La profe se volvió camgirl (2da parte y final)

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Gracias a nuestras asiduas conversaciones por Whatsapp, cada vez más cercanas, cada vez más explícitas, la profe fue entrando en confianza, de tal manera que, poco apoco, aquella morbosa mujer madura, que, sin complejos, se masturbaba frente ala cámara, se iba asomando en nuestras larguísimas charlas. Muy despacio, fue accediendo a mis peticiones. Primero, fotos “comunes”, luego alguna foto de carácter más epicúreo; y llegamos a imágenes en ropa interior, siempre procurando no enseñar su cara. En aquellas primeras charlas logró no exhibir demasiado, pues decía que todavía no era el momento, que aguardara, que prefería mostrarme algunas cosas en persona, de frente. La Milf que habitaba detrás de la pantalla estaba empezando a despertar: "FlorecitaDeOtoño", su personaje noctámbulo, muy pronto suplantaría a la reservada y muy respetable señora Flores.
 
Como ya he dicho, acepté recibir, en su casa, “clases particulares”. Elegimos una fecha próxima. Me preparé para nuestra reunión, incluso preparé algún “jueguito” delicioso. Pero de poco me iba a servir mi organización, pues no me encontraría con la profe Flores sino con su contraparte, es decir, con FlorecitaDeOtoño en persona.
 
Quizá en este punto sea adecuado informar al lector acerca de algunos detalles que hasta ahora he olvidado mencionar: la profesora Flores era una mujer divorciada y vivía con su hija de 17 años, quien cursaba el último grado en la misma secundaria a la que yo asistía. Apenas la había visto alguna vez. Era una chica encantadora.
 
Un sábado por la tarde, el día convenido, me presenté en la puerta de su hogar. Toqué el timbre y esperé en el pórtico. Era una casa grande, de dos plantas, fundamentalmente blanca, muy bonita, aunque el jardín estaba un poco descuidado. Escuché pasos del otro lado de la puerta. La profe me saludó y me hizo pasar; me condujo hasta una habitación que funcionaba como oficina de trabajo y/o biblioteca. Allí estaban sus libros, documentos, una pequeña pizarra acrílica, un escritorio amplio, retratos familiares y de juventud, tres cuadros baratos, un sillón y dos sillas. Me ofreció una bebida fría, la acepté. Me dejó sobre el sillón y me dijo “ahorita regreso”.
 
Regresó. Estuvimos hablando, incómodamente al principio, después fue mejorando la“química”. La profe se disculpó y salió de la habitación un par de veces más. Sospecho que, durante esas ausencias, estuvo bebiendo alcohol para relajarse y pensar menos (y tal vez debido a eso nuestra “química” se optimizó). Me ofreció más té, le acepté agua. Me ofreció algo de comer: “Quizá lo necesite, pero después…”, sonreí.
 
Más tarde, desconfiando alguna excusa, pregunté:
 
—¿Y bueno, vas a cerrar la puerta y comenzar con nuestras «clases especiales»? —comenté luego de varios minutos de una conversación repleta de banalidades y bromitas nerviosas.
 
La profe volvió a ver hacia la puerta abierta.


—Espera. Mi hija va a salir en cualquier momento. Cuando ella se vaya… entonces sí —respondió, casi murmurando.
 
Esperé. Se derritieron los cubitos de hielo de mis bebidas. También me los bebí. Finalmente escuché los pasos en la escalera. El sonido de esos pasos se tradujo en una erección a medias.
 
La chica llegó hasta la puerta de la oficina/biblioteca y asomó fugazmente el cuerpo:


—Adiós, mami, ya me voy —pasó diciendo.


—Adiós. No regreses tan tarde —contestó la profe Flores.


—Qué criatura tan encantadora, encantadora —dije yo, de buen humor, cuando ya habíamos quedado solos.


—Ni lo pienses —casi gritó la profe.


—Bueno, ya veremos.
 
Quedamos solos en la casa. Hubo silencio. Me puse en pie y caminé hacia la puerta. La cerré. Me acerqué, por detrás, adonde estaba sentada la profesora Flores. Puse mis manos sobre sus hombros, sobre su cuello. Toqué sus labios y después metí dos dedos dentro de su boca. La profe no realizaba ni un movimiento, ni de resistencia ni de aceptación, sólo había cerrado los ojos. Le susurré al oído que escupiera en la palma de mi mano. Con esa saliva embadurné sus tetas, aún guardadas en su sostén. Desde atrás de ella disponía de una excelente posición para hacerlo. Cuando le saqué las tetas, me divertí levantándolas y dejándolas caer, ambas al mismo tiempo o alternando una y otra, y le solicitaba más saliva.
 
Me senté delante de ella, sobre la mesa de estudios, en la que abundaban documentos, carpetas, cuadernos, papeles sueltos y sus libros de enseñanza. Empecé a acariciar su cabello, su rostro —en el que advertí cierto atisbo de enojo—, sus hombros espolvoreados de pecas, su espalda, su cuello (recorriendo sus arrugas incipientes, tenues); sus pechos estaban pulcramente conservados. Tomé una de sus manos y la llevé hasta mi entrepierna para hacerle notar mi erección. Después de eso, la escena cambió abruptamente, es decir, los papeles se invirtieron: la profe Flores se incorporó de su silla y de inmediato tomó el control: me sacó el pantalón y me dejó el bóxer en las rodillas. Todo lo hacía de un modo diligente, casi mecánico. Me empujó, de manera que quedara acostado sobre todos los papeles y libros de la mesa de estudio. No supe muy bien en qué momento mi pene se encontró en medio del remolino vertiginoso de sus manos, que lo sacudían con violencia desde primer segundo; escuché cómo lo escupía, hecho que me hizo apretar los dientes. En un suspiro, traté de sugerirle que lo llevara con calma. Fue inútil. Sus movimientos rápidos y precisos, en menos de cinco minutos, me llevaron al borde de un orgasmo explosivo. Cuando decidió usar su boca yo ya estaba agonizando. Empezó a masturbarme adentro de su boca, y sólo le bastó escuchar mi respiración entrecortada, mis últimos esfuerzos antes del espasmo final. Se sacó mi verga de la boca, sin dejar de sacudirla, y descargó los chorros blancuzcos hacia cualquier dirección: unas gotas alargadas cayeron en una de sus tetas, algunas sobre mi pierna y el resto, esparcidas como lluvia, sobre los documentos del escritorio (incluso se manchó el libro que utilizaba en nuestra clase). Mi rostro se debatía entre el éxtasis y el desconcierto; el rostro de ella sólo demostraba triunfo y cierta mueca burlesca. Necesité beber más agua.
 
Aún maravillado por el suceso, me quedé un momento mirando hacia el techo, pronunciando elogios, recuperando el común ritmo cardíaco. Sin embargo, no tardó en arremeter contra mí otra vez. Acabó de desvestirse, se subió al escritorio y me permitió admirar, desde abajo, su imponente figura. Se sentó sobre mi cara, acuclillada, y sentí su peso, su carne palpitando, húmeda, sus labios viscosos, moviéndose hacia adelante y atrás, cada vez más desesperada, y luego las exclamaciones victoriosas y el temblor de su cuerpo en éxtasis. Por si fuera poco, la profe volvió a bajar y me hizo explotar otra vez, en esta ocasión en su boca. Parecía como si hacerme eyacular resultara tan sencillo para ella como resolver una ecuación simple. Aquella tarde fue la primera de muchas.
 
La profe no me permitió penetrarla sino hasta la tercera de nuestras “lecciones especiales”. Fue exquisito. Además, en los siguientes ya no importaba tanto que estuviese su hija en casa, sólo se cerraba la puerta.
 
Algunas semanas después la profe me comunicó, en medio de una de nuestras usuales conversaciones durante el receso, que pensaba terminar con su naciente carrera de «camgirl», alegando peligro y que quería evitar más problemas. Obviamente no le permití que se retirara, hice todo lo contrario: ella debía empezar a complacer mis caprichos frente a la cámara. La discusión acabó en una coacción previsible:
 
—Continúe con sus espectáculos, por favor; como sabrá, nunca me los pierdo.


—No, me retiraré; es peligroso para mí, evidentemente.


—Bueno, puede continuar y correr un pequeño riesgo y además ganar dinero, o retirarse, provocarme un gran disgusto… y no más dinero… ni trabajo… ni reputación.


No respondió nada, sólo le tembló el labio inferior y puso la mirada de los asesinos impotentes, encadenados. Sus “shows” continuaron sin contratiempos.
 
De nuestros encuentros siguientes no creo que valga la pena describir los acontecimientos que los componen, puesto que, en esencia, son imágenes repetitivas, similares a las que ya he descrito, sólo se implementaban pequeñas variantes: tales como usar los pies, hacerme correr a través de una paja rusa, o dejarme introducirle un dedo en el culo (y la promesa de que más adelante me dejaría hacerle la cola, por ejemplo). En el colegio, cuando no había estudiantes en el aula o había muy pocos —y distraídos—, en más de una ocasión le agarré las tetas. Eventualmente, ella aprendió a mantenerme feliz: en el recreo o al final de su clase, se dirigía al cuarto de baño para docentes y se sacaba la bombacha —antes de quitársela se hacía una paja encima de la tela—, luego me la entregaba en las manos, hecha un puño glutinoso. Aún conservo en mi poder nueve de sus bragas usadas. Una vez fui más lejos en relación a ese tema: le supliqué, por mucho tiempo, que me trajera una de las bombachas usadas de su hija. Naturalmente no le gustó la idea, incluso me arrojó varios improperios —que recibí como halagos—; y, contra todo pronóstico, una tarde me entregó la prenda —de mala gana—, notablemente más pequeña que las de su madre, más delicada y de diseño más pueril. Pero allí no acabó la peripecia: le imploré —con cierta amenaza implícita en mi tono— que se pusiera la bombacha usada de su hija y que, antes de salir del colegio, me la entregara. Quería probar esa combinación jugos. Discutió, me insultó, pero lo hizo, a regañadientes, bajo mi atenta supervisión (no fue difícil ingresar al baño para docentes con la profe. Acompañarla no era una actividad habitual pero ya lo había hecho antes). En media docena de ocasiones más, cuando «Florecita»se apropiaba de los movimientos de la profe Flores, me invitó a entrar al servicio sanitario para docentes junto a ella. Entonces la profe acababa impartiendo el resto de la clase con las tetas repletas de mi semen, esparcido concienzudamente, ya seco.
 
Al concluir una de nuestras “sesiones especiales” de estudios en su casa, le pregunté:
 
—¿Porqué decidió usted iniciarse en este mundillo de las camgirls, profe? Aclaro que no es reproche, sino simple y sana curiosidad.
 
—No sé, creo que hay varias razones. He estado muy sola en los últimos años, después de que me separé de Julio; y supongo que la menopausia, que posee muchas caras, también contribuyó. Aunque quizá le estoy echando, injustamente, las culpas de mis propios errores y deseos reprimidos.
 
—Yo creí que usted debía de estar en una situación límite, una deuda o algo así…
 
—Pues no, la verdad que no. Quiero decir que sí tengo deudas, pero nada grave. ¿Quién no tiene deudas? Sin embargo, no te niego que el dinero también seduce.
 
—¿Por qué no utilizó antifaz o algo así? —le pregunté, francamente sorprendido de que la profe hubiese decidido arriesgarse de esa forma.
 
—Sí, eso fue lo que hice, al menos al principio, durante la primera semana. —Hizo una pausa, como recordando una derrota y echó la mirada al suelo—. Empezaron a decirme que querían ver mi cara, que no me ocultara, y además muchos lo decían como una recomendación para ganar más dinero. Noté que, con la careta, no ganaba demasiado, esa es la verdad. Así que a la semana siguiente lo probé, sin la careta, tomando precauciones que resultaron insuficientes, como ya sabes—soltó una risita.
 
—¿Y funcionó? —levantó la vista.
 
—Por supuesto. Tenían razón. Las ganancias se triplicaron esa misma noche. Y todo iba mejorando cada vez más.
 
Más que directo y memorable sexo, la profesora Flores también me permitió conocerla, y habíamos adquirido la costumbre de hablar de nosotros mismos una vez mi verga, vencida, dejara de gotear y su cuerpo quedara satisfecho —aunque alguien de 16 años no tiene mucho que decir, así que yo prefería sólo escuchar el relato de sus 44 años—. Después supe que la profe Flores había sido una muchacha bastante desinhibida, atrevida y hasta viciosa (prueba de ello son sus tatuajes y alguna que otra cicatriz en la piel, las cuales no hubiera podido ver jamás si ella no me las hubiese mostrado, y cada una venía acompañada de una historia juvenil, relacionada con drogas, sexo, alcohol o alguna tontería similar.
 
—Era usted muy «beat generation» —bromeé.
 
—Sí, pero sin tanto SIDA —contestó ella, siguiéndome el juego. Y sin embargo, aún durante esa época, fue capaz de terminar de estudiar una carrera, «la única en la que era buena», me dijo. Ese periodo desaforado no duró demasiado: de los 22 a los 25 años, más o menos, según me contó.
 
—¿Y qué pasó con esa mujer?
 
—Pues pasó el tiempo, las malas experiencias. Pude ver de cerca cómo acabaron muchos de mis amigos. Y después llegó Julio. Nos casamos poco tiempo después.
 
Para llegar al final de esta historia, es preciso remontarnos varios meses en el futuro. Hacia el epílogo de las vacaciones, la profe me confesó que se trasladaría de centro educativo, a uno ubicado a muchos kilómetros de la ciudad, y me suplicó que le ayudara a marcharse en paz, que le permitiera «ser libre», pues pensaba reorganizarse, ser mejor, y para ello necesitaba dejar atrás aquella circunstancia que nos unió. Aunque fingí no estar de acuerdo, al final le concedí su «libertad». Pocos días antes de su partida, nos despedimos «febrilmente» en su casa. Finalmente me entregó la cola. ¡Qué culo! La espera había valido la pena, cada segundo valió la pena. Tan sólo lamiéndola me pasé casi media hora. Todo lo vivido junto a la profe me parecía poca cosa mientras penetraba su cola, mientras escuchaba nuestras carnes precipitándose y sus gemidos, que denotaban placer y cierto arrepentimiento (derivado del dolor, puesto que, como ya he mencionado, su ano era estrecho). Acabé tres veces adentro de su culo. Al finalizar, antes de irme de su casa, me adelantó que cambiaría de número telefónico, pues creía conveniente cortar nuestro vínculo en su totalidad. Y así lo hizo.
 
A veces he sentido deseos de volver a hablar con la profe, buscarla —no sería tan difícil encontrarla en su nuevo colegio—. Sin embargo, he decidido dejarla seguir su camino. Y ahora vivo este nuevo año lectivo —emulando a los viejos— sumido en los recuerdos, imágenes y prendas que me quedaron de ella.


FIN

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