Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria (Final feliz)

Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria (Final feliz)

-Una comida muy adecuada para este día, ¿no crees?

Nos encontrábamos frente a frente en el pequeño restaurante, entre loshumores del café y las especias. Liz levantó su mirada embelesada de su hamburguesa de carne de res para dedicarme una de ligera molestia al escuchar mi voz.

-Bueno, con todo lo que hemos hecho este día queda claro que no soy una buena católica.

-No te preocupes. Nadie te juzga- le aseguré después de darle una mordida a mi propia hamburguesa hipercalórica-. De hecho casi te lo agradezco.

-¿Por escaparme de mi familia en semana santa por primera vez en la vida o por el sexo?- preguntó ella con un dejo de ironía.

-Por todo, creo- admití con sinceridad. Sus palabras me arrancaron una sonrisa-. Gracias por relajarte un poco. Ahora nos iremos los dos al infierno.

-Bueno, amén- Liz soltó un suspiro satisfecho después de darle el quinto mordisco a su comida-. Nunca he sido una buena católica y ya me harté fingir que lo soy, aunque sea por una semana.

Comimos un rato en silencio, pero, repentinamente, Liz lo rompió sin siquiera pronunciar una palabra. Ella, que llevaba sandalias ese día, había dejado de acariciarme la pantorrilla con el pie descalzo para ascender y quedar tentadoramente posada sobre mi entrepierna. En su rostro se dibujó una sonrisa pícara al sentir el efecto de sus caricias, las cuales fueron el doble de tentadoras, pues no tenía ropa interior que me estorbara. De hecho, mi ropa interior estaba desperdigada junto a la de Liz en la habitación de hotel. Era mejor no tener ningún obstáculo de por medio si las ganas nos entraban de nuevo y teníamos que aliviarlas sin importar el lugar. Con la poca concurrencia, así como la poca atención del personal, el baño del pequeño restaurante se estaba volviendo el candidato perfecto.

Comimos con calma, casi con languidez, disfrutando de cada bocado y conversando ocasionalmente. A la par, vigilábamos los movimientos de los meseros y los demás clientes. Nos tomamos nuestro tiempo, disfrutando de la tensión y la adrenalina. Incluso cuando terminamos de comer nos dimos el lujo de esperar un poco más, en lo que hacíamos la digestión. Para hacer la espera amena, mi mano comenzó a recorrer el muslo de Liz, mientras miraba cómo sus tetas eran libres tras la liviana tela de su blusa. Una sonrisa tensa se dibujaba en su cara cada vez que mi mano se perdía muy cerca de su entrepierna. Así pasamos unos diez minutos. Fue espera suficiente. “Nadie ve”, era lo que significaba la señal que le hice con la mirada. Acto seguido, mi pareja se levantó de su asiento para dirigirse al baño. Cuando pasó a mi lado, mi mano alcanzó a darle un firme apretón en la nalga. Liz se volvió violentamente mientras en su rostro había una expresión de sorpresa combinada con una sonrisa complacida. “Estuvo delicioso, pero no lo hagas”, gritaba aquella expresión. Me dio una palmada en el hombro y siguió su camino con una sonrisa en los labios. Esperé dos minutos que se me hicieron eternos. Una vez que pasaron, me fijé por última vez si no había pájaros en el alambre. Al no hallar ninguno, me dirigí al baño. Frente a la puerta di un toque, seguido de otros dos más rápidos para concluir con otro toque sencillo, casi musical. Esa era la clave. Liz no contestó, como lo habíamos acordado. Abrí la puerta de la habitación y entré sin dudarlo.

El sanitario era una claustrofóbica habitación de metro y medio por metro y medio, cubierta por mosaico blanco percudido por el tiempo. Recargada sobre la pared frente a la puerta se encontraba Liz, cruzada de brazos.

-Muy buena idea- le confesé al cerrar la puerta tras de mí.

Sin mediar palabra, mi pareja se abalanzó sobre mí para unir sus labios con los míos en una serie de besos húmedos y libidinosos.

-Agradécemelo de otra manera- me susurro ella con voz grave.

No teníamos mucho tiempo, pero, demonios, aprovecharíamos cada segundo. Nos acariciábamos ansiosamente, especialmente las partes más sensibles y erógenas de nuestros cuerpos. Las caricias no estaban mal, sin embargo estuvieron de más. La adrenalina, aquella sensación de peligro, fue nuestro mejor afrodisiaco, que nos había prendido incluso antes de comenzar. Unos cuantos segundos después y ya le había abierto la blusa a Liz para acariciar la piel de su torso moreno, mientras mi otra mano se había colado por sus pantalones para mantenerse ocupada masajeando los húmedos labios de la vulva de mi pareja. Liz profirió sonidos quedos y ahogados de placer, conteniéndose para no llamar la atención. Una mano nerviosa se apoderó de mi verga endurecida para prodigarle deliciosas caricias. Nos masturbamos intensamente, respirando el aliento cálido del otro. Fue delicioso, pero estábamos en ese lugar por otra razón. Conduje a Liz hacia el váter abruptamente. Ella, presintiendo mis intenciones, se puso en cuatro, arrodillándose sobre la taza y apoyándose sobre el tanque del retrete. A pesar del espacio estrecho no hubo problemas para bajarle los pantalones a mi pareja para revelar el regalo divino que era su culo. Me posé tras ella, llenando su feminidad con mi virilidad.

-¡Ay!- exclamó Liz y el sonido llenó la habitación, pero ella no lo pudo evitar-. Ay sí…

Mi mano voló y le cubrí la boca con firme delicadeza. Liz me miró por sobre su hombro. “No pude evitarlo”, decían sus ojos, sin vergüenza. Sacudí la cabeza, nervioso, pero también divertido. A la par, comencé a penetrarla con un ritmo relajado, pero constante. Mis manos apresaban las caderas de Liz, a pesar de que ella no tenía intención alguna de escapar. Al contrario, ella se unió al vaivén, deseando marcar su ritmo y tenerme dentro de ella como le apetecía. La sensación de estar dentro de ella fue exquisita, más aun sin condón de por medio. Mi erección sólo se tornaba más firme, más grande, mientras que Liz, con cada combazo, se tornaba más húmeda, más cálida. Aumentamos la velocidad, y a pesar de que tratamos de mantener decoroso silencio, el palmeo de nuestras caderas chocando nos delataba. Incluso Liz, que a pesar de que mi mano ahogaba sus jadeos, suspiros de placer se escapaban se su interior. Pero nadie lo notó, y con eso nos bastó. Le estuvimos dando de lo lindo por un par de minutos, hasta que Liz me paró abruptamente posando su mano sobre mi cadera para apartarme. En medio de la calentura no supe cómo interpretar ese gesto, hasta que entendí que deseaba que me sentara sobre la taza del baño. Cuando lo hice, noté su gesto de anonadada calentura. Como en un sueño, Liz se posó sobre mí y tomó mi miembro convertido en un asta de mármol para dirigirlo hacia su húmedo coño. Fue yo esta vez el que tuvo que contener un jadeo cuando mi pareja comenzó a cabalgarme enérgicamente. Y fue a ella esa vez a la que le tocó silenciarme, aunque le agradecí que lo hiciera con un beso apasionado y húmedo. Un impulso animal me obligó a acariciarle los pechos y rodearla por la cintura, fundiéndonos en uno solo.

Continuamos dándole duro por unos minutos. Estábamos tan entrados, ensimismados en nuestro placer que sólo escuchamos la segunda ronda de toquidos insistentes.

-O-o-ocupado- tartamudeé con voz ronca y entrecortada. Una voz tan rara que Liz tuvo que hacer un esfuerzo sobre humano para contener la risa, al igual que yo.

No volvieron a tocar, por lo que Liz siguió continuó montándome con vehemencia por unos deliciosos minutos más. Le chupaba los oscuros pezones a mi pareja cuando volvieron a tocar a la puerta. Esta vez sonaban más impacientes, pero igual los ignoramos.

-Llévame al hotel- me susurró Liz al oído. Su aliento cálido y agitado me erizó la piel, pero no tanto como lo que dijo después-. Llévame y te dejo hacerme lo que quieras.

Le miré a los ojos, y vi que su deseo no la dejaba mentir.

-¿Cualquier cosa?- le pregunté mientras le dedicaba una sonrisa cómplice y le acariciaba una nalga.
Liz sonrió, para luego besarme, introduciendo su dulce lengua a mi boca. Su respuesta fue concisa.

-¿Pues qué estamos esperando?- De mi parte, fue una pregunta retórica, pues no pudimos dejar de coger hasta que una cuarta ronda de toquidos apabulló la hoja de madera.

-¿Quién sale primero?- me preguntó mi pareja intrigada y agitada, parando de poco en poco sus caderazos-. ¿Tú o yo?

-No creo que importe- respondí, más concentrado en acariciarle los pechos a Liz que en contestar-. Lo que sí es que el que salga primero tiene que agarrar las cosas de los dos y el último tiene que pagar la cuenta.

Con mucha fuerza de voluntad logramos separarnos para acomodarnos la ropa lo más pronto posible. Desde la puerta, la quinta ronda de toquidos (golpes ya) llenó la habitación. Pero ya estábamos listos, y Liz la que abrió la puerta para salir y volverla a cerrar al hacerlo. La recibió la voz de una señora ya mayor, ya muy molesta (y muy confundida), más dispuesta a discutir con Liz que pasar a hacer sus necesidades. Escuché el silencio de Liz, y entendí que su habilidad para ignorar a la gente a veces era una bendición. Decidí aprovechar la confusión para abrir la puerta y salir. Me recibió aquella señora, que llevaba el cabello teñido de rojo y la cara de hurón malhumorado. La impresión de verme abruptamente le dio una expresión de hurón asustado.

-¡Dios bendito!- exclamó la dama del susto-. ¿Pero qué…?

No le di tiempo de terminar y pasé de largo, con dirección a la mesa que habíamos ocupado Liz y yo. Ella ya estaba tomando nuestras cosas de la mesa y se dirigía a la salida. Sin embargo, algo de lo que no nos percatamos fue que la mesera que nos había atendido había visto claramente como yo salía justo después de Liz. Me miró con una mezcla de confusión y sorpresa. Le hice una apurada seña a mi pareja para que saliera del local antes de que la mesera la interceptara.

-Oiga, caballero, ¿qué…?- inquirió la mesera al acercarse a mí

-Muchas gracias por la comida, señorita…

-¡Esos dos estaban haciendo cochinadas aquí!- gritó a lo lejos la señora frente al baño, escandalizada como si hubiera visto un cadáver- ¿Cómo se atreven?

-… muy buena, de verdad- atiné a decir sacando un billete de cien pesos que le di a la confundida y cada vez más alterada mesera-. Quédese con el cambio. ¡Gracias!

-Oiga no- dijo la mesera interponiéndose en mi camino, a pesar de que tenía más de veinte pesos de propina-. ¡Oiga, espere!

Esquivé ágilmente a la delgada mesera y logré llegar a salida, donde me esperaba ansiosa Liz.
-Vamos, vamos- le urgí a mi pareja mientras le tomaba la mano para disponernos a trotar hacia el hotel, que quedaba a un par de cuadras. El sol de primavera seguía ardiendo sobre nosotros, aunque no con la intensidad con la que latían nuestros corazones.

-¡Oigan, regresen!- Gritó cómicamente la mesera a nuestras espaldas.

No dejamos de reír, ni siquiera llegamos al hotel, donde entramos abruptamente, riendo alocadamente. La persona de recepción sólo nos dedicó un breve vistazo y no nos detuvo nos dirigíamos al elevador. Entramos al aparato cuando las puertas de éste se abrieron. Ya en el interior, nuestras risas se disiparon un poco más y le dieron paso a respiraciones alteradas.

-¿Viste la cara de la mesera?- exclamó animadamente Liz, mientras se quitaba el cabello revuelto de la cara-. Pero, ¡dios!, estuvo increíble.

-¿Verdad que sí?- le concedí. La verdad es que esa se volvería una de mis experiencias favoritas-. Pero hubiera sido más genial si hubieras visto la cara de la viejita asustada, ¡uf! No, oro puro.

Nos quedamos frente a frente. La adrenalina y la diversión son drogas potentes que se adueñan de la mente e intensifican las sensaciones. La imagen de Liz con la melena suelta y salvaje fue suficiente para reanimar aquella erección que crecía en mi entrepierna. Además, para mi agradable sorpresa, noté que tres botones de la blusa de mi pareja estaban desabrochados y abiertos en un amplio escote que dejaba ver gran parte de la piel de su pecho. La imagen fue tan poderosa que por un momento me imaginé como sería recorrer los suaves surcos de la zona donde se juntaban los pechos de Liz, sobre su esternón.

-¿Qué…?- “Miras”, iba a preguntar ella, pero la respuesta fue muy obvia. Ella sonrió sensualmente y agregó-. ¿Quieres… tocarme?

Para remarcar sus palabras, se llevó los dedos al pecho y comenzó a acariciarse suave y lentamente. Sin dudarlo un instante, recorrí la pequeña distancia que nos separaba para unirnos de nuevo en libidinosos besos y crispadas caricias.

-Tócame- me susurró con voz meliflua y candente-. Hazlo.

La obedecí, y mis manos penetraron la brecha que se había abierto para nosotros. Le acaricié la sudorosa y tersa piel de sus hombros antes de bajarle la blusa hasta el abdomen, liberando sus pechos ansiosos. Sus pezones se levantaron al sentir mi tacto. Liz cerró los ojos y suspiró complacida.
El elevador llegó al tercer piso, pero no salimos de inmediato. Disfrutamos de nuestro candente contacto por unos momentos más. Nos costó mucho trabajo separarnos para salir del cubo del ascensor. Las puertas casi nos prensaron cuando decidimos salir del cubo del ascensor. Sin embargo, casi ni lo notamos. Estábamos más decididos a llegar al escenario definitivo de nuestra pasión. No había ningún alma en el pasillo. Sin embargo, a la lejanía, se escuchaban ruidos que reconocíamos muy bien. Se hacían cada vez más intensos conforme nos acercábamos a nuestra habitación. Era evidente de que teníamos vecinos y se la estaban pasando de puta madre.

-Parece que no somos los únicos que se están divirtiendo…- susurró Liz, deteniéndose justo al frente de la puerta tras la cual una pareja cogía frenéticamente. Los gemidos de la mujer eran intensos, agudos, pero aun así muy agradables.

-Deberíamos hacerles competencia- le propuse a mi pareja mientras le tomaba por la cintura.

-No, por dios. Esa mujer es muy ruidosa.

-Justo como tú- le recalqué a Liz, esbozando una sonrisa.

Ella me lanzó una mirada desaprobatoria.

-Yo no gimoteo como colegiala en su primera vez…

Abruptamente, hice que se recargara sobre el muro que unía nuestra habitación con la de nuestros ruidosos vecinos. Frente a frente, estábamos envueltos en uno de nuestros juegos eternos de poder.

-¿Quieres ver que sí?- Le pregunté con voz grave, tratando de ser seductor.

Después de mirarnos intensamente por unos segundos, reanudamos lo que habíamos comenzado en el elevador. Nos deshicimos en besos y caricias turbadas, palpando la carne de nuestros cuerpos que deseábamos sentir. En ese instante no éramos dueños de nosotros. Liz no protestó cuando le quité la blusa completamente y quedó con las tetas al aire aquel pasillo. No se opuso cuando sintió mis labios sobre la piel de su cuello, su pecho y sus senos. Liz, fiel a su palabra, se negó a gemir, a pesar de que lo gozaba. De todas formas, el coro de gemidos tras la hoja de madera aderezó la situación. La verdad es que escuchar a aquella pareja desconocida copulando tan intensamente me prendía y puedo jurar que a Liz también, pues cuando mi mano se coló tras su pantalón, halló la carne íntima de mi pareja completamente empapada. Liz se estremeció al sentir mi tacto en un área tan sensible y receptiva a las caricias. Su rostro estaba torcido en un gesto de placer. Sus ojos, firmemente cerrados, le temblaban.

-Vamos, amorcito- le suspiré al oído para hacerme escuchar en medio de aquel caliente coro-. Gime para mí. Sé que quieres…

Lis se limitó a negar con la cabeza, enérgicamente. Y dicho y hecho, no lo hizo. Ni siquiera cuando mi dedo medio comenzó a estimular su zona G, atrayendo su orgasmo. Ahogó sus gritos sobre mi hombro, a mordidas. Las marcas de pasión púrpura se quedaron en mi piel por casi una semana.

-¡Ay, sí papi! Métemela más duro…- No hizo falta ser un genio para saber que nuestros vecinos se acercaban al clímax- ¡Ay, sí! ¡Qué rico!

Los gemidos de aquella mujer (que por alguna razón me hacían pensar en una madura tetona, entrada en carnes, pero muy sexy) me llenaron los oídos de miel, mientras que ver a Liz retorciéndose de placer entre mis brazos fue un deleite para mis ojos. Era demasiado para mí. Teníamos que coger ya o ya. Con una tierna brusquedad hice que mi pareja se diera vuelta y que se inclinara apoyándose sobre la pared. En un instante los pantalones de Liz le cayeron hasta los tobillos. Ella lanzó una pequeña exclamación. Cuando nos dimos cuenta de lo lejos que habíamos llevado eso, era demasiado tarde. Sólo se podía continuar.

La mujer de a lado gemía desaforadamente al ser asediada por los combazos de su pareja, así que nadie más que yo escuchó el dulce y breve que profirió Liz cuando introduje mi palpitante verga en su ser.

-¡Ah, sí, papi! ¡Así, así!- gritaba la madura de a lado-. ¡Qué rico me la metes!

La orquesta coital de nuestros vecinos amortiguó el sonidos, incluidos los míos y los de Liz mientras cogíamos sabrosamente. Las mieles de mi chica empapaban mi miembro y nuestras entrepiernas. Por fin sentía el orgasmo que mi cuerpo se había negado a tener. Me acercaba mientras gozaba del cuerpo de Liz y del voyerismo auditivo.

-¡Ay! Más duro, más duro, mi amor…- chillaba de placer la vecina, opacando los gruñidos de su amante- Oh, oh, oh. ¡Sí, qué rico!

Liz no lo soportó más y de su boca manaron quedos y deliciosos jadeos cuando una de mis manos se coló entre sus piernas y comenzaron a acariciar su inflamado clítoris. Aumenté el ritmo de las embestidas y yo también comencé a gemir. Si nuestros vecinos se percataron de nosotros, no dieron señales de ello.

-¡Sí, sí! ¡Qué rico mi amor, sí!- aulló en celo la mujer del otro cuarto-. Ah, ah, ah… ¡Ay!- La mujer anunció la cúspide de su placer a todo el hotel con un grito agudo y melodramático, pero muy sensual también. Le siguieron una sarta de jadeos graves y entrecortados.

Eso hubiera sido suficiente para llevarme al borde del orgasmo. Sin embargo, por un impulso involuntario (que después agradecí tener), saqué mi virilidad del interior de mi chica. Liz soltó un gañido de protesta al sentirse abandonada tan repentinamente.

-¿Qué pasa?- suspiró Liz impacientemente, mirándome por sobre su hombro-. No te detengas ahora…

-Vamos al cuarto- me limité a ordenar, con voz media ida.

En un principio ella no dio muestras de moverse, pero unos segundos después (y con mi ayuda) mi amante se incorporó y se subió parcialmente los pantalones. Al posarse frente a mí, pude ver en su rostro una expresión entre erotizada y enfurruñada que me provocaron ganas de reír. Mientras tanto, el coro de gemidos de la madura se estaba callando paulatinamente, dejando un extraño vacío tras de sí.

-Vamos- insistí con ternura, mientras le acariciaba la mejilla con una mano-. Te va a gustar.

Recogimos su blusa del suelo y nos adentramos lo más rápido que pudimos a la habitación. Liz estaba prácticamente desnuda, pero eso no me quitó el placer de arrancarle el pantalón de una vez y descubrir su exquisito cuerpecito. Liz, a su vez, se deshizo de las mías. Luego, sin ninguna dilación, ella me tomó de la mano y me llevó a la orilla de la cama, donde se inclinó y recostó su torso sobre el colchón, dejando su pequeño y lindo culo justo al borde de la cama

-¿Así sin más?- le pregunté mientras le daba una palmadita en la nalga.

-Sí, ya, no te entretengas- respondió ella con voz risueña e irritada.

Esa fue la continuación de nuestro “asunto” en el pasillo, la cual no tenía el toque de adrenalina pero sí uno más intenso de intimidad. Le dimos con todo desde un inicio. Liz recibía con gusto mis embates, jadeando y suspirando de puro placer. Estaba tan excitada que dejó que le aferrara y le pusiera los brazos tras la espalda, a pesar de que ella no era fanática de los gestos sumisos en el sexo. De igual forma, el cálido interior de Liz me recibió con gusto, acariciándome y llevándome más rápido de lo que esperaba (o quería) al borde del orgasmo. Respiré, recordé números telefónicos de viejos conocidos, pensé en la cuadratura del círculo, pero ni todo eso junto evitó que tuviera que detenerme y salir de ella una vez más, Liz asomó su mirada por sobre su hombro y me preguntó con voz cadenciosa y dulce:

-¿Ya por fin te vienes, amorcito?

Mi respiración agitada fue respuesta suficiente.

-Y bueno, ¿qué piensas hacer sobre eso?

Liz, al sentir cómo mi cara se hundía entre sus nalgas y mi lengua, codiciosa, saboreaba cada rincón de su mojada vulva, lanzó un gruñido de aprobación. Me bebí con deleite néctares de su flor de carne íntima, mientras mi dedo estimulaba suavemente su interior. Mis mano libre palmeaba y acariciaban la tersa carne del culo de Liz, con distraída dulzura.

-¡Oh! Oh, sí. ¡Ahí!- gimoteaba de lujuria Liz, gozando de lo lindo con la chupada de coño que le estaba propinando-. ¡Sigue, sigue!

Por mi mente cruzó la idea salvaje de que morir asfixiado por la carne el culo de mi pareja sería una muerte más que digna. Mi devoción a ella (y a su clítoris) quedó más demostrada. La lengua me quedó medio acalambrada, pero Liz se estremecía presa de otro agradable orgasmo. Sus gemidos y jadeos fueron más provocativos que los que le había escuchado a la madura tetona de al lado. La sola satisfacción de haber dado un buen oral era tan buena como un orgasmo. Pero igual no estaba de más tener uno…

Como leyendo mi mente, Liz se incorporó sólo para dejarse caer boca arriba sobre el colchón, con una sonrisa cansina, pero hermosa, en los labios. Me miró y se limitó a afirmar.

-Faltas tú…

A petición de ella, me posé a horcajadas sobre su abdomen. Al hacerlo, adiviné las intenciones de mi pareja. Era yo el que ahora estaba a su completa disposición, y lo demostró cuando tomó mi rígido pene entre sus manos y comenzó a pajearme, mientras esbozaba una sonrisa maliciosa y provocativa.
-¿Te quieres venir, amorcito?- Me preguntó Liz antes de levantar su cabeza antes de darme un par de chupadas en el glande que me hicieron hacer bizcos-. Hazlo… Vente en mí.
La idea fue tentadora desde un inicio. Liz solía recibir mi esperma en su boca y nada más (lo digo como si fuera poco, pero no), así que la posibilidad de llenarle su bonito y moreno torso con mi semilla me ganó.

-Hazlo… por favor- rogó Liz. En su boca estaba la misma enigmática sonrisa de antes-. Lléname de tu semen…

De un momento a otro, mi pareja ciñó mi miembro entre sus plenos y generosos pechos para masturbarme con ellos. Fue la primera vez que me hicieron un trabajito con las tetas, y la sensación, como en todas las primeras veces, fue indescriptible. Fueron, sin embargo, momentos breves, pues ella volvió a pajearme con sus manos, como si estuviera activando la bomba de extracción de un pozo a punto de desbordarse. Cerré los ojos y disfruté del ascenso hacia el clímax.

-¿Ya casi?- preguntó dulcemente Liz mientras me pajeaba velozmente.

-Ya… ya casi…

-¿No que ya te venías…? ¡Ay!

Hasta ese momento, desde la última vez que Liz y yo habíamos tenido sexo habían pasado ocho semanas, de las cuales seis pasé en perfecta abstinencia. Pues bien, Liz no pudo terminar su frase porque esas semanas se derramaron abruptamente sobre ella. Cálidos chorros de esperma brotaron de mí con tal fuerza que cruzaron al otro lado de la cama, y con tal abundancia que terminaron bañando el pecho, la barbilla y gran parte del rostro de mi amante. Liz cerró los ojos mientras reía. En su rostro se dibujó una expresión entre alarmada y divertida. Los últimos lechazos los bloqueó con su mano derecha y la palma también quedó cubierta de mi semilla. Yo, por mi parte, estaba teniendo uno de los más increíbles orgasmos de mi vida. Mi cuerpo se deleitaba con tal orgasmo mientras mis músculos se movían espasmódicamente, temblando. Rugía y jadeaba de placer.

Poco a poco fui recobrando la cabeza. El orgasmo se disipó en cuestión de segundos. Respiraba con dificultad mientras que Liz (quizás al verme extasiado o al verse hecha tal desastre) comenzó a carcajearse.

-Llevabas mucho tiempo sin…- me preguntó ella mientras que una de sus manos hizo un gesto de pajear a la nada-. ¿Verdad?- Liz volvió a reír.

-¿Se nota mucho?- respondí con una sonrisa crispada en los labios.

-No, para nada- replicó ella con simpleza, mirando la pintura abstracta que tenía en el pecho.

Ambos reímos de buena gana, ya satisfechos nuestros deseos. Al menos de momento.

Me retiré de encima de Liz, quien no dejaba de pasarse la mano llena de esperma sobre el torso lleno de esperma. Estuve a punto de ofrecerme a traerle papel o una toalla para que se limpiara. Sin embargo, y para mi sorpresa y deleite, Liz había decidido que quería degustar (primero con reserva, y ya luego deliberadamente) mi eyaculación.

-Has comido mucha piña, ¿verdad?- preguntó Liz de repente, mientras seguía lamiéndose la palma de su mano.

-¿Por qué lo dices?- Pregunté a mi vez, ingenuo.

Liz puso los ojos en blanco, mientras soltaba una risa cansina.

-Ash, te lo diré cuando crezcas.

La volteé a ver. Se estaba llevando distraídamente los lechazos que estaban sobre su mejilla a la boca. Al notar mi mirada, se volvió a mí sólo para levantar las cejas y proferir otra risa cansada. Vio en mis ojos una expresión de duda e irritación.

-Bueno, mira, para que entiendas…

En un rápido movimiento, Liz se incorporó y se posó sobre mí y, sin que lo esperara, juntó su torso bañado de semilla sobre el mío para dedicarme un largo y profundo beso lleno de mi orgasmo, del cual no pude escapar. Lancé un gruñido de desaprobación, al cual ella respondió interrumpiendo el beso:

-Para que veas lo que se siente que te besen con la boca llena de tus fluidos.

-No sabes cuánto te odio.

Nos deshicimos en risas, y pesar de la desaprobación del principio, terminamos saboreando nuestros orgasmos en nuestros labios y en nuestras pieles. De un momento a otro, Liz se recostó a mi lado, en posición fetal. La rodeé con un brazo y sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos dormidos de cuchara una vez más.


Desperté después de media hora de sueños espesos, sintiendo la agradable sensación de la piel de Liz contra la mía. Ella seguía dormida, y su sueño se veía profundo. Me vi tentado a hacerle una broma, pero las ganas de orinar fueron más fuertes. Me levanté con cuidado hacia el baño y al salir de hacer mis necesidades me encontré con Liz medio incorporada en el colchón, con una expresión cómica de somnolencia que me provocó ganas de reír. Pero lo que me hizo reír definitivamente fue darme cuenta de que algunos mechones de su cabello se le habían adherido a la cara, justo donde mi leche la había empapado.

-¿De qué te ríes?- preguntó con voz somnolienta y malhumorada.

Le señalé la cara. Se llevó la mano a la mejilla y en su cara se dibujó la sorpresa.

-¡Ash, no, no, no! ¡Esto me pasa por dejar que me tires tus babas encima!- Exclamó enfurruñada, pero carcajeándose, muy a su pesar-. La próxima vez te los voy a embarrar a ti para que veas qué se siente.

-Pero Liz, ya lo hiciste- le dije señalando mi torso dramáticamente, específicamente los grandes manchurrones que tenía gracias a ella (y gracias a mí, indirectamente)-. Y fue tu idea, además. Tú dijiste que querías.

-Pues sí, pero me arrepiento- respondió mientras se levantaba de la cama.- Espero que lo hayas disfrutado, porque fue la última vez.

Se dirigió hacia el buró para poder verse frente al enorme espejo que reflejó todos nuestros actos. Poder observarla de cuerpo entero me llenaba de una poderosa satisfacción. Aquellas curvas suaves, pero definidas; su piel morena y tersa. Ver aquella larga y despeinada melena negra que le llegaba a la espalda; lucía salvaje y sensual. Me dirigí y le rodeé el abdomen con un brazo. La gemela de Liz en el cristal me miró y me dedicó una sonrisa cuando comencé a besarle tentadoramente la mejilla y el cuello. Aquella dureza que tanto le gustaba comenzó a crecer contra sus nalgas, invitándola a otro round.

-¿Qué haces?- preguntó divertida Liz, mientras me acariciaba la cabeza.

-Nada. Sólo quería ver si querías…

-¿Bañarme? Por supuesto- interrumpió distraídamente Liz, mientras seguía mirándose al espejo-. Porque no pienso llegar a mi casa para que toda mi familia vea que traigo semen seco hasta en el cabello. Mi papá te mata si ve cómo me dejaste.

-Bueno, bueno. Está bien- le dije conciliadoramente al oído, después de besárselo-. Nos bañamos y ya. Preferible que regreses con el cabello mojado y huelas a jabón de motel a casa. Es menos incriminatorio…

Diez minutos después y estábamos rodeados de vapor bajo el chorro caliente de agua. Nos habíamos lavado ya perfectamente el cuerpo (Liz especialmente el cabello). En ese momento nos concentrábamos en las caricias sobre nuestros cuerpos mojados y nuestras lenguas se acariciaban ansiosamente. Estábamos tan calientes como el agua que nos mojaba. Liz se hartó de sentir mi virilidad contra su abdomen, así que decidió posarse de cuclillas ante mí para darme otro de sus magistrales orales. Hundí los dedos húmeda cabellera y me dispuse a disfrutar el paseo, dejándome llevar por las sensaciones. El sonido de los chupetones y suspiros que mi pareja profería se mezclaron perfectamente con los del agua que caía. Bajé la vista y los ojos de Liz se encontraron con los míos.

-Qué rico la chupas, amorcito- le declaré a Liz-. Me dan ganas de venirme otra vez sobre ti.

En su boca se dibujó una sonrisa sensual y desafiante mientras se metía mi miembro en lo más profundo de su boca. Su lengua se retorcía en torno a él. Fueron minutos deliciosos que terminaron cuando Liz se incorporó con delicadeza ante mí y me dijo:

-Mejor vamos al cuarto- susurró- Así estamos más cómodos… y no está el peligro de resbalarnos en plena acción,

Cerré la llave del agua y salimos a la habitación. Ya ahí, Liz tomó una de las abundantes toallas para arrojármela. Ella había comenzado a secarse los largos mechones de cabello cuando la tomé con firmeza en mis brazos y comencé a besarla.

-Hay mejores maneras para secarnos- le dije incitadoramente al oído.

En un inicio Liz protestó levemente, pero unos instantes después ella ya era presa de la impulsividad de la calentura. ¿Cómo era posible que siguiéramos tan cachondos? No me molestaba averiguarlo y a ella tampoco. Nos limitamos a acariciarnos lascivamente. Cuando estuvimos a punto de caramelo, Liz me guió a la cama. Fue ella la que se posó de nuevo en cuatro a la orilla del colchón, exigiendo el placer que requería. Tras ella, me dispuse a concederle su deseo y a no darle respiro hasta que me lo pidiera. La expectativa de mis manos sobre su cadera la hizo suspirar; una ligera nalgada sobre sus glúteos la hizo estremecer. Los jadeos de Liz llenaron la habitación cuando mis manos separaron sus nalgas para abrirle paso a mi cara. Liz exclamó de placer cuando degusté las mieles de su sexo una última vez. Me harté de pasear la lengua por toda su intimidad, acariciando con delicadeza su clítoris inflamado. Mi intención era llevar a mi amante al límite.

-Sí, sí… qué rico…- Suspiró Liz con aprobación, pero al instante su voz se llenó de sorpresa-. ¡Ay! ¿Q-qué haces?

No respondí porque estaba ocupado llevando mi trabajo oral a nuevos horizontes. Mi lengua había comenzado a surcar el camino que llevaba al ano de Liz. Ella soltó una nueva exclamación de sorpresa, pero no se retiró ni protestó. Tomé eso como su permiso y seguí estimulando y explorando a Liz por atrás y por el frente. Mi pareja se deshacía en jadeos melódicos.

Fue entonces cuando una idea salvaje cruzó mi mente: ¿Liz me dejaría darle sexo anal? Cuando le había planteado la idea, ella no le había fascinado. Pero ahora que tenía un atisbo de cómo era, ¿lo desearía? No perdía nada con tentarla hasta que ella dijera basta. Los dedos que había usado para estimular su vulva ahora acariciaban aquella zona misteriosa de Liz mientras mi lengua los relevaba en el frente. Los gemidos de mi pareja eran una señal positiva.

-E-e-espera…- tartamudeó Liz de repente cuando mi índice empezó a hacer presión, queriendo adentrarse en ella.

-¿No quieres?- Le pregunté a mi vez-. Si no quieres me puedo detener.

Liz no respondió, pero tampoco se retiró. Por si las dudas, la estimulé unos minutos más antes de que mi dedo se introdujera delicadamente en su ser. Liz gruñó de ligera incomodidad al principio, pero al acostumbrarse a mi presencia anunció con sus gemidos lo mucho que disfrutaba de aquella inesperada experiencia. Fueron unos deliciosos minutos en los que Liz se relajó completamente. Consideré que podía ya dar el siguiente paso, por lo que abandoné su interior y le dediqué unas últimas caricias linguales a su ano antes de incorporarme para lubricar mi verga con abundante saliva.

-¿Quieres que te dé por atrás, amorcito?- le susurré al oído a mi pareja.

Liz dudó por unos instantes, pero al final se limitó a asentir, aunque con cierta reserva. Sus caderas se menearon tentadoramente, pero se estremecieron cuando la punta de mi hombría surcó la distancia entre su clítoris y su ano incitadoramente. Ya en su puerta trasera, mi verga empezó a hacer presión, deseando invadirla por ese rincón inexplorado. Liz sólo profería pequeños suspiro al sentir mi virilidad, pero no dijo nada hasta el último instante.

-¡Espera, espera, espera!- Gritó Liz, alargando su brazo hacia atrás y posando su mano sobre mi cadera-. No, espera, por favor.

Ignoré a Liz e introduje mi virilidad en su ser a pesar de sus protestas, de manera lenta pero firme… o al menos esa fue la imagen mental que tuve. Por un momento de salvaje y caliente irracionalidad pensé en ignorarla, asirla por las caderas y hacerlo…

-Espe… ¡Ay!- gritó Liz

Pero no lo hice.

-¿Así sí, amorcito?- le pregunté a mi pareja.

-Ay… sí, así sí- replicó Liz, aliviada y riendo nerviosamente. Mi pene acariciaba su carne íntima.
Asomó la cabeza por sobre su hombro para dedicarme una sonrisa crispada y un manazo en la pierna-. No jodas, ¡me espantaste!

Me limité a soltar una ligera risa, mientras le acariciaba con mi miembro erecto. Sólo hasta que sentí que su intimidad estaba húmeda y dispuesta de nuevo, la penetré delicadamente, aferrándome a sus caderas. Una ligera nalgada, Liz gimiendo deliciosamente. Nuestras caderas se encontraban con cada uno de nuestros anhelantes combazos. Ambos nos deshicimos en gemidos. Liz bamboleó sus caderas en un baile de lujuria y desenfreno. Todo fue incluso más rico que las veces anteriores. Me encentré extasiado. Sentí como cada palmo de mi miembro era rodeado por su cálido y anhelante interior.
Abruptamente, Liz se deshizo de mi agarre, pero sólo para reclamarme placer, recostada boca arriba y con las piernas abiertas, a la orilla de la cama. En su rostro se dibujó un gesto lascivo que me invitó a continuar nuestro acto hasta caer rendidos. Le di lo que pedía, invadiendo su inundada vagina para darle de nuevo con aquella ruda dulzura de la que Liz era tan fanática. Sus piernas, ansiosas, se ciñeron en torno a mi espalda como cuerdas, atándome a ella mientras le daba con todo. Sus brazos, como enredaderas de suave piel se aferraron a mi nuca.

-Así, mi amor… dame más… más duro- exclamó Liz debajo de mí, mientras torcía su gesto en una mueca de placer-. Se siente tan rico… Sí, sí, sí.

Le di duro y su pequeño cuerpo cimbraba y se retorcía bajo el mío. Sus hermosas y grandes tetas se mecían de arriba hacia abajo con cada uno de nuestros combazos. Fueron minutos deliciosos que nos llevaron al borde del placer.

-Me-me vengo- anuncié con voz ahogada y ronca.

Sentí una extraña combinación de pánico y satisfacción cuando noté que Liz no aflojaba su presa. De su boca brotó una respuesta que me acercó más al deseado orgasmo:

-Vente. Vente dentro de mí, amorcito…- Me susurró al oído ella entre jadeos-. Lléname toda...

Por un momento me negué a pesar de la enorme tentación. Forcejé un poco pero fue inútil. Mi amante no hizo más que atraerme hacia ella con la fuerza de sus muslos. Era auténtico su deseo de sentir mi orgasmo derramándose dentro de ella.

-Vente en mí- exclamó Liz, aferrándose a mi nuca-. Sí, amorcito… sí, ¡sí!

Liz logró su cometido. Mi segundo orgasmo es incluso más delicioso y poderoso que el primero porque ahora siento la carne de Liz rodeándome, contrayéndose en espasmos de satisfacción al recibir mi semilla. Lancé exclamaciones de placer y Liz se unió a mí para incitarme. Permanecimos unidos, sintiendo el contacto de nuestras pieles febriles, mientras respiramos agitadamente. Yo me estremecí de doloroso placer y ella no me soltó hasta que se aseguró de que había recibido hasta mi última gota. Nos besamos con una inusitada pasión antes de separarnos. Al hacerlo, noté como parte de mi leche escurría por su vulva, que seguía tentadoramente enrojecida. Liz, agitada y cansada, se limitó a declarar con diversión:

-Creo que tendremos que bañarnos otra vez.

Y así lo hicimos. Esa vez las caricias y besos fueron más de cariño que de calentura. Nos sentíamos tan bien; la satisfacción nos acompañó al salir de la regadera para secarnos y vestirnos definitivamente.

-¿Sabes?- comenzó Liz de repente, después de unos minutos de silencio. Se estaba calzando un panty gris limpio que había sacado de su mochila-. Por un momento creí que sí… que sí me la ibas a meter por atrás…

-No- respondí tranquilamente-. Tú dijiste que no querías.

-Pero ganas no te faltaron, ¿verdad?- me recriminó ella con humor, aunque había una nota muy obvia de reproche en su voz.

-Pues la verdad es que no- contesto sinceramente, pero sin afán de molestarla. Discutir era nuestra forma de coexistir, pero la tregua copulatorio seguía vigente-. Pero no lo iba a hacer porque a ti no te hubiera gustado.

-¡Uy! Y qué lo digas- la voz de Liz tomó un tono jovial que contrastó con sus palabras-. Si lo hubieras hecho te hubiera arrancado la verga con mis manos.

Hizo un gesto de tomar algo con sus manos y tirar de él. Ambos reímos, aunque supuse que una parte de ella lo decía de verdad.

Nos vestimos en silencio, rompiendo la calma con alguna que otra caricia tierna o pícara, pero nada más, pues carecíamos de energía y de tiempo. Al estar ya presentables, me dirigí al buró y extraje algo de mi kit anticonceptivo

-Toma- le extendí a Liz un paquete que contenía dos pastillas-. Son las de emergencia. Una ahora, otra en doce horas.

Liz miró el paquete, pero se negó a tomarlo.

-¿De verdad?- preguntó ella, como insegura. En ese momento mi sangre se heló cuando vi en la cara de mi amante la duda-. Es que… no sé si quiero tomarla.

-¿Qué?- le cuestioné, tratando de ocultar la alarma en mi voz.

-Es que… ¿no te gustaría tener, ya sabes… un bebé?- preguntó mi pareja mientras se llevaba la mano derecha al vientre-. Porque a mí sí.

-¿Cómo?- Seguía sin poder articular palabra.

-Sí- afirmó ella, con una sonrisa soñadora en sus labios-. Podríamos tenerlo y cuidarlo mientras terminamos la carrera. ¡Imagínate! Sería hermoso que tuviéramos un hijo, ¿no te parece?

Sentí cómo la vista se me nubla del impacto. La boca se me resecó. No sé qué expresión puse, porque al poco rato Liz empezó a reírse a carcajadas.

-Es broma, es broma- exclamó ella entre risas-. Pero, dios, ¡debiste de haber visto tu cara!

-No mames, Lizandra- le reclamé entre aliviado y molesto, mientras reía a mi pesar- ¡Me espantaste muy cabrón!

-Ese era el punto, genio- respondió ella enjugándose las lágrimas de hilaridad-. Sabes que el embarazo no me va. No sé cómo te lo creíste.

-Es que conociendo tu memoria- le dije con cierta diversión resentida- no me sorprendería que te acordaras de tomar la pastilla hasta la próxima semana…

Liz no respondió, pero me miró con irritación

-Bueno, bueno, ya. Me lo merezco- declaró ella, restándole importancia con un gesto de la mano. Después de ello me extendió algo con la mano derecha-. Ten. La paz.

Era la tanga rosa que ella había llevado puesta hasta esa tarde. Estaba cargada de su delicioso y salvaje aroma.

-Un recuerdo- agregó Liz con una voz dulce y sensual que contrastó con su tono burlón e irritado de antes-. Para que te acuerdes de este día.

-A este paso me voy a quedar con toda tu ropa interior- le dediqué una sonrisa presuntuosa.

Liz sólo pudo poner los ojos en blanco y sonreír.

Tomamos nuestras pertenecías para salir del escenario de nuestra lujuria. En la recepción entregamos la llave del cuarto para poder emprender el camino a casa de Liz. Llegamos allá a las nueve de la noche, una hora más tarde de lo que ella tenía permitido.

-Bueno, ya cogiste, comiste carne roja y deshonraste a tus padres este día- le enumero a Liz de nuevo al llegar al portón de su casa-. Eres una hereje y te irás al infierno.

-Por mí no hay problema- responde Liz serenamente-, claro, si tú también vas.

Bajo la luz artificial de la farola nos buscamos y nos comimos la boca lascivamente una última vez. Mi mano se introdujo en su pantalón y su panty para apresar la suave carne de su nalga.

-Si mi papá te ve manoseándome te va a matar- alega ella entre divertida y alarmada- Y a mí también, de paso.

-¿En serio? Mejor no lo hago- le contesté mientras le acariciaba con la mano libre uno de sus generosas tetas por sobre su blusa.

Después de unas risas y unos besos cachondos, logramos despegarnos. Liz se despidió con un movimiento de mano y desapareció en la penumbra del patio de su casa. Yo, por otro lado, emprendí el camino a mi hogar. En el trayecto sólo pude pensar en lo extraño e increíble que había sido ese día. Ignoraba que a partir de ese punto, las peleas, los celos y las ofensas terminarían degenerando nuestra relación hasta volverla un calvario en el que nos haríamos cosas horribles.

Pero en ese momento estaba cansado, feliz y muy bien cogido. ¿Qué me iba a preocupar el futuro?


tetona

Gracias por leer

2 comentarios - Crónicas de la facultad: Un sábado de gloria (Final feliz)

Pervberto +1
Deliciosos devaneos, que se prolongan en más y más vueltas de placer.