La depravada - Parte 5

La depravada - Parte 5



relatos


La depravada


Parte 5


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
¡Ah, qué aventura genial viví hoy!
Sola, por la noche, en mi baño, mi esposo estará en  las provincias durante tres días y es el día libre de mi pequeña Poupette, revivo casi minuto a minuto el encuentro un tanto sorprendente que tuvo por escenario un coqueto palacete del distrito XVI, en compañía de un hombre…, encantador, cierto…, pero de una elocuencia muy particular.
Elocuencia muy generosa, además, ya que las pruebas están ahí, múltiples y copiosas, en mi bombacha…, sin contar las que se quedaron en mi pelambre, que todavía está pegajosa.
Desnuda sobre el bidet, cierro los ojos y recuerdo esos momentos de extrema cortesía.
Pero ¡vayamos por orden!
Como hago habitualmente por la mañana, sobre todo cuando me quedo hasta tarde en la cama, me había acariciado dulcemente en el calor de la cama, aprovechando mis alternancias de fatigado despertar y abandono voluptuoso.
Al mismo tiempo que, con un delicado cosquilleo entre las nalgas, le digo buenos días a mi pequeña estrella anal, cuyos bordes estriados palpitan por efecto de mi roce, con la otra mano manoseo indecentemente mi concha.
Aprecio la firmeza aterciopelada de sus labios un poco hinchados, labios de puro diseño, que mantienen, pegados el uno al otro, la crema de mi placer nocturno. Mi dedo los separa tiernamente y encuentra entre ellos los labios interiores, muy cálidos, y húmedos todavía por el rocío derramado.
Avanzo un poco más. ¡Ah, qué preciosos pelitos tengo ahí, y cómo le gustaría a mi boca pegarse a ellos para siempre! Por desgracia, la naturaleza no me permite que bese yo misma a mi hermosa conchita, o que la lama tanto como quiera con mi lengua.
Pero, en cambio, llevo a mi nariz su olor excitante y el aroma enloquecedor de mi ojete, y degusto entre mis labios, ebria, el apetitoso sabor de esos dos tesoros.
En ese estado, que el baño no había calmado, puse mucho cuidado en no tener un orgasmo, me vestí y, muy decidida a salir de juerga, me puse una llamativa ropa interior, que me permitiera, por su facilidad, dejarme meter mano rápidamente bajo la pollera.
¡Qué momento! ¡De ése me acuerdo bien! Es un caballero muy bien armado, que me aborda discretamente mientras estoy parada frente a la vidriera de una joyería, en la calle de la Paix.
Pero si bien es discreto, sus palabras, en cambio, no son nada reservadas.
—¡Ah, señorita, señorita! La sigo desde hace unos instantes y admiro su figura, sus piernas y sus caderas… ¡Ah, que caderas!
Cierra los ojos, como si las observara a través de la tela de mi vestido.
Le digo bruscamente en pleno rostro.
—¿Son mis nalgas lo que tanto le interesa, señor?
Se queda un poco pasmado por la brutalidad de mi respuesta, que no tiene otro objeto que mostrarle que puede, atreverse a todo. Y como va acompañada de la más llamativa de las sonrisas, continúa enseguida:
—Sí…, así es. Las adivino abajo de la tela, tan perfectas, tan tentadoras, tan suaves… ¡Si pudiera verlas!
—¡No querrá que se las muestre acá, en la calle!
—Entonces ¿prefiere… otro lugar? ¿Es así? ¡Oh, qué buena es usted! En ese caso, venga conmigo. ¡Oh, sí, venga! ¡Vamos a mi casa, por favor!
Pero ante mi duda (no por virtud, sino por un temor irreflexivo) hace, para que me decida, un ademán perentorio. Saca la billetera, saca algunos billetes y los pone en mi mano.
¡Ah, ésta sí que es buena! Quise jugar a la nenita… ¡y me agarra en mi propia trampa!
Muy bien, vamos allá… ¡Juguemos a la verdadera puta! Coloco el dinero en mi bolso, más interesada aun cuando él me susurra al oído:
—No tema, señorita. No tengo ninguna intención de hacerle un hijo. Le pido sólo un poco de satisfacción, ¡nada más!
Hace un gesto y un lujoso Borgward estaciona frente a nosotros. Ahí estamos, confortablemente instalados, y él empieza a meterme mano con deleite.
Me abre el abrigo, me arremanga el vestido y distribuye elogios a todo lo que ve. Desliza hacia abajo mi bombacha y exclama:
—¡Ah, qué hermosos pendejos! ¡Qué locura!
Hurga en mi entrepierna con una caricia cosquilleante y, mientras busca entre la espuma, me dispongo a abrirle las cortinas que, hasta el momento, mantuve estrictamente cerradas.
Pero recuerdo de pronto… No, no es el momento. Necesitaría primero una pizca de aseo.
— ¿Por qué se resiste? —dice, sorprendido cuando no había puesto ninguna objeción en dejarle admirar mi conchita peluda.
¿Por qué? No quiero decírselo… Antes de salir, tuve que hacer ciertas necesidades imperiosas por naturaleza…, y siento que…
Ah, si sólo fuera mi parte delantera, la cosa iría bien, seguro, pero adivino que a ese dedo que asoma para abrirse paso a la fuerza no le interesa sólo mi sexo…
Adivino que no se detendrá en él y que querrá hundirse entre mis nalgas, en busca de mi ojete secreto.
Le corto el paso no sin pesar, porque tengo unas ganas locas de hacer chanchadas, y ésa en particular…, como con mi marido, y con algunos de sus amigos, a los que invito, cuando se presenta la ocasión, a hacerme un minucioso aseo a lengüetazos entre las nalgas. ¡Pero desconozco los gustos de mi compañero! ¿Y si me equivoco?
Para consolarlo por mi rechazo momentáneo, lo empujo a que se ocupe de mi pecho. ¡Perfecto!Recupera la sonrisa y se pone a manosear mis tetas a través de la seda de mi blusa. Queda completamente sosegado, al sentir como ruedan bajo sus toqueteos las puntas endurecidas por el deseo.
 
Estamos ahora en su casa, un palacete de buen gusto, amueblado con lo mejor del siglo XVIII, y diviso a la primera ojeada un curioso asiento, fabricado para las necesidades de la causa.
Me explica cómo debo acomodarme en él, dándole la espalda, pero cuando le pido que me deje un momento a solas, para  que pueda proceder a los lavajes preliminares, me dice:
—No, no, quedesé así. No se desnude. Quiero observarla con sus ropas de parisina elegante. ¡Además, una hermosa mujer como usted no necesita en absoluto cuidados superfluos!
—Sin embargo…
—No, le digo; me gustará todo de usted, y no podrá ser menos que encantador… Así que…, ahí…,acomodese bien…, ¡sí, así! Lo ve, no provoca ningún cansancio por la disposición del asiento. Y ahora, voy a subirle la pollera yo mismo.
Repite muchas veces seguidas «subir», como si esa palabra tuviera una propiedad mágica.
Yo misma siento que me excita, y más cuando él se entrega con los gestos más refinados a la operación, acompañándolo de los más picarescos comentarios.
—El abrigo primero…, después el vestido… Hace un momento, mientras la seguía, imaginaba mi placer al subirlo. Y acá estoy… ¡Y usted me lo permite! ¡Qué alegría! Ahora ya no lleva más que la deliciosa bombachita transparente y el corpiño. Saco éste primero. ¡Ah, qué tetas más maravillosas tiene usted! ¡Esa firmeza, esas puntas anaranjadas! Sigamos con la bombacha… Si me permite…
Y se agacha para deslizar suavemente por mis piernas el último elemento que oculta mi cuerpo.
—¡Ah, qué espléndido culo! Hace unos momentos, atrás suyo, me imaginaba esta grieta encantadora oculta bajo la calidez de su pollera. ¡Pero es mil veces más hermosa de lo que suponía! ¡Qué fantástica!
Hay un espejo dispuesto de tal manera que no me pierdo parte de la escena.
Está arrodillado a mis pies, con el rostro apenas un poco más bajo que mis nalgas, que admira y alaba con tanta elocuencia.
El asiento sobre el cual estoy inclinada, como en cuatro patas, está concebido de tal manera que no necesita bajar la cabeza ni contorsionarse para contemplar a su antojo mis bellezas más secretas, cuya visión le ofrezco, complaciente, entre mis muslos ampliamente abiertos.
Sacó su sexo—¡hermosísimo, por cierto!— y, mientras lo estruja, alaba mis encantos íntimos…¡y me olfatea!
—¡Ah! ¡Qué hermosos pendejos cortados por ese tajo rosa! ¡Ah! ¡Que adorable nido de carne es esa concha! Siento su aliento enloquecedor, adivino un sutil tufo amoniacado.¡Oh! Cerda… Es usted como una nena que se orina en la bombacha. Acá están las húmedas pruebas en los bordes… Será cochina… Sin embargo, ¡adoro que sea usted así! Y ahí, más atrás, ese precioso hueco entre las nalgas… Sí, ayudemé a ponerlo más en evidencia con la mano… ¡Ah, qué espléndido ojete, qué bonito fruto de amor! ¡Y qué deliciosamente huele, él también! Un momento, diría que…Estoy seguro, no hace mucho que… ¡Es muy reciente! ¡Ah, pequeña descuidada! Sin embargo, está bien. Con un lengüetazo quedará como si nada. Pero ¡qué digo! No lo daré, ese lengüetazo que sería tan exquisito…, tan cochino…, tan íntimo…,porque quiero, precisamente, que permanezca ese aroma agradable, ese aroma que va a hacer que…, que… ¡Ah! ¡Ya no aguanto más…, estoy llegando…, estoy llegando…!
Y de golpe, erguido, echa al vuelo sus abundantes chorros.
Le grito que no desperdicie su buena leche…, y recibo en mis nalgas el resto de su ofrenda. ¡Es como una lluvia cálida y algo pegajosa que me baña y se desliza por mi piel, procurándome una sensación inimaginable!
Un dispositivo que él acciona me da la vuelta suavemente; estoy ahora de frente y exhibiéndole esta vez toda mí parte delantera. Se exalta de nuevo.
—¡Qué maravilla ese pequeño y delicioso sexo! ¡Que hermoso es! Y qué espectáculo verlo todo húmedo por ese flujo que espumea en la comisura de los labios y baña el endurecido clítoris… ¡Ah, qué hermoso estuche aterciopelado y untuoso, un estuche donde podrían anidar varias lenguas!
—Meta la suya, señor —le digo, locamente excitada—. ¡Dele, deme una chupadita, tengo ganas de verdad!
—No; a pesar de las ganas que tengo yo también, no le haré cariñitos. Quiero…, quiero conservar en mi recuerdo el espectáculo de su goce. Toquesé, señorita, masturbesé, ahí, a dos centímetros de mi cara.
¡Oh! Me exaspera, negando la colaboración de su lengua. Siento que si ésta rozara un segundo los bordes de mi inflamado sexo, gozaría enseguida.
¡Entonces, peor para él, quiera o no, la chupará!
Con un brusco movimiento, mi mano le agarra los cabellos, y hundo su cabeza entre mis muslos separados. ¡Se defiende, pero es demasiado tarde! Sólo con el contacto de su nariz, que hice entrar entera entre los labios de mi conchita mientras frotaba furiosamente mi clítoris, llegué como una reina y mi descarga salió, fulgurante.
¡Ahora nos reímos, mientras veo su cara completamente empapada de mi humedad! Tiene en el mentón, en las mejillas… y, relamiéndose los labios, recoge todo lo que puede para saborearlo… y seca el resto con su pañuelo.
 
Ahora, me enseña una manera de hacerse cosquillas —¡de hacernos cosquillas, mejor dicho!— que yo no conocía.
Muy cerca de mí colocó su gruesa verga entre los labios de mi concha, como en un estuche.
Con dos dedos, empuja la cabeza de la pija y hace deslizar al mismo tiempo la vaina de piel sedosa para liberarla.
Entonces, esa presión y ese roce de carne satinada se transmiten a mi clítoris tembloroso, produciéndome el efecto de una exquisita masturbación. Es sencillamente maravilloso. Me fascina…
—Fue una prima mía la que me enseñó esta manera de hacerlo cuando era niño.
Yo tenía catorce años y ella dieciocho.
—¡Cuentemeló con detalle!
—La excita, ¿no?
—¡Locamente!
—Entonces, un día sorprendió a su padre haciendosé tocar por una sirvienta. Dotada de espíritu de imitación, se puso enseguida a ensayar conmigo, ¡y su fina mano obtuvo un gran éxito! ¡Me puso en el compromiso de corresponderle, y no conseguí el más mínimo resultado! Entonces, cada día, en su habitación, con el cerrojo concienzudamente puesto, nos manoseábamos el uno al otro, tumbados en un sofá, frente al armario. Ella sacaba mi pequeño paquete de la bragueta, yo entreabría la grieta abajo de su bombacha…, y nos esforzábamos lo mejor que podíamos, frenándonos el uno al otro en el momento del desenlace, de forma que gozáramos los dos al mismo tiempo.
Un día imaginó que una sola mano debería ser capaz de dirigir el juego para ambos y, tras algunos intentos, encontró esta pose encantadora e ingeniosa… ¿Qué le parece?
—Digo que es sencillamente delicioso. Pero siga con su historia. Me gusta muchísimo. ¿Cuál era la mano única que dirigía el juego?
—A veces la mía, a veces la suya. Encontró también otra manera de satisfacernos…, y en esa ocasión sin que interviniese la mano. Me hacía tenderme sobre la hierba y, abriéndome ampliamente el pantalón, me bajaba el calzoncillo, al tiempo que levantaba la camisa, y disponía, erguida contra mi vientre, mi joven pija bien erecta. Subiéndose entonces la pollera ante mis ojos inflamados de deseo, montaba sobre mí, ajustando exactamente, entre los labios de su sexo rosa, toda la longitud de mi pequeña verga. La punta de mi glande se apoyaba en consecuencia contra su pequeño clítoris endurecido. Después, con una ligera presión de su cuerpo, se frotaba suavemente y llegábamos así al goce.
—¡Ah, la muy viciosa! ¡De ese modo conseguía placer sin riesgo!
—Sí…, y de ahí esde donde me viene esa especial inclinación.
—¡Ah, la muy cochina! Lo haremos así después, pero ahora animesé, ¡siento que voy a llegar!
—Sí…, así…¡LLeguemos!
—¿Siente cómo me humedezco por la acción de sus dedos, que la punta de su miembro transmite a mi clítoris? ¡Ah, ya llego!
—¡Oh! ¡Oh! Yo también…
—Voy a llegar… ¿Y usted?
No tuvo que responderme, en ese preciso momento, sentí en mi pelambre él calor del líquido que vertía generosamente, mientras el mío se derramaba a lo largo de su agitado miembro.
 
Un instante después, repetimos la escena que su primita interpretaba sobre él en la hierba.
Lo obligué a tenderse sobre la alfombra de lana y, para que se le pusiera dura de nuevo, fui, con la pollera subida, a acurrucarme sobre su rostro extasiado.
Separando las nalgas, le obsequié el aroma de mi hermoso ojete. Pocos segundos, durante los cuales lo dejé husmear apasionadamente la cálida emanación de mi agujerito, bastaron para llevarlo de nuevo al borde del goce.
Girando, me monté sobre él como su prima. Entre nuestros vientres estrechamente pegados, llevé a cabo aquella especial agitación y no tardamos en desfallecer al unísono.
 
—Y ahora —dijo, tras tomar un exquisito refrigerio de caviar, regado con un jerez embriagador—,ahora…, ¡regalemé de nuevo el espectáculo de su divina concha, que va a toquetear frente a mis ojos!
Le ofrecí la visión del modo que me había enseñado en mis años de pensionado nuestra profesora de inglés, miss Taylor.
Yo me había convertido en su favorita, aunque una favorita un tanto especial…, en el sentido de que no pedía a mi boca amorosa otra cosa sino que le lamiera el ojete. No le gustaba que la chupara y, por extraordinario que pueda parecer, jamás permitía que pusiera mis labios en su adorable concha.
Sólo a sus finos dedos concedía el supremo goce de acariciar su clítoris y manosear su gruta entreabierta ante mi ávida mirada.
Con el pulgar y el índice, masajeaba activamente su gusano, mientras usaba el anular para penetrarse con movimientos rápidos.
Tumbada a lo ancho de la cama, con las rodillas subidas, pedía a mi lengua, anidada entre sus blancas nalgas, que picoteara, libara, lamiera sin parar el precioso agujero de su ojete fruncido.
Le producía un placer incomparable, atenta sólo a menear los dedos según una cadencia apropiada a mis lengüetazos.
Placer egoísta, ya que recuerdo las bofetadas con que no dudaba en gratificarme cuando intentaba recoger con mi boca golosa la sabrosa mojadura que llenaba su concha.
Tras la bofetada que me caía, seca y nerviosa, volvía a meter rápidamente la lengua en el orificio por ella querido, y sólo cuando su fluido me llegaba chorreando entre sus nalgas, me permitía deleitarme con él.
De modo que interpreté para él el papel de miss Taylor. Con una variante, sin embargo, pues en lugar de lamerme el ojete, mi compañero se contentó con aspirar apasionadamente mi precioso agujerito.
Estábamos tan excitados uno como otro con el espectáculo deliciosamente obsceno que yo le ofrecía. Y a modo de epílogo, en el instante en que llegaba al orgasmo, se levantó de sopetón y roció con chorros de su placer mi hermosa concha completamente abierta.
 
El efecto de mis abluciones de hace un rato en el bidet se disipó…, y al recordar, en estas líneas de mi diario secreto, las chanchadas de tan lujurioso día, ¡estoy de nuevo empapada!
Si Poupette hubiera vuelto, haría que se metiera un consolador que compramos ambas y que tiene la precaución de esconder en su habitación. No me gustaría que mi esposo encontrara semejante objeto…, ¡sería capaz de sentirse celoso comparándose con él!
Pero ahora que lo pienso, creo que esta mañana la cocinera compró berenjenas. ¡Irían de maravilla!
Corro a la cocina. En efecto, ahí están. ¡Qué suerte! Elijo una de medida cómoda. ¿Y bananas? Bueno, ¿y por qué no también una, para darselá de comer a mi precioso agujero?
Qué importa, a falta de pan…, ¿no es cierto?
Después de todo, es sólo para distraerme un poco, mientras espero el regreso de mi querida Poupette.
Cuando vuelve (siempre que mi marido no esté, por supuesto), nunca deja de contarme sus aventuras del día. La mayoría de las veces son sabrosísimas…, ¡y su relato sirve de condimento a nuestras voluptuosas diversiones!
Me lo cuenta todo, con calculada progresión, y en el momento más emocionante, ¡tenemos que callarnos para dejar que surja el enorme suspiro de nuestros goces bien armonizados!
 
CONTINUARÁ...

1 comentario - La depravada - Parte 5

mdqpablo
Muy buena pluma . Gran relato . Se nota que ella y poupette son terribles . Van pts