antes... Ufff, qué pasada.
  La escena me había puesto más caliente que la freidora de un McDonald, pero también estaba algo enfadado. Quería vengarme de la antipática estanquera y en lugar de eso le había regalado un polvazo. Me sentía como un mamporrero que hubiese llevado la caballuna verga del tonto del pueblo hasta el ávido chocho de esa zorra. Decidí que ya era hora de volver a casa y me escabullí en silencio hasta la calle.
Pensé en lo ocurrido de camino a casa y mi mal humor desapareció poco a poco. No me había vengado, pero al menos le había hecho un favor al bueno de Monchito. Le había metido el churro a su objeto de deseo, y a juzgar por la devoción con que la estanquera le besaba la polla volvería a hacerlo más veces. Además, había podido probar los efectos del tónico en otro ser humano, y el resultado había sido satisfactorio. Aunque el verdadero experimento que me proponía hacer aún no había comenzado. Tendría lugar aquella misma noche, y no podía esperar a ponerlo en marcha.




CONTINUARÁ...





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